Suficiente luz del amanecer se introducía a través de la persiana para que Arkady viera a Chango sobre la mesa; las partes trasera y delantera de la cabeza descansaban encima del pecho del muñeco. Desconectada, la cara parecía más animada y malévola que nunca.
Debajo del abrigo de Arkady, Ofelia dormía. Arkady se puso la ropa vieja, se colgó el macuto y retiró el abrigo en el mayor silencio. Había llegado el momento de separar sus caminos. Como ella había dicho, ya de por sí le resultaría bastante difícil explicar cómo el muñeco había llegado a sus manos. La compañía de un ruso no ayudaría.
—¿Arkady?
—Sí. —Arkady ya había abierto la puerta.
Ofelia se incorporó y se apoyó en el cabecero.
—¿Cuándo volveré a verte?
Lo habían hablado la noche anterior.
—Al menos en el aeropuerto. El vuelo sale a medianoche. Es un avión ruso en un aeropuerto cubano; seguro que tendremos mucho tiempo.
—¿Vas a ver a Walls y O’Brien? No quiero que vayas, y menos a su barco. No confío en ellos.
—Yo tampoco.
—Estaré vigilando. Si ese barco sale del muelle contigo a bordo mandaré una lancha de la policía en tu busca.
—Buena idea.
Ya lo habían decidido antes; no obstante, Arkady regresó y enterró la cara en el cuello de Ofelia y le besó los labios. El pago que exigía el amor por seguir adelante.
—¿Qué hay de Blas y la fotografía? —preguntó Ofelia—. Voy a verlo.
—Déjame la fotografía a mí.
—¿Y después?
—¿Después? Haremos compras en el Arbat, esquiaremos entre los abedules, iremos al Bolshoi, lo que te apetezca.
—¿Te andarás con cuidado?
—Los dos nos andaremos con cuidado.
Los ojos de Ofelia lo soltaron. Arkady salió a una mañana de luz plomiza que bordeaba el agua, farolas que se iban apagando, oportunamente, mientras él iba a ver a la amante de Pribluda.
Una manzana más allá encontró otro cartel de ¡socialismo o muerte! con un gigantesco comandante en uniforme marcando el paso.
Ofelia tardó un poco más en vestirse, volver a juntar la cabeza del muñeco con cinta adhesiva y llevarla al coche en el bolso de paja. Eran las ocho cuando llegó al Instituto de Medicina Legal. Blas estaba en la sala de autopsias y le mandó un mensaje de que lo esperaría en la sala de antropología. Nadie estaba nunca del todo solo en esa sala, pues había demasiados cráneos y esqueletos, escarabajos y serpientes conservados y amontonados bajo la luz. Sobre el escritorio, debajo de una cámara de vídeo, había un nuevo cráneo recién limpiado. Ofelia encendió el monitor y apareció la imagen de un robusto Pribluda en una playa.
—Todavía no —dijo Blas al entrar secándose las manos con una toalla de papel—. No habrá espectáculo hasta que tengamos al otro ruso. Agente, supongo que vas vestida para otra misión, pero te felicito porque estás muy convincente. —Ofelia vestía el atuendo blanco de jinetera. Blas echó la toalla a la papelera y recorrió los brazos de Ofelia con las manos, como si la estuviese inspeccionando—. Irresistible.
—Tengo algo para usted.
Después de todo, ¿a quién podía pedir ayuda? Blas era comprensivo y mundano; tenía contactos en el minint, el ejército y la PNR, muy por encima del capitán Arcos y el sargento Luna.
—¿Un regalo?
—No exactamente.
Ofelia sacó del bolso la cabeza envuelta en periódicos y la colocó delante de la pantalla.
—Bueno, siempre estoy interesado. —Blas arrancó el papel y reveló la mirada de obsidiana de Chango. Su expresión expectante desapareció—. ¿De qué se trata? Ya deberías saber que mi interés por la santería es puramente científico.
—Pero esta cabeza era parte de un muñeco que se hallaba en casa de Pribluda. Más tarde fue encontrada con artículos para el mercado negro en un edificio cerca del muelle.
