Llamada
Vuelvo a casa con mi cubo de leche y seis huevos en los bolsillos, y me echo a reír al ver cómo el viento barre las hojas rojas y amarillas de los arces y los robles, y las esparce por el cielo azul. Después de la muerte de la señora Kelly pasé una temporada sin fijarme en este tipo de cosas; me limitaba a caminar despacio con la cabeza gacha, evitando pisar los charcos de mis propias lágrimas.
Sucedió en la segunda primavera que pasamos aquí, un repentino ataque al corazón, dijo el doctor Blum. Una tarde, al volver del jardín, encontré a mi querida Sophie desplomada en el sofá. En algunas noches oscuras, ella continúa sentada allí.
Yo comía poco, perdí peso, dejé de lavarme la melena. Ya no cantaba mientras trabajaba, ni bailaba en el campo en los días de sol. Ya había estado en un lugar negro parecido hacía poco, después de la muerte de Ruben en Blair Mountain, pero la pérdida no es algo a lo que uno se acostumbre. Cuanto mayor es la experiencia de la muerte, más dolorosa resulta. Durante casi un año merodeé por la frontera tenebrosa de mi propia tumba, hasta que una tarde levanté la cabeza, olisqueé el aire y reconocí esa luz cambiante. Volvía a ser primavera.
—El dolor dura un año aproximadamente —le dijo en una ocasión la señora Kelly a una madre joven que había perdido a su hijo—. Tendrá que soportar todas las fiestas, el cambio de estación. Llorará en Navidad y en Año Nuevo, y el Día de la Madre y el de Acción de Gracias. Sufrirá con el primer narciso, cuando caigan las primeras hojas cobrizas, con las primeras nevadas… Cada celebración, los cambios de estación le desgarrarán el corazón, y luego, cuando ya no le quede nada, empezará a sentirse mejor.
Ella tenía razón, y lo sabía por propia experiencia.
Sophie, como yo, había sufrido pérdidas terribles: cuando era pequeña su hermana murió de fiebre tifoidea, su madre de cáncer de estómago, y lo peor de todo fue la muerte de su joven marido y de su hija en aquella gran riada de 1911 en Pensilvania, en la que murieron mil personas cuando se rompió el maldito molino de pulpa de papel e inundó toda la ciudad. Mi maestra, protectora y amiga lo había perdido todo, hogar y familia en solo un día. A ella la encontraron más muerta que viva un kilómetro y medio río abajo, colgada de la rama de un árbol. Me contó que durante una temporada deseó haber muerto. Yo conozco ese sentimiento.
En la cocina vuelvo a lavarme las manos, me seco las gafas y después limpio los huevos marrones con cuidado y los dejo uno a uno en un cesto de mimbre. Cuelo la leche con un trapo de muselina y la vierto en una jarra limpia de un galón. Al otro lado de la ventanita que hay sobre el fregadero, veo las colinas verdes que bajan hasta el valle donde serpentea el Hope River, más caudaloso ahora que en verano.
Estoy a punto de echar a la tina el agua que he hervido en la cocina de leña, para aclarar algunas cosas que necesito, cuando diviso una pequeña figura que sube la colina. Es un hombre solo montado en un burro, que se inclina hacia delante como si tuviera prisa. Lleva otro animal detrás. Se detiene en el primer buzón de correos, el de los Johnson, que está a unos ochocientos metros, y lee el nombre. Luego se vuelve a parar en el segundo, el de los Maddock, y sigue subiendo la montaña. Tengo el desagradable presentimiento de que viene a por mí.
Llevo con cuidado la jarra de leche hasta mi fresquera, donde el agua fría se acumula en una pileta de piedra y se mantiene fresca todo el verano, y cuando vuelvo veo a un hombre negro alto que ata los dos animales a un árbol. Lleva un sombrero de fieltro y una chaqueta de lona gris con un roto en la manga. Quizás es un minero que busca ayuda. Las compañías suelen tener sus propios médicos, pero ahora la mayoría se ha marchado, los mejores en cualquier caso. La higiene y la salubridad son tan malas en los campamentos mineros que el doctor Blum se niega a entrar en ellos.
El hombre sacude su sombrero cubierto de polvo.
—Soy Thomas Proudfoot, el hijo de Mary Proudfoot. Izzie Cabrini, un minero de King Coal, me pidió que viniera a buscarla. Su mujer tiene problemas.
