7

Big Mary

Hoy brilla el sol y sopla un viento fuerte del oeste; no tengo excusa para no ir a visitar a los MacIntosh. Me da vergüenza pedirles directamente que me paguen. La señora Kelly siempre me decía que traer bebés al mundo era una obra de caridad, algo que una persona hacía por amor, pero eso era antes del colapso de la economía, y en aquella época casi todo el mundo nos daba algo: unos dólares, medio jamón o quizás un pollo. Confío en que William MacIntosh pille la indirecta cuando yo vuelva, porque necesito desesperadamente ese dinero para gasolina, madera y carbón.

Mientras pedaleo por Wild Rose Road, luego por Raccoon Lick y cinco kilómetros más hasta Liberty, me fijo en las últimas flores silvestres. Solo quedan unos pocos plumeros amarillos mustios en la cuneta; unas vernonias púrpura de metro ochenta se han impuesto sobre ellos. Pasa una numerosa bandada de gansos en forma de V volando bajo, y hago un alto en el camino para contemplarla.

Pasan por aquí en primavera y otoño, como ha venido haciendo su especie desde hace miles de años, y convierten los problemas de los hombres en algo pequeño y sin importancia. Ellos no saben de guerras, ni de caídas del mercado de valores o de luchas sindicales. Los gansos me dan esperanza, me ensanchan el corazón.

Aprieto con energía el pedal de la bicicleta para impulsarla, pero el viento sopla con ráfagas fuertes que por dos veces me zarandean, y estoy a punto de caerme. Pienso lo bien que me vendría un caballo, pero no puedo permitírmelo de ninguna manera, y un vehículo como el del señor Hester es impensable.

No me cruzo con nadie en todo el camino hasta Liberty, salvo un camión grande de MacIntosh Consolidated que casi me echa de la carretera. Cuando por fin llego frente al edificio de ladrillo de tres plantas, me paro para recuperar el aliento y arreglarme el pelo. A lo largo del sendero crecen arbustos de acebo con frutos rojos, y unas pocas rosas tardías en la barandilla del porche. Aparco mi bicicleta en un lado y llamo a la puerta de atrás como si fuera el chico de los recados. Sé que eso no está bien. Debería entrar por delante, como haría el doctor Blum. Una comadrona es una profesional, ¿o no?

—Vaya, pase —me saluda Mary Proudfoot.

La enorme cocinera de color café lleva un pañuelo atado detrás de la cabeza que cubre su cabello impecablemente trenzado. En la radio suena «Bye Bye Blackbird» y la voz de Gene Austin flota por el comedor: «Empaqueto todas mis preocupaciones y problemas, y me voy cantando bajito. Bye Bye Blackbird». Yo sonrío cuando ella me atrae hacia su pecho mullido como una almohada. Yo estoy poco dotada.

—Señorita Patience. —Bitsy me saluda sin entusiasmo, y baja y desvía la mirada, mientras lleva una gran pila de ropa a través de la cocina hasta el patio lateral.

—Siento no haber venido antes… —digo a media voz—. ¿Se encuentra bien la señora MacIntosh?

—Oh, ella está bien, querida. Bitsy y yo sabemos de recién nacidos. La señora está arriba, dando de mamar… Hablando de Bitsy, sería una buena ayudante de comadrona, ¿no cree? ¿A que lo hizo muy bien en el parto?

La cocinera me sirve sin consultarme una taza de café solo, acerca dos sillas de madera de la cocina y me indica que me siente.

Yo me quedo perpleja ante ese comentario sobre su hija, pero Mary deja que digiera la idea y cambia de conversación.

—El señor es quien me preocupa. No para de lamentarse. —Se inclina hacia delante, y primero echa un vistazo a la puerta del comedor—. ¡Vaga como un alma en pena! Dice que ha perdido todo su patrimonio, salvo esta casa y las minas de carbón. Toda la ciudad está que pende de un hilo. A todos les parece increíble lo que está pasando. Los bancos están muy apurados, y todo por culpa de ese presidente Herbert Hoover. ¡Menudo inútil!

»No creo que el señor le haya dicho siquiera a la señora Katherine que Bitsy tiene que irse. No pueden permitírsela. El señor MacIntosh dice que no necesitan una doncella, que podemos arreglarnos entre la señora y yo. Yo le dije que Bitsy trabajaría a cambio de manutención, sin sueldo. Pero dice que no, que aun así habría que alimentarla. Así de mal están las cosas.