—¿Y qué? He visto cientos de estos muñecos en todo el país.
Al levantar la cara del muñeco, su propio rostro se volvió más pálido que de costumbre.
—¡Coño!
—Cinco cartuchos de ochenta por ciento de dinamita. Hechos en Estados Unidos, pero los conseguimos en Panamá para la construcción y las carreteras. Había un receptor y un detonador que yo quité. Es una bomba.
—¿Estaba en casa de Pribluda?
—Fue sacado de allí, creo que por el sargento Luna, que también había tomado el auto de Pribluda y lo había metido en un edificio abandonado en Atares, donde se recuperó este muñeco.
Había mucho que no hacía falta explicar. En años recientes, los reaccionarios de Miami habían hecho explotar varios dispositivos incendiarios en diferentes hoteles y discotecas, sólo para causar pavor. Además, estaba El Blanco, cuyo nombre Ofelia temía invocar, el dirigente que durante cuarenta años había escapado, eludido bombas, balas, píldoras de cianuro.
—Éste es un asunto muy grave. ¿El sargento sabe que lo tienes?
—Sí, trató de detenerme. Esto sucedió anteanoche. Hasta anoche no me enteré de que era una bomba. No parece haber huellas dactilares en la parte exterior de la cabeza, pero creo que hay huellas latentes en la dinamita.
—Déjamelo a mí. Debiste venir a verme enseguida. Cuando pienso en la pobre Hedy y en ti… —Blas dejó la máscara en la mesa y se limpió las manos en la bata—. Te muestras muy tranquila con todo esto. ¿Tienes el receptor y el detonador?
—Sí. —Los extrajo, también en envueltos en papel, de su bolso.
—Más vale que tenga todo el dispositivo. ¿Quién más sabe esto?
—Nadie. —Ofelia evitaría mencionar a Arkady todo lo que pudiera. Un ruso y una bomba, ¿qué pensarían? Sobre todo en vista de los archivos de asesinatos que Arkady había encontrado en el ordenador de Pribluda. No serviría más que para confundir el caso. La razón por la que la cabeza del muñeco no tenía huellas era que Ofelia había limpiado las de Arkady—. Sólo que hemos de dar por sentado que hay más personas involucradas con Luna.
—¿Una conspiración en el Ministerio del Interior? El sargento Luna es un don nadie; esto podría ir mucho más arriba. No me sorprende que él y el capitán Arcos se negaran a investigar. Tienen órdenes de alguien. La pregunta es: ¿de quién? ¿Quién les confió la misión? ¿A quién debo llamar?
—¿Me ayudará?
—Gracias a Dios que has venido a verme. Agente, lo he dicho siempre, eres una maravilla. ¿Ibas a ir a algún lugar al salir de aquí?
—Al apartamento donde murió Rufo. —Ofelia no deseaba decir que era el lugar donde Arkady lo había matado, aunque fuera en defensa propia—. Se me ocurre que un traficante como él tendría un teléfono celular. CubaCell no lo tiene en sus listas, pero…
—No, no, no. No andes por la calle. Hemos de encontrar un lugar seguro para ti. Debes sentarte y redactar una declaración con todos los hechos, mientras yo rumio el modo de enfocar el problema. La primera llamada es la más importante. Puesto que tenemos a mano el medio de destrucción, gracias a ti, contamos con un momento para pensar. El lugar más seguro es aquí mismo. Allí, en el escritorio, hay papel y pluma. Tienes que mencionarlo todo y a todas las personas relacionadas con esto.
—No es la primera declaración que redacto, ¿no?
—Tienes razón. Lo importante es que no te muevas de aquí hasta que yo regrese. No dejes entrar a nadie. ¿Me lo prometes? —Blas encajó suavemente las dos mitades de la cabeza del muñeco, la envolvió en periódico y, con ella bajo el brazo, se dirigió hacia la puerta—. Ten paciencia.
