26

Arkady regresó al cuarto de Mongo en el fondo de la casa donde se había criado Erasmo. Una casa vacía hoy, asfixiante por el calor. Tras llamar educadamente a la puerta, Arkady subió la mano al dintel y encontró la llave.

No mucho había cambiado desde la primera visita de Arkady. Los postigos estaban lo bastante entreabiertos para revelar la curva del mar, los botes de pescadores que pescaban contra la corriente con cebo de cuchara, «neumáticos» que seguían su estela. Ni una nube en el cielo; ni una ola en el mar. Absolutamente quieto todo. Los cocos, los santos de plástico y las fotografías de los boxeadores preferidos de Mongo estaban justo donde Arkady los había visto antes, y, aunque no sabía con certeza si las hojas estaban igual, vio un disco diferente encima de la pila de discos compactos, y habían desaparecido las aletas de nadador colgadas de un gancho en la pared, así como la cámara de neumático de camión suspendida encima de la cama. Arkady regresó a la ventana y vio tres grupos de «neumáticos» remando desganadamente con las manos; al menos quinientos metros separaban cada grupo entre sí.

Arkady bajó a la calle y se encaminó hacia el oeste; recorrió una manzana y se detuvo en un café con mesas de cemento a la sombra de una pared en la cual un letrero anunciaba siempre… Siempre algo, algo que la buganvilla arraigada había borrado manchándolo de color fucsia. A Arkady no le sorprendió que Mongo se hubiese aventurado a salir a pescar. Era un pescador, y probablemente Erasmo le había advertido que se mantuviera alejado del taller mientras un investigador ruso ocupara el apartamento de encima. ¿Qué mejor lugar para esconderse que el mar? Si se hallaba en el agua sobre su neumático, tendría que salir en algún momento, en algún punto de la avenida Primera de Miramar o en el Malecón. Un tramo demasiado largo para que Arkady lo vigilara. Pero se le ocurrió que podría aumentar las probabilidades de encontrarlo si tenía en cuenta que lo que más necesitaba un «neumático» era aire. Desde la mesa tenía a la vista una gasolinera con dos surtidores debajo de un toldo de estilo moderno en forma de aleta, antaño azul y ahora del blanco del interior de una concha de almeja. Era la gasolinera que figuraba en el plano de la Texaco. Junto al despacho se hallaban un grifo y una manguera de aire.

Durante toda la tarde desfilaron los coches por el surtidor, algunos a duras penas, cual peces dipneos, para luego irse casi a rastras. Los «neumáticos» tenían que vérselas con un perro de la gasolinera que aceptaba a algunos y echaba a otros. A sorbos, Arkady acabó tres Trapicólas y tres cafés cubanos; el corazón le golpeteaba en el pecho, mientras él permanecía allí sentado, invisible a la sombra de su abrigo. Finalmente un hombre flaco, negro como el asfalto, se acercó al despacho de la gasolinera cargando una cámara de neumático que se había puesto fláccida. Arrojó un pez al perro, entró en el despacho, salió un minuto después con un parche y lo aplicó a la cámara. Cuando creyó que el adhesivo había surtido efecto le añadió aire y lo comprobó. Su ropa consistía en una gorra verde, zapatillas de deporte bastante holgadas y la clase de harapos que un hombre sensato escogería para flotar en la bahía. Equilibró la cámara, la red, los palos y los sedales en la cabeza, tras la cual se colgó las aletas de un hombro y, del otro, una sarta de peces coloreados como arcos iris. Al ver a Arkady atravesar la calle, sus ojos inyectados en sangre debido al salitre buscaron una vía de escape, y, de no ser por la cámara y los peces capturados, sin duda habría corrido mucho más rápido que alguien con un abrigo.

—¿Ramón Bartelemy, Mongo? —preguntó Arkady, con la sensación de que empezaba a controlar el español.

—No.

—Yo creo que sí. —Arkady le mostró la foto en la que enseñaba orgullosamente un pez a Luna, Erasmo y Pribluda—. También sé que habla ruso.

—Merecía la pena aventurar la suposición.

—Un poco.

—No es un hombre fácil de encontrar. ¿Tomaría un café conmigo?

El elusivo Mongo tomó una cerveza. Cristalinas perlas de sudor le cubrían la cara y el pecho. Dejó en el banco a su lado la bolsa de red llena de peces.

