27

A las ocho, el puerto deportivo Hemingway tenía algo del hervidero social de una aldea por la noche. El personal más joven, un grupo internacional de personas con rubios cabellos ralos, se hallaba frente al mercado o cogiendo bolsas de hielo en el congelador. Desde el fondo llegaba el amplificado pulso de una discoteca; el fulgor y el sonido se reflejaban en los canales. En el cielo, un borde de luna ardía a través de la niebla eléctrica del puerto. Arkady no vio a Ofelia, aunque tendía a cumplir su palabra con cierto fanatismo.

El Alabama Barón se había marchado, sustituido por una lancha tan nueva que olía a plástico. Una jinetera ya se había instalado en la cabina y mezclaba ron con Coca-Cola. En la proa, George Washington Walls y John O’Brien tomaban cerveza en la caseta del timón del Gavilán; ambos, el alborotador y el financiero, parecían sentirse a gusto. El nuevo cable de suministro de electricidad se hundía suavemente en el agua y subía por el oscuro costado del avituallador.

—Vaya, aquí estás. —Walls alzó la mirada hacia Arkady.

—Y justo a tiempo —comentó O’Brien—. Perfecto. Veo que has vuelto a ponerte el abrigo de cachemira. Siéntate.

—Tengo que coger un avión. Dijiste que hablaríamos de Pribluda.

—¿Coger un avión? Qué triste. ¿Esto significa que rechazas la oportunidad de formar parte de nuestra empresa? Siempre me he considerado bastante persuasivo. Parece ser que he fracasado contigo.

—El hombre es una decepción —manifestó Walls—. Eso dice Isabel.

—Arkady, esperaba persuadirte porque creía sinceramente que era para tu propio bien. Me agradaba la idea de trabajar contigo. Ven, tómate una copa, por Dios. Nos despediremos a la irlandesa. ¿Tu avión sale a medianoche?

—Sí.

—Faltan horas —indicó Walls.

Arkady dejó atrás la luz, bajó al barco y se acomodó en un cojín en la cabina del timón. Al instante pusieron en su mano una lata de cerveza fría. De noche, el casco de la embarcación parecía aún más hundido; y su pulida caoba, tan oscura como el agua.

—¿Vas a llevarte el cuerpo de tu amigo Pribluda? —preguntó O’Brien—. ¿Eso significa que lo has identificado positivamente?

—No.

—Porque ya no necesitas hacerlo, ya lo sabes. —Creo que sí.

—Bueno, es un consuelo. ¿Es definitiva tu decisión de marcharte? Lo que podemos hacer-O’Brien dio una palmadita en la rodilla de Arkady —es darte un billete de regreso. Tómate una semana en Moscú, en ese miserable cajón de hielo que llamas hogar, y, si cambias de opinión, regresa. ¿Te parece justo?

—Más que justo, pero creo que estoy decidido.

—¿Por qué? —inquirió Walls.

—Porque encontró lo que vino a buscar, supongo —dijo O’Brien—. ¿Es eso, Arkady?

—Básicamente.

—Por un hombre con una obsesión —O’Brien alzó su cerveza—. Por el hombre del abrigo.

La cerveza era sabrosa, mucho mejor que la rusa. En el muelle, un grupo de jineteras se dirigían, silenciosas como ratones, hacia la discoteca y la luz de las farolas formaba halos en torno a su cabello. Después de todo, era sábado por la noche. El ritmo de la música salsa se aceleró. Walls se mecía en la silla de capitán; lucía un jersey negro que recordó a Arkady el joven radical que había salido de un avión con una pistola y una bandera en llamas. O’Brien vestía su mono negro. Colores de pirata. Desenvolvió un puro e hizo girar la punta sobre una llama, dando unas caladas. En sus amarraderos, los barcos suspiraron cuando una onda los levantó.

—Sabes lo que le ocurrió a Pribluda, pero no por qué y yo soy el único que no ha dicho nada al respecto —sugirió O’Brien.

—Dices mucho, pero siempre algo diferente.

—Entonces no te lo diré. Te lo enseñaré. ¿Ves esa bolsa?

Pese a la oscuridad de la cabina, Arkady vio un extremo de una bolsa de lona bajo la luz al pie de la escalera.

—Era de Serguei —explicó Walls.