Ofelia se sorprendió al comprobar que su inquietud no se aliviaba, ni siquiera ahora que la cabeza se hallaba en manos competentes. Encontró material de escritura en un cajón, como le había dicho Blas, pero descubrió que se había acostumbrado demasiado a mecanografiar informes en formularios de la PNR. Además, aparte de las declaraciones más sencillas sobre la implicación de Luna en el caso del muñeco, resultaba difícil no hablar de Arkady. Un interrogatorio sería aún peor. ¿Quién había identificado el muñeco como propiedad de Pribluda? Si Luna la había atacado, ¿cómo había escapado? Más valía una breve declaración que toda la verdad o una mentira. Sabía que, en cuanto surgiera el nombre de Arkady, las sospechas, ganadas a pulso por los rusos en Cuba, recaerían inmediatamente en él.
Pribluda, orgulloso de su bronceado, sonreía desde el monitor. El cráneo se encontraba debajo de la cámara de vídeo. Chango y rusos, una combinación terrible. Ofelia apagó la pantalla y volvió a encenderla. ¿A qué esperaba? ¿Cómo llegaría al puerto deportivo si se quedaba en un cuarto? Reconoció que se sentiría más tranquila cuando detuvieran a Luna. Al mismo tiempo la corroía el recuerdo del sargento de pie junto a Hedy en la Casa de Amor y cómo su cuerpo entero se había petrificado. Y esto le hizo pensar en Teresa, la otra chica especial de Luna.
Entre dos tarros de serpientes en salmuera había un teléfono. Ofelia abrió su libreta de apuntes y marcó el número de Daysi. En esta ocasión alguien contestó.
—¿Sí?
—Hola, ¿está Daysi?
—No.
—¿Cuándo vuelve?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Tengo un traje de baño suyo que no deja de pedirme. Es uno con el Wonderbra como el que vio en la QVC. Lo quería para hoy. ¿No está?
—No.
—¿Dónde está?
—Salió.
—¿Con Susy?
—Sí. —Un poco más relajada, la voz preguntó—: ¿Conoces a las dos?
—¿Todavía están en el puerto deportivo?
—Sí. ¿Quién eres?
—Soy la amiga con el traje de baño. O se lo doy hoy o me lo guardo. Francamente, me queda mejor a mí.
—¿Puedes llamar mañana?
—No voy a llamar mañana. Mañana me habré ido y el bañador conmigo, y entonces explícale a Daysi por qué no tiene el traje de baño.
Durante el silencio, Ofelia se imaginó a Teresa Guiteras, con el cabello revuelto, la barbilla apoyada sobre las rodillas dobladas, mordiéndose las uñas.
—Tráelo.
—No sé quién eres. Ven tú a buscarlo.
—Creí que eras amiga de Daysi.
—De acuerdo, como tú eres mejor amiga, explícale cómo perdió el bañador de la QVC. Mejor para mí. Lo intenté.
—Espera. No puedo ir.
—¿No puedes venir? Vaya amiga.
—Estoy en Chávez entre Zanya y Salud, junto al salón de belleza, atrás, subiendo por la escalera a la azotea, en la casita rosa. ¿Estás cerca?
—Puede. Mira, tengo que colgar.
—¿Vas a venir?
—Bueno… —Ofelia hizo durar la pausa—. ¿Vas a estar allí?
—Estoy aquí.
—¿No vas a irte?
—No.
Ofelia colgó el auricular. Firmó su declaración y la dejó debajo del monitor. Odiaba esperar. Además, todavía quería saber por qué, en lugar de meterla en el maletero del coche, Luna el homicida no la había asesinado sin más complicaciones. Cabía la posibilidad de que Teresa tuviese la respuesta a esta pregunta.
El vicecónsul Bugai acudió tranquilamente a su despacho a las once de la mañana, se quitó la americana y los zapatos, los sustituyó por una bata de seda china y sandalias. Se sirvió té de un termo y se puso en pie, con la taza en la mano, junto a la ventana, que le llegaba a la cintura y se encontraba en el piso undécimo de la torre que constituía la embajada rusa. Las verdes palmeras de Miramar se extendían hacia el mar. Numerosas antenas parabólicas levantaban la cara hacia el cielo. Fuera, la ciudad ardía. Dentro, el aire acondicionado palpitaba.