Yo sé lo que la palabra «problemas» significa.
—¿Cuánto hace que tiene dolores?
—Un día o dos.
Estos casos me preocupan. No conozco a los Cabrini y no he estado nunca en el campamento minero de King Coal. No sé si su esposa está todavía muy verde o demasiado madura, o cuál es la situación.
—¿Es su primer hijo? ¿El capataz del campamento minero no podría llevarla al hospital de Torrington?
Thomas dice que no con la cabeza.
—¿No hay médico en King Coal?
Thomas me mira directamente a los ojos y vuelve a hacer un gesto negativo con la cabeza. Veo en su mirada que es un hombre inteligente que opina que esto no está bien; pero también sabe que no debe abrir la boca.
Campamento minero
Hay unos cinco kilómetros por sucios caminos de piedra hasta King Coal, y salimos enseguida, aunque con los burros no se puede correr mucho. Nos adelantan tres vehículos, un Pontiac descapotable, un Ford T y un tractor John Deere, que van un poco más deprisa que nosotros y nos obligan a desmontar en el margen al pasar.
Yo pienso en las comadronas de Frontier en Hyden, Kentucky. Me han contado que esas enfermeras cabalgan por valles y montañas para atender a las parturientas. ¡Quizás yo debería conseguir un caballo! La perspectiva me anima, pero inmediatamente mi esperanza se desvanece. El problema será el dinero. Solo dispongo de unos dólares y el señor MacIntosh no se ofreció a pagarme nada, únicamente a acompañarme a casa. Quizás siguen conmovidos porque su bebé muerto está vivo.
Vuelvo a sentir vergüenza al pensar en mi error y en lo que opinará la comunidad. ¡Puede que la gente simplemente lo considere un milagro! ¡El bebé estaba muerto pero volvió a la vida! Quizás dirán que yo obré el milagro. No lo creo.
Por fin llegamos a la aldea minera. El campamento de King Coal es un asentamiento ruinoso construido a lo largo de King Lick. Aunque el campamento solo lleva aquí cinco años, el agua del arroyo ya es de color marrón y las piedras se han vuelto amarillas debido al ácido que sale de la mina.
Los campamentos mineros que están sindicados disponen de un aula-escuela, de cabañas sencillas para cada minero y su familia, una clínica y una tienda, pero por lo que parece este campamento es improvisado, sin sindicatos ni prestaciones, nada. Las casas son poco más que chozas.
A nuestro lado pasa una fila de hombres harapientos con cascos metálicos con linternas que se giran para mirar. Tienen la cara tan cubierta de polvo de carbón que lo único que parece vivo son sus ojos, y viéndoles es imposible saber cuál es de origen celta y cuál es negro o si es un italiano que los magnates del carbón han traído para extraer el oro negro. Hace cinco años, el veinte por ciento de los mineros eran negros, antiguos aparceros que encontraron un trabajo mejor y mejor paga lejos del sur. Ahora, con el cierre de las minas, la cifra ha bajado mucho. Detrás de los hombres van dos niños de apenas diez años, que también llevan cascos de mineros.
Cuando vivíamos en Pittsburgh, la señora Kelly, Nora y yo luchamos junto a la Internacional de Trabajadores del Mundo, los Wobblies, por la Enmienda contra el Trabajo Infantil de 1919, pero la Corte Suprema la tumbó. Por lo visto los jueces creyeron que el Gobierno Federal no tenía derecho a imponer normas a los industriales y que estaba bien que los niños pequeños trabajaran en talleres clandestinos o varios kilómetros bajo tierra.
Mientras recorremos la aldea a lomos del burro, me fijo en que no hay letrinas. No hay ni un solo retrete en ningún lado y cuando llueve los desperdicios humanos se filtran a la tierra y bajan por la colina hasta el pozo comunitario. Pese al frío aire otoñal, los niños juegan descalzos en el arroyo de color ocre. Una mujer muy delgada, con un vestido de arpillera de flores azules y blancas, sale a los escalones de la entrada y tira el agua del fregadero al patio.
Por fin Thomas se para frente a una choza negra de cartón alquitranado donde una niña de unos ocho años observa el camino a través de una ventana polvorienta de cuatro paneles. La cara de la cría se ilumina y anuncia mi llegada a quien está en la habitación. A juzgar por el aspecto del lugar, este será un parto por el que tampoco cobraré, y no porque esta gente haya perdido su dinero en la bolsa.