—Vi un vídeo en el que boxeaba —comentó Arkady.

—¿Gané?

—Hizo que pareciera fácil.

—Podía moverme, ¿sabe? Podía moverme bien. Sólo que no me gustaba que me pegaran. —Pese a esta afirmación, la nariz de Mongo estaba lo bastante aplastada para dar a entender que lo habían pillado varias veces—. Luego, cuando me sacaron del equipo, tenía derecho a entrar en el ejército. Y de pronto me encontré en África con los rusos. Los rusos no conocen la diferencia entre un africano y un cubano. Aprende uno ruso muy rápido. —Mongo esbozó una sonrisa picara—. Aprende a decir: «¡No disparen, caraculos!»

—¿Angola?

—Etiopía.

—¿Demolición?

—No, conducía un camión blindado de transporte de personal. Así fue como me convertí en mecánico, manteniendo en funcionamiento el puto camión.

—¿Fue allí dónde conoció a Erasmo?

—En el ejército.

—¿Y a Luna?

Mongo contempló sus propias manos, largas y diestras, encallecidas de tanto tocar el tambor y llenas de cicatrices de tanto pillárselas con anzuelos.

—A Facundo lo conozco desde hace mucho, de cuando vino de Baracoa para unirse al equipo de boxeo. Podría haber sido boxeador o jugador de béisbol, pero no tenía medida con las mujeres y con la bebida, así que no duró mucho en un equipo.

—¿Baracoa?

—En Oriente. Ése sí que daba buenos golpes.

—¿Él y Rufo eran amigos?

—Claro. Pero yo no sabía lo que hacían. —Mongo agitó la cabeza con tanto énfasis que el sudor salió disparado—. No quería saberlo.

—¿Y usted era amigo de Serguei Pribluda?

—Sí.

—¿Iban de pesca juntos?

—Así es.

—¿Le enseñó a pescar con cometa?

—Lo intenté.

—¿Y cómo ser un «neumático»?

—Sí.

—¿Y cuál es la norma más importante que debe seguir un «neumático»? No salir de noche a solas, ¿no? No creo que Pribluda saliera solo ese viernes de hace dos semanas. Creo que salió con su buen amigo Mongo.

Mongo descansó la barbilla sobre el pecho. Sudaba a chorros, cual una fuente; no era el sudor del miedo, como en el caso de Bugai, sino el sudor del pesar de la culpabilidad. La tarde estaba bien avanzada. Arkady pidió más cervezas a fin de que Mongo sudara más.

—Dijo que era como pescar tiburones bajo el hielo —explicó éste, por fin—. Me hablaba mucho de pescar bajo el hielo. Decía que debería ir a Rusia y me llevaría a pescar bajo el hielo. Yo le decía, «no gracias, camarada».

—¿A qué hora se metieron al agua?

—Puede que hacia las siete. Después de la puesta del sol, porque él sabía que un ruso en un neumático llamaría la atención. El agua transporta las voces, así que, aun cuando estábamos lejos, susurraba.

—¿Qué tiempo hacía?

—Llovía. Pero aun así mantenía la voz baja.

—¿Es buen tiempo para pescar, cuando llueve?

—Si los peces pican, sí.

Arkady meditó sobre esa verdad de pescador.

—¿Adónde fueron?

—Al oeste de Miramar.

—¿Cerca del puerto deportivo Hemingway?

—Sí.

—¿De quién fue la idea?

—Yo siempre decía dónde debíamos ir; pero no esa vez. Serguei dijo que estaba harto de Miramar y del Malecón. Serguei quería probar otro lugar.

—Una vez en el agua se quedaron allí, ¿o fueron hacia el oeste?, ¿hacia el norte?, ¿hacia el este?

—Nos dejamos llevar.

—Al este, pues, porque es la dirección de la corriente, por Miramar, el Malecón, y hacia la bahía de La Habana.

—Sí.

—Y, de camino, el puerto deportivo, ¿no? ¿De quién fue la idea de entrar allí?

Mongo se apoyó pesadamente en la pared.

—Así que ya lo sabe.

—Creo que sí.

