Potranca
Al pie de una colina, a varios kilómetros al otro lado de Clover Bottom, giramos a la derecha en el pequeño depósito amarillo del ferrocarril, cruzamos las vías y seguimos el lecho de un riachuelo hasta una hondonada. El camino termina frente a un amplio granero con desconchados de pintura roja. En el interior oigo a una yegua que resopla y relincha…, resopla y relincha. El veterinario hace una mueca de dolor. Es lo mismo que siento yo cuando voy a casa de una mujer embarazada y la oigo gritar.
El señor Hester salta del coche y se dirige a la puerta abierta del granero.
—Tráigame la bolsa y la caja de partos, ¿quiere? —grita a su vez—. Del maletero.
Como una ayudante eficaz, yo doy con el maletín negro de piel que Hester había colocado en el asiento de atrás y con una caja de madera con goznes en la tapa, y voy tras él. En el granero en penumbra hay una yegua con manchas grises tumbada en la paja, tiene los ojos muy abiertos por el terror e inmediatamente me dan ganas de consolarla, de decirle que todo saldrá bien.
Hester le estrecha la mano al granjero, que tiene el cabello denso y pelirrojo en punta, como si hubiera estado toda la noche de juerga. Luego el veterinario se arrodilla junto al caballo y le dice al animal algo que no oigo. El granjero me entrega un cubo de agua caliente con jabón y un saco blanco de pienso, limpio.
—¿Usted es la nueva ayudante? —pregunta—. Nunca había visto una mujer veterinaria.
—Gracias —le contesto. Cojo el recipiente, y recuerdo que llevo una chaqueta de cuadros gruesa y unos pantalones adecuados para el papel. Si represento a la ayudante del veterinario más vale que me comporte como tal, así que dejo el cubo en el suelo y abro la caja de partos para ver qué hay. A mis espaldas, el caballo chilla otra vez y se levanta. Algo cuelga de su canal de parto, una pata quizás, cubierta de membrana.
—¿Cuánto lleva así? —pregunta Hester.
—Cuatro horas. No hay forma de que se tranquilice. Es su primer parto. Yo intenté ayudarla, pero me apartó de una coz.
El granjero extiende el brazo, se sube la manga de la camisa de franela y nos enseña un moratón enorme.
Hester cuelga su chaqueta, se aligera de ropa quedándose en camiseta y me hace un gesto para que le acerque el cubo.
—Más vale que usted también se friegue bien. Debe de estar a unos sesenta centímetros.
No dice nada más, como si yo supiera qué quiere decir eso.
Cuando ha terminado de lavarse a fondo, vuelve a untarse de jabón los brazos y las manos y espera. Yo dejo el cubo en el suelo, me quito la chaqueta, y me arremango la camisa de trabajo preguntándome dónde me he metido.
La yegua vuelve a estar tumbada en el suelo gimiendo y haciendo esfuerzos, pero no sale nada.
—Tendremos que sacar la otra pata —explica el veterinario—. Deje que la ponga de pie y luego quiero que usted tire de la que cuelga mientras yo meto la mano.
Yo asiento y hago lo que me dice. Él trastea durante diez minutos, mientras la yegua hace esfuerzos, y reparo en que con cada contracción aparecen perlas de sudor en su frente, como si sintiera dolor. De vez en cuando hace un movimiento espasmódico con un músculo de la cara, pero aparte de eso no hay manera de deducir nada. Finalmente se retira.
—No puedo. ¿Podría intentarlo usted? Tiene el brazo y la mano más pequeños.
Estira los dedos, capaces de tocar octava y media en un piano. Son manazas fuertes, buenas para muchas cosas, pero no para toquetear en la vagina de un animal, ni siquiera de un caballo.
—¿Qué debo hacer? —susurro.
Ambos desviamos la cara del granjero, que está respetuosamente aparte junto a la puerta del granero.
—Métala como hice yo, e intente encontrar la otra pezuña. Yo solo consigo tocarla. Si usted puede llegar un poco más arriba, debería ser capaz de sujetarla con los dedos y bajarla.
