El DeSoto se hallaba aparcado delante del Rosita. Ofelia se encontraba en la cama, acurrucada y fuertemente envuelta en las sábanas. Arkady se desvistió en la oscuridad, se acostó a su lado y supo, gracias a los latidos de su corazón, que estaba despierta. Pasó una mano por su pecho y brazo arriba, hasta tocar la pistola.
—Regresaste al depósito de Luna.
—Quería ver lo que tenía allí.
—¿Fuiste sola? —Arkady interpretó su silencio—. Dijiste que llevarías a alguien contigo. Yo te habría acompañado.
—No puedo tener miedo de entrar en una casa a solas.
—Yo tengo miedo a menudo. ¿Qué encontraste?
Ofelia le describió las condiciones en que se hallaba el club ruso-cubano, el vestíbulo y cada estancia a medida que las registraba, la cabra, la puerta del comedor y la granada a la que estaba conectada. También le explicó cómo había sorteado las secuelas de la explosión para entrar en un comedor y una cocina sin hornos, neveras ni congeladores, para luego desandar el camino y regresar al vestíbulo, apoyar la escalera de mano en la balaustrada del balcón y subir al entresuelo a fin de registrar las habitaciones, abriendo cada puerta con el mango de una escoba. No había más trampas, ni cabras; sólo sus excrementos y tarros abiertos de brillantina rusa que las cabras habían limpiado con la lengua. Para entonces, había pasado la hora que habían fijado para reunirse en el parque y, cuando fue al Club de Yates de La Habana, él no se presentó. Ofelia soltó la pistola, lo besó en la boca y apartó los labios de los suyos poco a poco.
—Creí que no vendrías.
—Simplemente nos cruzamos.
La abrazó y la sintió deslizarse debajo de él. Al cabo de un momento entró en ella y ella lo envolvió. La lengua de Ofelia era dulce; su espalda, dura y, allí donde la penetró, infinitamente profundo.
Comieron pan de plátano con cerveza mientras Arkady le hablaba de su visita al apartamento de Mostovoi, todo menos el incendio, pues quizás ella diera demasiada importancia a un incendio provocado. Tuvo que sonreír. Ofelia se había introducido a hurtadillas bajo sus defensas, un pajarito sobre alambre de espino. También causaba placer —morboso o profesional— hablar con una colega. Ella era una colega, aunque su punto de vista no fuese tanto de un mundo diferente como de otro universo. Era una colega, aun sentada desnuda, con las piernas cruzadas en la neblinosa luz producida por un apagón.
—Hay partes de La Habana que no tienen electricidad desde hace semanas, aunque eso no lo leerás aquí—. Ofelia señaló el periódico en que venía envuelto el pan. En primera plana figuraba una foto borrosa de revolucionarios celebrando una victoria y una cabecera roja en la que se leía Granma. —Es el periódico oficial del partido.
Arkady miró la fecha.
—Es de hace dos semanas.
—Mi madre no lo lee; sólo lo compra para envolver la comida. De todos modos, fuera lo que fuese que Luna tenía que trasladar… televisión, aparato de vídeo, zapatos… ya lo ha trasladado. Ya no estaban allí.
—Trató de matarnos en el coche. Mató a Hedy y a su amigo italiano a juzgar por la combinación de punzón y machete; no creo que sea una técnica habitual. Y, si limpiaba de minas los campos de Angola, sabía preparar una granada. Creo que el menor de sus delitos es haberse llevado el vídeo de Rufo.
—En realidad sólo golpeó tu coche.
—¿Qué? —Éste era un nuevo cariz, pensó Arkady.
—A mí sólo me metió en el maletero.
—Te dejó allí para que te asfixiaras.
—Puede. Tú me sacaste.
—Y luego trató de hacer pedazos el coche.
—Sobre todo a ti. —A Arkady esto se le antojó que era hilar muy fino, pero Ofelia continuó—: Así que fuiste al club de yates y no encontraste nada. ¿Qué hiciste luego?
—No lo sé exactamente. —Arkady le habló de la cena de bogavantes en el «paladar» Angola.
—Eran tipos militares y se llamaban a sí mismos Club de Yates de La Habana. ¿Es usual que oficiales del ejército monopolicen un restaurante privado?
—No es algo desconocido.
—¿O que les sirvan langosta?
—Puede que fueran sus propias langostas. Muchos oficiales pescan con arpón. La marina también vende langostas. Los oficiales no comen nada mal.