Arkady se encontraba más cerca. Dejó la cerveza y bajó por la escalera. Cuando levantó la bolsa, la puerta a sus espaldas se cerró y echaron la llave. En el espacio justo delante de él, el motor se puso en marcha y produjo tal reverberación que Arkady tuvo la impresión de encontrarse en el interior de un contrabajo. Arriba, unos pasos iban con agilidad de proa a popa, soltando amarras y recogiendo parachoques. El Gavilán dio marcha atrás, dobló y avanzó con suavidad. Al pasar frente a la discoteca, la risa y las luces estroboscópicas parpadearon sobre las cortinas. Los ecos del canal quedaron atrás, y Arkady oyó a Walls hablar por la radio. El ruso golpeó la puerta, más porque eso se esperaba de él que por convicción. Un barco tan clásico como éste estaba hecho de madera dura. Rodeó la mesa y se encaminó a la puerta de una sala de máquinas, igualmente cerrada. Apartó la cortina de una portilla justo a tiempo para ver pasar el amarradero de la guardia sin nada que indicara que Ofelia había dado la alarma. Más allá del muelle, la proa de latón del Gavilán cortaba las olas con tanta facilidad que Arkady no sintió el más mínimo subir y bajar. Y, a juzgar por la regularidad con que las olas lo golpeaban, se dirigía directamente a mar abierto.

En la avenida Quinta se veían las primeras señales de un acontecimiento importante: camiones de la brigada llenos de soldados, aparcados en la oscuridad nocturna de callejones, policías con casco blanco y botas con espuelas sentados a horcajadas en sus motocicletas, unidades caninas olfateando a la multitud que hacía cola para entrar en la Casa de la Cultura del Sindicato de la Construcción, el antiguo Club de Yates de La Habana. La chapa de la PNR de Ofelia no sirvió de nada, pero Mostovoi presentó un pase y pudieron entrar.

Algunas cosas revelaban que la Noche Folclórica sería más importante de lo que Ofelia había previsto. Una característica de la seguridad nacional era que nadie sabía en cuál de sus residencias dormiría el comandante y mucho menos a qué funciones asistiría. Sin embargo, cuando se presentaba se tomaban siempre ciertas precauciones. Unas huellas de neumáticos en el césped llevaban hacia diez Mercedes blindados, una ambulancia, un camión de mando por radio, una camioneta de prensa, dos camionetas con perros, un círculo de soldados y un cordón de hombres vestidos con camisa y parka que ocultaban teléfonos móviles y radios debajo de periódicos doblados y que no parecían tener ningún cometido, hasta que alguien se desviaba del camino de entrada. Las dos majestuosas escaleras de la casa se juntaban en un porche central. Desde allí, bajo la moldura que representaba un timón en un gallardete, unos soldados escudriñaban a los asistentes, aunque, en opinión de Ofelia, estos últimos no eran de los que se descontrolaban. Algunos sacerdotes de santería oficialmente aprobados estaban a mano, pero lo que Ofelia más vio fue estirados militares y funcionarios ministeriales acompañados por sus esposas y siguiendo el camino trazado que rodeaba la mansión y llevaba a la playa. De vez en cuando cacheaban a un hombre o paraban a una mujer para registrar su bolso, pero a Mostovoi y Ofelia los dejaron pasar con un gesto de la mano. Pese a la bolsa de la cámara, el fotógrafo se abrió paso con tanta presteza que a Ofelia le costaba seguirlo.

—¿Por qué querría Arkady encontrarse conmigo aquí? —quiso saber Ofelia—. ¿Cómo podría entrar?

—Ya ha estado aquí. Sabe moverse.

La Noche Folclórica era un acontecimiento sobre el que Arkady había hecho preguntas, Ofelia lo sabía. Si había cambiado de opinión respecto de hablar con O’Brien y Walls, tanto mejor. Vio los colores de los bailarines escondidos detrás de las hojas picudas de las palmeras: azul para Yemayá; amarillo para Oshun. Había soldados en la playa a intervalos regulares y, amarrada en la punta del muelle, una lancha patrullera. Toda la luz, todos los sonidos se concentraban en un escenario al aire libre de cara al mar. La Noche Folclórica había empezado ya y desde los balcones del club unos hombres vestidos de paisano vigilaban a la multitud. La mayoría de la gente se hallaba de pie en el patio alrededor del escenario, pero había asimismo una tarima con cinco filas de invitados especiales. Ofelia sólo conocía a la figura sentada en el medio de la primera fila, un hombre de perfil plano, casi griego, enmarcado por cabello y barba grises y tiesos, el rostro que constituía el segundo sol en la vida de Ofelia. A su lado, una silla vacía.

