9

Tormenta de hielo

Cae aguanieve durante la noche, y de madrugada la casa se queda helada. Yo bajo andando las escaleras con mi camisón largo de franela roja para encender el fuego y me encuentro a Bitsy que ya está allí de pie.

—Hielo —dice, señalando la ventana. Lleva la bata rosa descolorida que le dio Katherine cuando se fue de la ciudad.

Yo meto unos cuantos troncos en la estufa.

—Deme, deje que lo haga yo.

—No, Bitsy. Ya conseguía mantener la casa caliente antes de que tú llegaras. No soy una inútil.

Ella se da la vuelta, ofendida, y me arrepiento de la dureza de mis palabras, pero sigo removiendo las brasas con el atizador de hierro. Luego las dos nos acercamos a la ventana.

Fuera las nubes se separan, y la luz de la luna permite ver todas las ramas y ramitas cubiertas de hielo. Las ramas pesan tanto que caen al suelo, y vemos que una se rompe y queda hecha añicos como un cristal. Nos miramos la una a la otra con los ojos muy abiertos.

Luego las nubes se cierran otra vez y todo se vuelve negro, como cuando cae el telón al final de una sesión de cine. En el silencio que se sucede se oye un ruido nuevo, un crujido de pasos a lo lejos, subiendo por Wild Rose Road.

—¿Has oído eso? —pregunto, con la esperanza de haberlo imaginado.

Los pasos no me asustan. Es la idea de que alguien dé a luz en una noche como esta lo que me encoge el estómago. Repaso rápidamente las mujeres que ya han solicitado mi ayuda. Minnie Boggs no cumple hasta Navidad. Cierro los ojos y espero que no sea ella. Solo tiene catorce años y el bebé se habría adelantado cinco semanas. Luego está Clara Wetsel, pero ella ya ha tenido cuatro hijos y no debería parir hasta mediados de enero. Si se hubiera adelantado tanto su marido habría ido a buscar al doctor Blum, dijera lo que dijese su mujer.

—¿Ves a alguien? —inquiero—. Está más oscuro que la boca de un lobo. Espera… Un hombre a caballo.

—Lleva otro caballo detrás. —Esa es Bitsy.

—Más vale que nos vistamos. Enciende un candil.

Al cabo de unos minutos, Bitsy y yo, cada una con una lámpara de queroseno, esperamos en el umbral a que Thomas ate los dos burros al arce más cercano. Los hermanos Proudfoot se abrazan fuerte, varias veces, y ahora me doy cuenta de cuánto añora Bitsy a su familia. Como yo no tengo parientes, no había pensado mucho en eso. Ella extraña a su madre con quien ha vivido toda la vida. Echa de menos a su hermano. Seguramente extraña el compañerismo de la Iglesia Metodista Episcopal Africana de Liberty.

—La necesitan en Hazel Patch —dice finalmente Thomas a modo de saludo. Nada de «¿Qué tal?», ni una gran sonrisa.

¿Y ahora qué? Yo no conozco a nadie en Hazel Patch, una aldea aislada con unos cien habitantes, la mayoría negros. Becky Myers, la enfermera domiciliaria, me contó su historia, me dijo que habían emigrado del sur del estado para trabajar en la mina Baylor cerca de Delmont, y que después de un derrumbamiento en el que murieron diecisiete hombres, se quedaron. Eso fue en 1921, antes de que la señora Kelly y yo llegáramos aquí. La mayoría de los que sobrevivieron no volvieron a bajar a la mina jamás y ahora intentan aguantar trabajando las granjas.

—¿Qué quiere esa gente de la señorita Patience? —pregunta Bitsy con actitud protectora—. Es más de medianoche y hay una tormenta de hielo terrible. Esa gente no debe recurrir a nosotras. Aparte de que para ayudarles ya tienen a la señora Potts. —Bitsy enfatiza esa gente por segunda vez, como si ellos fueran unos pueblerinos y nosotras demasiado buenas para gente así. Por no hablar de que Hazel Patch está muy lejos, al otro lado de Spruce Knob.

—Entra, Thomas, ¿hay alguien de parto?

El hombre, alto como un roble igual que su madre, Mary, sube al porche y se agacha al pasar por la puerta. Lleva un chaquetón verde que irradia frío y escampa copos de nieve por el suelo.

