Lo que Arkady recordaba del alojamiento de Mostovoi, en el quinto piso del hotel Sierra Maestra, era una balconada repleta de triciclos aparcados y, en el interior, una sala de estar con carteles de películas, artefactos africanos, una mullida alfombra, un sofá de piel y un balcón que daba al mar. También recordaba una cerradura y un pasador en la puerta, una precaución sensata teniendo en cuenta sus cámaras y su equipo fotográfico. En caso de que se le ocurriera descender al balcón de Mostovoi mediante una cuerda desde el tejado del hotel sabía por Sucre Noir, la cinta de vídeo de Rufo, que una barra de hierro atrancaba la puerta corredera de cristal. Los soldados nazis lo sabían todo acerca de cómo irrumpir por puertas de cristal; no así Arkady. Además, no se trataba únicamente de entrar, sino de hacer que Mostovoi saliera y echar otra mirada a las fotografías en la pared.
Mostovoi tenía razón al llamar el hotel Europa Central; el café y la tienda eran rusos; las pintadas en la puerta del ascensor, polacas, y el vestíbulo entero se hallaba vacío. Ni siquiera el olor a aceite rancio de la máquina expendedora de palomitas junto a la escalera conseguía ocultar el constante hedor a coles.
La última vez que Arkady había estado allí, Mostovoi había cambiado la fotografía del safari por la de un velero, o tal vez hubiese regalado el rinoceronte desde que había filmado Sucre Noir, o bien se había cansado de ver un animal muerto en la pared. La foto del safari, sin embargo, parecía el centro exótico de su galería privada, y Arkady deseaba verla con sus propios ojos antes de que Mostovoi pudiese volver a sustituir las fotos. La idea consistía en hacer que Mostovoi saliera a toda prisa.
Puede que Arkady no fuese un tirador experto ni miembro de un comando, pero una de las cosas valiosas que había aprendido era que por todas partes se encontraba combustible para provocar confusión. Detrás de una puerta marcada prohibida la entrada había unas mugrosas cortinas encima de una silla de tres patas tapizada con símil cuero, entre bolsas de plástico llenas de granos de maíz, patatas fritas y latas de aceite para freír. Arkady se aseguró de que no estuviese echado el pestillo de las demás salidas del vestíbulo, antes de llevar la silla y las cortinas hasta la máquina expendedora de palomitas y regresar a por las patatas y el aceite. Abrió las latas y echó el viscoso líquido por la escalera del hotel, arrojó las cortinas sobre el aceite, añadió las bolsas de patatas y encendió la última bolsa con su encendedor… el encendedor de Rufo, de hecho. La bolsa de plástico se encendió bien y las patatas fritas, secas y saturadas de aceite, constituían el mejor combustible del mundo. La silla y las cortinas eran de poliuretano, una forma de petróleo sólido. Para vaporizarse, el aceite para freír debía calentarse bien; pero, en cuanto lo hacía, causaba un incendio difícil de apagar. A continuación, Arkady subió a pie al quinto piso.
Se tomó su tiempo. La alarma, una anticuada campana con badajo, empezó a sonar antes de que llegara a medio camino y, para cuando llegó al descansillo del piso de Mostovoi y miró hacia abajo, el aceite de las patatas fritas aceleraba las llamas de un naranja brillante, mientras otras llamas más oscuras lamían la silla y las cortinas. Los residentes se alinearon en los balcones a fin de observar el espectáculo producido por policías en motocicleta que abrían el camino para un camión rojo de bomberos y una cisterna de agua. El hotel se hallaba a pocas manzanas de la zona de embajadas en Miramar, por lo que Arkady previo una rápida respuesta. Un Mostovoi calvo, en shorts, echó una ojeada por la puerta abierta, se aventuró a unirse a los demás residentes en la balaustrada de su piso y corrió hacia su apartamento antes de que la puerta se cerrara a sus espaldas. En la acera, los espectadores saltaron hacia atrás cuando el aceite prendió con un rugido desde la máquina expendedora de palomitas hasta la calle. El efecto de la brisa marina sobre el hotel creó justo suficiente vacío para atraer el humo negro hacia el edificio. El plástico flotó hacia arriba, cual seda, mientras un bombero con altavoz agitaba los brazos, indicando a los mirones de los balcones que evacuaran el edificio. Arkady se apartó para no sufrir la estampida de las familias que bajaban corriendo. El apartamento de Mostovoi se encontraba más cerca de la escalera en el otro extremo del balcón. El ruso salió de nuevo; vestía pantalón y camisa, y llevaba tupé, bolsas de cámaras colgadas en desorden del hombro y zapatos en la mano; a ojos vista era de esos hombres a quienes agrada ir siempre atildados y que no les metan prisas. En cuanto Mostovoi echó a andar hacia la escalera del fondo, Arkady se encaminó hacia su puerta, a la vez que sacaba la cartera de Pribluda de su nuevo macuto. Bajo el peso de su equipo, Mostovoi no se había detenido para echar el pasador de la puerta, que se cerró sólo con el picaporte. Arkady escogió una tarjeta de crédito; lo había visto hacer en el cine, pero nunca lo había intentado. Si no funcionaba, esperaría el regreso de Mostovoi. Deslizó la tarjeta en la jamba y la movió; simultáneamente hizo girar el pomo y empujó con la cadera. Tres caderazos y entró.