»Yo le pregunté qué iba a ser de ella… Las pocas personas que solían tener criados en Liberty también les están echando. Yo estoy encantada de llevar aquí tanto tiempo y de que Katherine haya tenido un bebé. No pueden dejar que me vaya; prácticamente he criado a William, ya trabajaba para sus padres. Se revolverían en la tumba si me despidieran.

Se pone de pie y remueve el oloroso caldo de pollo de la cocina.

—¡El señor me dijo que no molestara a Katherine con lo de Bitsy! No quiere que su mujer se disguste. Dice que podría quedarse sin leche, pero yo no sé qué va a hacer Bitsy…, adónde va a ir… —En sus ojos castaños aparecen unas lágrimas que no derrama todavía, simplemente se le acumulan bajo el párpado inferior—. Nuestros parientes más cercanos están en Carolina del Norte.

A través de la ventana de doce paneles de la cocina, observo a Bitsy que batalla con las sábanas húmedas al viento. Es una mujer menuda, la mitad que su madre. Es más o menos de mi talla, pero parece tan resistente como esos pequeños arbustos de arándanos que crecen entre piedras de granito en lo alto de la colina.

—Mary, yo os ayudaría si pudiera, pero también estoy en las últimas.

—Thomas estuvo en su casa, y por lo que dice tiene habitaciones de sobra. Lo he estado pensando. Bitsy podría aprender a ayudarla en los partos y con la granja. Trabajaría a cambio de techo y comida. Sin salario. Mi hija es ahorradora y lista, y le hará compañía allá en el quinto pino. Y verá cómo le gusta.

No puedo creer que esté manteniendo esta conversación. A veces sería agradable tener a otra persona cerca. La señora Kelly y yo vivíamos bastante cómodas en nuestra casita blanca antes de que ella tuviera el ataque al corazón, pero ¿Bitsy y yo juntas, una blanca y una negra? Realmente no me importa lo que piense la gente, pero no puedo permitirme llamar la atención. Acabo de conocer a Bitsy, y nunca he visto a una mujer blanca que viva con otra de color, a menos que sea una criada.

—Tiene que irse de aquí dentro de una semana.

—¿Sabes, Mary? Yo no tengo ni electricidad, ni gas, ni teléfono, ni coche. No creo que Bitsy esté acostumbrada a una vida tan dura. ¿Ella ha vivido alguna vez en el campo?

—Claro. Cuando Bitsy era pequeña vivíamos con mi papá cerca de Fancy Gap, en las montañas de Carolina del Norte. Eso fue antes de trasladarnos a Virginia Occidental para que mi marido trabajara en las minas. El señor Proudfoot, el padre de Bitsy, murió en la explosión de la mina de Switchback con sesenta hombres más. En aquella época mi padre había muerto, ya había perdido la granja, y no había sitio para nosotros en Fancy Gap. Los niños y yo nos fuimos a vivir con la familia MacIntosh cuando ellos abrieron sus nuevas minas en Union County —dice, sin aparentar la menor lástima por sí misma—. Bitsy sabe cazar y adobar venados. Sabe pescar. Puede fregar y lavarle la ropa para que usted tenga más tiempo. Mi hija se graduó en el instituto para alumnos de color de Delmont. Sabe leer, incluso libros gruesos, y es capaz de ser dura como una piedra si hace falta.

La cocinera es incansable, como un vendedor ambulante.

—¿Ese que llora es el crío?

Recojo mi maletín y huyo corriendo por la escalera de atrás. Al llegar al descansillo freno, y pienso un momento en la proposición. Que Bitsy se instale conmigo puede ser un regalo, pero también puede significar el fin de mi pacífico retiro. Nos imagino a las dos acurrucadas en los dos extremos del sofá, leyendo por las noches, como hacíamos la señora Kelly y yo. ¿Bitsy tendrá la costumbre de retorcerse? ¿Hablará demasiado o cantará por lo bajo? ¿Ronca o chasquea los dientes cuando come? ¿Tendré suficiente comida? Esas son las cosillas que me preocupan.

Espiro y me pregunto qué pensará la gente sobre nosotras. Yo no sería capaz de considerarla mi criada, y no podría soportar que alguien me sirviera. ¡Me exaspero solo de pensarlo!