Las puertas se abrieron y O’Brien se asomó.

—Vamos, es una noche demasiado hermosa para perdérsela —dijo.

Arkady subió. Aquí, mar adentro, la cabina del timón descansaba bajo una bóveda de estrellas. Walls llevaba el timón y con suma lentitud seguía un curso paralelo a la costa. Además de un puro, O’Brien sostenía, despreocupada pero no negligentemente, una pistola con el cañón prolongado por un silenciador. El puerto deportivo ya no estaba a la vista, pero desde Miramar llegaba una alegre música cada vez más cercana. Arkady reconoció el Club de Yates de La Habana, que brillaba bajo los focos. En el patio que daba a la playa, una multitud rodeaba un escenario y una tarima.

Además de los focos, el club exhibía las coloridas luces de un carnaval, aunque los dos embarcaderos estaban vacíos, excepción hecha de una lancha patrullera que disfrutaba del espectáculo. Al aproximarse más el Gavilán, Walls cubrió los faros de la embarcación, a la vez que O’Brien dejaba caer el puro al agua.

—Menudo espectáculo. —O’Brien entregó a Arkady unos binoculares—. Ahora tu viaje a Cuba estará completo.

Las lentes de los gemelos eran 20 x 50 Zeis, y el cuerpo, de metal mate; a través de ellos, la escena en el club de yates saltó a la vista. Los espectadores llenaban dos niveles en el patio. Una compañía de mujeres con faldas y pañuelos amarillos subió al escenario, en tanto una banda llenaba el tiempo con un ritmo de percusión, silbatos y campanas perfectamente audibles, incluso desde el Gavilán. Arkady se centró en la tarima, en un hombre alto con gafas de aviador. Era el amigo de Erasmo, el que la noche anterior había brindado por el Club de Yates de La Habana en el «paladar» Angola. Arkady pasó la vista sobre los demás invitados sentados. En la primera fila de los invitados de honor había una silla vacía y un hombre de barba gris que parecía haber sido grande en su momento, pero que se había encogido en la tiesa concha del uniforme militar planchado. Poseía la expresión abstraída de un anciano que contempla a muchos nietos cuyos nombres ya no recuerda.

Volvió a enfocar la lancha patrullera. Ofelia ya debería de haberse puesto en contacto con alguien, y, aunque el casco del Gavilán era bajo, Arkady supuso que aparecería en el radar de la lancha patrullera. Ya fuera que Ofelia hubiese hecho contacto o no, el Gavilán se encontraba a cuatrocientos metros del escenario. O bien la lancha patrullera que estaba en el embarcadero se acercaría a inspeccionar al Gavilán u otra lancha se aproximaría desde otra dirección. A Arkady lo sorprendió que no interpelaran al Gavilán por radio.

—Lo bueno de ti, Arkady —declaró O’Brien—, es que tienes tanto tendencias suicidas como curiosidad insaciable. El qué no te basta: también necesitas saber el porqué. Seguro que al abordar el barco sabías que ocurriría algo así, pero tenías que verlo con tus propios ojos.

—Y luego, tal vez, jodernos —añadió Walls—. Desaparecer con una llamarada de gloria.

—O dejar un mensaje. Mira la playa, a la izquierda del escenario.

Arkady movió bruscamente los gemelos y vio a Ofelia apartarse de los espectadores. No la había visto cuando formaba parte de la multitud. Llevaba una chapa de la PNR prendida al minúsculo top. Esperó a verla dirigirse hacia la lancha patrullera o hacia el escenario; pero, en lugar de esto, tomó la dirección opuesta, acompañada por un servicial Mostovoi con la bolsa de la cámara colgada del hombro.

—¿Qué queréis? —preguntó Arkady.

—Ya tengo lo que quiero —contestó O’Brien.

Walls dio un codazo al ruso.

—Te estás perdiendo el espectáculo.