El apartamento tenía nuevamente aire de residencia de un diplomático ruso de rango medio en el extranjero, decorado con los recuerdos de un hombre que había viajado mucho, que hacía la limpieza mejor que la mayoría de los solteros, que se interesaba por los libros y las artes y que no ostentaba sus propios esfuerzos creativos. La fotografía que Arkady había visto en el vídeo se encontraba en la pared, de vuelta en su lugar entre la foto de un colega en la Torre de Londres y un círculo de amigos en París.
En ella figuraban cinco hombres con rifles de asalto, uno de pie y cuatro arrodillados en torno a un rinoceronte muerto. Arkady descubrió que las patas de la pobre bestia estaban despedazadas y en su panza abierta brillaban los intestinos. Los hombres no eran cazadores sino soldados, uno ruso y tres cubanos. Mostovoi, veinte años más joven, ya empezaba a perder el cabello. Erasmo, con una barba que no era sino un mero vestigio de adolescente. Un Luna novato y flaco sostenía un Ak-47 como si fuese un bebé. Tico lucía la sonrisa alegre y temeraria de un líder, en lugar de la mirada miope de un hombre en busca de escapes en una cámara de neumático. Detrás de ellos, en chaqueta de safari con numerosos bolsillos, George Washington Walls. El pie de foto rezaba: «El mejor equipo de demolición en Angola enseña a un camarada revolucionario su nuevo dispositivo para rastrear minas». Las patas del rinoceronte estaban reducidas a pulpa hasta las rodillas. Arkady imaginó el frenesí de agonía y confusión del animal al adentrarse en un campo minado, y pensó también en la insensibilidad que los hombres desarrollan cuando tratan de conservar la vida. Tico y Mostovoi estaban en los extremos del grupo. Junto a la rodilla de Tico se hallaba la tapa aplastada de una mina de presión; junto a la de Mostovoi, el rectángulo convexo de una Claymore, una mina antipersonal con instrucciones en inglés: «This Side to the Enemy», este lado hacia el enemigo. Era una buena fotografía, teniendo en cuenta que Mostovoi debía de haber fijado el temporizador del aparato y correr a ponerse en su lugar, teniendo en cuenta la intensa luz africana, teniendo en cuenta que probablemente hubiera minas alrededor. Arkady casi oyó las moscas.
Arkady recorrió el resto del apartamento antes de que Mostovoi regresara. En su primera visita no había visto las fotografías autografiadas en el pasillo, fotografías en las que Mostovoi aparecía junto a famosos directores de cine rusos o la erótica serie de cubanas que parecían haber sido tomadas en la cama del propio Mostovoi. Arkady registró la cómoda, la mesita de noche y debajo de la almohada. En una mesa lateral había un ordenador portátil, un escáner y una impresora. El ordenador le denegó el acceso en cuanto lo encendió. Las probabilidades de dar con la contraseña eran remotas. No había pistola en el cajón ni debajo de la cama.
Arkady se adentró aún más en el pasillo y en una habitación reducida convertida en cuarto oscuro, con cortina negra en el interior de la puerta. Una luz roja estaba encendida, como si a Mostovoi lo hubiesen interrumpido en pleno revelado. Arkady se abrió paso entre una ampliadora y baños de apestosos líquidos de fijación y de revelado. Unos negativos rojos se rizaban colgados de una cuerda para tender ropa. Visto a contraluz, no contenía más que voleibol al desnudo, y las fotos reveladas sujetas a una pizarra eran las típicas de una embajada: rusos de visita en un ingenio azucarero, entregando tarjetas postales de los niños de Moscú, regalando vodka a editores cubanos. Efectivamente, los rusos parecían «bolos».
De nuevo en el pasillo, Arkady tuvo que vérselas con más archivadores de fotografías. Hojeó un montón de pruebas de vacaciones en Italia y en Provenza. Ni desnudos ni África. Finalmente, en la cocina abrió la nevera y encontró sopa Vichyssoise, una lata abierta de aceitunas, vino chileno, estuches de películas y, detrás de una bolsa de huevos, una Astra de 9 mm, una pistola española de cañón tubular. Vació el cargador junto al fregadero, volvió a colocarlo, limpió el arma y la dejó detrás de los huevos. Había una bandeja de cubitos de hielo en el fregadero; Arkady la llenó de balas y agua y la metió en el congelador antes de sentarse en la sala de estar y esperar el regreso de Mostovoi.