—Así que trabaja los sábados —comentó Arkady desde una silla en un rincón.
—¡Dios mío! —Bugai derramó el té y dio un paso atrás, con el brazo extendido, alejándose de la taza—. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo entró?
—Tenemos que hablar.
—¡Esto es indignante! —Bugai dejó la taza sobre un montón de papeles y cogió el teléfono. Con su bata, el vicecónsul era la viva imagen de un mandarín ofendido—. Está en territorio prohibido. No puede allanar el despacho de la gente, así, sin más. Voy a llamar a los guardias. Se sentarán sobre usted hasta que haya abordado su avión.
—Creo que se sentarán sobre los dos y nos pondrán a ambos en el avión, porque, aunque yo esté en territorio prohibido, usted, mi querido Bugai, tiene demasiado dinero, muchísimo dinero, en el Banco para Inversiones Creativas en Panamá.
En una ocasión, Arkady había visto a un miliciano al que habían disparado dar diez lentos y espasmódicos pasos antes de sentarse, desplomarse y rodar sobre sí mismo. Así se movió Bugai al dejar el teléfono; tropezó con el escritorio y se sentó en su sillón. Se agarró el corazón.
—No se vaya a morir todavía.
—Hay una buena explicación.
—Pero no la tiene. —Arkady movió su silla hasta quedar a un brazo de distancia de Bugai y, con voz más suave, añadió—: Por favor, no empeore las cosas con mentiras. En este momento me interesa más la información que su pellejo, pero la situación puede cambiar.
—Me dijeron que habría secreto bancario.
—¿Es ruso y creyó que habría secreto bancario?
—Pero esto era en Panamá.
—Bugai, concéntrese. De momento es un asunto entre nosotros dos. Adonde vaya a parar depende del grado de su colaboración. Voy a hacerle unas cuantas preguntas básicas, sólo para ver hasta qué punto es franco.
—¿Preguntas cuyas respuestas ya conoce?
—Eso no importa. Lo que cuenta es su colaboración.
—Podría haber sido un préstamo.
—¿El dolor lo ayudaría a concentrarse?
—No.
—No tenemos por qué recurrir a eso. ¿Quién firmó los cheques que depositó en su cuenta?
—John O’Brien.
—¿A cambio de qué?
—De lo que sabíamos acerca de AzuPanamá.
—De lo que Serguei Pribluda sabía acerca de AzuPanamá.
—Así es.
—¿Y eso era…?
—Lo único que sé es que se iba acercando demasiado.
—¿Estaba a punto de averiguar que AzuPanamá era un vendedor de azúcar fraudulento creado por los cubanos para renegociar su contrato con Rusia?
—Básicamente, sí.
—Estaban preocupados.
—Así es.
—O’Brien y…
—El Ministerio del Azúcar, AzuPanamá, Walls —concluyó Bugai.
—Así que tenían que detener a Pribluda.
—Sí. Pero había muchos modos de detenerlo. Reclutarlo, sobornarlo, hacer que trabajara en otro asunto. Les dije que no quería tener nada que ver con la violencia. O’Brien estuvo de acuerdo; dijo que la violencia sólo llama la atención.
—Pero Pribluda está muerto.
—Tuvo un ataque cardíaco. Cualquiera puede sufrir un ataque cardíaco, no sólo yo. O’Brien jura que nadie lo tocó.
Arkady rodeó a Bugai y el escritorio; observó al vicecónsul desde diferentes ángulos. Pese al aire acondicionado, el sudor traspasaba las axilas y las solapas de la bata de Bugai.
—¿Ha estado en Angola?
—No.
—¿En África?
—No. Nadie quiere que lo destinen allí, créame.
—¿Es peor que Cuba?
—No hay punto de comparación.
—Hábleme del Club de Yates de La Habana.
—¿Qué?