Arkady enfocó de nuevo la tarima y vio al hombre con gafas de aviador llevar un muñeco de tamaño natural con bastón y pañuelo rojo a la silla vacía de la primera fila, donde un tambor lo ayudó a sentarlo. El rostro del muñeco estaba vuelto hacia el hombre a su derecha. Chango y el comandante. Arkady enfocó el pañuelo y el bastón del muñeco, distintos de los que había dejado en el cuerpo de un muñeco en el Rosita. El comandante devolvió la mirada del muñeco; luego alzó la vista y bromeó con su amigo, el de las gafas de aviador. Éste se rió y se apartó del escenario hacia un lado, entre la multitud, donde se reunió con él el doctor Blas, demasiado enérgico para permanecer más tiempo en la sombra. Arkady se centró de nuevo en Chango, en la cabeza burdamente moldeada del muñeco, arreglada y vuelta a pintar, con los mismos ojos centelleantes.

—Esto es un asesinato —exclamó.

—No un mero asesinato, por favor —replicó O’Brien—. Es la eliminación de un individuo que ha sobrevivido a más atentados que ninguna otra persona en la historia.

—Es algo que en sí mismo exige respeto —agregó Walls.

—Y, reconozcámoslo —prosiguió O’Brien—, la muerte de este hombre es el único crimen que revista interés aquí. Puedes robar cinco dólares o un millón y no será más que un delito insignificante mientras él viva. Porque no puedes llevártelos y son esencialmente suyos.

—Podéis deteneros. Todavía no habéis hecho nada violento con vuestras propias manos. Sé que la muerte de Pribluda fue un accidente.

—¿Lo ves? Te dije que no lo habíamos tocado —repuso Walls—. No teníamos la más mínima idea de dónde había desaparecido Serguei.

—Pero ahora no podríamos detenernos —agregó O’Brien—. En los últimos cuarenta años, sólo una generación de cubanos ha conocido el pensamiento independiente, mientras que un grupo experimentaba el mando en el campo de batalla y funcionaba en el ancho mundo. Hay doscientos cuarenta generales en el ejército cubano y el ejército se va reduciendo cada vez más. ¿Adónde crees que irán, qué crees que harán? Ésta es su gran oportunidad.

—¿Su turno de echar los dados?

—Sí.

—Y todos pidieron langosta.

O’Brien dirigió una sonrisa de apreciación a Arkady y levantó sus propios gemelos.

—Correcto. Muy bien. Ésa fue la votación. Todos dijeron que sí.

El espectáculo se había reiniciado. Faldas doradas y piernas morenas tapaban al invitado de honor en su asiento de primera fila. Su gorra verde parecía pesarle tanto como la mitra a un obispo. La cara burdamente moldeada de Chango estaba ligeramente ladeada y sus ojos refulgían bajo la luz. A un lado del escenario, el hombre de las gafas de aviador estrechó la mano de alguien. Erasmo. Con aspecto grave, pálido y cansado, el mecánico alzó la mirada hacia el Gavilán, aunque Arkady sabía que la embarcación resultaría invisible desde la costa.

Más figuras se levantaron de las últimas filas de la tarima; Arkady los reconoció a todos por haberlos visto en el «paladar» Angola. En primera fila, los invitados parecían hechizados por las faldas que giraban, el ritmo insinuante de los tambores que tronaba desde los altavoces y rebotaba en las paredes de la mansión. La cabeza de Chango se inclinó pesadamente hacia el hombre barbudo a su derecha. «Este lado hacia el enemigo», pensó Arkady. Sin duda, parte de la razón por la cual el uniforme le sentaba tan mal al hombre era el chaleco antibalas, que detendría la bala de un arma de bajo calibre, pero no una carga de dinamita. No habría esquirlas de hierro ni bolas de cojinetes, supuso Arkady; no querrían una matanza, sino un eficiente círculo de impacto, y ¿dónde había un mayor experto con los explosivos que Erasmo?

Movió los gemelos y encontró a Ofelia y Mostovoi, que iban en una dirección completamente opuesta, alejándose del escenario por la arena, hacia un muro blanco que separaba el Club de Yates de La Habana de la playa vecina. Arkady vio que Mostovoi comprobaba la hora en su reloj.

—Es La Concha, el viejo casino —explicó Mostovoi—. Lo considero uno de los lugares más románticos de La Habana. He hecho fotos allí de día y de noche; posee ese aire exótico que tanto gusta a las mujeres.