A juzgar por el calendario de Rufo —es decir, la urgencia por matar a alguien que sólo se quedaría una semana en la ciudad—, Arkady tenía la sensación de que se acababa el tiempo, el suyo. Al día siguiente por la noche podría estar abordando el vuelo a casa, con Pribluda, pero algo le decía que aún faltaba el acontecimiento, fuera lo que fuese, que daría sentido al Club de Yates de La Habana, a Rufo y Hedy y al mejor equipo de demolición de África.
Ofelia no llevó a nadie. Con cuidado de no arañar sus zapatos nuevos, subió por los escalones del Centro Ruso-Cubano y dejó caer las gafas de sol en el bolso con el pan de plátanos al entrar en el vestíbulo, que había cambiado desde el día anterior: las estatuas de la cortadora de caña y el pescador habían caído de cabeza sobre las baldosas, la escalera de mano se hallaba tirada junto a la barra, ahora astillada, y no había coche en el suelo. El polvo ascendía por el rayo rojo de luz que caía desde la vidriera, casi a nivel del techo. ¿Centro ruso-cubano? Que ella supiera, cuando los rusos creían liderar el glorioso futuro, era raro el cubano al que invitaban a entrar.
Respiró hondo. Había llegado sola para ver lo que Luna había llevado en la carretilla la noche anterior, porque no quería involucrar a nadie hasta encontrar pruebas. La PNR no acusaba a un funcionario del Ministerio del Interior sin razones de peso. Ése era su motivo profesional. El verdadero motivo era personal: nada la humillaba tanto como tener miedo y en el interior del maletero del Lada había tenido tanto miedo que se le habían saltado las lágrimas. Hacía prácticas adicionales en el campo de tiro justamente para que esto no le ocurriera. Al sacar la pistola del bolso de paja vio su propio reflejo en el polvoriento espejo que colgaba detrás de la barra, y giró sobre sí misma; su cuerpo y su arma se movieron como una pequeña y peligrosa jinetera.
Ahora, de nuevo en el vestíbulo, le volvió el gusto a arpillera y leche de coco. Así la había levantado Luna, como un coco que se echa en un costal, para luego echar éste en un maletero. Camino del club, Ofelia había buscado el Lada, pero había desaparecido; acaso un taller de Atares ya lo estuviera fagocitando. Una brillante pista seguía el camino de la carretilla sobre las baldosas con el dibujo de la hoz y el martillo, hacia un sombrío corredor de paredes de hormigón y puertas de madera dura cubana.
Ofelia abrió la primera puerta de un puntapié, entró en un cuarto de equipaje vacío, lo escudriñó mientras apuntaba con la pistola y regresó al pasillo antes de que alguien pudiera acercársele por detrás. La siguiente puerta ostentaba el título de «director» y prometía ser más espaciosa y alejada de la tenue luz del vestíbulo. Ofelia había cargado la pistola, pero necesitaba también una linterna. Sabía que debería haber pensado en ello.
Ésta era la clase de situación en que una tenía que imaginar lo que encontraría con mayor probabilidad. Un sargento del Ministerio del Interior usaba la misma arma que ella, pero un hombre de la provincia de Oriente confiaría más en su machete. Además, él conocía el trazado del centro, y ella no. Podía salir de cualquier rincón, cual un descomunal duende maligno.
Ofelia empujó la puerta con el pie, entró y se agachó contra una pared. Cuando sus ojos se adaptaron vio que habían despojado el despacho de escritorio, sillas y alfombra. Sólo quedaban un busto de Lenin en un pedestal y rayas horizontales rojas y negras pintadas con pulverizador en paredes, ventanas y el rostro de Lenin. Oyó algo moverse en el corredor.
Se le ocurrió que debería haberse puesto el uniforme. Si un agente de la PNR la encontraba vestida así, ¿qué pensaría? ¿Y Blas? Creería que habrían podido divertirse mucho en Madrid.
Salió del despacho andando sobre una rodilla, apuntando a la izquierda y luego a la derecha. Fuera lo que fuese, el ruido se había detenido, aunque Luna podía llegar de cualquier dirección. Ésta era una de esas ocasiones en que las prácticas de tiro al blanco daban su fruto, por el mero hecho de aguantar con firmeza tanto tiempo una pesada pistola. El pan de plátano era algo ridículo con que cargar, y pensó en la posibilidad de aligerar su carga, pero recordó que las niñas habían ayudado a hacerlo.
El despacho de al lado estaba vacío también, salvo por granos de maíz y plumas en el suelo. Ofelia volvió a oír pasos detrás de ella, que se mantenían a distancia, como vacilantes. Se agachó cuanto pudo para avistar y apuntar una silueta. Cruzó el pasillo hacia lo que había sido una sala de conferencias, ya sin mesa, ni sillas, ni ventanas, sólo una fila de caras y barcos rusos enmarcados. Pensó que si la seguía más de una persona, era el momento perfecto para cerrar las puertas en cada extremo; sería tan eficaz como enterrarla.
