Volvió a nevar en abril, suficiente para que la nieve espolvoreara las calles y revoloteara, en confusas espirales, en los cruces. En el terraplén del río, los camiones parecían encorvarse con los faros encendidos, una costumbre invernal que tardaba en morir tanto como el mismísimo invierno.
Arkady había salido del despacho del fiscal y bajado al terraplén con la esperanza de encontrar aire más fresco junto al río, pero no había modo de eludir la contaminación, el habitual manto que, mezclado con la nieve, formaba una fuerte polución urbana. Las farolas estaban encendidas y charcos de luz se agitaban, tirados de aquí y de allá por el viento. En este tramo de la Frunzenskaya, los edificios eran de un amarillo institucional y se recortaban detrás de líneas de nieve. El río, desbordante de agua y hielo, rozaba violenta y estrepitosamente los muros de piedra.
Arkady recorrió una manzana antes de percatarse de que un hombre en una silla de ruedas lo seguía con celeridad y casi lo alcanzaba, tarea nada fácil con este tiempo, pensó; las ruedas de la silla resbalaban en el pavimento y sorteaban los cuerpos que se alojaban en sacos de dormir a lo largo del terraplén. Arkady se apartó para dejarla pasar y entonces vio quién era.
—La primavera en el Ártico. —Erasmo iba envuelto firmemente en una parka, gorra de esquí y húmedos guantes de piel. Se quitó la nieve de la barba y observó su propio aliento, disgustado—. ¿Cómo lo aguantas?
—Moviéndome sin parar.
Erasmo parecía inmenso en su parka y vigorosamente saludable, hazaña que sólo los cubanos conseguían en Moscú. Cuando le tendió la mano, Arkady esperó a que la bajara.
—¿Qué haces aquí?
—Renegocio el contrato del azúcar.
—Claro.
—No seas así. Estaré un día en Moscú. Llamé a tu oficina y me dijeron que éste era el camino que tomarías probablemente. Por favor.
—Venga, vamos, te daré la perspectiva rusa. —Arkady aminoró el paso, y Erasmo rodó a su lado—. Jaguar del 98, un banquero que saca dólares de Moscú en un jet Gulfstream. Mercedes del 91, un viceministro o un mañoso de menor importancia. El sin hogar debajo de la farola puede que sea inofensivo, puede que sea un funcionario de los servicios secretos, nunca se sabe.
—Claro que yo trabajaba para los servicios secretos. ¿Dónde dejaríamos vivir a un espía ruso, sino encima de uno cubano? Traté de advertirte en el cementerio. En el restaurante te dije que lo dejaras. Después de encontrar a Mongo podrías haberlo dejado.
—No.
—No hay forma de razonar contigo, nada de medias tintas para ti. ¿Cómo está el brazo?
—Nada roto, gracias. Es mi tatuaje cubano.
—Casi no te reconocí. Hete aquí con parka, como yo. ¿Qué le pasó a tu maravilloso abrigo?
—Sí que es maravilloso, pero decidí que lo estaba gastando. Todavía me lo pongo en ocasiones especiales.
—Pero sigues vivo, eso es lo importante.
—No gracias a ti. ¿Por qué lo hiciste, Erasmo? ¿Por qué llevaste a tus amigos hacia una trampa? ¿Qué pasó con mi intrépido héroe de Angola?
—No me quedó más remedio. Después de todo, los oficiales ya estaban conspirando. Cuando la amenaza viene de hombres con los que serví, a los que quiero, mitigo los perjuicios, los canalizo y les hago tan poco daño como puedo. Al menos nadie murió.
—¿Nadie?
—Muy pocos. O’Brien y Mostovoi hicieron cosas de las que yo no tenía conocimiento.
—Pero me arrojaste a sus brazos, como carnaza.
—Pues probaste que eras más que carnaza. Pobre Bugai.
—Sigue vivo.
—¡Por Dios! ¿Tienes un cigarrillo?
El manto de nieve se había vuelto más espeso. Arkady dio la espalda al viento, encendió un par de cigarrillos y tendió uno a Erasmo, que dio una calada y tosió por el insulto a sus pulmones. Echó un vistazo más amplio a la calle e incluyó en él a las figuras que barrían los copos con escobas.
—Mujeres rusas. ¿Te acuerdas del día en que fuimos en Jeep por el Malecón?
—Claro.