—La cosa está mal, señorita Patience. El niño está a punto de nacer, o lo intenta al menos, pero lo primero que ha salido es el brazo. Es de Cassie Washington, su cuarto hijo, o el quinto. Creo que uno murió. La señora Potts lleva tres horas intentándolo, y las tías dicen que el brazo se está volviendo azul. Tiene usted que ir a ayudar.

—Podemos ir por Raccoon Lick hasta Hope Ridge —sugiero— y cortar por casa de los Harper a través del bosque, hasta llegar a la bifurcación sur de Horse Shoe Run. Tardaremos una hora si nos damos prisa.

—Si va usted, puede que vaya yo también —refunfuña Bitsy, pero yo sonrío, encantada de contar con su compañía en esta noche tan oscura. Ella puede hervir agua, hacer que la gente que sobra salga de la habitación, y arreglárselas con la señora Potts, a quien verme puede gustarle o no.

En cuanto pongo un pie fuera, resbalo en el porche. Me había olvidado del hielo.

—¡Maldición! —Me caigo de culo en el suelo.

A Bitsy le da un ataque de risa, pero Thomas le da un golpecito en el brazo y me levanta.

—Vaya con cuidado, señorita Patience —dice. Tiene la mano desnuda y cálida, con polvo de carbón metido para siempre bajo las uñas, y me pregunto si tendrá mitones. Entonces me doy cuenta de que Bitsy tampoco lleva nada en las manos. Esta noche la temperatura no debe de llegar ni a los cero grados, pero yo llevo una boina azul, unos guantes y una bufanda que me tejí yo misma.

—¿Podremos llegar? —le pregunto a Thomas—. ¿Las pezuñas de los burros podrán romper este hielo?

Thomas gruñe.

—Eso creo. Estas viejas bestias han llegado aquí sin problema. El hielo ya está empezando a derretirse. Hemos de intentarlo. —Yo imagino la escena del parto, una mujer retorciéndose con el brazo de un bebé fuera. Ella grita e intenta empujar, pero no consigue nada.

Thomas me ayuda a subir al animal más grande y coloca a Bitsy detrás; montamos a pelo y yo meto las manos de la muchacha bajo mis brazos para mantenerlas calientes.

Veinte minutos después llegamos al cruce de Wild Rose y Raccoon Lick. Vuelve a salir la luna y veo los daños en los árboles. Por todas partes cuelgan las ramas como brazos rotos. Al pie de la pendiente ruge Hope River como un león invisible. Paramos tres veces para que Thomas baje del burro y arrastre una rama grande fuera del camino.

Después de recorrer un kilómetro y medio subimos el sendero de los Harper bordeado de grandes árboles. Las pezuñas de los burros crujen, como si pisaran cristales, y calculo que las placas de hielo tendrán unos sesenta centímetros de ancho. Al llegar a casa de los Harper, los perros ladran, pero no se enciende ninguna luz.

Después de pasar junto a la imponente sombra de su enorme granero, cogemos un atajo por el bosque y seguimos por la ladera sur de Horse Shoe Run. Aquí, en esta selva densa de abetos y árboles caducos, caen ramas rotas por todas partes. Yo levanto la mirada y me doy cuenta del peligro que corremos.

Bitsy se agarra con fuerza. Lo único que veo es la sombra de Thomas delante. Gracias a Dios, el lobo fue erradicado de los bosques de Virginia Occidental y los osos están hibernando. No saldrían en una noche como esta, ¿verdad?

Por fin vemos una luz y, al cabo de unos minutos, la aldea de Hazel Patch, una hilera de unas doce casas y pequeñas granjas en torno a una capillita blanca. Thomas acelera el paso, y aunque me da miedo lo que estamos a punto de ver, azuzo a mi montura para seguirle el ritmo.

¿En qué estaba pensando cuando me calcé las botas? ¿Cómo puedo ayudar a una comadrona experimentada como la señora Potts, alguien que seguramente lleva cincuenta años trayendo niños al mundo, cuando yo obtuve el certificado hace dos años, y solo por escribir mi nombre? Y la familia…, ni siquiera les conozco. Prefería estar calentita y cómoda en mi cama.

