Mortinato
—¿Cuánto tiempo cree que lleva muerto mi bebé? —Katherine se vuelve hacia mí, y me doy cuenta de que está llorando.
—Cinco días, quizás menos —le contesto a mi paciente—. Oí su corazón cuando la examiné el viernes pasado, y usted dijo que el bebé se movió durante la misa. Ahora cierre los ojos. Intente descansar. Lo necesita.
Dejo sobre la mesa de arce mi diario nuevo encuadernado en piel, apoyo la cabeza hacia atrás y echo una mirada a la oscura habitación. El fuego chisporrotea en la chimenea de baldosas azules y parpadea sobre el armario, el dosel de la cama del parto y las paredes empapeladas. Una imagen pálida me sostiene la mirada en el espejo del tocador. Soy yo, una mujer menuda con una melena castaña, la nariz recta y la barbilla redondeada; bastante mona, pero no guapa.
Estoy sentada en un lado de la cama de la señora Katherine MacIntosh, la esposa de William, el propietario del Consorcio Minero MacIntosh. Ayer fue Martes Negro, así lo llaman. Wall Street se derrumbó, y luego yo tuve que decirles a los MacIntosh que su bebé nonato estaba muerto. El estrépito de ese terremoto lejano retumbó incluso aquí, en los Apalaches, y yo me alegro de no haber guardado mi dinero en el banco; aunque no lo tenga.
Mientras yo buscaba con desespero señales de vida en el útero de Katherine, y movía mi fetoscopio de madera arriba y abajo y también a través de su vientre abultado, una cola de clientes trataba por todos los medios de sacar su dinero del First Mountain Federal de Liberty. La fila de hombres bajaba en zigzag por Chestnut y por la esquina con Fayette. De todos modos cualquiera que paseara por Main y viera las tiendas cerradas habría sabido lo que se avecinaba. Cuando las minas de carbón de Union County echan el cierre, todos hacen lo mismo.
—Abráceme, Patience. Tengo mucho frío. —Katherine me coge la mano y me atrae hacia la cama.
Mary Proudfoot, la cocinera de los MacIntosh, y su hija Bitsy, duermen en su cuarto junto a la cocina, acurrucadas una alrededor de la otra como gatitos. William MacIntosh ronca en su dormitorio del final del pasillo. En esta habitación no hace frío. Lo que está frío es el corazón de Katherine, rígido como un carámbano que el Hope River arroja a la orilla. Aunque no sea apropiado que la comadrona duerma con su paciente, ¿qué mal puede haber en que yo descanse unas horas? He de estar fuerte si quiero que todos superemos esto.
Suspiro con fuerza, dejo con cuidado mis gafas de montura metálica junto al diario, me quito las zapatillas, me tumbo sobre la cama abrazada a Katherine para consolarla de lo inconsolable, y recuerdo los inviernos de Pittsburgh, cuando solía dormir con la señora Kelly y Nora.
Me gustaría hablarle a esta madre del bebé muerto que tuve yo, el que concebí cuando tenía dieciséis años, ese mismo bebé cuyo padre murió antes de que él naciera; pero no debo agravar su dolor.
Le cubro los hombros a Katherine con la colcha y la rodeo con mis brazos mientras ella solloza en sueños. Perder a este hijo es especialmente triste porque su primogénito, un niñito rubio que aún no había cumplido los dos años y estaba aprendiendo a hablar, murió de neumonía el invierno pasado.
Tiene contracciones leves, cada diez minutos.
Sueño
A las 6:30 de la madrugada, mientras la luz se cuela bajo las pesadas cortinas e ilumina las rosas grabadas en el gran armario de arce y el estampado de flores rojas de la alfombra, Katherine se incorpora y se sienta en la cama con una mano sobre el vientre.
—Lo he notado —dice.
Yo me froto los ojos hinchados para despertarme, y pienso que sueña.
Ayer me pasé una hora entera tratando de oír el latido del corazón del feto con mi fetoscopio de madera. Mientras, la habitación se iba quedando en silencio y Katherine abría cada vez más los ojos. Allí no había nada que oír, salvo el rumor de los intestinos de la mujer. Ni el tic-tac-tic del corazón de un bebé. Ni tampoco patadas. Incluso había llamado al doctor Blum —alto, delgado, con entradas en la parte superior de la cabeza—, y él estuvo escuchando treinta minutos más… pero nada. Katherine chilló cuando le dije por primera vez que el crío estaba muerto, y cuando el médico asintió para confirmarlo, le dio una palmadita en la mano y sacó al marido de la habitación, ella volvió a chillar.
