22

Ofelia había salido temprano y Renko no la reconoció cuando regresó con ceñidos téjanos blancos, ceñido top blanco y gafas de sol con montura blanca, cargada con bolsas de café, azúcar y naranjas. Lucía una nueva y cegadora aura, pensó él, como un reactor nuclear cuando le quitan las barras de control; para él traía una camisa que llevaba bordado un jugador de polo, sombrero de paja de ala estrecha, bolso de cintura a la moda y gafas de sol.

—¿Dónde has encontrado esto?

—Hay hoteles en la playa del Este, con tiendas que no aceptan más que dólares. Es el dinero de tu amigo Pribluda, pero creo que lo aprobaría, ¿no?

Renko cogió la camisa.

—No creo que esto me vaya bien.

—Qué remedio. Luna tiene una foto de ti. Tenemos que lograr que seas distinto, por si la hace circular.

—No hay modo de que parezca cubano.

—Cubano, no. Si alguien puede confundir un turista contigo, quizá te tomen por un turista.

La verdad sólo la reconoció ante sí misma: había experimentado una vergonzosa emoción al entrar en las tiendas con tanto dinero. Había añadido peine y cepillo nuevos a su bolso de paja. Lo necesario para representar determinado papel. Además, vestir a un hombre constituía un íntimo placer.

Dobló el abrigo de Renko y lo colocó sobre el respaldo de una silla.

—Hemos pagado dos noches y dejaremos tu abrigo aquí.

La playa del Este ofrecía la sobrecogedora nulidad de arena, mar y casas blanqueadas por el sol que, más que colores, lucían el recuerdo de colores. Un cartel anunciaba la inminente construcción de un hotel francés por una «Brigada Socialista-Leninista de Trabajadores», y playa abajo se alzaban filas de nuevos hoteles ya construidos. Ofelia conducía, y Arkady descubrió que ir en el DeSoto de Ofelia, un monstruo antiguo con aletas en forma de cuña, lo volvía invisible. A un turista blanco con una atractiva cubana lo etiquetaban al instante y lo olvidaban. Por primera vez encajaba, pues por todas partes había ejemplos de él y Ofelia: un alto holandés y una negra casi en miniatura sentados a una mesa debajo del parasol de Cinzano que constituía un café al aire libre, un mexicano con una jinetera rubia tomando el aire en un «bici-taxi», un inglés gordo con una chica que andaba a trompicones con sus nuevos zapatos de plataforma. Ofelia identificaba las nacionalidades de un vistazo. Lo que Arkady notaba era que todas las parejas iban cogidas de la mano pero no conversaban.

—Cada uno tiene su propia fantasía —le explicó Ofelia—. Él, que puede dejar atrás su corriente vida cotidiana y vivir como un rico en una isla como ésta, y ella, de la que él se enamorará y se la llevará a lo que cree que es el mundo real. Mejor que no se comuniquen.

Sin embargo, Ofelia también experimentaba un agradable anonimato con sus gafas oscuras y sus téjanos, con la postura de su barbilla, y cuando pasaban frente a los cristales de los escaparates veía el reflejo perfectamente aceptable de una jinetera y un turista, quizás algo más guapo que la mayoría.

Al ver a una cubana acercarse, el guardia situado en la entrada del puerto deportivo Hemingway iba a salir de su caseta, pero volvió a meterse al ver que Arkady sorteaba la barrera con ella. Pasaron de largo la tienda del puerto y atravesaron el césped hasta el muelle donde Jorge Washington Walls lo había dejado tras su visita al Club de Yates de La Habana. Diríase que el mismo partido de voleibol seguía en curso. Otros norteamericanos iban y venían con bolsas de ropa sucia; un chico con pantalón recortado empujaba una carretilla llena de cajas de cerveza hacia un yate azul del tamaño de un iceberg. Ofelia contempló los tres canales repletos de yates que costaban un millón de dólares con la misma indiferencia con que Cleopatra podría haber revisado sus falúas. Acaso no le impresionaban, pensó Arkady, debido a la chica cubana tumbada en una hamaca colgada del botalón de un velero.

—¿Qué hay aquí de tan peligroso? —preguntó Ofelia.

—No lo sé. ¿Ya habías estado aquí?

—Una o dos veces. Tú sigue. Yo estoy buscando a alguien.

En medio de tantos barcos de fibra de vidrio iguales, la silueta del Gavilán resultaba oscura, diferente, y Arkady la distinguió en el amarradero hacia el cual se dirigía Walls cuando un patrón del puerto lo había alejado con un gesto y había gritado «¡peligroso!» a unas personas que nadaban con tubos de respiración. No había nadadores ahora, y Arkady no veía ningún problema. El buque avituallador de hidroaviones se balanceaba pacíficamente contra los neumáticos protectores del muelle y se alimentaba de electricidad mediante unos cables que pasaban por encima de la balaustrada de latón de la embarcación. Ni nadadores, ni gritos: sólo el profundo rugido del motor de un yate que se aproximaba lentamente por el canal.