Despacio, se dijo, aunque parpadeaba para quitarse el sudor de los ojos; respiraba por la boca, mala señal, y los hombros le dolían por el peso de la pistola. Estaba en la oscuridad hasta que abrió la puerta de un cuarto de la ropa blanca, en el cual, a través de ventanas enteras, la luz caía a raudales sobre las estanterías todavía blancas donde antaño se habían guardado sábanas y toallas; hasta el polvo era blanco como el talco. En el suelo, un pollo blanco decapitado se hallaba en un círculo de sangre seca. Ofelia dejó la puerta abierta a fin de iluminar el pasillo y siguió un letrero que indicaba «comedor». Revisó una despensa en la que sólo había listas en la pared, en ruso, de carne, productos lácteos y harina que se esperaban seis años antes. Había una nota a una tal Lena, «patatas rusas, no cubanas». Documentos históricos que se desvanecieron al cerrarse el cuarto de la ropa blanca.
Era el lugar más oscuro de todos. Introducirse de nuevo en el pasillo fue como entrar en un pozo minero. Nada más que oscuridad a sus espaldas y, delante, nada más que una tenue luz contra la que se recortaba la puerta del comedor. Ofelia percibió tanto como oyó los pasos que la seguían de muy cerca. Su padre había cortado caña y ella sabía cómo se hacía. Primero, machetazo en la base, luego, arriba, para cortar la cabeza de la caña. Arkady le había dicho que Luna era diestro, lo que significaba que, dado lo reducido del pasillo, daría un machetazo hacia abajo y hacia la izquierda. Se hizo tan pequeña como pudo, pegada a la derecha.
Percibió una respiración. Una cara peluda se presionó contra la suya; Ofelia tendió la mano y sintió dos gruesos y cortos cuernos. Una cabra. Había olvidado las cabras. Las demás se habían marchado o ésta era la única que había encontrado el camino hacia la planta baja. Una cabra pequeña de barba tiesa, tan flaca que se le veían las costillas, y con un morro inquisitivo que se metió en el bolso de la detective. El pan de plátano, por supuesto. Ofelia se colocó la pistola entre las piernas, desenvolvió el pan y arrancó la mitad. No veía a la cabra, pero la oyó devorar el pan como si no hubiese comido en varios días. El olor del pan debía de haber sido una atracción irresistible en su recorrido del edificio. Se alegró de que su ruso no lo hubiese visto.
Cuando la cabra intentó arrancar el resto del pan, Ofelia le dio un puntapié nada amable y luego le rascó el cuello flaco para que la perdonara. Habiéndose criado en Hershey sabía cómo tratar a cabras, pollos y voraces cerdos.
Desalentada, la cabra se alejó con un trémulo balido; aunque Ofelia esperaba verla irse por donde había llegado y regresar con la manada, algo pareció atraerla en la dirección opuesta. No la veía, pero oía las pezuñas del animal acercarse a la puerta del comedor, al fantasmal olor a comida de hacía seis años. Se trataba de una puerta de batiente. La cabra la abrió con el morro y la traspuso al trote. La puerta se abrió y cerró dos veces, se detuvo y volvió a abrirse de golpe, empujada por llamas y humo.
Si bien se encontraba protegida en el momento de la explosión, le silbaron los oídos y sintió la cara raspada. El oscuro corredor se llenó de polvo de cemento. Desprovista de vista y oído, Ofelia blandió la pistola de un lado a otro hasta que el aire se aclaró un poco y pudo distinguir la tenue luz que hacía resaltar la puerta del comedor. Avanzó a rastras, sintió la parte inferior del nudo de una cuerda que se había aflojado y empujó la puerta.
No había sido sino una granada de fragmentación, pensó Ofelia, pero en un espacio reducido cumplía bien su cometido. La mitad de la cabra se hallaba junto a la puerta y la otra mitad en medio del largo pasillo, como cuando un cañón falla al disparar contra un blanco. Una pared estaba picada de esquirlas de metal. Las quemaduras en la otra mostraban el lugar donde habían colocado la granada en el suelo, con la cuerda en la anilla. Suaves grumos de sangre y carne goteaban del techo.
Más allá, el pasillo daba al comedor donde antaño servían brandy y pastelitos a capitanes de navío rusos y sus oficiales; más allá aún Ofelia vio una espaciosa cocina. En alguna ocasión alguien había intentado forzar desde fuera la rejilla de ventilación y había doblado una tablilla, que dejaba que un dedo de luz penetrara en la lobreguez.
Ofelia esperó a sentir suficiente valor para avanzar. Pronto lo lograría.