—Parecían descontentos.
—Éste es el período especial… excepto tú y yo, todo el mundo está descontento. ¿Qué vehículos llevaban?
—Utilitarios deportivos.
—¿Lo ves?
—Pero al menos media docena no comió la langosta.
—Eso sí que es extraño —concedió Ofelia.
—No hubo discursos.
—Muy extraño.
—Eso me pareció en vista de lo que conozco del carácter cubano. Además, también estaban presentes Walls, O’Brien y Mostovoi. O’Brien me describió como el nuevo ruso, como si tomara el lugar de Pribluda. Tengo la sensación de que algo ocurrió frente a mis narices y que no lo vi. O’Brien me lleva siempre la delantera.
—No ha cometido ningún delito.
—Todavía. —Arkady decidió no hacer alusión a la orden de búsqueda y captura estadounidense ni a los veinte millones de dólares defraudados a Rusia por lo del azúcar—. ¿Por qué iban a llamarse Club de Yates de La Habana veinte cubanos bien situados?
—¿Una broma?
—Ésa fue la respuesta para la fotografía de Pribluda.
—¿Crees que esto es distinto?
—No, creo que es lo mismo, pero no creo que fuese una broma.
—Los oficiales en la cena, ¿tenían nombre?
—Ninguno que yo oyera. Lo único que puedo decir es que todos llevaban guayabera y pidieron bogavante en papeles que debían desenrollarse para leerlos. Algunos, como Erasmo, ni siquiera tocaron el bogavante, sino que observaban y los contaban; y, en cuanto sirvieron el último, la cena se acabó, diríase que como resultado de una votación unánime. Quizá lo descubra mañana. Veré a Walls y a O’Brien antes de marcharme.
—Con tal de que no pierdas tu avión.
Arkady sabía que escudriñaba su rostro en busca de una reacción a la partida. Ni él mismo conocía su propia reacción. La situación de ambos resultaba tan precaria que el más mínimo movimiento mareaba. Su mirada se posó en el periódico con el que la madre de Ofelia había envuelto el pan de plátano.
—¿A qué se dedica Chango ahora?
—¿Qué quieres decir?
Ofelia no estaba dispuesta a cambiar de tema.
Arkady cogió el periódico, una hoja grasienta doblada en la foto de un muñeco negro con pañuelo rojo. El pie de foto decía: «noche folclórica aplazada. Debido a condiciones inclementes fue necesario aplazar el Festival Folclórico Cubano hasta dos sábados más, en la Casa de la Cultura de los Trabajadores de la Construcción».
—«Condiciones inclementes», lo entiendo, y «sábado», y la Casa de la Cultura es el Club de Yates de La Habana.
—Sólo dice que debido a la lluvia se aplazó el festival folclórico dos semanas.
Arkady comprobó la fecha.
—Hasta mañana.
Se levantó y contempló a Chango, sentado en el rincón, la mano izquierda apoyada flojamente en el bastón, las piernas extendidas, los rasgos a medio formar y la mirada vidriosa que devolvía la del ruso. Cuanto más lo estudiaba, tanto más se convencía de que era el que había desaparecido del apartamento de Pribluda en el Malecón. El mismo pañuelo rojo, las mismas zapatillas de deporte Reebok, la misma mirada impertinente.
—Me hace pensar en Luna.
—Claro, Luna es un hijo de Chango.
—¿Hijo de Chango? —De nuevo, Arkady tuvo la impresión de que cualquier conversación con Ofelia estaba repleta de trampillas que podían abrirse y dejarlo caer a uno en un universo alternativo—. ¿Cómo lo sabes?
—Es obvio. Sexual, violento, apasionado. Chango de pe a pa.
—¿En serio? —Arkady se inclinó y examinó las cuentas amarillas en el cuello de Ofelia—. Y… —Oshun— repuso ella, envarada.
—La he oído mencionar.
—Tú eres un hijo de Oggun.
Arkady sintió que iba cayendo por la trampilla abierta.
—¿Y quién es Oggun?
—Oggun es el peor enemigo de Chango. A menudo luchan porque Chango es muy violento y Oggun protege contra el crimen.
—¿Un policía? No me parece divertido.