Me vuelvo a enjabonar, esta vez hasta más arriba del codo, e intento ir entrando lentamente, tal como me ha indicado. Entre contracción y contracción me paro y me duele un poco, pero no mucho. No tiene sentido intentar llegar más lejos, mientras la yegua presiona hacia abajo. Me sorprende notar la otra pezuña donde él me indica y sonrío. Luego, sigo sus instrucciones y la muevo con cuidado hacia la abertura.
Finalmente aparecen las dos patas. Hester las coge con sus manotas y tira, mientras la yegua empuja. Ahora no relincha. Está concentrada en su trabajo, siente que sus esfuerzos valen para algo. Eso también lo he visto en mis pacientes. En cuanto se soluciona una mala presentación la madre, aparentemente exhausta por un parto difícil, revive y recupera fuerzas.
Me coloco de pie al lado del veterinario con los brazos en los costados, asombrada de que a base de tirar de forma continuada emerjan las patas y después la cabeza, todavía cubierta por la membrana. De repente y sin previo aviso, toda la masa gira y me cae encima. Pierdo las gafas y me derrumbo sobre la paja. Una vez terminado el laborioso parto, la yegua también se tumba, y mira hacia atrás, al potro que tengo en el regazo. Olisquea a su cría, que levanta la cabeza cubierta todavía con la bolsa de líquido amniótico.
Sin hacer preguntas, empiezo a retirarle la membrana de la carita, y después levanto la vista hacia el señor Hester en busca de aprobación. Él asiente y me entrega una toalla para esa tarea. El potro abre los ojos y yo le soplo encima, como soplo sobre un bebé cuando no respira de forma instantánea. Yo lo llamo el aliento vital y el potrillo aspira el aire frío igual que un recién nacido.
Hester ya ha terminado de lavarse y está examinando el brazo del granjero.
—No es grave —dice de la herida.
Yo tanteo en la paja buscando mis anteojos, los recupero bajo ese pedazo de vida de 28 kilos, y les doy al pequeñín y a su mamá un rato para que se conozcan. ¡Cómo se parece a una madre humana! Frota a su hijo con el hocico con los ojos brillantes de amor, le huele y le lame.
—Bonito potro —les digo a los dos hombres mientras me lavo las manos. No puedo hacer nada con la humedad de los pantalones.
—Es una potranca —corrige el veterinario.
Yo cierro la boca de golpe, sintiéndome tonta, y me voy al coche.
Piedra de leche
Veinte minutos después pasamos por el puente de piedra que cruza el ancho y rocoso Hope de camino a casa, y yo sigo avergonzada por mi equivocación de llamarle potro a una potrilla, pero también eufórica por haber sido testigo de una nueva vida. Decido que no importa si es un caballo o un ser humano, siempre es algo extraordinario. Si fuera creyente, diría que es un milagro de Dios.
—Gracias por llevarme con usted —digo con humildad—. Yo nunca había visto nacer nada, solo seres humanos. ¿Siempre es así? ¿O ha sido un parto especialmente difícil?
—No, especialmente difícil no. Yo nunca he visto nacer a un ser humano. He visto animales de todo tipo… pero… —Cambia de tema—. De vez en cuando necesito ayuda para los partos complicados. Ahora soy el único veterinario del condado, y hace poco que ejerzo. Hay granjeros que me ayudan y otros a los que me gustaría enviarles dentro. El señor Hicks lo hizo bien, no estaba tan nervioso como otros.
»Cada caballo es distinto, igual que las personas. Cada uno reacciona ante los potrillos a su manera. A las yeguas que no han parido puede retrasárseles el parto, y en ese caso el tamaño puede ser problemático. —Ahora me está aleccionando, como si yo fuera una alumna.
—Igual que las parturientas —comento—. Gire aquí. —Le indico que baje por Raccoon Lick hasta Wild Rose Road.
Cuando aparcamos en el patio, el veterinario echa un vistazo alrededor.
—Nunca había estado aquí arriba.
Yo consulto mi reloj; hace cuatro horas y media que ordeñé a Luz de luna.
—El establo está detrás, pero más vale que nos lavemos.
—Siento que el agua esté fría —murmuro. Estamos en la cocina, y el agua que saco del depósito de agua caliente que hay al lado de la cocina está bastante fresca. Solo quedan brasas encendidas, y en la casa cada vez hace más frío—. Cuando el fuego está encendido el agua se calienta y es agradable.