Arkady faltó a la cita con Ofelia en el parque. Permaneció sentado en la sala de estar de Mostovoi, de cara a la puerta y hojeando las páginas de una libreta de direcciones que encontró en la mesita de noche. Pinero, Rufo. Luna, sargento Facundo. Alemán, Erasmo. Walls. No encontró a ningún Tico, pero, aparte de él, el equipo figuraba al completo. Sin contar el vicecónsul Bugai, hoteles y talleres en La Habana, laboratorios de película franceses, los nombres de muchas chicas con apuntes sobre su edad, color y estatura.
Las ocho. Mostovoi tardaba en regresar. Hacía tiempo que el siniestro se había acabado, los camiones de bomberos se habían marchado y los residentes vuelto a sus apartamentos.
Arkady esperaba ver a Mostovoi entrar, sorprenderse y fingir indignación por la intrusión. Le haría preguntas sobre Luna y Walls, y las plantearía de tal modo que Mostovoi recurriría a la pistola en la nevera. Según la experiencia de Arkady, la gente alterada suele hablar más cuando cree haber cambiado las tornas. Si Mostovoi apretaba el gatillo, también constituiría una información. Claro que todo esto dependía de que Mostovoi no llevara otra pistola en una de las bolsas de cámara.
Con sólo cerrar los ojos, las imágenes aparecieron en su mente. El Club de Yates de La Habana de Pribluda. El Pribluda de Olga Petrovna y la foto de despedida que Pribluda había hecho del propio Arkady. El mejor equipo de demolición de África. Las imágenes que nos acompañan. Un pueblo de tribus que veía fotografías por primera vez creía que eran almas robadas. Ojalá fuera cierto. Ojalá hubiese tomado más fotos de Irina, pero la veía todo el tiempo cuando se encontraba a solas. Claro que estar en La Habana equivalía a vivir en una fotografía que ha perdido sus colores, ya de por sí nada realistas.
Las nueve. El día había desaparecido mientras aguardaba a un hombre que regresaba. Arkady dejó cuidadosamente la libreta de direcciones donde la había encontrado, volvió a archivar las fotos en sus cajas y salió por la puerta de la balconada, donde, a pesar de la hora tardía, unos chiquillos andaban de un extremo a otro en triciclo. Desde medio camino a Miramar las luces de la embajada le devolvieron la mirada. Bajó en ascensor. La máquina expendedora de palomitas había desaparecido y la escalera estaba chamuscada; aparte de esto, diríase que nada había pasado.
Avanzó mecánicamente por la avenida Primera por el Malecón, como si fuese, pensó, un velero tirado por botes de remo con viento muerto. Hasta no pasar delante de la casa de la familia de Erasmo no se dio cuenta de que las piernas lo llevaban hacia la cita con Ofelia en el Club de Yates de La Habana. «Vi. CYLH 2200 Angola». Ésta era la noche.
O tal vez no. Iba retrasado cuando las palmeras reales del camino de entrada del club se alzaron a la vista, pero del DeSoto de Ofelia no había la menor señal. El club estaba a oscuras; la única iluminación procedía de dos finos haces de luz de vigilancia. Ningún sonido, excepto coches que rodeaban la rotonda y el graznar de un pájaro anidado en una palmera. Ésta era su brillante idea, su oportunidad de adelantarse a los acontecimientos. Fuera cual fuese el acontecimiento, tendría lugar otro viernes por la noche. Buscó a Ofelia en las demás calles que iban a dar a la rotonda. Aunque un retraso de media hora no parecía mucho en Cuba, Ofelia no estaba presente.
Un taxi se detuvo y Arkady se dejó caer en el asiento del pasajero, al lado del conductor, un anciano con un puro apagado en la boca.
—¿Adónde?
Buena pregunta, pensó Arkady. Había ido a todos los lugares que se le ocurrían. ¿De vuelta al apartamento de Mostovoi? ¿A la playa del Este con Ofelia? ¿Lo ves?, se dijo, así fue exactamente como había perdido a Irina, por no prestar atención. ¿Cómo si no, iba un hombre a llegar tarde no a una, sino a dos citas?
—Busco a alguien. Podríamos ir por ahí —dijo en inglés.
—¿Adónde?
—¿Podríamos circular por aquí, por el club de yates?
—¿Adónde?
El anciano se quitó el puro de la boca y expulsó la palabra como si fuese un anillo de humo.
—¿Hay algo cerca de aquí que tenga que ver con Angola?
—¿Angola? ¿Quiere ir a Angola?
—No quiero ir a la embajada de Angola.
—No, no, entiendo perfectamente.
Con un gesto pidió paciencia a Arkady, mientras sacaba un fajo de tarjetas de visita del bolsillo de su camisa, encontró una y enseñó a Arkady una tarjeta muy manoseada con un sol en relieve encima de las palabras «Angola, un paladar africano en Miramar».
—Está muy cerca.
—¿Está cerca?
—Claro. —El conductor se metió las tarjetas en el bolsillo.
