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Comadrona

Ha pasado una semana desde que la señora Cabrini y la señora MacIntosh dieron a luz.

Retiro el lazo azul de la última página que escribí en mi diario. El día que fui a visitarlas ambas madres estaban bien y parecía que tenían leche de sobra. Bitsy y Mary atenderán a Katherine durante las dos semanas que pase en cama. Delfina ya está de pie, cocinando y limpiando.

Pocos años después de la muerte de Ruben y del desastre de Blair Mountain, cuando finalmente se disipó la niebla de mi corazón, empecé a ayudar a la señora Kelly en los partos por toda la ribera sur del río, en Pittsburgh. No podía volver a la Westinghouse, no después de lo que pasó. Sophie me llevaba con ella por las noches, más por distraerme de mi dolor y de mi ensimismamiento que porque me necesitara. Aquí, en Virginia, asistí a otros quince partos antes de que ella muriera, lo cual suma un total de treinta y cinco. Pero sigo siendo una novata, y después de los dos últimos alumbramientos empiezo a preguntarme si debería asistir a las madres.

Al principio yo no me consideraba una comadrona. Eso cambió cuando el doctor Blum le dio mi nombre al departamento estatal de salud y ellos exigieron que me registrara. Yo solo había visto a Blum la vez que Sally Feder tuvo gemelos. La señora Kelly ya no volvió a necesitarle. En un primer momento me halagó que él me recordara. Más adelante me di cuenta de que no era porque me considerara muy buena. Simplemente quería que alguien se ocupara de los pobres para no tener que hacerlo él. Eso fue después del ataque de corazón de Sophie. Ahora yo soy la única comadrona entre Delmont y Oneida a excepción de una anciana negra, la señora Potts, pero no la conozco.

En Virginia Occidental es fácil conseguir la licencia de comadrona, no hay examen ni nada. Lo único que yo tuve que hacer cuando la enfermera de sanidad local, Becky Myers, apareció en Wild Rose Road con su ruidoso Ford T, fue demostrarle que mantenía la casa limpia y que sabía leer y escribir. Luego firmé unos papeles conforme comprendía las normas y nada más.

La señora Rebecca Myers, con su uniforme de enfermera azul claro con el cuello blanco almidonado y una corbata azul marino, se sentó en mi desvencijado sofá y me enseñó a rellenar un certificado de nacimiento. Yo la observaba y me pregunté de dónde habría salido exactamente esa mujer con acento del noroeste, que era evidente que había estudiado en la universidad. No había nacido en esta zona, eso seguro.

La enfermera de la sanidad pública quiso ver mi equipo para los partos. Como yo tenía unos cuantos libros en los estantes, varios cuadros en las paredes, y le ofrecí un té, ella debió de tomarme por una persona decente. Ese es el otro requerimiento que mencioné antes. Hay que tener corrección moral

Ahora Becky es amiga mía y sé algo más de ella. Es viuda, como yo, pero no nació en el Medio Oeste. Confundí el acento. Es de Vermont, pero trabajó en Walter Reed durante la guerra y luego vino a Virginia Occidental durante la epidemia de tifus de 1918 para trabajar en los campamentos mineros. Las Mujeres de la Misión Presbiteriana le pidieron que se quedara y ahora es una empleada del Departamento de Salud de Charleston.

No lo había tenido fácil, según me contó durante su segunda visita, cuando nos sentamos fuera, en el porche. Al principio, los doctores locales se habían opuesto a su presencia, porque creían que ejercía la medicina. En mi opinión, probablemente Becky sabía más que ellos, aunque ella eso nunca me lo dijo. «Hay que saber trabajar dentro del sistema —me advirtió—. No te saltes los límites».

Becky fue la que me habló de la Escuela de Comadronas Frontier en Hyden, Kentucky, y me animó a escribir los informes de los partos en este diario. Antes de eso yo solo anotaba la fecha y el nombre del bebé en la Biblia de la familia, como hacía la señora Kelly.

La señora Myers me preguntó por qué no me inscribía en la escuela de comadronas de Kentucky para recibir una formación regulada. Ella es enfermera titulada, tiene un diploma de una prestigiosa facultad del norte, Yale, creo, y allí es donde oyó hablar de esa escuela para comadronas. Olvida que yo no soy enfermera y que no dispongo de dinero ni para el viaje, ni para la matrícula. En cualquier caso, ¿quién se ocuparía de madres como Delfina cuando yo no estuviera? El doctor Blum, no. Él cobra veinticinco dólares si va al domicilio y treinta si vas a su clínica. Con esos veinticinco dólares los Cabrini podrían comprar zapatos para toda la familia durante dos años.

Coloco mi balancín cerca de la ventana de la fachada para observar con mejor luz mi diario, un libro precioso y un poco demasiado caro. Cuando vi la cubierta de piel marrón con un ramo de tulipanes grabado, tuve que comprármelo.

Todas las páginas pautadas del interior tienen impresa en la esquina superior una pequeña amapola de colores, o una rosa, o un sapo, o un caracol, algún ser vivo. Tiene un cierre y una llave que guardo en una cinta con el reloj de oro de la señora Kelly. Yo he tenido una vida difícil y me encantó la delicadeza de esas páginas vacías, como si fueran una amiga con quien poder hablar, una mujer sensible y dulce…

El señor Stenger, el farmacéutico calvo con un ojo vago, me dio el diario y veinte dólares por cuidar a Cora, su anciana madre de setenta y tres años, que hace unos meses tuvo problemas en un pie por culpa del azúcar.

Yo me instalé en su casa de Delmont. La bañaba, le curaba las llagas con mis cataplasmas de consuelda y sello de oro, y algunos polvos medicinales de la farmacia. Más que nada cocinaba, hacía las labores domésticas y le mantenía el pie en alto para que se curara.