Cuarto creciente

—¿Katherine? Soy Patience —digo en voz baja desde el pasillo de arriba—. He venido a verla y también al bebé. —La puerta del dormitorio está entreabierta, y veo que la mujer se tapa el pecho con la camisola y se pone de pie—. Perdone que haya tardado tanto en volver —me disculpo—. Mary dice que los dos están bien. —Veo al niño dormido en la cuna, chupándose la lengua.

—Oh, Patience, la he echado de menos. —Katherine se deja caer en el borde de la cama, y cuando lo hace me doy cuenta de que el trasero ya no le duele, pero las cosas no van tan bien como comentaba Mary.

—¿Se encuentra bien?

Tiene una mancha de leche seca en su camisón lavanda, el pelo revuelto, la cara pálida, y sin maquillaje parece mayor y cansada.

—Sí…, oh, supongo que sí… No, en realidad no. Me siento muy mal por Bitsy.

Eso me deja de piedra.

—Creí que usted no sabía…, que no sabía que ella tenía que irse, ni los problemas financieros del señor MacIntosh.

—¡Sé más de lo que William cree! Me trata como si fuera una niña. ¡Oigo las noticias por la radio, por Dios!, y sé cuánto suman dos y dos.

»El día que nació el niño yo estaba tan angustiada que no me di cuenta de lo que significó el Martes Negro, pero desde entonces no ha parado de entrar y salir de casa un montón de gente, banqueros, acreedores, inversores, gente así. Oigo sus voces airadas y detecto que tienen miedo.

»Después Martha Stenger, la mujer del farmacéutico, vino a ver al bebé acompañada de sus seis salvajes hijos. Creí que no se marchaban nunca. ¡Esos niños se colaron por todas partes, y los dos pequeños empezaron a pelearse! —Pone los ojos en blanco.

En ese momento detecto una débil sonrisa, y recuerdo por qué me gusta Katherine. A pesar de su carita dulce y su actitud delicada y femenina, es un poco burlona.

—Ya sé lo que quiere decir. Son una tribu muy escandalosa. Listos pero ruidosos.

—Martha Stenger me contó que Mary Proudfoot le ha preguntado a toda la ciudad si contratarían a Bitsy. ¡Me disgusté tanto cuando supe que William la había despedido! Me habría enfrentado con él si eso no hubiera supuesto una pelea enorme. William tiene muchas otras preocupaciones. Tiene que pagar la nómina de sus mineros esta semana. Pero me siento muy mal, tampoco tengo dinero para usted, después de todo lo que hizo.

Yo ya intuía que esto podía pasar, y aun así estoy decepcionada. Como mínimo la familia MacIntosh podía haberme ofrecido algo. Intento que Katherine no se disguste.

—No pasa nada. Sé que se ocupará de ello en cuanto mejore su situación financiera. (¡Debería conocer mis finanzas! Lo único que me separa del hospicio es un finísimo billete de dos dólares).

Cambio de tema.

—Mary me acaba de contar en la cocina lo de Bitsy. Me ha preguntado si yo la aceptaría, si podía enseñarle para que me ayudara en los partos, pero a mí no me sobra ningún dinero y la verdad es que no necesito ayudantes.

—Oh, ¿lo hará, Patience? ¿Podrá hacerlo? Yo me sentiría mucho mejor si Bitsy estuviera con usted. —Katherine se pone de pie, mece la cuna con el pie, y luego prácticamente flota hacia la ventana.

¿Por qué algunas mujeres son tan gráciles? ¿Lo aprenden de sus madres o nacen así? Me comparo con mi paciente. Hoy me he puesto mi vestido de diario, uno azul oscuro con topitos blancos y un delantal blanco encima. Me aparto un mechón de pelo que me cae sobre las gafas.

Incluso con una bata arrugada con una mancha de leche en el pecho, Katherine parece una reina, y se mueve como una bailarina. Retira la pesada cortina a un lado y mira por la ventana las copas de los árboles batidas por el viento.

—¿Ha visto los arbustos de hortensias? El señor MacIntosh los plantó el año pasado, y las rosas también. (Llama a su marido «señor», como hacen muchas mujeres mayores). Empezó con las rosas en cuanto nos mudamos aquí.

—Son preciosas —aseguro.

Entonces Katherine se vuelve hacia mí.

—Mire, Patience…, las cosas irán a peor, tiene que ser realista, y una chica que trabaje en la granja podría serle útil. Todos tendremos que plantar huertos y hacer cosas a las que no estamos acostumbrados.

Sonrío para mí misma. Tener un huerto no será nada nuevo para mí. Aprendí a cuidarlo con la señora Kelly equivocándome muchas veces. Pero Katherine tiene parte de razón; quizás tendré que ampliar el terreno y acumular más comida.