Pasamos junto a la iglesita, una pequeña construcción de leña con una aguja de madera, y luego seguimos a Thomas por un camino privado limitado a ambos lados por una pulcra cerca de madera. Al final hay una casa de madera de dos pisos y luz que emana de todas las ventanas. Una mujer aúlla en la noche. Es un sonido salvaje, y Bitsy y yo temblamos. La mujer se calla durante unos minutos y vuelve a empezar.

La señora Potts

Al notar mi aprensión, Bitsy me da un abrazo y desmonta. Aunque ella habría preferido no venir, coge mi maletín de partos sin vacilar, y acompaña a Thomas hasta la puerta. Yo les sigo con recelo, decidida a no hacer una gran entrada y caerme de culo otra vez.

Thomas llama dos veces mientras nos sacudimos el hielo, pero no espera a que le abran. Empuja la puerta y nos conduce a una sala amplia con estanterías de roble en las paredes de troncos, un órgano y un sofá de terciopelo beis. Es el tipo de habitación que imagino que tendría un juez o un médico en la época de los pioneros, solo que ellos no disponían de luz eléctrica. Hazel Patch está enclavado a la derecha de la carretera principal, cerca de los cables eléctricos. Por el modo como Bitsy se refirió a sus habitantes como «esa gente», pensé que íbamos a un lugar miserable como el campamento minero.

Al otro extremo de la puerta hay una resplandeciente cocina amarilla con un aparato de gas de color verde pálido con el respaldo alto. Dos mujeres de piel oscura y una señora menuda de color café están sirviendo comida. Las tres, todas con vestidos floreados de andar por casa y delantales de varios tamaños, se dan la vuelta para saludarnos.

—¿Señora Potts? —pregunta Thomas, y se quita el sombrero.

La comadrona de color café, encorvada, toda vestida de negro con un impecable delantal blanco, un cuello de encaje y un pañuelo del mismo color, se acerca por el pasillo. Camina como si sus junturas necesitaran aceite, pero apenas tiene arrugas en la cara. En la otra habitación, la parturienta gime como un animal atrapado.

Me sorprende ver que la anciana pasa junto a Thomas y Bitsy y me da un abrazo.

—Querida —dice—. Soy Grace Potts. Siento mucho obligarla a salir en una noche como esta, pero no sabía a quién acudir y aquí tenemos un p’oblema . —Dice p’oblema de un modo curioso, como muchos ancianos de los Apalaches—. El doctor Blum no viene a Hazel Patch ni admite a gente de color en su clínica, si no ya habríamos ido allí. Enseguida verá lo que quiero decir.

—Thomas dice que primero ha salido el brazo. ¿Ha podido palpar la cabeza?

Grace Potts extiende sus dos manos avejentadas, retorcidas por la artritis, con los nudillos de todos los dedos deformados, completamente huesudas y llenas de venas sinuosas que se entrecruzan como un mapa de carreteras en el dorso, pero con unas palmas tan rosadas y suaves como las mías.

—Está muy alta. Yo confiaba en que usted podría…

Nos interrumpen unos gritos desde el dormitorio, y echo a correr con Bitsy pegada a mis talones.

—¿Permitirá que la examine? —Ya estoy metida en faena, y todos los miedos que puedo haber tenido han desaparecido. Tengo una tarea que hacer, un rompecabezas que resolver. Como mínimo puedo intentarlo. Thomas se va a la cocina, y el trío de cocineras le atiende, le ofrece café y una tarta de café.

—Dejaría que la examinara el veterinario si eso le aliviara el dolor —comenta la señora Potts. Me pregunto si se refiere a Hester o si lo dice en general. A lo mejor alguien debería llamarle. Lo hizo bastante bien con el caballo.

En el dormitorio encontramos a la paciente, es idéntica a Josephine Baker, la cantante de cabaret. Está a cuatro patas, lleva un camisón blanco, y nos mira con sus enormes ojos castaños llenos de lágrimas.

Bitsy, que ya había revisado mi maletín hace unos días, lo abre y me entrega los guantes de goma esterilizados, mientras yo me siento en un lado de la cama y coloco la mano sobre la pantorrilla de la mujer. Estoy impresionada con mi nueva ayudante, que no vacila, sino que saca sus propios guantes nuevos que la señora MacIntosh le compró en la farmacia de Stenger antes de que se marchara de Liberty.