Arkady conocía la costumbre. En Moscú los taxistas tenían un acuerdo con ciertos restaurantes, mediante el cual recibían una propina si dejaban a un pasajero en él. Al parecer, lo mismo sucedía en La Habana. Arkady pensó que podrían pasar a ver si el DeSoto se encontraba allí.
El Angola se encontraba en una oscura calle de grandes mansiones coloniales, a un minuto de distancia. Sobre una alta verja de hierro colgaba un letrero de neón con un sol tan dorado que parecía gotear. El taxista echó una mirada y siguió conduciendo.
—Lo siento, no puede. Está reservado esta noche.
—Pase por delante de nuevo.
—No podemos. Está, como le digo, completamente reservado. Cualquier otro día, ¿sí?
Arkady no hablaba español, pero entendió «completamente reservado». No obstante, pidió:
—Sólo pase por delante.
—No.
Arkady se bajó en la esquina, pagó al conductor suficiente para un buen cigarro puro y regresó andando bajo una espectacular bóveda de desiguales ramas de cedro. A ambos lados de la calle había aparcados varios Nissan y Range Rover nuevos, algunos con chófer casi en posición de firme detrás del volante. En las espesas sombras de la acera sólo se distinguían las anaranjadas volutas de cigarrillos; el rumor de las conversaciones bajó de volumen cuando Arkady aminoró el paso a fin de admirar un Imperial descapotable blanco que reflejaba el sol de neón. Cuando abrió la verja, una figura surgió súbitamente de en la oscuridad para evitar que entrara. El capitán Arcos vestido de paisano, cual un armadillo fuera de su caparazón.
—Está bien. —Arkady señaló una mesa al otro lado de la verja—. Estoy con ellos.
El Angola era un restaurante al aire libre en un jardín repleto de arborescentes helechos iluminados por debajo y altas estatuas africanas. Dos hombres con delantal blanco cocinaban en una parrilla y, aunque a Arkady le habían dicho que un «paladar» no podía servir a más de una docena de comensales a la vez, a las mesas situadas alrededor de la parrilla había como mínimo veinte comensales, todos hombres cuarentones y cincuentones, blancos en su mayoría, todos con porte de mando, prosperidad, éxito, y todos cubanos, excepto John O’Brien y George Washington Walls.
—Lo sabía… —O’Brien saludó a Arkady con la mano—, le dije a George que vendrías.
—Es cierto. —Walls agitó la cabeza, más sorprendido por O’Brien que por Arkady.
—Cuando me enteré de que Rufo fue lo bastante estúpido para escribir en una pared el lugar y la hora, supe que no dejarías de venir.
O’Brien pidió otra silla. Hasta él vestía guayabera, que parecía el uniforme de la velada. Los dos cubanos a la mesa lo miraron en busca de guía. Aunque eran hombres duros y maduros, diríase que O’Brien era como un cura entre niños. El restaurante entero se había callado, incluyendo a Erasmo, que se hallaba en su silla de ruedas a dos mesas de allí, con Tico y Mostovoi, su antiguo camarada de armas, el único otro no cubano. Qué raro ver a los mecánicos tan atildados.
—Es perfecto que hayas venido. —O’Brien parecía realmente contento—. Todo encaja.
—Es el nuevo «bolo» —explicó Walls al cubano sentado a su lado.
El alivio se pintó en todos los rostros, salvo en el de Erasmo, quien lanzó a Arkady una mirada hosca. Mostovoi lo saludó.
—¿Soy el nuevo ruso? —preguntó Arkady.
—Hace que formes parte del club.
—¿Qué club?
—El Club de Yates de La Habana, por supuesto.
Los camareros sirvieron agua y ron, aunque el café gozaba de igual popularidad, cosa extraña en vista de la hora, pensó Arkady.
—¿Cómo sabes que fui al apartamento de Rufo?
—George es un fanático del boxeo, ¿sabes? Fue hoy al gimnasio Atares a ver un poco de entrenamiento, y el entrenador le habló del hombre blanco con abrigo negro que vio salir del cuarto de Rufo anoche. George entró y lo vio en la pared, una pista que alguien tan listo como tú no pasaría por alto. Puede que sí, puede que no. Hemos de andarnos con cuidado. Recuerda que he sido blanco de más trampas policiales de las que te imaginas. Por cierto, acuérdate de que todos los amigos aquí presentes todavía recuerdan el ruso. Cuidado con lo que digas.
Walls pasó la vista por la ropa nueva de Arkady.
—¡Vaya mejora!
Los chefs levantaron unos bogavantes de un gran costal y los pusieron sobre una tabla de cortar, donde seccionaron y limpiaron la cara interna de las colas, antes de colocarlos, todavía vivos, sobre la parrilla y empujarlos con palos de madera cuando trataban de alejarse de las llamas. Arkady no vio ni menús ni comida africana. Los dos cubanos sentados a su mesa le estrecharon la mano pero no se presentaron. Uno era blanco y el otro, mulato, si bien compartían la misma musculatura, la misma mirada directa, las mismas uñas obsesivamente cuidadas y el mismo corte de pelo de los militares.