Es un quejido cuyo sonido va directo al corazón. Yo solo lo había oído en una ocasión; fue en Pittsburgh, cuando Manny McConnell se puso de parto y la señora Kelly, la comadrona, le dijo que sus gemelos habían fallecido. Pero es algo que no se olvida. Lo reconoces incluso si vas paseando una cálida tarde de verano y lo oyes a través de una ventana abierta.
La voz apenas perceptible del locutor del informativo de la Corporación Radiofónica de América describiendo lo que estaba pasando en el mercado bursátil sonaba en el nuevo aparato de radio de William MacIntosh del piso de abajo. Entonces, sin que yo tuviera tiempo de comentar el caso con él, el doctor tuvo que marcharse a atender a un niño enfermo, y me dejó el parto del feto muerto a mí. Yo era la comadrona y Katherine había firmado una petición para dar a luz en casa y no en su pequeña clínica privada. El doctor debió de pensar que yo sabría qué hacer.
Katherine sigue masajeándose el vientre, blanco como la masa de pan, y lo contrae hacia atrás y hacia delante.
—Yo lo noté —dice—. ¡Sentí algo!
Yo me desperezo y me siento.
—Seguramente eran gases o quizás una contracción. ¿Necesita ir al baño?
Además de luz eléctrica, los MacIntosh tienen un retrete interior y agua corriente. Aunque en la ciudad no es algo inusual, tanto la electricidad como las instalaciones de agua siguen siendo excepcionales en una zona eminentemente rural como Virginia Occidental.
—Lo noté. Lo sé. Sé que lo noté.
—Katherine… —Avergonzada por haber cometido la incorrección de dormir con una paciente, aliso las arrugas de mi vestido floreado y me pongo las gafas—. Vamos al baño. Después de que usted haya ido de vientre yo volveré a intentar oír el latido, pero no tenga demasiadas esperanzas. El alma de su bebé ha vuelto al cielo.
Aunque le hable así, como si fuera creyente, en realidad solo he pisado la iglesia para asistir a funerales y bodas, desde que mi marido, Ruben, murió en Blair Mountain junto a ciento cincuenta sindicalistas más. Eso fue en otoño de 1921, una época mala.
—Creo que lo noté…, algo me despertó… —Ya no está convencida.
Entramos en el baño de los MacIntosh y me fijo en el retrete. Es un orinal alto de porcelana blanca con un asiento redondo de cuero pulido; parece más un mueble que un inodoro. Cuando Katherine termina, tira de la cadena de bronce y cae una cascada de agua para limpiar el contenido.
En cuanto sale del cuartito de azulejos verdes, la paciente da media vuelta.
—¡Tengo que ir otra vez!
Es una mujer alta, más alta que yo, con cara de estrella de cine y una melenita rubia y rizada, como la de Jean Harlow. La embarazada se levanta el camisón de bordado blanco y se deja caer otra vez en el inodoro.
Yo suspiro, echo un vistazo al cubrecama arrugado y decido arreglar la cama. Mientras estoy ahuecando las almohadas, oigo un gruñido sordo.
—¡Ahhh!
—¡No, Katherine, no haga eso! —Conozco bien ese sonido. Salto sobre el reposapiés de encaje, tropiezo con el borde de la alfombra estampada en rojo, y patino sobre el suelo de madera pulida con los calcetines que llevo puestos. Es el gruñido de un parto inminente.
¡No hay nada preparado! Katherine no presentaba síntomas de parto problemático, ni de parto de ningún tipo. Quizás es así cuando el feto nace muerto; el cuerpo de la mujer quiere expulsar al bebé a toda costa. No lo sabía. Todos los recién nacidos de los partos a los que he asistido estaban vivos, al menos durante un rato.
Dispongo de varios paquetes de agujas con sutura, por si Katherine se desgarra. Tengo paños limpios, tengo tijeras esterilizadas, y tengo aceite para facilitar la dilatación de la vagina. Pero lo tengo todo envuelto dentro de mi bolso donde lo dejé, en el piso de abajo, al lado de la puerta principal.