El hombre de color me ayuda a bajar del burro, me da mi bolsa y se dispone a marcharse.
—Gracias por acompañarme, señor Proudfoot.
Esboza apenas un amago de sonrisa y responde:
—Señora.
Se lleva la mano al sombrero, y se va sin decir nada más.
Delfina
Yo subo dando traspiés los desvencijados escalones con mi bolsa para los partos, deseando que Thomas Proudfoot se hubiera quedado al menos para presentarme. ¿Quién sabe qué me voy a encontrar? Pero antes de que llame, se abre la puerta.
—Ella está muy mal —dice un hombre nervioso. Le tiembla el bigotito y tiene unos ojos castaños con pestañas largas, que iluminan su cara de angustia.
Entro en la habitación. El interior de las paredes está cubierto con periódicos para que no entre el viento. Hay dos camas grandes, un sofá viejo, un balancín y una cuna. En una esquina hay una burda encimera de cocina construida con estantes de madera erosionada. La cocina de hierro, una mesa de madera y seis sillas desparejadas y una bombilla que pende de un cable largo del techo… Nada más.
Me sorprende ver que la familia tiene electricidad, pero recuerdo que todos los campamentos mineros la tienen. Las minas necesitan corriente para subir mecánicamente las vagonetas por los raíles. Antes solían ser burros los que transportaban fuera el carbón; antiguamente utilizaban hombres como bestias de carga, y antes de eso, niños y mujeres porque eran menudos.
Una mujer yace entre gemidos bajo una colcha hecha jirones en una de las camas deshechas. Hay tres niños pequeños vestidos con harapos sentados a la mesa, que esconden el rostro, pero la niña, que sigue encaramada en el alféizar de la ventana, me mira de frente. Nadie sonríe. Nadie dice hola. He entrado en el universo de Charles Dickens.
Me salto las presentaciones. Ya saben quién soy.
—¿Cuánto hace que su esposa tiene dolores, señor Cabrini?
Al oír mi voz, la mujer de la cama levanta la vista y veo que es más o menos de mi edad, quizás más joven. Tiene el cabello castaño y rizado apelmazado en un lado, y la cara sudorosa y congestionada.
—Desde anoche.
El hombre tiene un fuerte acento italiano y me pregunto si su mujer y sus hijos hablan algo de inglés.
—¿Pierde líquido?
Cabrini se encoge de hombros, no lo sabe.
—¿Ha roto aguas? —Se lo pregunto a la mujer con un volumen de voz más alto de lo necesario. ¿Por qué siempre subimos el tono cuando creemos que alguien no nos entiende?
—Tiene los bombachos húmedos por dentro —me dice la niña. Obviamente la hija habla algo de inglés.
Cuatro hijos. La paciente debe de haber parido a varios más que murieron al nacer o a los pocos meses. La tasa de mortalidad infantil es alta en las montañas. De cada diez hijos de una madre que viva en la pobreza y sin higiene, mueren dos como mínimo. Incluso en condiciones óptimas como las de Katherine MacIntosh, es probable que uno de cada diez nazca muerto o muera durante el primer año.
Me dirijo a la niña.
—¿Cómo se llama tu madre?
—Mama.
—Delfina —corrige el hombre.
—Delfina. —Me siento al lado de mi paciente y le pongo una mano en el hombro—. Delfina, yo me llamo Patience Murphy. Soy la comadrona.
Prescindí de mi nombre de casada, Gordesky, después de Blair Mountain y digo «comadrona» con cierta reserva, después del error garrafal que cometí en el parto de Katherine.
—Sé que está débil y que lleva mucho tiempo de parto, pero ¿podría tumbarse sobre la espalda, por favor, para que yo pueda examinarla?
A juzgar por los cambios de respiración, tiene contracciones leves cada cinco minutos más o menos; no ha tenido ninguna fuerte desde que entré en la habitación. Esto no es buena señal. Lo deseable son contracciones contundentes que expulsen al bebé, y si el útero está agotado después no se contraerá y la madre sangrará.
Me vuelvo hacia el marido.
—Necesitaremos agua hervida. Diga a los chicos que traigan un cubo del pozo. Hágales salir fuera mientras yo averiguo qué pasa. Su hija puede quedarse. Quizás la necesite.
—¿Puede tumbarse sobre la espalda después de la próxima contracción? —le pregunto de nuevo a la madre.