—De veras que la jodimos, ¿verdad? —Nervioso, Mongo golpeteó el banco, sosegó las manos y abandonó el ritmo—. Le dije: «Serguei, ¿para qué quieres pescar en el puerto deportivo, con el guardia persiguiéndonos y puede que un barco entrando o saliendo? Es un canal activo y es de noche y los barcos no nos van a ver, es una locura». Pero no pude detenerlo. Lo seguí por el canal; era lo único que podía hacer. Parecía saber hacia dónde iba. Tienen luces allí, pero no llegan completamente hasta el agua. No había nadie repostando. La discoteca estaba cerrada por la lluvia. Oíamos a gentes en el bar, nada más, y luego nos encontramos en el canal con barcos amarrados uno detrás de otro, y Serguei se dirigió directamente hacia uno que yo no vi al principio, sólo que era bajo y oscuro. Muy elegante, viejo pero rápido; se notaba a primera vista. Había luces en el camarote y norteamericanos a bordo. Los oíamos pero no veíamos quiénes eran. Enseguida supe que era un negocio en el que Serguei quería meterme. Le dije que me iba, pero él quería subir y ver quién había en el barco, lo que es difícil porque hay un saliente en el embarcadero. Yo ya me iba cuando las luces del barco se apagaron. Mi cuerpo entero vibraba. Serguei estaba a unos cinco metros de mí, entre el barco y el embarcadero, y el temblor lo sacudía, lo sacudía, lo sacudía. Habían dejado esos jodidos cables eléctricos en el agua.

No pude acercarme más. Entonces vi cómo encendían linternas en cubierta y me escondí. —Mongo agitó la cabeza de arriba abajo, acusándose melancólicamente—. Me escondí. Subieron a ver si era sólo su barco o el de todos y, mientras hablaban con la persona en el camarote, Serguei flotó mar adentro. Ya no temblaba. No lo vieron y no me vieron a mí porque seguí escondido en la oscuridad.

»En cuanto su neumático se haya alejado, me dije, tiraré de Serguei; pero, antes de que pudiera alcanzarlo, otro barco apareció en el canal. No hay mucho espacio. El barco pasó de largo y entonces Serguei también pasó de largo. A veces, ¿sabe?, los barcos dejan sus aparejos en el agua y los arrastran; no deberían, pero lo hacen, y la red de Serguei quedó atrapada en un anzuelo. Pasó muy rápido y no logré alcanzarlo. Sabía que estaba muerto por su modo de estar sentado. Salieron del canal juntos, el barco y el neumático. Yo sabía que, en cuanto hubiesen pasado por el muelle del guardia y abierto la válvula de admisión, sentirían que el sedal tiraba y encontrarían a Serguei, a menos que el anzuelo cortara la red.

»O quizá lo encontrarían y lo soltarían, porque quién necesita tener algo que ver con un neumático muerto, ¿no? Sería una anécdota que podrían contar en un bar en Cayo Largo, sobre un cubano chiflado que habían atrapado. No lo sé, sólo sé que a mi amigo lo arrastraron en la oscuridad hasta que lo perdí de vista. Para cuando pasé frente al guardia ya no veía el barco.

—¿Vio su nombre?

—No. —Mongo apuró lo que quedaba de la cerveza y clavó la mirada en el cubo de peces—. Ni siquiera hice eso.

—¿A quién se lo contó?

—A nadie, hasta que usted apareció. Entonces, se lo conté a Erasmo y a Facundo, porque son mis «compays», mis amigos.

El agua se encontraba lo bastante plana y vidriosa para que los pelícanos se posasen sobre su propio reflejo. Pese al calor acumulado del día, Arkady se sentía extrañamente cómodo, en un equilibrio entre la cerveza y el abrigo.

—Los hombres que salieron a la cubierta del barco que se quedó sin electricidad, ¿los reconoció?

—No, estaba buscando a Serguei o tratando de esconderme.

—¿Tenían pistolas?

—¿Sabe?, no importa. Serguei ya estaba muerto y fue un accidente. Se mató, lo siento. —Mongo volvió a contemplar los peces—. Tengo que mantenerlos frescos. Gracias por la cerveza.

¿Un accidente? ¿Después de todo lo sucedido? Pero tenía sentido, pensó Arkady. No sólo el ataque cardíaco, sino también la confusión general. Los asesinatos se encubrían mejor. Luego él llegó de Moscú al mismo tiempo en que encontraron el cuerpo en la bahía. No era de sorprender que Rufo se hubiese apresurado a nacerle de intérprete, m que Luna se núblese sorprendido tanto al ver la foto del Club de Yates de La Habana. Nadie sabía lo que le había ocurrido a Pribluda.

