Mastitis
Ha vuelto el buen tiempo, el cielo azul, salpicado de inocentes nubes blancas, el olor de la podredumbre de las hojas, una última ráfaga dorada del enorme roble de la entrada, pero a Luz de luna le pasa algo. Cuando anoche fui a ordeñarla, tenía una de las tetillas prieta y rojiza como una salchicha alemana. Sospecho que el problema es una infección provocada por una herida o tal vez porque no la ordeñé en su momento y dejé que la bolsa se llenara y se tensara demasiado, aunque yo no entiendo mucho de ganado.
Consumida por la culpa, he vuelto cada pocas horas con agua caliente y trapos para cubrirle las ubres. Parece que le gustan las compresas calentitas, pero no tolera que intente ordeñarla. Pero eso es lo único que sé hacer. Tener una infección en las mamas es muy doloroso. Yo debería saberlo, tuve mastitis un par de veces cuando era nodriza.
Primero, para que la leche fluya, tiro de las tetillas que no están tan doloridas. Es lo que les digo a mis madres cuando tienen el pecho enrojecido y sensible. «Amamantar primero por el lado bueno, descansar, ingerir líquidos, aplicar compresas calientes. Mantener las mamas vacías y dejar los pezones al aire». Comer bien ayuda también y a veces aplicar hojas de calabaza, pero no se me ocurre cómo atar las hojas de calabaza a las ubres de la vaca, así que esa parte me la salto. Mientras tanto, apoyo la cabeza en el costado de mi preciosa bovina blanca y negra y se me llenan los ojos de lágrimas. «Lo siento muchísimo, Luz de luna».
Esta mañana, cuando me encontré a mi vaca con la cabeza colgando, me armé de valor, fui andando hasta la granja vecina y le pregunté al señor Maddock qué debía hacer. Maddock es un tipo avejentado, desagradable y mal carado, que siempre lleva un sombrero de fieltro negro y que nunca me saluda cuando paso, pese a que llevo dos años viviendo aquí. Yo confiaba en hallarle en sus campos reparando la cerca o cortando arbustos, pero tuve que ir hasta la casa.
—La vaca ha dejado de comer y ni siquiera levanta la vista cuando entro en el establo —le digo a través de la tela metálica de la puerta. No me invita a entrar, aunque sopla un viento fuerte y yo no dejo de apartarme el cabello de la cara—. Se limita a gemir y a mirarme con sus grandes ojos. Ahora la ordeño seis veces al día, incluso me levanto de noche y le pongo compresas calientes. ¿Se le ocurre qué más puedo hacer?
Maddock tiene cuatro o cinco vacas Holstein, las he visto en su terreno. Se pone su chaqueta de trabajo de lana negra, sale al porche y se encasqueta un sombrero ancho.
—Podría preguntarle al nuevo veterinario, quizás él tiene algo de ungüento. —Se rasca la barbilla a través de la barba sembrada de canas—. No vive muy lejos, en una granja de Titus Hollow. Puede llegar hasta allí por Salt Lick Road o simplemente subir hasta Hope Ridge por el viejo sendero indio que cruza el bosque. Su casa está en el otro lado, de espaldas a la nuestra. Vaya por donde vaya, tardará una hora.
Detrás del hombre envejecido, sentada en la sala junto a una lámpara de gas instalada en la pared, teje la señora Maddock. Es una mujer pálida con el pelo plateado y dorado recogido en un moño. No se levanta ni se acerca a la puerta. Al ver que me mira, sonrío. Ella no me devuelve la sonrisa. En los estantes que tiene detrás hay libros, y una exposición de bordados enmarcados en las paredes. Lo habitual en las mujeres de los Apalaches es que te inviten a entrar. Pero la señora Maddock, que a juzgar por sus libros y sus labores de artesanía parece una persona interesante, no debe de tener buena opinión de mí. Soy una mujer que vive más arriba del camino sin un hombre. Se da la vuelta y vuelve a su tarea.
Visita a domicilio
La caminata hasta Hope Ridge, a través de un bosque denso de abetos raquíticos que brotan de placas de granito, es más larga de lo que esperaba. Justo cuando decido que tal vez me he perdido, huelo el humo del carbón y veo entre los árboles una casa de piedra con un establo blanco, abajo en la hondonada. La vivienda, de planta baja y un solo piso, situada en una depresión amplia y despejada, parece construida hace cien años. Hay tres caballos pastando.
Parece la imagen de un libro de cuentos, pero hay tanto silencio que por primera vez se me ocurre que no conozco al veterinario ni siquiera de vista, ni tampoco sé cómo se llama. Cuanto más me acerco a la casa más empiezo a temer que esta excursión no haya valido la pena. Puede que él haya salido a alguna visita o, ahora que lo pienso, probablemente tenga un consultorio en Liberty o en Delmont.