Eso fue antes de que heredara la vaca de los Johnson y tuviera que volver a casa cada noche. A ellos el banco les embargó la granja que tenían al final de Wild Rose Road y no pudieron llevarse la vaca a Wheeling, y como yo había traído al mundo a su hijo quisieron compensarme.

También heredé la casa y la tierra de la señora Kelly cuando murió. Resulta que ella había ido a ver al señor Linkous, el abogado de Delmont, para que le redactara el testamento justo tres semanas antes de su fallecimiento. Eso lo averigüé por el señor Johnson, que le había acompañado a la ciudad en su camión. Aquello hizo que me preguntara si ella sabía que se estaba muriendo… aunque nunca lo dijera. Según el doctor Blum a Sophie se le habían reventado unos vasos sanguíneos del corazón por culpa de la dureza de las tareas de la granja, que no son propias de mujeres. Pero yo sabía que eso no era verdad. A ella se le rompió el corazón cuando su amante, Nora, nos dejó. Después de aquello se desangró lentamente.

Añado un tronco a la estufa. Fuera flotan unos pocos copos de nieve como tenues recordatorios de que el invierno se acerca. Tengo que encontrar el modo de conseguir dinero para comprar leña. El carbón estaría bien, pero es demasiado caro. Los árboles desnudos se estremecen bajo la luz grisácea, y unos pocos bosquecillos de pinos salpican de verde la cima de las montañas. Ahora se distingue claramente Hope River, pero no las peñas ni los rápidos.

Hija querida

Cuando vuelvo la vista atrás a veces me confundo. He pasado la mayor parte de mi vida con la sensación de que estaba soñando. De vez en cuando me despierto, a veces durante unos meses, otras durante unos minutos. Soy un personaje de una obra, y no sé si soy yo quien la representa o si un gran titiritero me hace bailar.

He representado demasiados papeles en un período muy corto de tiempo; he tenido muchos nombres, he vivido en tantos sitios… Volver al principio me ayuda.

Nací como Elizabeth Snyder el 19 de octubre de 1893 en Deerfield, una pequeña ciudad del norte de Chicago, varios kilómetros al interior del lago Michigan. Mi madre era maestra, hija de un prominente granjero que murió antes de que yo naciera, y vivíamos con mi abuela en una casa victoriana blanca de dos pisos en Third Street.

Mi padre era marino, primer oficial de un carguero lacustre que transportaba hierro y madera de Wisconsin a Ohio. Sus padres murieron en Nueva Orleans durante la epidemia de fiebre amarilla de 1878, así que yo no les conocí.

Cuando era pequeña, iba a la iglesia de la Congregación, donde mamá tocaba el órgano y papá cantaba en el coro, cuando su barco estaba en puerto. Yo era una lectora ávida y devoraba todos los libros que encontraba, además del Chicago Tribune que papá compraba en la ciudad. Tocaba el piano, me encantaba cantar y bailar, y pescar en canoa con papá en el río Des Plaines, como su querida hija única, pero aquello no duró.

En el invierno de 1902, mi querida abuela falleció de una enfermedad pulmonar y la enterramos en la tierra dura y fría. Aún no habían pasado tres años, cuando sucedió otra tragedia. El barco de mi padre, el Appomattox, se hundió rodeado de la niebla de noviembre durante su último trayecto desde Milwaukee. El carguero, el mayor barco de madera de los Grandes Lagos, transportaba un cargamento de hierro desde el lago Superior y embarrancó en un banco de arena entre la bruma. Papá fue el único miembro de la tripulación que murió, una ola de tres metros le arrastró de la cubierta.

Cuando el representante de la compañía naviera nos comunicó la noticia, mamá me miró y me dijo: «Recuerda que tu vida puede cambiar en un minuto. Te paras para respirar un segundo, y al siguiente puede que todo haya cambiado».

Más adelante yo, con mi mentalidad infantil, me pregunté si en realidad papá no habría subido a un bote salvavidas y simplemente se habría marchado remando, simulando su muerte para huir de las deudas. Nunca encontraron su cadáver.

Durante los primeros meses de duelo, las cosas fueron de mal en peor. Cuando se enteró por boca de su abogado de que estábamos en la miseria, mamá se quedó atónita. El dinero que la abuela nos había dejado había desaparecido en las elevadas apuestas de las partidas en las que participaba mi padre en su carguero. A causa de sus deudas, la Trust Company de Illinois nos embargó la casa y nos trasladamos a una pensión en Deerfield. Fueron tiempos duros. Estábamos en Navidad y yo tenía doce años.

Afortunadamente, mamá pudo conservar su puesto de maestra, pero la paga era ínfima y vivíamos en un cuartucho. Vendimos los muebles, todo menos la ropa, la Biblia de la familia, su cantoral y unos cuantos libros escogidos. Por las noches mamá lavaba la ropa de los viajantes. A mí me sacaron de la escuela y me mandaron a trabajar con la señora Gross, una costurera de Westgate.

Al cabo de dos años apenas, mamá empezó a toser. Murió de tisis igual que su madre, murió escupiendo sangre. A mí me mandaron a Chicago a trabajar con la señora Ayers, la hermana viuda de nuestro abogado, que me empleó como lavandera en su pequeña posada. Estuve lavando y planchando la ropa blanca y fregando las habitaciones hasta que la señora Ayers encontró otro marido y a mí me enviaron a la Casa de Misericordia de St. Mary, un asilo para huérfanos pobres. Cuando me fui la señora Ayers lloró un poco, pero yo no era responsabilidad suya. Ni siquiera pariente. Lo comprendí.