—Sólo cuénteme lo que sabe. Bugai frunció el entrecejo.
—En Miramar hay un edificio que era el Club de Yates de La Habana. —Se relajó lo bastante para secarse la cara con un pañuelo—. Un lugar impresionante.
—¿Es lo único que sabe?
—Es lo único que se me ocurre. Y una anécdota.
—¿Cuál?
—Pues, antes de la Revolución, el viejo dictador Batista solicitó que lo admitieran como socio. Era el gobernante único de Cuba, tenía poder de vida o muerte sobre la gente y todo lo que esto entraña. Daba igual, el Club de Yates de La Habana lo rechazó. Ése fue el principio del fin de Batista, dicen. El fin de su poder. El Club de Yates de La Habana.
—¿Quién le contó la anécdota?
—John O’Brien. —Bugai tuvo ocasión de echar un vistazo a su escritorio—. ¿Por qué está encendido el intercomunicador? Creí que esto era algo entre nosotros dos.
Arkady indicó a Bugai que lo siguiera. Salieron de su despacho, recorrieron una sala llena de escritorios vacíos hasta llegar al de Olga Petrovna, sentada en un reducido cubículo que ella había intentado adornar con calcomanías y fotos de su nieta. Junto al intercomunicador había una grabadora activada por la voz; detrás de ella se encontraba un hombre corpulento con la clase de rostro en el que se pueden afilar cuchillos. De hecho, Olga Petrovna añoraba cada día más a Pribluda, en lugar de menos, y la mera sugerencia, hecha por Arkady cuando la halló desayunando, de que otro ruso hubiese traicionado a Pribluda bastó para que le presentara al jefe de los guardias de la embajada y encendiera su grabadora.
—Hablábamos en privado —protestó Bugai.
—No le dije toda la verdad —reconoció Arkady—. Olga Petrovna tomaba apuntes, por si yo cometía errores.
Y así era. La regordeta paloma de Pribluda acabó con una fioritura y clavó en Bugai una mirada de la que el propio Stalin se habría sentido orgulloso.
Unos ángeles negros sostenían coronas de flores encima del Teatro García Lorca. Un murciélago negro anidaba en el edificio Bacardí. También estaba la pequeña jinetera negra, sentada en la casita rosa de Daysi, que no era mucho más grande que un depósito de agua pintado de rosa.
Para esconderse no estaba mal; sólo tubos de chimeneas y palomas alrededor. Ya que habían vaciado el agua del aljibe, ésta debía subirse en cubos, pero lo que Ofelia vio del interior del depósito resultaba bastante espacioso: baldosas en el suelo, una cama adornada con flores de papel. Teresa había subido a la azotea una silla y una novela rosa con ilustraciones. Sus rodillas parecían raspadas y su rizada melena, descentrada, amontonada a un lado.
Cuando Ofelia subió por la escalera, Teresa miró hacia abajo con ojos entornados.
—¿Tienes el traje de baño?
—Voy a enseñártelo.
—¿Te conozco del puerto deportivo? ¿Del Malecón? Ofelia esperó a llegar a la azotea antes de levantarse las gafas.
—De la Casa de Amor.
El velo cayó de los ojos de Teresa. Observó a Ofelia de arriba abajo y calculó el valor de los finos zapatos, el pantalón azul elástico, el top blanco, las anchas gafas de sol de Armani. Ella misma vestía todavía el mismo atuendo manchado que llevaba cuando Ofelia la había detenido.
—Puta. Mírate. No creo que te vistas así con el sueldo de policía, no, no, no. No estoy ciega. Reconozco a la competencia cuando la veo. Por eso me persigues todo el tiempo.
El primer impulso de Ofelia fue contestar con un «Estúpida, hay miles de chicas como tú en La Habana». Bajó la vista y contempló los tejados que se extendían hacia el mar, colores como de ropa recortable en los tendederos. Gorriones asustados por un halcón peregrino. La persecución revoloteó en torno a la cúpula de la capital y prosiguió entre los árboles del Prado. El invierno era la estación de los halcones en La Habana. En lugar de tratar de asustar a Teresa, Ofelia dijo:
—Lo siento.