En tanto Mongo volvía a ponerse la gorra y equilibrar en ella la cámara de neumático, a coger aletas y peces, Arkady se imaginó a Pribluda arrastrado en su trineo de caucho fuera del puerto deportivo hacia aguas más profundas, a la corriente del Golfo, según O’Brien, donde o bien se soltó o lo soltó un pescador sin duda exasperado.

—«¡Los cubanos pican esta noche!». ¿Habría sido ése el chiste? Luego, la larga travesía bajo la lluvia, pasando Miramar de largo, por el Malecón, hasta llegar a la boca de la bahía, una «bahía bolsa», según la expresión del capitán Andrés del barco El pingüino. Desde allí, bajo el haz del faro en el castillo del Morro y luego doblando hacia la aldea de Casablanca, donde quedó suavemente pillado entre una confusión de plásticos, colchones y pilares repletos de gusanos, todo ello cubierto por restos de petróleo, un lugar en el que un cuerpo podía descansar semanas enteras bajo la lluvia.

Arkady sacó la fotografía de Pribluda de debajo del abrigo y preguntó:

—¿Quién sacó esta foto?

—El mar.

—¿El mar qué?

—Mostovoi —contestó Mongo, como si no hubiese más que un fotógrafo en el grupo.

La confesión suele durar poco y es siempre condicional; además, ambos hombres sabían que Arkady no contaba con autoridad para interrogar a nadie. Sólo para ver la reacción, sin embargo, Arkady leyó el anverso de la foto.

—«El Club de Yates de La Habana». ¿Significa algo para usted?

—No.

—¿Un chiste?

—No.

—¿Un club social?

—No.

—¿Sabe lo que ocurrirá allí esta noche?

Demasiada presión. El elusivo Mongo retrocedió hacia la calle y echó a correr con una especie de trote que casi parecía vuelo, mientras lo que llevaba en la cabeza ondulaba con cada paso. Pasó frente a una pared azul, una pared rosa y otra color melocotón; la sombra de un callejón pareció alcanzarlo y tragárselo.

Ofelia no había regresado al apartamento de la embajada desde que había visto a Rufo tendido en el suelo. Recordaba la fachada azul del edificio y la decoración egipcia compuesta de flores de loto y cruces egipcias, ese aire de pertenecer al Nilo. En el atardecer, hasta el coche en el porche poseía algo de la grandeza silenciosa de una esfinge. Motas de pintura formaban una falda roja alrededor del auto. La sal había picado su cromo antaño orgulloso, y sus ventanas estaban abiertas a los elementos; su tapicería, agrietada y rajada, el ornamento del capó desaparecido, pero ¿acaso la esfinge misma no había perdido la nariz? Y, aunque descansaban sobre bloques de madera, las ruedas estaban cubiertas de grasa, como una promesa de que algún día esta bestia tosería y volvería a levantarse.

Ofelia buscaba el teléfono de Rufo. Arkady había dicho que en Rusia un traficante como Rufo habría preferido salir de casa sin una pierna que sin teléfono móvil. Si ésta fuera una verdadera investigación podría haber conseguido una lista de nombres de personas relacionadas con Rufo a través de CubaCell y haber localizado el número de Rufo a partir de las llamadas de dichas personas. En vista de la situación, tendría que encontrar el aparato. Se hallaba en algún lugar.

Dado que pensaba matar a alguien con un cuchillo, un acto con el que podría mancharse, Rufo había tomado la precaución de cambiarse de zapatos y cubrirse la ropa con un chándal de una pieza color plateado; el goretex dejaba pasar el aire y protegía de la sangre. Los teléfonos móviles eran igualmente delicados, objetos que se compraban únicamente en dólares, y un hombre cuidadoso no pondría el suyo en peligro. Rufo planeaba, y se trataba de pensar como él.

Llamó con la aldaba en el apartamento de la planta baja, y contestó una mujer blanca en bata de casa deslucida y cabello de flamante peinado y teñido con alheña. A Ofelia le parecía que la mitad de las mujeres de Cuba se pasaban la vida emperifollándose para una fiesta que nunca se celebraba. A su vez, la mujer estudió con expresión agria el atuendo de jinetera de Ofelia hasta que ésta le enseñó su chapa de la PNR.