Acarició una columna. Pese a la fuerte presencia militar y policial al otro lado del muro de la playa, Ofelia y Mostovoi tenían la zona enteramente a su disposición. Se había convertido en el centro social de un sindicato de restauración, pero Ofelia recordó que antes de la Revolución había sido no sólo casino, sino también una fantasía morisca, con minarete, palmeras datileras, naranjos y tejado de tejas. Ofelia y el ruso se hallaban bajo la larga sombra de una columnata con arcos de herradura. El hecho de que Ofelia hubiese seguido a Mostovoi no significaba que confiara en él, pues, pese a sus palabras tranquilizadoras, había en él algo falso; su boina se movía, su cabello se movía y sus ojos parecían pasearse sobre todo, y, más que nada, sobre ella. No habría pasado un solo minuto con él, de no ser porque afirmaba saber dónde Arkady quería encontrarse con ella.

—¿Primero un lugar y luego otro? ¿Por qué iba a venir aquí?

—Tendrás que preguntárselo a él. ¿Te molesta que te haga una foto?

—¿Ahora?

—Mientras esperamos. Creo que las cubanas son hijas de la naturaleza. Los ojos, la calidez de su color, la exuberancia que en ocasiones puede resultar demasiado madura. Pero en ti, no.

—¿Dónde y cuándo, exactamente, va a venir Arkady?

—Aquí mismo. ¿Y quién sabe exactamente cuándo, tratándose de Renko? —Mostovoi abrió la cremallera de la bolsa, sacó una cámara y un flash que encajó en el contacto correspondiente. El aparato soltó un zumbido de calentamiento.

—Nada de fotos. —Ofelia deseaba mantener la visión clara, adaptada al cielo nocturno, al arco de arena, a la oscuridad del agua. Lo que menos necesitaba era el destello de un flash—. Tú sigue mirando tu reloj.

—Para Arkady.

La luz blanca la cegó. No estaba preparada, pues Mostovoi sacó la foto sin levantar la cámara y no vio más que una imagen fija de las facetas del flash y la sonrisa socarrona del fotógrafo. Parpadeó para recuperar la visión normal.

—Si vuelves a hacerlo te romperé la cámara.

—Lo siento, no pude resistirlo.

—¿Ésa fue una señal? —Arkady se fijó en que, justo después del destello en el muro del casino, Walls tiró suavemente del cable del acelerador y acercó el Gavilán aún más a la playa. ¿Por qué no reaccionaba la lancha patrullera que estaba en el amarradero?

—Cuando mi amigo John O’Brien planea algo —declaró Walls— pone todos los puntos sobre las íes.

—Gracias, George. Lo endemoniado, como dicen, son los detalles. Hablando del diablo…

Más adelante, en el agua, un «neumático» protegía una vela con una mano. Walls puso el motor en punto muerto y el «neumático» apagó la vela con los dedos, dio media vuelta y remó con las manos de espaldas hacia la popa del Gavilán; Walls lo ayudó a subir a bordo y ató la cámara de neumático a una abrazadera del yugo. Luna se enderezó, chorreando agua. Mojado, su aspecto era el de un enmohecido cadáver desenterrado; miró a Arkady, expectante.

—Ahora sabrá lo que se siente —le prometió.

—¿Que se siente el qué?

—Lo lamento, Arkady —anunció O’Brien—, pero ha llegado el momento de renunciar al abrigo. De renunciar a todo, de hecho. Puedes hacerlo tú mismo o podemos hacerlo por ti.

Mientras Walls cogía el abrigo y el resto de la ropa de Arkady, Luna bajó a cambiarse, con un pudor que sorprendió a Arkady. El sargento reapareció en uniforme, hinchado de una amenaza que controlaba a duras penas, y Arkady se preguntó cómo había logrado arrojar a Luna contra una pared, dado que había dejado atrás la capacidad de levantar pesas y hacer músculos. Le tocó el turno de ponerse los shorts y la camisa de Luna. Hasta el momento en que tuvo que ponerse las aletas se sintió seguro, pues resultaba muy difícil ponérselas a un muerto; pero con ellas se sintió tan inseguro como ridículo. No obstante, esperaba todavía que acudiera una lancha patrullera.

O’Brien sostuvo los gemelos por la correa y se los devolvió.

—Observa cómo acaba —le sugirió.