La niña dice algo en italiano, y su madre se da la vuelta despacio, arrastra el vientre con las manos, y después lo deja caer. Cuando se levanta la enagua, veo que tiene sangre seca en la parte interna de las piernas.
Lo primero que hago es escuchar el ritmo cardíaco del feto con mi fetoscopio cornudo de madera. Lo hago con miedo, temerosa de que nazca otro feto muerto, pero finalmente descubro el tic, tic, tic en la parte superior del abdomen, más arriba de lo que esperaba.
Según el reloj de oro de bolsillo de la señora Kelly, que llevo como hacía ella colgado del cuello con un lazo, el latido del niño es regular, unas 140 pulsaciones por minuto, y afortunadamente Delfina tiene la frente fría… No tiene fiebre todavía.
Lo siguiente que examino es la presentación. Paso las manos sobre el abdomen de Delfina buscando la cabeza del bebé. Finalmente creo que la encuentro, un bulto duro del tamaño de una calabaza pequeña en el lado derecho, casi fuera de la pelvis. Demasiado arriba.
Se me ocurren un par de explicaciones: esta mujer ha tenido más de cinco hijos y tiene el útero y los músculos abdominales tan flácidos que incluso un bebé totalmente formado podría flotar por ahí tanto como quisiera. O, y esto es potencialmente más grave, algo bloquea la apertura, un fibroma grande o, peor aún, la placenta está atascada en la parte baja del útero.
Lo mejor sería ir ahora mismo a Liberty y buscar ayuda, pero esta opción no existe. No tenemos transporte, aparte de los burros de Thomas Proudfoot. E incluso si el jefe del campo nos llevara en coche por esos caminos de montaña sinuosos y empinados, tardaríamos más de una hora en llegar al gran hospital de Torrington. Finalmente está el tema del dinero. Está claro que el señor Cabrini no tiene. El doctor Blum de Liberty ya me ha dicho con anterioridad que solo puede permitirse aceptar pacientes de pago, y solo Dios sabe lo que cuesta el hospital de Torrington.
Abro mi maletín y saco los guantes de goma nuevos que no tuve tiempo de usar en el parto de Katherine. Siguen limpios, esterilizados con lejía y envueltos en papel torrefactado. La única manera de averiguar qué está pasando es realizar un examen interno, pero es arriesgado y además ilegal.
El estatuto de las comadronas de Virginia Occidental de 1925 prohíbe a las matronas realizar exámenes internos. También tenemos «estrictamente prohibido ayudar al parto con ningún medio artificial, mecánico o forzoso, o administrar, aconsejar, recetar o emplear cualquier medicamento peligroso o veneno». Las sociedades médicas locales protegen celosamente su derecho a recetar y tratar. Además la ley exige que observemos «corrección moral». Sonrío para mí misma. Eso me excluye.
Sabiendo que estoy violando la ley, me ajusto las gafas y me pongo los guantes. Ya me buscan por delitos mucho peores. ¿Qué pueden hacerme por un examen vaginal? La madre me mira con los ojos muy abiertos.
—Delfina, necesito que abra las piernas para que yo pueda palpar lo que impide que el bebé nazca.
El marido se da la vuelta y sale al porche, consciente de que esto son asuntos de mujeres. Deja que su hija mayor haga de intérprete y ella se acerca en silencio a la cama.
—¿Cómo te llamas? —pregunto a la pilluela con la cara sucia.
—Antonia.
—Antonia, ¿puedes decirle a tu mama que necesito que levante el trasero para poder ponerle debajo un paño limpio, y que abra las piernas otra vez para que pueda lavarla y palpar la cabeza del bebé? Dile que voy a ir con mucho cuidado. No le haré daño.
Mientras la chica le explica todo eso en italiano, la mujer hace lo que digo y deja caer las rodillas. Con el nuevo jabón marrón que encontré en la farmacia de Stenger cuando compré los guantes, le limpio con cuidado el culo y luego me pongo un poco en los dedos. Si la placenta está atascada demasiado abajo y la agujereo Delfina morirá desangrada. Entonces perderé a la madre y al bebé.
Lo primero que noto es… nada. Ni pie, ni cabeza, ni trasero asomando por la abertura del cérvix. Ni cérvix, tampoco. La paciente está muy dilatada. Palpo con delicadeza la pared baja de la matriz buscando un bulto duro y cartilaginoso o una placenta blanda y suave, pero no encuentro nada. Eso es bueno, pero entonces ¿qué impide que el bebé salga?