—No me extraña —dijo la mujer.

—He venido por lo del asesinato arriba. ¿Tiene llave de ese apartamento?

—No. De todos modos no puede entrar. Es propiedad rusa, y nadie puede entrar. Quién sabe lo que estarán haciendo. —Enséñemelo.

La mujer la precedió escalera arriba; sus pantuflas golpeteaban en los escalones. Aun con la débil luz, la cerradura del apartamento brillaba; se notaba que era nueva. Ofelia recordó haber registrado la sala de estar, haber sacado libros, entre otros, Fidel y el arte, haber revisado un sofá y un aparador y registrado más deprisa las otras habitaciones, por temor a que el enfrentamiento entre Luna y el ruso se descontrolara. Cabía la posibilidad de que el teléfono se hallara en el apartamento de la embajada, pero no era muy probable. Se puso de puntillas y metió la mano debajo de los escalones de arriba, por si Rufo había dejado el aparato allí. No.

—¿No encontró usted nada aquí? —inquirió.

—No hay nada que encontrar. Pasan semanas sin que los rusos metan a nadie aquí. Mejor.

Al volver a bajar, Ofelia arrastró la mano por la contrahuella de los escalones. Salió al porche sin más que una mano sucia.

—Se lo dije.

—Tenía razón.

La mujer empezaba a semejarse a la madre de Ofelia.

—Es usted la segunda.

—¡Oh! ¿Quién más?

—Un negro grande del Ministerio del Interior. Negrísimo. Miró por todas partes. Tenía teléfono. Hizo una llamada, pero no habló; sólo escuchó, pero no al teléfono, ¿entiende?

Naturalmente, pensó Ofelia, porque Luna llamaba al teléfono de Rufo y escuchaba por si lo oía sonar. Ése era el problema de tratar de ocultar un teléfono: tarde o temprano, alguien llamaría y el aparato se anunciaría a sí mismo.

—¿Encontró algo?

—No. ¿No trabajan juntos ustedes? Son como todo lo demás en este país. Todo tiene que hacerse dos veces, ¿no?

Ofelia salió y se detuvo en medio de la calle. Se trataba de una manzana de casas viejas transformadas por la Revolución, idealismo seguido de cansancio y falta de pintura y yeso. En un jardín delantero, un aparcamiento para bicicletas; en otro, un salón de belleza al aire libre. Edificios a punto de derrumbarse, pero con la agitación de una colmena.

Hizo una reconstrucción mental de los hechos. La misma calle, tarde por la noche. Arkady arriba, Rufo afuera en su recién puesto chándal, improvisando a toda prisa porque nadie había previsto la llegada de un investigador ruso. Quizás hasta hiciera una última llamada antes de entrar en el edificio y subir a lo que pensaba sería el fin del ruso. Entre las dos esquinas de la manzana, ¿cuál sería el lugar más probable para que Rufo dejara, sólo por unos minutos, su preciado teléfono?

Ofelia se acordó de María, del coche de la policía y de los puros de Rufo. Regresó al porche.

—¿De quién es este carro?

—De mi marido. Fue a buscar ventanillas para el carro, y lo siguiente que supe de él fue una carta de Miami. Guardo el carro hasta que regrese.

—¿Es un Chevrolet?

—Del 57, el mejor año. Yo solía meterme en él y fingía que Ruperto y yo íbamos a la playa del Este, un bonito paseo hasta la playa. Hace mucho que no lo hago.

—Cuesta encontrar ventanillas para carros.

—Es imposible encontrar ventanillas para carros.

El tapizado era más un nido de ratas que asientos. De su bolso Ofelia sacó unos guantes de cirujano.

—¿Le molesta?

—¿El qué?

Con los guantes puestos, Ofelia metió la mano por la ventanilla abierta y abrió la guantera, en cuyo interior halló una caja de puros con el sello de Montecristo de espadas cruzadas roto. Dentro de la caja había diez tubos de aluminio para puros y un teléfono móvil Ericson puesto en vibración en lugar de timbre.