—¿Qué hacen en este club? —inquirió Arkady.
—Pueden hacer cualquier cosa —contestó O’Brien—. La gente se pregunta lo que ocurrirá con Cuba muerto Fidel. ¿Será una Corea del Norte caribeña? ¿La pandilla de Miami irrumpirá y recuperará sus casas y sus cañaverales? ¿Entrará la mafia? ¿O habrá, simplemente, anarquía, y esto será otro Haití? Los norteamericanos se preguntan cómo Cuba puede pensar siquiera en sobrevivir, sin una infraestructura repleta de gerentes con diplomas universitarios.
Los gigantescos bogavantes, los más grandes que hubiese visto Arkady, se tornaron rojos entre las llamas y las chispas.
—Pero lo bueno de la evolución —continuó O’Brien— es que no se puede detener. Elimina los negocios. Haz que el ejército sea la carrera preferida de los jóvenes idealistas. Mándalos a guerras en el extranjero, pero no les des suficiente dinero para que luchen, haz que se lo ganen. Haz que comercien con marfil y diamantes para que tengan suficientes municiones con que defenderse. Acabas teniendo un interesante grupo de empresarios. Luego, porque resulta barato, cuando el ejército regresa a casa, haz que se vuelva hacia la agricultura, la hostelería, el azúcar. Haz que los héroes administren el turismo, los cítricos y la industria del níquel. Créeme, negociar un contrato con una empresa constructora de Milán equivale a dos años en la facultad de empresariales de Harvard. Los aquí presentes esta noche son la flor y nata.
—¿El Club de Yates de La Habana?
—Les gusta el nombre —declaró Walls—. Es una cuestión social.
Una vez asados los bogavantes, los chefs agitaron un cuenco de cristal lleno de papeles enrollados, escogieron cuatro de éstos y los desenrollaron antes de enviar los bogavantes a una mesa. A Arkady se le antojó un mejor sistema para la lotería que para un restaurante. ¿Cómo sabía el chef quién había pedido qué? ¿Por qué había sólo dos posibilidades, bogavantes o nada?
—Creía que los restaurantes privados no tenían permiso para servir bogavantes.
—Tal vez esta noche sea una excepción. Arkady volvió a ver a Mostovoi.
—¿Por qué soy el nuevo ruso? ¿Por qué no puede serlo Mostovoi?
—Ésta es una empresa que necesita algo más que un pornógrafo. Tú has sustituido a Pribluda. Es algo que todos pueden aceptar. —O’Brien adoptó un tono de perdonavidas—. Y puedes guardar la fotografía que Pribluda te mandó. Habría sido agradable que en algún momento nos la hubieras ofrecido en señal de confianza, pero ahora ya formas parte del equipo.
—Rufo murió por la foto.
—Gracias a Dios, te prefiero a ti. En el fondo, todo ha funcionado estupendamente.
—¿Trabajan algunas de estas personas en el Ministerio del Azúcar? ¿Algunas tienen que ver con AzuPanamá?
—A algunos los conocimos a través de AzuPanamá, sí. Éstos son los hombres que toman las decisiones, en la medida en que alguien, aparte de Fidel, puede tomarlas. Algunos son ministros adjuntos, otros son todavía generales y coroneles, hombres que se conocen de toda la vida y están ahora en su mejor momento. Naturalmente, hacen planes. Es una aspiración humana natural, eso de querer mejorar su situación y dejar algo para la familia. Igual que Fidel. Ha colocado en el gobierno a un hijo legítimo y a una docena de ilegítimos. Estos hombres no son diferentes.
—¿El casino encaja con esto?
—Espero que sí.
—¿Por qué me cuentas esto?
—John siempre dice la verdad —manifestó Walls—. Es sólo que la verdad contiene muchas capas.
—Casino, tropas de combate, AzuPanamá. ¿Cuál es real y cuál farsa?
—En Cuba —afirmó O’Brien— existe una fina separación entre lo real y lo ridículo. De niño, Fidel escribió a Franklin Roosevelt y le pidió un dólar norteamericano. Luego los equipos de la liga mayor de Estados Unidos lo entrevistaron como posible lanzador. Es un hombre que estuvo a un pelo de ser un norteamericano modélico. En lugar de eso, se convirtió en Fidel. Por cierto, el informe de la entrevista decía: «Bola rápida bastante buena, ningún control». En el fondo, mi estimado Arkady, todo es ridículo.