En el escenario, una confusión de bailarinas se movía a ritmo cada vez más rápido. Hijas de Oshun, pensó Arkady. Al menos eso había aprendido. No sería una detonación provocada con un temporizador, pensó, pues había demasiadas variables en los acontecimientos públicos. Las dos últimas filas de la tarima se habían ido vaciando. Erasmo se alejó del escenario dando marcha atrás con la silla de ruedas. Las bailarines irradiaban extáticos rayos de sudor. Chango se inclinó aún más. A un lado del escenario, unos doce hombres comprobaban sus relojes. En primera fila, el mismísimo jefe y Chango parecían traspasar con la mirada el frenesí de las bailarinas. Arkady no entendía cómo, pero las bailarinas giraban cada vez con mayor rapidez; sus doradas faldas se extendían y daban vueltas siguiendo el acelerado ritmo de las congas. Arkady se preparó para el estallido de la explosión.

En lugar de ello, empezaron a aparecer hombres vestidos de paisano, en pares, y se llevaron silenciosamente al hombre de las gafas de aviador, a Blas y, uno por uno, a los otros hombres que Arkady había reconocido de la cena en el «paladar». La reacción de cada hombre siguió la misma secuencia de sorpresa, perplejidad y resignación. Se les notaba el entrenamiento militar. Ninguno corrió ni gritó al ser detenido. Arkady buscó a Erasmo, pensando que se lo estarían llevando, pero éste parecía estar al mando de esta nueva fase. Entre el público, casi nadie pareció darse cuenta de nada, concentrados como estaban los asistentes en las manos que tocaban tan rápidamente los tambores que parecían borrones, y en las faldas doradas de las sensuales Yemayás. Todos los ojos estaban fijos en el escenario, excepto los del anciano demasiado uniformado de la primera fila. Éste inclinó la cabeza poco a poco, hasta que Arkady entendió que bajo la visera de su gorra el jefe de la nación comprobaba su propio reloj.

—¡Lo sabía! —exclamó Arkady—. Conocía el complot.

—Mejor que eso —informó O’Brien—. Ayudó a iniciarlo. Lo hace cada tantos años a fin de deshacerse de los descontentos. Hizo lo mismo con el padre de Isabel. El comandante no ha durado tanto esperando a que una conspiración llame a su puerta.

—¿Erasmo también ayudó?

—Muy a pesar suyo, Erasmo es un patriota cubano.

—¿Vosotros os encargasteis de los detalles?

—Más que de los meros detalles.

—¿Todo eso acerca del Club de Yates de La Habana?

—Todo cierto, hasta cierto punto. El hecho es, Arkady, que las revoluciones son inciertas y nunca se sabe cómo van a resultar. Yo prefiero apostar con la casa, quienquiera que sea la casa. ¿Los gemelos?

Cogió los gemelos de Arkady por la correa y los metió en una bolsa de plástico con autocierre y ésta dentro de una bolsa que era supuestamente de Pribluda.

—No hay nada más arriesgado que un asesinato, sobre todo uno que no debe tener éxito —continuó—. Hay que guardar en las manos el medio y el detonante de la destrucción, y hay que minar la reputación de los conspiradores. Éstos son hombres muy estimados, héroes militares. Una buena ayuda para mancillarlos es que el hombre que intenta encender la mecha no sea cubano, sino alguien que no goce de ninguna popularidad como, por ejemplo, un ruso. Un ruso muerto, para ser precisos.

Arkady sabía que Walls y O’Brien no estaban haciendo tiempo para explicarle todo lo brillantes que eran. Habría más. Luna abrió un banco de la cabina del timón y sacó un arpón. Apoyó la culata contra la cadera, aflojó las bandas e introdujo en la boca una flecha con barbillas en forma de alas dobladas. Arkady comprendió que no acudiría ninguna lancha patrullera.

—¿Por qué me relacionarían con la explosión?

Walls levantó otra bolsa de autocierre, y Arkady divisó un mando a distancia de televisor.

—¿Te acuerdas del monitor que encendiste para John en el Riviera? Modificamos el mando y ahora es un transmisor de radio, pero todavía tiene tus huellas dactilares. Además, existen personas que vieron el muñeco en el apartamento de Pribluda. Puede que hayamos perdido a Serguei, pero John dijo que eras tan listo que nos serías aún más útil.

O’Brien contestó a su teléfono móvil. Arkady no lo había oído sonar. Tras una exclamación de satisfacción, el norteamericano cerró el aparato.

Luna rebuscó en el bolsillo del abrigo de Arkady y sacó la foto de Pribluda, Mongo y Erasmo.

—Que singuen a su Club de Yates de La Habana. —La rompió en pedacitos y los arrojó al agua. De un puntapié separó la cámara de neumático del yugo detrás de los trozos de papel—. Métase.