—¿Cuánto crees que durará eso? No mucho. ¿Sabes?, llegará el momento en que veremos el período especial en retrospectiva y diremos que era un desastre ridículo, pero era cubano, era el ocaso de la última era cubana. ¿Lo echas de menos?
Se habían detenido bajo una farola. Los copos centelleaban en la barba y las cejas de Erasmo.
—¿Cómo está Ofelia? Traté de localizarla a través de la PNR, pero no obtuve respuesta. No tengo la dirección de su casa. Esa noche me vendaron el brazo, me pusieron ropa y me subieron al avión con Pribluda. A ella no la vi.
—Ni la verás. Acuérdate, Arkady, de que dejaste mucha confusión. La detective Osorio estará muy ocupada durante un buen tiempo. Pero te mandó esto.
Erasmo se quitó los guantes y rebuscó en el interior de la parka hasta sacar una foto en colores de Ofelia tomada en la playa. Vestía un bañador de dos piezas anaranjado, acompañada de sus dos hijas y un hombre alto, trigueño y guapo. Las niñas lo contemplaban con adoración y se aferraban, orgullosas, a su mano. Llevaba colgada del hombro una conga, como si de un momento a otro hiciera falta música; en su rostro había una sonrisa entre penitente y satisfecha. Detrás del retrato de familia, plantada en una toalla por el peso de su horror, se encontraba la madre de Ofelia.
—¿Qué padre es?
—El de la chiquitica.
Arkady no veía en la foto nada que indicara coerción, ninguna sombra ominosa en la arena ni señales de angustia, aparte de las normales tensiones en una familia. Diríase, sin embargo, que Ofelia estaba aislada de los demás. Tenía el cabello mojado, peinado con rizos negros como la tinta; los labios abiertos, a punto de hablar; una expresión que decía, sí, ésta es la situación, pero la intensidad de su mirada no tenía nada que ver con las personas de la foto, como si mirara, no desde la fotografía, sino a través de ella.
No había nada escrito en el reverso.
—No te veo muy conmovido.
—¿Debería estarlo?
—Sí, creo que sí. Quería asegurarte que, con todo, las cosas le salieron bastante bien a la detective.
—Sí, parecen felices.
—Yo no diría tanto. En todo caso, puedes quedarte con la foto. Por eso salí con esta tempestad, para dártela.
—Gracias.
Arkady se bajó la cremallera de la parka para poner la foto a resguardo sin doblarla.
Erasmo sopló sobre sus manos antes de volver a ponerse los guantes. De repente su aspecto se tornó desolado.
—Gente fría para un clima frío, es lo único que puedo decir. —La nieve empezaba a amontonarse en sus cejas y debajo de su nariz. Hizo girar la silla y dibujó un medio saludo con la mano—. Sé cómo regresar.
—Sigue el río.
Camino de vuelta, Erasmo iba contra el viento. Se apoyaba en él, luchaba contra la corriente de faros de los coches que venían en contradirección; sus ruedas perdían algo de fricción en la nieve a medio derretir, pero mantenía la velocidad de un hombre que sabe dónde lo espera una habitación caliente.
El apartamento de Arkady se hallaba en la dirección opuesta. Los faros de los coches barrían su sombra, sombra que lo precedía. Cual paquidermos, los camiones entraban y salían de los baches. En el verdadero invierno, el reflejo de las luces en el hielo del río forma un camino iluminado que atraviesa la ciudad, pero las nevadas tardías no hacen más que disolverse en láminas de agua negra. Los policías de tráfico vadeaban entre coches, apartaban a las desafortunadas almas cuyos faros, según decían, no funcionaban, hasta que unos dólares, que no rublos, cambiaban de manos. Era la clase de tarde, pensó Arkady, en que cada ventana de cada apartamento semejaba una embarcación agitada en un mar peligroso. El Kremlin no se veía, pero sí que se notaba su fulgor, un fulgor que hacía pensar en fogatas. La nieve hacía resaltar los postes de las farolas, los arroyos, los alféizares de las ventanas; se amontonaba contra las lonas alquitranadas y los espejos laterales de los camiones, así como en el cuello de las personas que se aferraban a las solapas de los abrigos y se tapaban hasta los ojos; se derretía en las muñecas y el cuello y bajaba goteando por el brazo y el pecho; volaba por un embaldosado muro de contención del río y subía por otro, cual chispas en un conducto; convertía los árboles del parque en cabrillas; hacía de cada paso un recuerdo visible y luego lo cubría.