Un cordón. Puede ser un cordón corto enrollado con fuerza al cuello del crío, otro desastre potencial. Si la mujer empuja con fuerza, el cordón será un nudo corredizo que asfixiará a su hijo o, algo peor, empujará la placenta lejos del útero. Saco los dedos y miro fijamente el crucifijo de madera labrada que cuelga sobre la cama en la pared.
Yo dejé de ir a la iglesia hace mucho tiempo, y no soy religiosa ni siquiera en privado. De hecho, reconozco que desde que Lawrence, mi primer amor, pereció en el accidente de tren y diez años después Ruben, mi verdadero amor y marido, fue abatido durante la batalla de Blair Mountain, mi fe en Dios se ha ido apagando hasta desvanecerse como una vela de sebo.
Aun así, observo la talla, y pregunto en silencio a Jesús y a mí misma qué hacer.
«Por lo que veo, vamos a tener que intentarlo —dialogo mentalmente con él—. Si no hago nada el bebé acabará muriendo y entonces la madre tendrá una infección y morirá también. Si hago algo hay una posibilidad de que el bebé y la madre vivan…».
Parece que el hombre de la cruz asiente.
—Antonia, trae a tu padre.
Han aparecido las nubes y la habitación está más oscura, pero cuando Izzie vuelve con el agua y alarga la mano para girar el interruptor de la bombilla colgante, una luz cruda ilumina las paredes cubiertas de periódicos.
—Señor Cabrini, lo mejor sería llevar a su mujer al médico de Liberty o a un hospital más grande que hay en Torrington, pero no creo que eso sea posible sin exponer a Delfina y al bebé a un peligro mayor. Le he hecho un examen interno y no he encontrado ningún impedimento. El niño está vivo pero la cabeza está demasiado alta. Creo que podemos sacarle en cuestión de minutos si nos ayuda usted y un par de mujeres del campamento.
Izzie dice que no con la cabeza.
—Las mujeres no vendrán. Ya se lo he pedido. No les gustan los dagos[1]. Dicen que les quitamos el trabajo a sus maridos.
Yo frunzo el ceño. He trabajado con los Wobblies en Pittsburgh, y creía que todos los trabajadores estaban unidos, pero soy una ingenua; ya me lo han dicho otras veces. El deterioro gradual de la economía implica que se necesite menos acero y todavía menos carbón y los sindicatos se han disuelto. Para reducir costes, los propietarios de minas traen mano de obra barata, inmigrantes del norte y negros del sur. Los trabajadores locales viven con miedo de perder su trabajo y sus mujeres intentan protegerles.
—De acuerdo… —Reflexiono un momento—. Entonces, necesitaré que me ayuden usted y su hijo mayor. Dígale que no hará falta que mire.
El hombre levanta las manos y escupe unas palabras en italiano. Está claro que esto no le gusta. La chica le discute en su idioma y él sale y cierra con fuerza la puerta de roble improvisada.
Al final, el señor Cabrini y su hijo de unos nueve años vuelven de mala gana y nos preparamos. Mientras él no estaba, yo he arreglado la cama, he recostado a la paciente sin fuerzas y he dispuesto mi aceite, las tijeras esterilizadas, el hilo esterilizado para atar el cordón, los trapos limpios y una olla de agua hervida.
—Madre. —Me dirijo a la mujer a través de su hija, recordando a la paciente, con el apelativo «madre», el significado de su sufrimiento—. La cabeza del bebé está demasiado alta y puede que tenga el cordón alrededor del cuello, así que no tenemos mucho tiempo.
Espero a que se lo traduzcan.
—Sus hijos la ayudarán a incorporarse y quiero que doble las rodillas y empuje todo lo que pueda. Empuje con todas sus fuerzas. Su marido le pondrá la mano sobre el abdomen para orientar la cabeza hacia abajo.
Cojo la mano de Izzie y le enseño cómo encajar la cabeza del bebé a través del cuerpo de su esposa.
—Yo le meteré los dedos para notar si ya llega. Si noto el cordón, intentaré apartarlo. —Todo eso suena muy complicado pero Antonia utiliza las manos para explicarlo y traduce muy rápidamente—. Una vez que la cabeza esté en la pelvis, quiero que se ponga en cuclillas, pero no deje de empujar en ningún momento, no deje que la cabeza se deslice hacia arriba otra vez.