El cuerpo en la bahía estaba muerto, Rufo estaba muerto, a Hedy y a su italiano los habían matado a machetazo limpio, pensó Arkady. Eso era real. Los cubanos sentados a la mesa escuchaban a medias y observaban cómo los bogavantes seguían saliendo de la parrilla y la curiosa ceremonia de lectura de papeles cogidos al azar de un cuenco. Quien era servido parecía importar menos que el hecho de que a todos les tocara un crustáceo. Arkady tenía la impresión de que, de haber un papel en blanco, si alguien no había pedido bogavante, el grupo entero se levantaría y se marcharía.
—¿Te molesta? —Arkady señaló a Erasmo con la cabeza.
—Por favor —O’Brien le dio su aprobación.
Tico desmembraba alegremente su crustáceo y Mostovoi chupaba una pinza.
—No se consiguen langostas tan suculentas en ningún otro lugar del mundo. —Mostovoi se limpió la boca en cuanto Arkady se sentó. No daba señales de haber relacionado el incendio en el hotel Sierra Maestra con Arkady.
Erasmo no dijo nada ni tocó su bogavante. Arkady lo evocó cuando bebía ron peleón y bailaba en su silla al son del tambor de Mongo en casa del santero, cuando se inclinaba sobre la portezuela del Jeep mientras paseaban por el Malecón. Ahora era un Erasmo más sosegado.
—Así que éste es el verdadero Club de Yates de La Habana —le dijo Arkady—. Sin Mongo y sin pescados.
—Es un club diferente.
—Eso parece.
—No lo entiendes. Éstos son hombres que lucharon juntos en Angola y Etiopía, que lucharon codo con codo con los rusos, que compartieron la misma experiencia.
—Excepto O’Brien.
—Y tú.
—¿Yo? —Arkady no recordaba el comienzo—. ¿Cómo ocurrió?
La cabeza de Erasmo parecía no aguantarse, como si hubiese intentado en vano beber hasta la inconsciencia.
—¿Cómo ocurren las cosas? Por accidente. Es como si estuvieras en medio de una obra de teatro, digamos en el segundo acto, y alguien se presenta en el escenario. Alguien que no figura en el guión. ¿Qué haces? Primero, tratas de sacarlo, dejas caer un saco de arena o tratas de llevarlo tras bambalinas para poder golpearlo en la cabeza con un mínimo de barullo, porque hay público. Si no puedes sacar al hijo de puta del escenario, entonces ¿qué haces? Empiezas a incorporarlo a la obra, le das el papel de alguien que no está presente, le das las entradas tan bien como puedes para que no haya cambios en el tercer acto, el acto que habías planeado.
Entregaron el último bogavante. Cada plato estaba cubierto con un bogavante o con un caparazón limpio, aunque Arkady se fijó en que muchos comensales no mostraron interés en la cena cuando se la sirvieron. Un hombre alto con gafas de aviador se levantó con un vaso de ron en la mano. Era el oficial que Arkady había visto en una foto de Erasmo con el comandante. Propuso un brindis por el Club de Yates de La Habana.
Todos menos Arkady y Erasmo se pusieron en pie, aunque Erasmo alzó su vaso.
—¿Ahora qué? —preguntó Arkady—. ¿Va a empezar una reunión?
—La reunión se ha acabado. —Y, con un susurro, Erasmo añadió—: Buena suerte.
De hecho, los hombres se marchaban en cuanto dejaban su vaso en la mesa; no salían en tropel, sino que se deslizaban en grupos de dos o tres hacia la oscuridad pasando debajo del sol de neón. Arkady oyó el ruido apagado de portezuelas abiertas y cerradas y de motores puestos en marcha. Mostovoi desapareció como una sombra. Tico empujó a Erasmo, que apoyaba la frente sobre una mano, como Hamlet cuando piensa en sus opciones. Los únicos que quedaban en el «paladar» eran el personal, Walls, O’Brien y Arkady.
—Ahora formas parte del club —anunció O’Brien—. ¿Cómo lo encuentras?
—Un poco misterioso.
—Pues sólo llevas seis días aquí. Se tarda toda una vida en entender a Cuba. ¿No estás de acuerdo, George? —Absolutamente.
O’Brien hizo palanca con los brazos y se levantó.
—En todo caso, tenemos prisa. Es casi la hora de las brujas y francamente estoy agotado.
—¿Pribluda estaba metido en esto? —inquirió Arkady.
—Si de veras quieres saberlo, ven al barco mañana por la tarde.
—Regreso a Moscú mañana por la noche.
—Tú decides. —Walls abrió la verja. El Imperial refulgía junto a la acera.
—¿Qué es el Club de Yates de La Habana? —insistió Arkady.
—¿Qué quieres que sea? —contestó John O’Brien con otra pregunta—. Unos cuantos tipos que se divierten con un sedal. Un edificio, un tugurio, que espera el tacto de una varita mágica para convertirse en cien millones de dólares. Un grupo de patriotas, veteranos de las guerras de su propio país, en una reunión social. Es lo que tú quieres que sea.