Un pájaro carpintero se ríe desde lo alto de un sicomoro desnudo y oigo un vehículo que circula por Salt Lick, una furgoneta, quizás el correo. Cuando bajo la colina haciendo eses entre la hierba baja y amarillenta y las piedras que sobresalen, atisbo a un hombre con un mono y unas botas negras de goma junto al granero, golpeando un trozo de metal con un martillo. Clang. Clang. Clang. Tiene la espalda fuerte y es alto, mide más de metro ochenta, y tiene un pelo castaño que está empezando a clarear. Tendrá unos cuarenta años. Yo había pensado que el veterinario sería mucho más viejo.
Tropiezo en una piedra del tamaño de la cola de un conejo y empiezo a rodar colina abajo, hacia él.
—¡Cuidado! —grito.
Se hace a un lado y observa cómo aterrizo a sus pies.
—¿De dónde ha salido usted?
—Perdone. Debería haberle llamado. Me llamo Patience Murphy.
Llevo utilizando ese nombre desde que la señora Kelly y yo llegamos a Union County, y a estas alturas ya me sale espontáneamente.
—Soy la comadrona de Hope Mountain. —No sé por qué le digo que soy la comadrona. A lo mejor creo que eso me da cierta legitimidad—. Tengo una vaca con una tetilla inflamada y el señor Maddock, mi vecino, me dijo que quizás usted podría ayudarme.
—La visita a domicilio son cinco dólares. Podría haber usado el teléfono y se habría ahorrado las molestias.
Me observa de la cabeza a los pies, y de repente me doy cuenta del aspecto que debo de tener. Normalmente, cuando voy a la ciudad o de visita me acicalo, me pongo un vestido y medias (si las tengo). Pero hoy he venido con las botas de trabajo, los pantalones que llevaba cuando estaba en la Westinghouse y una chaqueta de hombre gruesa de cuadros rojos y negros, que la señora Kelly y yo compramos de segunda mano antes de exilarnos a estas tierras lejanas.
Yo lo veo así, es como si me hubiera apartado de la civilización por todo lo que pasó en Blair Mountain de Logan County. Hay quien diría que debería olvidarlo. Los federales no pueden estar buscándome todavía, después de todo este tiempo.
Me aparto la melena lacia de la cara y continúo suplicando su ayuda.
—Simplemente confiaba en que usted podría darme algún consejo. Estos últimos días he estado ordeñando a Luz de luna cada seis horas, y utilizando compresas calientes, pero le duele una ubre, la tiene hinchada, y ahora no come. Si tuviera usted un poco de ungüento, yo podría trabajar para pagárselo.
El hombre levanta la comisura de la boca y arquea las cejas, como si considerara que mi trabajo no será demasiado valioso.
Una mujer con un delantal floreado se asoma por la puerta de atrás y le informa de que le llaman al teléfono.
El veterinario deja el martillo y va andando hacia la casa.
—Espere —me ordena.
Yo inspiro profundamente, espiro despacio, y miro en derredor. No sé muy bien qué esperaba, pero algún tipo de bienvenida vecinal habría estado bien. A lo mejor debería haber llegado por el camino y vestida como una mujer. Descubro un cubo tirado en el suelo y le doy la vuelta para sentarme, deseando haberme quedado en casa.
Para matar el tiempo examino los alrededores. Por la puerta abierta del granero veo un tractor viejo, y un olor a heno y estiércol se extiende por el patio. Aparcado en el sendero hay un Ford negro de un modelo más nuevo, cubierto de polvo y barro. La mujer me mira desde la ventana de la cocina; su esposa, supongo. Yo la saludo con la cabeza y ella se aparta del cristal.
Cuando Hester vuelve se me acerca por un lado y me sobresalto. Él camina despacio y cojea un poco, como si le doliera la rodilla.
—Vamos.
Lleva una bolsa pequeña y una caja de madera, y se ha puesto una chaqueta de lona sobre los hombros. Yo frunzo el entrecejo.
—Puedo volver andando a casa.
Él se apresura hacia el vehículo.
—No voy a llevarla a casa. Vamos a Clover Bottom al parto de un potro. —Por su acento sincopado, deduzco que no es de los Apalaches. No arrastra las palabras, ni tiene el deje nasal de muchos nativos.
—¿A Clover Bottom? Eso está a más de doce kilómetros.
—Después veré qué puedo hacer por su vaca.
—Pero yo no tengo cinco dólares…
—Puede que necesite su ayuda; esa será su forma de pagarme. ¿Tiene las manos pequeñas?
Yo bajo la vista a mis manazas estropeadas por el trabajo. Son estrechas, con los dedos largos, y no especialmente delicadas, pero buenas para la tarea que desempeño. Observo sus manos anchas, cubiertas con guantes de piel para conducir.
—Son más pequeñas que las suyas…, pero ¿y si no me necesita?
—Entonces habrá desaprovechado la tarde y me seguirá debiendo la visita a domicilio.