De pie en el umbral de las puertas talladas del viejo casino, Ofelia percibió el tono de los botones y la suave fluorescencia del teléfono móvil de Mostovoi. La llamada terminó en un segundo.

—¿A quién llamaste?

—A unos amigos. ¿Has posado alguna vez?

—¿Qué amigos?

—En la embajada. Les expliqué que estaba ayudando a alguien y eso es lo que intento hacer. Hablo en serio sobre lo de posar.

—¿Para qué?

—Algo diferente.

Ofelia tenía la mitad de su atención puesta en Mostovoi, que le hablaba en la oscuridad interior del vestíbulo, y la mitad en la pálida franja de playa. Del otro lado del muro llegaban los compases de la música. Una rumba para Yemayá.

—¿En qué sentido?

—Algo muy diferente.

Ofelia no sabía lo que había en la estancia, pero el enorme espacio amplificaba el sonido y oyó a Mostovoi tragar de un modo que le resultó desagradable. Lo único que veía de él era el ojo de la cámara, y hablaba sobre todo para saber dónde estaba.

—¿Qué había en esta sala?

De lado, como un cangrejo, Mostovoi se apartó del umbral, de la luz de la luna.

—¿Que qué había aquí? Era la sala principal del casino. Arañas de Italia, baldosas de España. Ruletas, dados, blackjack. Era un mundo diferente.

—Pues no hay nadie aquí ahora.

—Sé lo que quieres decir. ¿Crees que Renko se habrá ido al avión?

¿Lo haría Arkady?, se preguntó Ofelia. ¿Irse sin una palabra? Era una de las cosas que los hombres hacían mejor. No necesitaban aviones; simplemente desaparecían. Su madre podría contarlos: el Primero, el Segundo y ahora el Tercero. Blas entregaría el cuerpo de Pribluda en el aeropuerto. Cabía todavía la posibilidad de que Arkady acudiera, actuando como un turista cualquiera, o que estuviera paseándose bajo los portales que enmarcaban el mar, pero con cada minuto que transcurría a Ofelia se le antojaba que lo más probable era que hubiese hecho la clásica retirada, la partida sin despedida. Se sintió profundamente estúpida.

—Te imagino en un montón de poses —afirmó Mostovoi.

Sin embargo, Ofelia pensó en el abrigo negro de Arkady y decidió que no, que el problema del ruso era que no abandonaba a nadie. Fuera como fuese, acudiría.

—Allí, a la luz de la luna —agregó Mostovoi— sería perfecto.

Ofelia oyó el chasquido del obturador de la cámara, si bien el flash falló. Oyó dos chasquidos más en rápida sucesión, antes de darse cuenta de que no provenían de un obturador, sino de la recámara vacía de una pistola. Trató de sacar la suya del bolso, pero el arma se encontraba debajo del teléfono móvil de Rufo. El gatillo hizo clic de nuevo. Cuando halló su propia pistola estaba enmarañada con la paja. Soltó un precipitado disparo que hizo estallar el fondo del bolso. Algo aplastó la pared de yeso junto a su oreja. Se dejó caer de espaldas y sostuvo el arma con ambas manos y mayor firmeza. El segundo disparo a través del bolso iluminó a Mostovoi y reveló una fugaz imagen del hombre, que blandía su pistola como si fuese una porra. El tercero abrió un túnel por su boca.

Arkady flotó en el neumático, tirado atado a una cuerda corta desde la popa del Gavilán. El agua del Caribe estaba caliente; la red era como una hamaca y el neumático resultaba increíblemente cómodo, pero el ruso tenía la impresión de estar mirando desde el fondo de un pozo a O’Brien, Walls con su pistola y Luna con su arpón. Ocultaban las estrellas. A Arkady le habría agradado pensar que al menos estaba ganando tiempo, pero no, ellos esperaban, ya que se habían adelantado a cada uno de sus pasos y le habían ganado en fuerza en todo momento. Una asombrosa hazaña, eso sí: no sólo se enteró de cómo habían engañado a Pribluda, sino que a él lo habían engañado igualmente. Por fin, él también se había convertido en «neumático».

Las cabezas de los tres hombres en el barco se levantaron al oír unos disparos.

—Se suponía que el hijo de puta usaría silenciador —rezongó Walls.

—¿Y por qué tres disparos? —preguntó O’Brien.