Delfina indica con la cabeza que lo ha entendido, y la luz de sus profundos ojos castaños me dice que aunque esté exhausta, es muy valiente.
Cuando estamos listos, levanto la mirada hacia Jesús y me persigno como he visto hacer a la señora Kelly y a las mujeres católicas, y toda la familia me imita. En el momento en que noto que el útero de Delfina se endurece, asiento y nos colocamos en posición. Izzie coloca una mano hueca sobre la cabeza del bebé y la esfera redonda empieza a deslizarse hacia abajo. La madre encoge las piernas y aprieta hacia delante. Los niños, Antonia con los ojos muy abiertos y el hijo mayor cerrándolos con fuerza, aguantan a su madre por detrás.
Al principio no noto nada, ni cordón, ni extremidades protuberantes, y luego la punta de algo duro.
—¡Sí! —grito—. Es la cabeza. ¡Ya viene! —Compenso mi falta de experiencia con entusiasmo. Ahí es donde intervienen mis dos años en el escenario del teatro Majestic.
Delfina inspira profundamente y vuelve a empujar hacia abajo. No esperamos a la siguiente contracción; tengo miedo de que si ella para, la cabeza vuelva a escurrirse hacia arriba. Los niños incorporan a su madre un poco más cada vez e Izzie, con la sabiduría propia de un hombre sensato, mantiene la cabeza firme. Sabe que no puede sacar a su hijo a empujones, aunque sin duda le gustaría. Con cada esfuerzo materno, yo noto el cráneo más abajo, hasta que llena el cérvix blando y luego pasa a través. Podría comprobar el latido del bebé, pero eso llevaría tiempo y además, ¿qué hago si disminuye el ritmo cardíaco? ¡No! Seguimos.
—¡Ya viene! —grito.
Izzie vocea algo en italiano que imagino que significa: «¡Empuja!».
—¡Vale, eso es! Niños, ayudad a vuestra madre a ponerse en cuclillas. —Me agacho para enseñárselo—. Izzie, mantenga la cabeza del niño baja, no deje que vuelva a subir.
Ahora la mujer está empujando de veras. Es un impulso espontáneo y ya asoma toda la cabeza. Yo alargo una mano hacia atrás, meto los dedos enguantados en el aceite que utilizo para evitar desgarros, y lo unto alrededor de la abertura de la mujer. Normalmente llegado este punto disminuiría un poco el ritmo, pero un desgarro del canal de parto es lo que menos me preocupa.
—¡Ah, ah, ay! —Delfina está aullando. Yo no hablo italiano, pero el significado está claro. La abertura de la vagina le quema como un anillo de fuego.
Entonces sale la cabeza… Silencio. Todo el mundo se la queda mirando, incluso el chico. No hay nada más raro que ver a una mujer con la cabeza de un bebé saliendo de su interior, una vida que emerge de otra.
Me inclino más, busco el cordón alrededor del cuello y me sorprende no encontrarlo. El recién nacido ya está haciendo una mueca, lo cual es buena señal. Yo le lavo la cara con un trozo de trapo limpio.
—¡Último empujón!
El bebé da tres vueltas y un cordón, de 90 centímetros como mínimo, se le desenrolla del cuello y el niñito cae sobre mi regazo.
Ahora todos reímos. Reímos y lloramos. Ante la alegría auténtica el lenguaje no significa nada. Miro los ojos de Izzie y veo cuánto quiere a su mujer y al nuevo bebé y a esos críos sucios. Delfina deja caer la cabeza en sus brazos.
«Alabado sea Jesús». Las palabras acuden a mí cuando levanto la vista del crucifijo.
30 de octubre de 1929. Luna nueva sobre la montaña.
Nacimiento de un varón vivo, dos kilos ochocientos gramos. Nombre, Enzo Cabrini. Séptimo u octavo hijo de Izzie y Delfina Cabrini. Presentación, atravesado, tres vueltas de cordón alrededor del cuerpo. Parto prolongado, dos días. Cinco minutos de empujones con el padre sujetando la cabeza abajo. Sin desgarros. Pérdida de sangre 0,240 litros. La señora Cabrini se puso el niño al pecho inmediatamente. Presentes también dos hijos pequeños que ayudaron a la madre a ponerse en cuclillas. Tampoco me han pagado. Las mujeres del campamento no quisieron ayudarnos.