La señora Potts hace las presentaciones.

—Cassie —dice—, ella es Patience Murphy, otra comadrona, y Bitsy su empleada. Te examinará por dentro con mucho cuidado, y veremos cómo podemos sacar a este niño.

Me pregunto si la anciana matrona se da cuenta de que según la normativa de las comadronas de Virginia Occidental estamos quebrantando la ley, pero tengo que reconocer que es lista, porque dice «veremos cómo podemos sacar a este niño», y no «si podemos sacar a este niño». También legitima a Bitsy diciendo que es mi empleada, y no mi ayudante o mi criada. Me sorprende que incluso sepa mi apellido.

—Ahora, querida, date la vuelta para que la señorita Patience pueda palparte.

Cassie gime, pero hace lo que le han pedido. Le indico a Bitsy que vierta aceite en mis guantes de goma, y cuando levanto el camisón de la paciente, me quedo atónita.

Presentación del brazo

Aunque yo no habría recorrido todo este camino bajo una tormenta de hielo si no hubiera estado preparada para tener complicaciones, ver el brazo de un niño asomando por la vagina de una mujer no es algo agradable. Miro los ojos marrones de Bitsy y constato que no se muestra impresionada, buena característica para una comadrona. (Nunca hay que alarmar a la paciente). Se diría que está muy acostumbrada a ver cosas así.

—¿Puedes separar un poco más las piernas, Cassie? —pregunto—. Aprieta los dedos de Bitsy, y si tienes ganas de gritar, intenta jadear como un perro…, jadea, jadea, jadea…, no empujes. Voy a engrasarme los dedos, te los meteré dentro y encontraré la cabeza del bebé. ¿Ritmo cardíaco? —Me dirijo a la anciana comadrona, para que me confirme que el bebé sigue con vida.

La señora Potts saca un estetoscopio metálico moderno, como el del doctor Blum, del fondo del bolsillo de su delantal.

—Hace unos minutos latía. —Escucha atentamente, y luego hace un gesto afirmativo—. Claramente vivo —me confirma.

—Bien. ¿Preparada, Cassie?

Cassie hace una mueca y asiente, pero tiene la mirada fija en la señora Potts. Bitsy me pone más aceite de oliva en el guante, yo subo por el brazo hasta el hombro y, con la otra mano sobre el abdomen de la madre, trato de encontrar la cabeza. Está muy encajado, pero si consigo volver a meter el brazo, quizás pueda hacerle bajar hasta la pelvis. Saco los dedos y pienso cómo hacerlo.

—No empujes, Cassie. No la dejes empujar, Bitsy. Voy a meter los dedos hasta arriba e intentaré recolocar el brazo y luego bajar la cabeza. —No menciono que la vez que intenté algo parecido fue con un caballo y sacando una pezuña, no metiéndola—. ¿Podría levantarle el trasero, señora Potts? Necesito que las nalgas estén más arriba que el pecho, con las piernas en alto. ¿Tenemos almohadas?

Pese a su aparente fragilidad, la anciana tiene un vozarrón que pone a todo el mundo en marcha.

—¡Samantha, Mildred, Emma! —grita como si tuviera un megáfono—. Necesitamos todas las almohadas de los dormitorios de arriba, ahora mismo.

No tengo ni idea de cuál de esas tres mujeres vive en esta casa de madera tan bien equipada, pero en un par de minutos la habitación se llena de almohadas de plumas. Yo hago una mueca al ver las fundas de encaje. Cuando estén manchadas de sangre no serán tan bonitas.

—Bitsy, quita esas fundas tan buenas. ¿Pueden traer unas toallas también?

Mis asistentes me ayudan a hacer un montón de unos sesenta centímetros de altura con las almohadas, que cubrimos con toallas. Luego hago que Emma y Mildred coloquen el trasero de Cassie en lo alto de la plataforma. Ella se hunde, naturalmente, pero aun así he conseguido mi objetivo. Cuando la paciente tiene las nalgas en alto, el bebé se retira y solo sobresalen la muñeca y la mano. Cuando vemos que los dedos se mueven, todo el mundo grita de alegría y la madre sonríe por primera vez.