El señor Hester se encoge de hombros y se da la vuelta para observar desde el umbral mi sala de estar. Se fija en el piano, en los libros, en los cuadros de la pared. Me doy cuenta de que es el primer hombre que entra en esta casa desde que los feligreses de la iglesia me trajeron el piano hace dos años.
En el establo se mete en faena enseguida y se acerca directamente a Luz de luna.
—¿Ve lo que quiero decir? Es una infección en el pecho mama, ¿verdad? —digo, y luego rectifico—: Una infección en la ubre, quiero decir.
Hester no contesta. Saca un termómetro de su caja y lo introduce en el recto de mi vaca. Luz de luna apenas reacciona, solo mira hacia atrás con la cabeza colgando. Él le lava con cuidado todas las ubres con agua y jabón, luego exprime un poco de ungüento sobre sus manos y palpa la tetilla roja e inflamada. La vaca gime y él comprueba que le duele mucho, pero sigue examinándola.
Yo le paso el cubo de la leche, y Hester coloca el índice y el pulgar alrededor de la mama enrojecida e hinchada, luego la exprime hacia abajo con los otros tres dedos, con cuidado de evitar que la leche suba hacia el interior de la bolsa. Yo pestañeo al ver el chorro de sangre que cae al cubo.
El veterinario se para y vuelve a examinar la ubre enferma.
—La paja parece limpia. ¿Se lava usted las manos con agua y jabón de forma rutinaria antes de ordeñar?
—Sí. —Me gustaría decirle: «¿Me toma por tonta?», pero me muerdo la lengua. No hay por qué ser desagradable.
El veterinario exprime con cuidado la mama sanguinolenta, arriba y abajo, a un lado y al otro, buscando algo. Primero un lado, luego el otro. Yo observo sus manos, preguntándome qué espera encontrar.
—Creo que tiene una obstrucción, no una simple mastitis. Puede ser una piedra de leche.
Se acerca al maletín, coge una caja metálica con instrumentos esterilizados, saca un bisturí y, antes de que yo pueda impedirlo, hace un corte en un lado de la ubre infectada de Luz de luna. Esta vez ella está a punto de darle una coz, pero él, previendo su reacción, se aparta. Cuando el animal se tranquiliza, Hester coge un par de pinzas largas y curvas y extrae un objeto blanco del tamaño de un guisante. Vuelve a guardar el instrumento, luego saca sutura y gasa, y empieza a taponar la zona que supura mientras cose la incisión en la mama de mi pobre vaca.
—Esto es una piedra de leche, y probablemente es lo que causó la infección al principio —dice mientras trabaja—. Yo noté que la tenía, me sorprende que usted no.
Yo aprieto los dientes.
—Nunca había oído hablar de una piedra de leche. No habría sabido buscarla.
—Para eso se llama al veterinario —responde, y noto que me arde la cara.
—Yo llamé a un veterinario.
—No se altere. Pero la próxima vez avíseme antes.
—No todo el mundo tiene dinero para llamar al veterinario por una menudencia. No todo el mundo tiene teléfono. —Eso le hace callar.
Se para un segundo y me mira fijamente.
—Pinzas hemostáticas. —Selecciona el instrumento que acaba de usar y lo levanta para que yo lo vea—. Pinzas de sutura. —Coge otro—. Fórceps. —Me enseña el resto—. Retractor. Tijeras. Bisturí… ¿Usted da puntos alguna vez en su trabajo?
Me sorprende su interés.
—Alguna, no muchas. Sé cómo sacar al bebé sin que haya desgarros, y nunca he tenido que hacer una episiotomía. Aunque sabría.
—Tenga. —Me da unas pinzas de sutura y otras curvas—. Quédese con estas, yo tengo varias. El viejo doctor Collins de Liberty me las dio cuando me quedé con su consulta. Pueden serle útiles si el desgarro es profundo. Ya le enseñaré a usarlas en algún otro momento. —Se levanta, endereza la espalda y mira alrededor—. No olvide que tiene que venir a ayudarme otro día, me lo debe.