—¡Cono! «Lo siento». No hay ningún traje de baño de la QVC, ¿verdad?
—No.
—Qué gracia. Perdí a mi alemán. Perdí mi dinero. Me pusiste en la lista de putas. No puedo regresar a Ciego de Ávila porque mi familia necesita que me quede y les mande dinero, si no, estaría en una jodida escuela, como dices. Y, ahora que me has jodido la vida, ¿tú también eres una jinetera? Qué gracia.
—No estás en la lista.
—¿No estoy en la lista?
—No estás en la lista. Sólo lo dije para fastidiarte.
—Porque competimos.
—Chica lista.
—Jódete.
A Teresa le salieron los mocos y formaron una mancha mojada en el labio superior.
—Teresa…
—Déjame en paz. Lárgate, cono.
Ofelia no podía marcharse. Luna se había vuelto loco al ver a Arkady en el Centro Ruso-Cubano, pero sólo la había metido en el maletero del coche pese a que le habría resultado fácil cortarle el pescuezo con el machete. ¿Por qué?
—Siéntate.
—Cono. Lárgate.
—Siéntate —ordenó Ofelia.
La obligó a sentarse en la silla y se colocó a sus espaldas.
—Quédate ahí.
Los ojos de Teresa la siguieron.
—¿Qué haces?
—Estate quieta. —Ofelia buscó el cepillo y el peine nuevos en su bolso y tiró de los negros rizos de Teresa, tan parecidos a virutas—. Quédate sentada.
Los rizos, las ondas y las pelotillas de rizos pegadas al cuero cabelludo, tan tirantes como resortes, habrían asustado a Ofelia de no ser porque el cabello de Muriel era casi tan espeso como el de Teresa. No bastaría con una pasada del cepillo; tendría que tratar ese cabello como plumas, desenredarlo poco a poco, darle forma.
—Tienes que cuidarte, chica.
Al principio Teresa se sometió con silenciosa hosquedad, pero al cabo de un minuto su cabeza empezó a seguir el ritmo del cepillo. Un cabello como el suyo se calentaba con el cepillado; sobre todo en días calurosos, quedaba bruñido como la plata con un poco de atención. Al separar el cabello de la nuca, Ofelia sintió que Teresa se relajaba. ¿Catorce años? ¿A solas dos días? ¿Temerosa por su vida? Hasta los gatos callejeros necesitaban que los acariciaran.
—Ojalá tuviera un cabello como el tuyo. No necesitaría almohada.
—Todo el mundo dice lo mismo —murmuró Teresa—. Así está mejor.
Sin embargo, según se relajaba, los hombros de Teresa empezaron a estremecerse y volvió hacia Ofelia una cara mojada por las lágrimas.
—Ahora tengo la cara hecha un asco.
—Te daré una alegría. —Ofelia guardó el cepillo en el bolso—. Déjame enseñarte qué más tengo.
—¿El estúpido traje de baño?
—Algo mejor que un traje de baño.
—¿Un condón?
—No, mejor que un condón.
Ofelia sacó la Makarov de 9 mm y dejó que Teresa la sostuviera.
—Pesa.
—Sí. —Ofelia cogió la pistola—. Creo que deberían dar pistolas a todas las mujeres. Ninguna a los hombres, sólo a las mujeres.
—Apuesto a que Hedy deseaba tener algo como esto. ¿Conocía a mi amiga Hedy?
—Yo fui la que la encontró.
—¡Cono! —exclamó Teresa, más bien asombrada.
Cuando Ofelia guardó la pistola, permaneció de rodillas y bajó la voz, como si no tuvieran el horizonte entero de La Habana para ellas solas.
—Sé que tienes miedo de que te suceda lo mismo, pero puedo evitarlo. Tienes una idea de quién lo hizo, ¿no?, de otro modo no te esconderías. La pregunta es, ¿de quién te escondes?
—¿De veras eres policía?