—Señora Potts —le digo a la anciana comadrona—, voy a flexionar el brazo por el codo y a empujar la mano dentro y luego el hombro hacia arriba. Cuando se lo diga, ¿podría orientar la cabeza hacia abajo? Quizás una de estas señoras puede ayudarla si está cansada.

La vieja dama se arremanga.

—Así, Mildred. —Coge la mano de la mujer alta y la coloca bajo sus dedos artríticos exactamente donde yo quiero. Este parto se está convirtiendo en un acontecimiento verdaderamente comunitario.

—¿Todo el mundo preparado? ¡Cassie, no empujes! No empujes hasta que coloquemos la cabeza en el canal de parto y retiremos los almohadones, la señora Potts te dirá cuándo. En cuanto empieces a empujar, no pares por nada.

Pienso en el cordón, en la posibilidad de que el bebé lo tenga enrollado al cuello. Salvo por ese brazo que salía, este parto se parece mucho al de Delfina Cabrini en el campamento minero de King Coal.

La mujer llamada Samantha empieza a cantar en voz baja: «Joshua fit the battle of Jericho, Jericho, Jericho[3]». ¡Una canción bélica!

«Joshua fit the battle of Jericho and the walls came tumbling down[4]». Las demás mujeres se suman, incluso Bitsy, todas menos la señora Potts y yo. Estoy demasiado ocupada reptando hacia arriba por el canal de parto.

Ahora, debido a la inclinación, el hombro está más arriba y yo casi he metido el codo, cuando empiezo a empujarlo a la izquierda con dos dedos. La señora Potts repara en lo que estoy haciendo y empieza, al mismo tiempo, a dirigir la cabeza despacio hacia abajo, a la derecha. El que la paciente haya tenido varios hijos ayuda; tengo espacio para trabajar.

Cassie está cada vez más incómoda, y Bitsy le dice que jadee. La parturienta tiene los ojos tan abiertos que parece que le van a estallar, pero no grita. Solo jadea, tal como Bitsy le indica, y yo me pregunto cómo sabe eso mi asistente, que solo ha estado en un parto, el de Katherine MacIntosh.

Por la disposición de las manos de la señora Potts y Mildred, me doy cuenta de que la cabeza del bebé está bajando y se acerca cada vez más al límite de la pelvis. Para hacer sitio, deslizo lentamente la mano fuera, y acto seguido la cabeza ocupa ese espacio sin problemas.

—Muy bien, ahora empuja, cariño —ordena la señora Potts—. ¡Empuja con todas tus fuerzas!

Las tías apartan las almohadas y ayudan a la madre a sentarse en la cama, justo cuando una cabeza con largos rizos negros sobresale por la abertura.

—¡Jesús bendito! Voy a desmayarme —exclama la más baja del trío y busca a tientas una silla cuando aparece el bebé, arrastrando una placenta que parece un hígado de ternera de ochocientos gramos. ¡El cordón solo mide veinte centímetros! Rápida como una centella la señora Potts lo corta y le entrega el bebé a Mildred, que envuelve a la niñita en una toalla limpia.

—¡Loado sea Jesús! ¡Gracias a Dios! —exclaman todas.

Otro bebé sano. Si creyera en Dios, inclinaría la cabeza…

Hemorragia

La auténtica emergencia es la sangre que aparece al cabo de unos minutos, como si la presentación del brazo no hubiera sido suficientemente grave. Yo empiezo a masajear el útero y a hablarle como si me oyera.

—No, de eso nada. ¡Deja de sangrar! ¡Para ahora mismo!

—Vuelva a meter el puño —me indica la señora Potts. Sé a qué se refiere, aunque no lo he hecho nunca. DeLee lo llama compresión bimanual. Hay una fotografía del procedimiento en mi manual de obstetricia—. Utilice la otra mano desde fuera. Envuélvase el puño con el útero caído y reténgalo con fuerza. —La comadrona anciana me da instrucciones mientras rebusca encima del tocador, a su espalda, una botellita marrón—. Bébete esto —ordena la señora Potts. Bitsy acerca el frasco a los labios de Cassie.

Ahora todo está en manos de Potts y la hemorragia disminuye, así que yo trato de retirar la mano.

—Todavía no —me indica ella.

Vuelvo a meterla en cuanto veo que empieza otra vez la hemorragia.