Un teléfono móvil sonó en el bolsillo de la camisa de Luna. Lo abrió y contestó. Al escuchar se volvió hacia la playa.

—¿Quién es? —inquirió Walls.

—Es ella, la detective.

Siguiendo la de Luna, la mirada de O’Brien se volvió hacia el casino; era estupendo ver la rapidez con que el hombre calculaba, pensó Arkady.

—Tiene el teléfono de Mostovoi, o el de Rufo, y está usando la memoria del aparato —dijo O’Brien a Luna—. Cuelga.

Luna levantó el arpón pidiendo silencio y apretó el artilugio contra la oreja.

—Quítale el teléfono —ordenó O’Brien a Walls.

Luna apuntó a Arkady con el arpón.

—Dice que él no le hizo nada a Hedy. Ustedes me dijeron que venía por mí, y ella dice que no es cierto.

—¿Cómo lo sabe? —cuestionó Walls.

—Dice que la noche en que mataron a Hedy, él estaba con ella.

—Miente. Se acuestan juntos.

—Por eso le creo. La conozco y ella me conoce. ¿Quién atacó a mi Hedy?

—¿Puedes creerlo? —O’Brien apeló a Arkady como un hombre cuerdo interpela a otro—. George, ¿quieres quitarle el teléfono, por favor?

—Tu estúpida Hedy era una puta —dijo Walls a Luna.

El arpón saltó y una flecha de acero con un cordón de nilón blanco se clavó en el estómago de Walls; cuando éste miró hacia abajo, la sangre le salpicó la cara.

—¡George! —exclamó O’Brien.

Walls se sentó en la regala, alzó la pistola y disparó contra Luna, que dio un único paso hacia atrás antes de avanzar. En tanto Walls intentaba aclararse los ojos para disparar de nuevo, los dos hombres cayeron fuera de borda.

Arkady empezó a salir del neumático. En cubierta, O’Brien había sacado el segundo arpón del banco de la cabina del timón y trataba de insertar la flecha y tirar de las dos bandas elásticas, cosa nada fácil en el mejor de los casos y que resultaba aún más difícil de pie entre los cables sueltos del arpón y pisando la sangre de Luna. No obstante, cuando Arkady pasaba una pierna sobre el yugo para subir a bordo, O’Brien acertó a sujetar una banda y apretó el gatillo. Arkady se encontró boca arriba en el agua; una flecha le atravesaba el antebrazo y la punta se le había clavado en el pecho, aunque ligeramente, pues había perdido impulso al alojarse en su brazo. Al otro lado de la banda estaba O’Brien, que, con un zapato sobre el yugo, ya iba diez u once pasos por delante de él en sus cálculos. Con la mano libre, Arkady tiró de la banda. O’Brien arrojó el arpón al agua, pero la banda se había enredado en su tobillo y lo tumbó sobre la pulida caoba. Arkady tiró con ambas manos, y O’Brien se deslizó por la popa y cayó al agua.

—¡No sé nadar! —gritó.

El casco del Gavilán era lo bastante bajo para que tratara de volver a subir usando las uñas, pero Arkady tiró de él, alejándolo del barco. O’Brien se volvió hacia el neumático, pero sus agitados movimientos, en lugar de ayudarlo a salvar la distancia, empujaron la cámara más allá de su alcance. El arpón flotaba, pero no bastaba para sostener a un hombre.

Las lengüetas de la punta de la flecha se habían extendido junto al músculo pectoral de Arkady. Las cerró con el collarín deslizante de la propia flecha y se arrancó la punta del brazo, aprovechando el entumecimiento. Con el brazo sano nadó bajo el agua. A la luz de la luna menguante, el mar formaba una cueva llena de peces centelleantes. Al otro lado del barco, Walls y Luna seguían luchando, tratando de subirse el uno sobre el otro y llegar a la superficie. De la pistola de Walls salían burbujas. Luna había enroscado la goma del arpón en torno al cuello de Walls. Arkady subió a la superficie a respirar y regresó, rodeando la popa, al Gavilán. A no más de un metro de allí, la cabeza de O’Brien subía y bajaba.

La lancha patrullera no se había movido, aunque Arkady vio luces en la playa del casino. El club de yates se encontraba iluminado todavía.

Podía hacer palanca y subir al Gavilán, pero en ese momento se contentó con descansar, observar las estrellas pasar como un enjambre y dejar que la oscuridad lo mantuviera a flote.