Ofelia oyó un chasquido y a través de las ventanillas vio a un hombre sacándole una foto desde la acera. Era un corpulento hombre de mediana edad con una bolsa de cámara al hombro y la clase de chaqueta con muchos bolsillos que los fotógrafos suelen usar, coronado por una artística boina.

—Lo siento —dijo el hombre—. Es que estaba hermosa en esa cafetera. ¿Le molesta? A la mayoría de las mujeres no les molesta que les saque una foto; de hecho, les gusta. La luz es terrible, pero estaba usted perfecta. ¿Cree que podríamos hablar?

Ofelia guardó el teléfono en la caja de puros y los guantes en su bolso.

—¿Sobre qué?

—Sobre la vida, el romance, todo. —Pese a su corpulencia, el fotógrafo hizo ostentación de timidez al trasponer la verja. Hablaba bien el español, con acento ruso—. Arkady me ha enviado. Aun así, soy un gran admirador de las cubanas.

Arkady no prendió fuego a nada en el Sierra Maestra ni llamó a la puerta de Mostovoi, sino que insertó una tarjeta en la jamba en cuanto llegó y dio un golpe a la puerta, soltando un gruñido que cortó el aliento del rorro que lo observaba. Una vez dentro, comprobó si el «mejor equipo de demolición de África» se encontraba todavía en la pared. Sí.

La primera vez que había entrado en el apartamento se había esforzado por que Mostovoi no supiera que había tenido visitas. En esta ocasión le daba igual. Si había una fotografía del Club de Yates de La Habana habría más, pues un hombre que documentaba sus mejores momentos no destruía sus fotos cuando se presentaban visitas intempestivas, sino que las guardaba fuera de la vista.

Arkady se quitó el abrigo para trabajar. Vació cajas de zapatos y maletas, echó al suelo lo que había en las estanterías de libros y las de la cocina, puso patas arriba archivadores y cajones, apartó la nevera de la pared y ladeó sillas hasta haber descubierto más fotografías, de pornografía que no era tan recreativa ni tan dulce, así como cintas de vídeo de sexo y cuero. Pero todo el mundo tenía un negocito, todo el mundo tenía un segundo trabajo. Lo único que Arkady halló fue el sudor de su frente.

Fue al cuarto de baño a lavarse. Las paredes eran de azulejos y el espejo del botiquín era mitad plateado mitad negro. En él había un par de panaceas, elixires para el cabello y cantidades moderadas de nitrato de amilo y anfetaminas. Al secarse las manos se fijó en que la cortina de la ducha estaba corrida. La gente con cuarto de baño pequeño suele dejar la cortina descorrida para dar la impresión de que es más espacioso o por un miedo infantil a lo que puede haber al otro lado. Puesto que ésta era una angustia que Arkady reconocía abiertamente en sí mismo, descorrió la cortina de par en par.

En la bañera, en diez centímetros de agua, flotaban cuatro fotos en blanco y negro, no de deportes con jóvenes núbiles ni de viajes al extranjero, sino del italiano muerto y de Hedy. La sangre resaltaba en negro, y la alfombra y las sábanas estaban empapadas y desgarradas. Las heridas de machete del italiano casi parecían agallas. Arkady no lo conocía, pero sí que reconoció a Hedy, aunque su cabeza se le balanceaba precariamente en los hombros. Al principio Arkady pensó que Mostovoi se había agenciado fotos de la PNR, pero, claro, éstas estaban recién reveladas. No incluían las habituales marcas de pruebas, ni se veían puntas de zapatos de detectives que trataban de quitarse del enfoque de la cámara; además, la oscuridad de las sombras sugería que no había fuente de iluminación. El fotógrafo había trabajado a solas esa noche, en una habitación oscura, antes de que Ofelia llegara; seguro que hacía falta una auténtica habilidad para calcular el enfoque. El fotógrafo había sacado sólo cuatro fotos, o bien sólo había revelado cuatro de un rollo entero. Una única foto del italiano todavía vivo, arrastrándose hacia la puerta. Se notaba que había pensado más en cómo hacer las de Hedy. Una toma cercana que comprendía las piernas y la cabeza; otra en la cual unos pechos desinflados enmarcan la cabeza y una tercera de la cara de Hedy, en la que se veía todavía la sorpresa. El hombre con la cámara no había sido capaz de resistir plasmar el momento, y había metido su blanca mano en los rizos brillantes de la joven, a fin de mejorar su pose.