—Vinagre —pide Potts, y la mujer más menuda corre a la cocina y vuelve con un pequeño frasco de cerámica.

La comadrona vierte el líquido cáustico sobre uno de mis paños esterilizados y me lo da.

—Limpie el útero. Debe de tener coágulos. El vinagre ayudará a parar la hemorragia mientras le hace efecto la infusión de cimífuga y bolsa de pastor que le hemos dado. Tenga esto preparado siempre que una mujer tenga dolores y no progrese. Si no deja de sangrar pronto, probaremos con hielo.

Al ver tanta sangre, las tres mosqueteras, Mildred, Samantha y Emma, han salido de la habitación con el bebé. Bitsy coge la mano de Cassie, y empieza a cantarle bajito al oído «Joshua fit the battle of Jericho… Jericho…» para que esté tranquila.

—¿Hielo?

—El hielo en el útero hará que la sangre se contraiga. —Creo que se refiere a los vasos sanguíneos, pero no pregunto. He leído que los cirujanos utilizan hielo para detener la hemorragia durante una cesárea, pero siempre creí que eso causaría una conmoción tan grande en la mujer, que moriría de frío en lugar de desangrada.

La señora Potts coge la muñeca de Cassie. Consulta su reloj de pulsera de oro, como los que tienen las enfermeras, y mueve los labios mientras controla el pulso de la paciente.

—Eres muy buena chica, Cassie. Dentro de un minuto lo habremos solucionado.

—Venga, vamos, saque el paño y toda la sangre densa que pueda —me indica la anciana.

Yo hago lo que me dice, y saco un puñado de coágulos del tamaño de unas mollejas de gallina. Entonces la señora Potts se hace cargo y desde fuera comprime el útero como si estuviera escurriendo un trapo de cocina. Salen más coágulos, y yo los limpio.

—¡Muy bien, vale! —grita la vieja comadrona. Inspira profundamente y besa a la paciente en la cabeza—. Ya puede dejar de frotar. Bitsy, comprueba cada cinco minutos que el útero esté bien sujeto. —Mi ayudante, ya la considero así, sabe lo que tiene que hacer desde el parto de Katherine. Las lágrimas bajan en torrente por las mejillas de Cassie—. Démosle el bebé a su mamá y que se lo acerque al pecho. Eso hará que ambos se encuentren mejor.

Temblando todavía, me lavo en la pila de la cocina y respiro hondo. Bitsy limpia el dormitorio, y la señora Potts venda el ombligo al recién nacido. Fuera, el cielo levanta el dobladillo de su vestido de noche por el extremo oriental.

—Tenga, cariño. —Mildred, que por lo visto es la abuela del bebé y la señora de la casa, me da una bata casera limpia para que me la ponga encima de la blusa. Señala el pasillo—. Puede cambiarse en mi dormitorio.

—¡Señor Miller! ¡Reverendo Miller! ¡Ya puede pasar! —Llama por la puerta de atrás al marido y a los hombres refugiados en el granero—. Vengan. ¡La comida está servida!

Cuando ya he terminado de arreglarme, las tres cocineras cantan en armonía en la cocina. «Me rodea un arco iris y me cubre el cielo azul». Una pegadiza canción de Al Jolson. La anciana comadrona recorre el pasillo sonriendo, y me deja un tanto asombrada ver cómo se marca un pequeño boogie en la puerta de la cocina. Se sienta en el salón para reorganizar su maletín de partos, y Bitsy y yo nos sentamos a su lado.

—Yo intento tenerlo todo preparado —dice a modo de consejo, como si hablara consigo misma—. Nunca sabes cuándo pueden volver a avisarte…, aunque yo ya no salgo tan a menudo como antes. —Sus ojitos castaños brillan cuando mira a Bitsy, y luego a mí, y me pregunto a cuál de las dos está enseñando—. ¿Necesita un poco de mi medicina para las hemorragias? Tengo otro frasco. —Saca un recipiente de cristal y yo acepto el regalo, agradecida.

—¿Puede repetirme de qué está hecho? ¿Lo puedo hacer yo misma o es un secreto? —Las cocineras de los montes Apalaches guardan celosamente sus recetas de tarta de chocolate, de ensalada de patata, de pollo frito y de panecillos rellenos. Quizás hacen lo mismo con los tónicos medicinales.