—Aparte de que no me parece bien que viva usted sola. La gente habla. Y es peligroso. ¿Y si le pasara algo?

—No me pasará nada. Llevo más de un año viviendo sola. De todos modos, ¿qué quiere decir eso de que hablan de mí?

—William les oyó cuando fue a la reunión de Elks[2] en el Oneida Inn.

El Oneida Inn es un hotel restaurante demasiado caro para mí que tiene una taberna clandestina en la parte de atrás, y está a unos treinta kilómetros de aquí. Nunca he estado allí.

—¿Qué dicen? ¿Qué pueden decir? Vivo una vida sana, buena.

—La gente habla por hablar, y usted les intriga. Es una mujer soltera que vive sola en la ladera de la montaña. Tiene que admitir que eso no es muy habitual. Si Bitsy viviera con usted, todo parecería más correcto.

—¿No cree que eso provocaría más comentarios? ¿Una mujer negra y una blanca viviendo juntas?

—Bueno, ella sería una sirvienta, ¿no? Su criada.

¡Mi criada! Yo también he sido criada en el pasado, ama de cría en la maternidad del hospital de Chicago. Yo nunca he pagado a nadie para que me ayudara, nunca tuve suficiente dinero, y en cualquier caso, que alguien me sirva me pone los pelos de punta.

—Hay otra cosa. —Katherine sigue con su razonamiento—. Bitsy puede traerle clientas.

Yo frunzo el ceño, no entiendo a qué se refiere.

—Bebés negros —susurra Katherine, y se tapa la boca con la mano como si fuera un secreto.

—¿Qué?

—Si Bitsy es su ayudante, las embarazadas negras empezarán a acudir a usted. La única comadrona que tienen ahora es la señora Potts, que tiene más de ochenta años y empieza a estar cansada. Bitsy le traerá clientas y usted las necesita ahora que el doctor Blum ha bajado las tarifas y ha puesto un cartel de «Se admiten pacientes» en la ventana.

Eso me sorprende. Siempre me pareció muy caro.

—¿Cuánto cobra ahora?

—Veinte dólares por parto y dos noches en su clínica. Quince dólares si va al domicilio, pero eso solo es para la gente de la ciudad o los granjeros ricos. A los campamentos mineros no irá.

¡Es prácticamente lo que cobro yo! Aunque no me lo paguen.

Katherine se vuelve hacia el tocador, se sienta en la silla tapizada, y se cepilla la media melena rubia con el cepillo de plata. Luego coge por el manguito el espejo de plata grabado y vuelve a mirarme.

—Si acepta a Bitsy, le daré esto.

Saca un broche de oro y perlas de su joyero y lo sostiene colgando de su mano delgada.

—No podría. Eso vale diez veces más que lo que usted me debe. Simplemente esperaré a que usted y William se recuperen.

—Patience, puede que pasen años… La hija de Mary es como de la familia. Eso sería como pago por mi precioso bebé y por el principio de una vida nueva para Bitsy. Usted podría enseñarle a ser comadrona. —Se levanta y deja caer el broche en mi regazo.

—¿El señor MacIntosh no se opondrá? Si necesita dinero, podría vender el broche.

—No es suyo. Mi madre me lo dio a mí. De todos modos, él casi no se fija en las joyas o en la ropa que llevo. Probablemente no sabe que lo tengo.

Yo meneo la cabeza y dejo explícitamente sobre la mesilla de noche la elaborada luna en cuarto creciente con una perla en el extremo. Debe de tener unos dieciocho quilates, aunque mi experiencia con las joyas es limitada.

—Tengo que examinar al bebé —digo cambiando de tema—. Es precioso. Lamento haberles causado a usted y al señor William el dolor de creer que estaba muerto. Todavía no sé por qué no conseguí oír el latido, y luego usted comentó que ya no lo sentía.

Katherine se sienta a mi lado y alisa la colcha de suave satén marrón.

—Usted me dio consuelo aquella noche. Usted me dio a mi hijo. —Tiene la cara congestionada y lágrimas en los ojos.

La felicidad que nos proporciona este bebé lleno de vida entierra el resto de mis preocupaciones: la falta de dinero para sobrevivir al invierno, el miedo de considerarme una comadrona y no dar la talla. Ni siquiera me doy cuenta de que Katherine deja caer su broche de oro en el bolsillo de mi delantal.