—¡Bitsy! —grito—. ¡Bitsy! ¡Mary! ¡Ayudadme! —Se abre de golpe una puerta de la planta baja y alguien descalzo sube por la escalera—. Que alguien traiga el bolso de la señora Kelly.
Los pies descalzos vuelven a bajar. No sé por qué he dicho «el bolso de la señora Kelly». La señora Kelly, mi mentora, mi custodia extraoficial, mi amiga, murió un año después de que nos trasladáramos a Virginia Occidental, y yo vuelvo a estar sola.
—¡Señor MacIntosh!
Normalmente, no admito a los padres en el dormitorio cuando las mujeres dan a luz —es demasiado intenso para ellos—, pero necesito a alguien enseguida.
El marido llega con su pijama de rayas blancas y azules. Es un hombre grande con el pelo corto y rizado y bigote; un tipo guapo con la constitución de un atleta juvenil en decadencia. Mary y Bitsy entran en tropel detrás de él. Todavía van en camisón, tienen las trenzas alborotadas y en sus caras morenas destaca la blancura de sus ojos, que casi se les salen de las órbitas.
—William, traiga sábanas limpias, toallas, lo que tenga.
Estoy arrastrando a Katherine de vuelta a la cama, cuando ella rompe aguas. Ahora comprende que no se trata de un retortijón sino del nacimiento de un niño muerto.
Katherine gruñe otra vez y se pone en cuclillas en el suelo. Le es indiferente que la alfombra roja sea muy valiosa, lo único que le importa es esa presión terrible, la necesidad de empujar. Yo coloco mis manos debajo de su trasero y me extraña palpar allí mismo una cabeza tan redonda, dura y caliente como la de un bebé vivo.
Yo había leído, en el manoseado ejemplar de la señora Kelly de Principios y Práctica de la Obstetricia de Joseph DeLee, que cuando los fetos muertos permanecen más de una semana en el útero empiezan a descomponerse, y esperaba palpar algo que empezaba a reblandecerse.
—¡No lo haga, Katherine! Suba a la cama.
Le doy la vuelta y la obligo a volver. Bitsy la tumba y le pone toallas limpias debajo. El señor MacIntosh sigue apoyado en la pared empapelada de rosas, pálido como un muerto.
No tengo tiempo de ponerme los guantes de goma especiales que acabo de comprar en la farmacia de Stenger, de manera que coloco mis manos desnudas como una especie de corona alrededor de la cabeza. Katherine, asustada, se aferra a las sábanas y mira la lámpara de araña con los ojos desorbitados. Yo le hago señas a Bitsy, para que le levante la cabeza.
—Míreme a los ojos, Katherine. ¡Míreme a mí! Cuando tenga la próxima contracción quiero que jadee. La cabeza ya está aquí. Usted no tiene que empujar, empujará la matriz. Si expulsa la cabeza, se desgarrará.
Por el rabillo del ojo, veo que el padre se desliza por la pared floreada y se desmaya, pero le dejamos tumbado allí.
—De acuerdo, Mary, ten preparada una toalla para envolver al bebé.
No me preocupa en absoluto mantener abrigado al niño muerto, pero pienso que puede ser deforme o que se le puede caer la piel.
La cabeza, de pelo negro, gira y emerge entre mis manos; primero la frente, luego las mejillas regordetas y después la barbilla.
—¡Jadee, Katherine, jadee!
Tiene el cordón enrollado al cuello, pero suelto. Con un par de vueltas lo desenrollo.
—Ahora los hombros. Solo un empujoncito.
Le entrego el niño húmedo y sin vida a Mary, la cocinera, cuyas manos tiemblan tanto que temo que pueda caérsele.
—Sostenlo con fuerza. Cógelo fuerte.
Ella coloca al niñito inerte y de color gris azulado como el lago Michigan sobre la toalla, y yo cubro el cuerpo con el extremo. A primera vista parece perfecto y el cordón no estaba muy prieto. Me pregunto por qué murió. Quizás por un defecto cardíaco…, he oído que eso es posible…, o quizás le faltaba un riñón.