—No sea boba. Claro que me gustaría que lo tuviera usted, si es para salvar la vida de una madre. —Y procede a apuntar, en un pedazo de papel de envolver arrugado, las hierbas que utiliza y cómo prepararlo, cuando Mildred saca la cabeza en el salón.

—¡Vamos, tía Potts, primero comerá usted y luego Patience!

Yo sonrío ante esa muestra de consideración, y al entrar en la cocina, me quedo un poco sorprendida. En esta casa, al menos después del trabajo duro de un alumbramiento, las mujeres comen primero. Hay tres hombres negros esperando de pie, apoyados en la pared o en el mostrador, observando la comida. Está Thomas, nuestro acompañante; Darwin Washington, el padre del recién nacido, y un caballero más mayor que imagino que es el reverendo. Luego están las mujeres moviéndose por todas partes, un mar de caras morenas y negras y la mía, más blanca que la luna llena en octubre. Me fijo en que no hay niños presentes, y deduzco que en esta comunidad tan unida debe de haber montones de cuidadoras voluntarias.

Bitsy pone la mesa como si viviera aquí, y empieza a servir col y puré de patatas y bocadillos de carne de pan blanco casero. Mildred lleva una bandeja de desayuno al dormitorio para Cassie y Darwin.

—¿Le han puesto nombre ya? —pregunta Thomas cuando vuelve la señora Miller.

—Uno que le va de perlas —ríe la abuela, mirando por la ventana los árboles cristalinos—. Un nombre tradicional de Virginia Occidental. —Todos dejan de masticar y esperan—: Icey.

—Adiós. Dios las bendiga, chicas. ¡Muchísimas gracias! —Estamos en el porche contemplando el brillo que cubre ramas y ramitas. El acebo que hay junto a la puerta de los Miller está cubierto de hielo. Incluso la línea eléctrica que sube por el sendero está combada y llena de carámbanos colgando. El reverendo Miller, el abuelo del recién nacido, se acerca y contempla el patio.

—Nosotros no tenemos mucho —dice, y me estrecha la mano—, pero lo poco que tenemos es suyo. Por favor, cuente con nosotros para lo que sea.

No puedo evitar comparar esta escena feliz con el aislamiento de los Cabrini en el campamento minero o con los MacIntosh, encerrados en su mansión de ladrillo. La sensación de felicidad de esta casa me recuerda el tiempo que pasé en Pittsburgh con sufragistas, radicales y líderes sindicales de ambas tendencias, y una sombra se cierne sobre mí. Aquel tiempo ya pasó y nunca volverá. Tengo que quedarme aquí, en este confín del mundo…

El sol se alza sobre la montaña con una luz cegadora. «Morning has broken», canto esa vieja canción. «Ha llegado la mañana… Como la primera mañana… Los mirlos han cantado… como el primer pájaro».

28 de noviembre de 1929. Cuarto menguante.

Presentación de brazo asistida por la señora Potts, comadrona de color de Hazel Patch. Una niña. Icey Washington. Yo tuve que intervenir para empujar el brazo hacia arriba y apartarlo, mientras la señora Potts mantenía la cabeza hacia abajo. No hubo desgarro vaginal. Aunque después del parto el bebé tenía el brazo muy hinchado y azul, comprobamos que podía doblarlo sin llorar. Yo me sentí orgullosa por saber qué había que hacer, pero la consecuencia fue una fuerte hemorragia. La señora Potts me enseñó a comprimir el útero —ya había leído algo sobre eso—, y me dio la receta de su tintura de hierbas. Peso: dos kilos ochocientos cincuenta gramos. Presentes: la señora Potts, Bitsy, que me ayudó mucho, y todas las mujeres de la familia Miller más otras señoras cuyos nombres no recuerdo.

Luego se lo expliqué todo a Bitsy, tal como me había enseñado la señora Kelly: cómo vigilar que las mujeres que han tenido más de cinco hijos no sufran una mala presentación y hemorragias. Suelen tener el útero tan dilatado que el bebé puede estar colocado de cualquier manera y luego no encajar bien. Bitsy estuvo muy atenta, como si la vida de alguien dependiera de que lo entendiera…, lo cual puede suceder un día.

La paga fue un buen jamón y un amanecer.