—Sí, y no quiero encontrarte como encontré a Hedy. —Ofelia dejó que la chica la contemplara un momento—. ¿Qué ocurrió con la protección de Hedy?
—No lo sé.
—El hombre que os protege, a ti y a Hedy, ¿cómo se llama?
—No puedo decírtelo.
—No puedes porque está en el minint y crees que se enterará. Si lo cojo primero, podrás bajar de esta azotea.
Teresa se cruzó de brazos y, pese al calor, la recorrió un escalofrío.
—En realidad, no creía que un turista vendría y se casaría conmigo. ¿Quién querría llevarse a casa a una negra ignorante? Todo el mundo se burlaría de él. «Oye, Hermann, no tenías por qué casarte con tu puta». No soy estúpida.
—Lo sé.
—Hedy era muy buena.
—¿Sabes?, creo que puedo ayudarte. No tienes que decir su nombre, yo lo diré.
—No sé.
—Luna. El sargento Facundo Luna.
—Yo no he dicho eso.
—No lo has dicho tú, lo he dicho yo.
Teresa apartó la mirada y la posó en los ángeles asentados en equilibrio sobre el teatro. Una brisa le levantó el cabello, como parecía hacer con el de los ángeles.
—Se pone furioso.
—Tiene mal genio, lo sé. Pero es posible que yo te diga algo que te ayude. ¿Te has acostado con él? Mírame a los ojos —pidió Ofelia cuando Teresa vaciló.
—Sí. Una vez. Pero Hedy era su chica.
—Cuando te acostaste con él…
—No voy a darte detalles.
—Sólo un detalle. ¿Se quedó en calzoncillos?
Teresa dejó escapar una risita. Fue el primer momento exento de seriedad desde que Ofelia la había encontrado.
—Sí.
—¿Te dijo por qué?
—Sólo dijo que eso es lo que hacía siempre.
—¿Se los quedó todo el tiempo?
—Todo el tiempo.
—¿No se los quitó para nada?
—Conmigo no.
—¿Se lo preguntaste a Hedy?
—Bueno. —Teresa movió la cabeza de lado a lado—. Sí. Éramos muy buenas amigas. Tampoco se los quitaba con ella.
—¿Sabes?, chica, no estaría mal que te quedaras aquí otro día, pero creo que estás bastante a salvo.
—¿Qué hay de Hedy?
—Voy a tener que pensar en eso. —Al coger su bolso y ponerse en pie, Ofelia besó a Teresa en la mejilla—. Me has ayudado.
—Me gustó conversar.
—A mí también. —Ofelia empezó a bajar por la escalera y se detuvo a medio camino—. Por cierto, ¿conocías a Rufo Pinero?
—¿Un amigo de Facundo? Lo vi una vez. No me cayó bien.
—¿Por qué no?
—Tenía uno de esos celulares. El gran señor jinetero, siempre pegado al teléfono. No tenía tiempo para mí. ¿De veras crees que estaré a salvo?
—Creo que sí.
Lo que intrigaba a Ofelia, desde que el sargento Luna no la había matado de buenas a primeras en el centro ruso, era si Luna era un abakúa. Difícil dilucidar esto entre los miembros de una sociedad secreta. La PNR había intentado infiltrarse en el abakúa, pero les salió el tiro por la culata: los abakúa se infiltraron en la policía y reclutaron a la mayoría de los agentes machos, blancos y negros. Identificarlos se había convertido en un arte. Un abakúa podía robar un camión del patio del ministerio, pero no robaría ni un peso a un amigo. Nunca dejaba pasar un insulto. Podría asesinar, pero nunca delataría a sus compañeros. Nunca llevaba nada femenino, ni pendientes, ni cinturones ceñidos ni cabello largo. Había una identificación definitiva: un abakúa nunca enseñaba el trasero desnudo a nadie. Nunca se quitaba los calzoncillos, ni siquiera cuando hacía el amor: ése era su talón de Aquiles.
Había otra cosa que un abakúa nunca hacía.
Nunca hacía daño a una mujer.