La cocinera, una mujer negra de metro ochenta con un busto enorme, no se ha movido. Sus brazos, extendidos como las ramas de un arce, siguen sujetando el cuerpo. ¿Qué haces con un bebé muerto? ¿Llevarlo a la cocina? ¿Ponerlo en la cuna blanca comprada para la ocasión? Nunca había pensado en eso.
Mientras espero los síntomas de que la placenta se está separando, me acerco a Mary y vuelvo a levantar un extremo de la toalla. El bebé muerto tiene los ojos vidriosos y abiertos de par en par.
Entonces se mueven las costillas, apenas es un temblor, como el de la mano de una anciana. ¡Dios mío! Si no hubiera estado mirándole no habría visto que hace el gesto de chupar.
—¡Dame al bebé!
Agarro al crío húmedo y casi lo tiro sobre la cama; luego, sin dudarlo, me arrodillo como si rezara y acerco la boca a sus diminutos labios azules y respiro sobre él tres veces, tal como se lo vi hacer una vez a la señora Kelly. Tres pequeños soplidos.
Cuando el aire le llena los pulmones, el hijo de Katherine tose débilmente y suelta un gemido. Pasa del azul gris al rosa, empezando por la cara, el tronco, y después las manos. Katherine se da la vuelta despacio y se tumba de lado.
—Mi bebé —susurra—. ¡Mi bebé, mi bebé! —Entonces se incorpora, se sienta, extiende los brazos, y llora sin parar—. Mi bebé. Mi bebé. —Y el crío también llora por su madre. Yo se lo coloco en el regazo para que le vea la carita.
—¡Alabado sea Jesús! —exclama Mary con las manos unidas sobre su pecho, que alberga un corazón dichoso.
Bitsy, que es enjuta como un sarmiento y mide la mitad que su enorme madre, tiene la sensatez de cubrir al recién nacido llorón con otra toalla seca y frotarle con ella. Yo acabo de cortar el cordón y saco la placenta, sin dejar de mirar ni un momento a la Madona y al Niño. William MacIntosh, que se ha perdido todo el acontecimiento, despierta del desmayo y cruza la alfombra a gatas hasta la cama.
—¡Madre de Dios! ¿Está vivo? —le pregunta a Bitsy, reacio, supongo, a confiar en una comadrona brusca y cabezota que le había dicho que su hijo nacería muerto.
Recuerdo la afirmación de Katherine, hace unos minutos, de que había notado una patada del bebé. Yo soy nueva en esto, pero no fui solo yo. El doctor Blum, el médico de la familia, confirmó la ausencia de latidos. Y me pregunto… ¿y si el feto estaba tumbado en el útero de Katherine, con las extremidades dobladas de un modo que impidió que le oyéramos el corazón, ni con mi fetoscopio de madera, ni tampoco con el del doctor que es metálico y nuevo? Incluso en una posición óptima es difícil oír ese sonido tan débil. ¿Tenía el cordón comprimido y eso provocaba una amortiguación del latido fetal que yo confundí con el pulso de la madre?
Me siento como una tonta que incluso puede ser peligrosa. ¿Qué me hace pensar que puedo ser comadrona con solo unos pocos años de práctica y sin la orientación de la señora Kelly? Por otro lado, el bebé está vivo…
Enseño a Bitsy a masajear suavemente el útero de Katherine cada diez minutos para que se mantenga duro. Ella aprende enseguida y hace todo lo que le indico. Luego le enseño a comprobar que la placenta está completa y a pesar al bebé en una báscula colgante antigua que heredé de la señora Kelly.
Finalmente me vuelvo a sentar en una de las butacas de satén y observo a la nueva familia. La madre ya está amamantando. Cuando subo la persiana de láminas, la luz del sol irrumpe en la habitación.
Este niño será más sano que cualquiera de nosotros.
30 de octubre de 1929. Luna nueva en el cielo matutino.
Varón vivo de dos kilos ochocientos gramos, considerado muerto. Nombre: William MacIntosh segundo. Hijo de William MacIntosh primero y Katherine Ann MacIntosh. Duración del parto, cinco minutos. Empujones, un minuto. Pérdida de sangre mínima. Parto sin desgarros. Tuve que insuflar aire al bebé tres veces. Presentes también, Mary y Bitsy Proudfoot, criadas de los MacIntosh, y el padre, aunque cayó desmayado.