Yo bajo la vista hacia las resplandecientes pinzas de sutura de plata.
—Gracias —balbuceo y luego levanto la mirada de golpe—. ¿Qué quiere decir con ayudarle otro día? Creí que le había pagado la visita a Luz de luna ayudándole con la potrilla. He estado dando saltos por ahí en ese coche suyo viejo y polvoriento, he hecho más de lo que me correspondía.
(La verdad es que me lo pasé muy bien, aunque acabara cubierta de líquido amniótico y baba. No tengo la oportunidad de ver el parto de un potro todos los días. Pero aun así, me irrita).
—Sí, pero yo tuve que coserle la ubre a su vaca, y los puntos cuestan más. Incluso puede que tenga que venir dos veces. —Vuelve a torcer la comisura de la boca. ¿Está bromeando? No lo sé.
—Bueno, pues tendrá que venir a Hope Ridge a buscarme, y a veces tengo que salir a algún parto… Tendrá que confiar en la suerte, y recuerde que no tengo teléfono.
—Sí, ya me lo dijo. ¿No lo necesita para su trabajo?
—Usted no lo entiende. Me encantaría tenerlo. Me ayudaría mucho, pero el suministro eléctrico y de teléfono no ha llegado a Raccoon Lick todavía. A ninguno de mis vecinos le importa en absoluto el teléfono o la electricidad y yo no puedo pagar la instalación de los postes y la línea solo para mí. No soy un veterinario rico. No creo que haya comadronas ricas.
—Ni muchos veterinarios ricos tampoco —dice él. La pulla no le ha inmutado—. Imagino que ninguno de los dos hace esto por dinero.
Volvemos andando hasta la casa y le dejo pasar a la cocina para que pueda lavarse otra vez. Sabiendo que es un error le pregunto si le apetece un té. Lo considero un detalle de buena vecindad, pero me alivia oírle decir que tiene que marcharse. No estoy acostumbrada a tener compañía, y cuando eres una vieja maniática como yo, no la echas en falta.
—Gracias por ayudarme con la potranca —contesta y me tiende la mano. Yo se la estrecho, como si fuera un banquero o un abogado. Me sorprende que sea tan cálida y que cubra la mía como una manta un día de nevada. Nunca he sentido tanta calidez en una mano, salvo en las de la señora Kelly.
—Gracias a usted, también —balbuceo sin mirarle—. ¿Puedo seguir ordeñando a Luz de luna, con los puntos y todo?
—Sí, pero use crema Bag Balm para tener las manos resbaladizas. —Echa un vistazo por la cocina para ver si tengo, y yo le señalo la característica lata verde con la imagen de un trébol rojo y una vaca en la tapa—. Puede quitarle los puntos dentro de dos semanas, cuando esté curada. Mantenga la ubre vacía, yo seguiría ordeñándola cada cuatro horas. ¿Cuánta leche da, en cualquier caso?
—No mucha. Dos o tres cuartos al día. ¿Cuánta saca usted de sus vacas?
—Tres galones cada vez. —Yo arqueo las cejas—. Si la hiciera criar y procurara que le diera el aire, usted obtendría lo mismo —continúa él—, pero tiene que dejar que se quede sin leche para que ovule. Yo tengo un toro. No le cobraré, si le interesa. Podría intentarlo ahora mismo. En cuanto se cure la mastitis.
Reflexiono un momento para digerirlo.
—¿Cuánto dura la gestación de una vaca?
—Unos nueve meses, como las personas. Ya me lo dirá.
Hester se vuelve a poner la chaqueta que había dejado en el balancín de madera, y echa otro vistazo a la sala. Se queda mirando ese retrato mío contemplando el lago Michigan, con el viento del oeste alborotándome el pelo.
—Es mejor que entre un poco de leña. Esta noche va a hacer frío.
Se cala su viejo sombrero de fieltro marrón y sale a la oscuridad.
Fuera, la luna creciente se posa en las ramas del roble desnudo. Yo me pongo la chaqueta y me quedo un momento mirando el cielo plagado de estrellas. Bajo el porche solo hay carbón suficiente para llenar un cubo de leche, y el montón de troncos de roble casi se ha terminado.