—Puede entristecerse mucho. En una ocasión se enojó tanto con la gente, con sus crímenes y mentiras, que se adentró en lo más hondo del bosque, tanto que nadie lo encontraba, y guardó tanto silencio que nadie podía hablar con él ni convencerlo de que saliera. Finalmente, Oshun fue a buscarlo, y anduvo y anduvo por el bosque hasta llegar a un claro junto a un arroyo. No cometió el error de llamarlo, sino que empezó a bailar lentamente con los brazos tendidos, así. Oshun tiene su propio baile, muy sensual. Ni siquiera lo llamó cuando creyó que sentía curiosidad y se acercaba a ella. Bailó más rápido, más despacio y, cuando él salió de su escondite, siguió bailando, hasta que se aproximó tanto que ella pudo meter los dedos en una calabaza llena de miel que colgaba de su cintura y le untó los labios de miel. Oggun nunca había probado nada tan dulce. Oshun bailó y se llenó la mano de miel y le untó más miel en la boca, más miel, hasta que lo ató a ella con una cuerda de seda amarilla y lo trajo de vuelta al mundo.
—Eso podría funcionar.
No la miel, sino la dulce sal de la piel de Ofelia. No una cuerda de seda, sino sus brazos. Ni una palabra, sino manos y labios. Arkady la estaba acercando más a él, cuando el bastón de Chango raspó el suelo. El muñeco cayó hacia adelante, con la cabeza ladeada y, con la misma lentitud que un borracho al liberarse de las obligaciones de la respetabilidad, se fue deslizando fuera de la silla y aterrizó de bruces con un ruido sordo.
—Menudo hechizo —dijo Arkady. Estaba funcionando con él. Se apeó de la cama, recogió el muñeco y lo sentó de nuevo. He aquí una figura que lo había seguido por toda La Habana, su sombra compañera. No sabía cómo había logrado sentarlo en la silla, porque el bastón se deslizaba hacia un lado y el muñeco se desmoronaba obstinadamente hacia el otro—. La cabeza es demasiado pesada, no puede mantenerse derecho.
—Déjalo, no es más que cartón piedra.
—No lo creo. —Se había roto el hechizo. Arkady levantó a Chango y lo llevó a la cama, para ver mejor cómo estaba cosida la cabeza a la camisa—. ¿Tienes tijeras en tu neceser?
Arkady se puso pantalones y Ofelia se cubrió con el abrigo. Puesto que las tijeras para las uñas eran pequeñas, Arkady tuvo que cortar los puntos uno a uno a fin de separar la cabeza del palo de madera que constituía la espina dorsal del muñeco. Dejó que el cuerpo degollado rodara hacia el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó Ofelia.
—Examino a Chango.
Le cortó el pañuelo, dejando un círculo de tela roja pegado. La cabeza, de cartón piedra cubierto de pintura dura como la laca, parecía un cráneo lleno de protuberancias y teñido de negro. Ofelia encontró un cuchillo dentado en un cajón de la cocina. Arkady aserró la cabeza desde la oreja, pasando por la coronilla, hasta la otra oreja; separó la cara del muñeco, como si fuese una máscara, de la estopilla usada como molde en la cara de alguien con el fin de conferir a la efigie sus burdos rasgos. Debajo de la estopilla había periódicos arrugados y, debajo de éstos, un objeto ovalado y plano cubierto de cinta adhesiva plateada. Con pequeños tijeretazos, Arkady cortó los bordes de la cinta y la despegó, para revelar cinco gruesos cartuchos marrones parafinados y etiquetados en inglés: «Hi-Drive Dynamite.». Habían calentado y moldeado los cartuchos a fin de apretarlos juntos envueltos en plexiglás para que cupieran en el espacio ovalado de la cabeza. En el cartucho del medio habían impreso la placa circuito de un receptor de radio del tamaño de una tarjeta de crédito, con batería del tamaño de un botón y antena integradas. Arkady enderezó la placa con delicadeza. Todos los cables estaban apretujados en torno a un detonador insertado profundamente en la dinamita misma. Pese al aire acondicionado, Arkady sintió que lo bañaba el sudor. Él y Ofelia llevaban casi una semana cerca, a ratos, del muñeco. En cualquier momento alguien podría haber pulsado el control remoto y haber puesto fin a su estancia en La Habana.
Apartó tijeras y cuchillo.
—¿Tienes algo que no produzca chispas?
Ofelia acurrucó la cabeza del muñeco en su regazo y desenterró delicadamente el detonador con las uñas.
Tenía uno que admirar a una mujer como ella, pensó Arkady.