Subo al Ford. De todos modos, ¿qué tenía previsto para esta tarde? No mucho. Disponía de unas horas antes de ordeñar a Luz de luna. Quizás esta excursión sea interesante. Por raro que parezca yo solo he visto nacer a seres humanos. Ni siquiera gatitos.
—¿Y usted dónde estudió? —pregunta Hester, esforzándose por ser educado mientras recorremos dando bandazos Salt Lick, junto al arroyo que corre limpio y transparente sobre las rocas.
—En Pittsburgh —miento, sabiendo que él se refiere a qué escuela de comadronas. No es totalmente falso, estudié un poco con la señora Kelly cuando vivíamos allí—. Durante dos años —añado, confiando en zanjar el tema.
—Yo fui a la Universidad de Pensilvania.
¡Oh, la, la!, me digo a mí misma… Pero pregunto con tono de interés:
—¿Y por qué quiso ser veterinario?
Imagino que contestará «me gustan los animales», o «mi padre era veterinario».
Pasamos por un bache enorme y damos un salto al aire…
—Me alisté voluntario durante la Gran Guerra, a principios de 1917. Tenía veinte años y acababa de llegar de la granja, así que me nombraron chófer y responsable del ganado. Aquello fue un infierno para los caballos. Avanzaban a trompicones entre el barro y la lluvia para traernos suministros, agua, comida y munición. Yo les veía morir de agotamiento con los huesos rotos, heridas infectadas y tétanos. Nosotros no podíamos hacer nada. No deberían haber estado allí. El armamento moderno les convierte en presas fáciles. Murieron ocho millones en combate… Ocho millones de caballos preciosos. La mayoría de la gente no lo sabe…
Tiene una mandíbula fuerte con una nariz grande, una cara varonil, pero no especialmente atractiva. Me lanza una mirada con sus ojos grises con una corona amarilla en el centro. Luego emite un suspiro y tamborilea los dedos sobre el volante.
—Verles sufrir fue casi peor que ver morir a los hombres. Al menos los soldados, fueran voluntarios o no, sabían por qué se sacrificaban. Los caballos no tenían ni idea y para ellos aquello era el terror absoluto. Dieron sus vidas por una causa, pero nunca supieron qué causa era. Al final yo también olvidé la causa. Quizás la guerra siempre es así…
Dice todo esto como si todos aquellos gemidos y sonidos terribles desfilaran como una sucesión de imágenes por su mente y yo observo un lado de su cara mientras habla. Si sirvió en el ejército en 1917-1918, debe de tener más o menos mi edad. Justo cuando empiezo a sentir simpatía por él, cambia de tema.
—Así que usted es la comadrona que creyó que el hijo de los MacIntosh nacería muerto. —Tuerce los labios, como si lo considerara divertido.
De repente me quedo sin respiración.
—Sí.
¿Cómo se atreve a hacer ese tipo de pregunta? Es fácil juzgar cuando no estás en la habitación de parto. No fue él quien se arrodilló junto a la cama de Katherine y buscó frenéticamente sobre su abdomen ese quedo tic-tac con el fetoscopio. No fue él quien tuvo que llamar al silencioso y altanero doctor Blum para tener una segunda opinión. No fue él quien contuvo las lágrimas cuando le dijo a los padres que el hijo que habían esperado tanto estaba muerto.
Hester me echa una mirada esperando una respuesta, pero yo aprieto con fuerza la mandíbula y recorremos el resto del camino, sobre el puente de Hope River y a través de la ciudad por la calle Main, en silencio.
Liberty es una localidad pequeña con unos dos mil habitantes, que parece una de esas aldeas que vienen con la maqueta de un tren. En la calle Main hay tiendas de dos plantas, y un depósito de agua junto a una estación ferroviaria de madera. En una esquina hay un banco, una farmacia y un juzgado. El mecanismo y las vagonetas de carbón esperan en los rieles que transcurren a lo largo de Hope River. No hay semáforos, solo una señal de stop en la esquina de Chestnut y Main. Se tarda unos cinco minutos en recorrer toda la ciudad.
Cuando volvemos al campo por la 92 y pasamos junto a las vías del tren Baltimore-Ohio, Hester rompe el silencio.
—¿He dicho algo malo?
Yo saco mi reloj de oro de debajo de la chaqueta de lana y lo abro.
—Ya son casi las tres. Me preocupa un poco Luz de luna.
—La llevaré a su casa mucho antes de que anochezca.
—No, me refiero a mi vaca, Luz de luna. —Sigo sin mirarle—. Se llama así. He intentado que mantuviera las ubres vacías, ordeñándola cada cuatro horas como mínimo.
—Yo la llevaré —repite el veterinario, y no sé si eso significa que me dejará en casa a tiempo, o que cree que no tiene importancia. Para mí la tiene… y para Luz de luna.