Arkady avanzó a lo largo del canal y no vio ni obstrucciones en el agua ni pecios en el muelle. Un tubo galvanizado llevaba agua a cada amarradero; una tripulación extranjera limpiaba un enorme yate de tres pisos, se mojaban los unos a los otros y bebían el agua, lo que probaba que ésta era hasta potable. Los barcos norteamericanos en Cuba formaban una interesante comunidad de grandiosos palacios blancos mezclados con vulgares botes de pesca cuyas manchas semejaban bigotes; todos ellos infringían las leyes por el simple hecho de encontrarse allí. Arkady no había estado nunca en un yate; pero, puesto que había pasado un tiempo en Vladivostok, rodeado de buques factoría y bous, sabía algo de lo que representaba alimentarlos de electricidad. Así pues, lo que le llamó la atención de las cajas de distribución espaciadas en el embarcadero del puerto deportivo Hemingway, que llegaban a la cintura de un hombre normal, fue que muy pocas poseían enchufes normales. En lugar de esto, un cable iba de la caja y otro salía del barco, y, allí donde se encontraban, los empalmaban, protegiendo la conexión del agua con una bolsa de plástico transparente pegada con cinta aislante en cada extremo. Arkady siguió andando hasta un café al aire libre, en el extremo del muelle. Al menos la mitad de las conexiones que vio de camino eran mediante cables empalmados, metidos en bolsas de plástico y hundidos en el agua entre el casco de la embarcación y el muro de hormigón del muelle.

El espejo de popa del Alabama Barón estaba embarrado de entrañas y escamas de pez, aunque a Ofelia no le pareció que la jinetera en la hamaca del velero fuese un marinero. La chica tenía el aspecto de Julia Roberts en Pretty Woman, una imagen muy popular en Cuba: toneladas de cabello, ojos miopes, labios que hacían pucheros; observaba cómo, en la pantalla de un televisor portátil conectado a una pequeña antena parabólica atornillada a la cubierta, vendían una pulsera. Ofelia reconoció el Home Shopping Network, un programa de ventas por televisión también muy popular entre quienes en Cuba se podían permitir una antena parabólica. La mujer en la pantalla se colocó la pulsera sobre la muñeca para que la luz jugara con las piedras. El sonido estaba anulado, pero el precio apareció en la esquina de la pantalla.

—Muy bonito —dijo Ofelia.

—¿Verdad? Y buen precio.

—¿Es de diamantes?

—Como si lo fuera. La semana pasada ofrecían una cadena para los tobillos con las mismas piedras. Si crees que ése es un buen precio, espera. —La mujer en la televisión depositó la pulsera sobre una almohadilla de terciopelo y añadió unos pendientes—. ¿Ves? Lo sabía. Si haces el pedido demasiado pronto no te dan los aretes. Tienes que saber esperar y luego tomas el teléfono y les das el número de tu tarjeta de crédito y la pulsera será tuya al cabo de dos días. —Julia Roberts miró a Ofelia de reojo—. Eres nueva aquí.

—Busco a Teresa.

La mujer de la televisión se echó una crencha de cabello hacia atrás a fin de exhibir los pendientes, izquierda, derecha, de frente. Otra chica salió del camarote, luciendo top y sandalias de caucho con la correa entre el dedo gordo y el cuarto dedo del pie. Su cabello era casi tan corto como el de Ofelia, pero rubio oxigenado.

—¿Conoces a Teresa?

—Sí. Luna me dijo que la encontraría aquí.

—¿Conoces a Facundo? —La chica de la hamaca se incorporó.

—Me lo han presentado.

—Teresa está muy alterada. —La rubia se arrodilló junto a la balaustrada y susurró—: Estaba en el cuarto de al lado cuando le cortaron el pescuezo a Hedy. Eran muy buenas amigas.

—A ella también le dieron la lata —dijo Julia Roberts—. Una puta policía la regañó. Por ayudar a alimentar a su familia, ya sabes.

—Lo sé.

—Teresa tiene miedo —declaró la rubia—. Se fue a su casa, en el campo, y no creo que vuelva aquí en un tiempo.

—¿Tiene miedo del sargento?

—Has conocido al sargento; ¿tú qué crees? —preguntó Julia Roberts—. Con todo respeto, ¿qué crees? Yo sólo lo conozco, pero Teresa y Hedy eran sus chicas privadas, ¿entiendes?

La rubia observó apreciativamente a Ofelia.

—¿No eres un poco vieja para esto? ¿Cuántos años tienes, veinticuatro, veinticinco?

—Veintinueve.

—No está mal.

—Estoy… tratando… de… dormir. —Una profunda voz norteamericana llegó de las entrañas del velero y una forma subió pesadamente por la escalera de la cocina. Debía de ser el mismísimo barón de Alabama, pensó Ofelia. Llevaba una gorra de los Astros de Houston, shorts y camisa hawaiana que no cubría la panza quemada por el sol, quemadura que alivió pasando una lata de cerveza por toda su extensión. Se cernió sobre las dos cubanas en su barco—. Hablar. Hablar, hablar. ¡Jesús, cómo habláis, las mujeres! Eh… —añadió, al ver a Ofelia—, puede que el concurso de talentos esté abierto todavía.

—Está conmigo —dijo Arkady, que había desandado el camino por el muelle hasta llegar al avituallador y al velero, amarrados uno detrás del otro—. Estábamos admirando los barcos.

El barón echó un vistazo a las latas de cerveza en su cubierta hasta que se percató de que Arkady se refería al Gavilán.

—Sí, claro, es un cabrón clásico. Un auténtico barco que transportaba ron clandestino; sólo le faltan los agujeros de balas.

¿Transportador de ron clandestino? A Arkady le gustó. Sonaba a Capone

—¿Rápido?

—Yo diría que sí. Estamos hablando de un V-12, cuatrocientos caballos, sesenta nudos, más rápido que un torpedero. Sólo que, con tanta madera, hay que pasarse el día entero en el muelle lijándolo, barnizándolo y encerándolo.

—Eso sí que es una desventaja —convino Arkady.

—No queda tiempo para pescar. Claro que aquí le hacen todo el mantenimiento. Goza de un trato especial. ¿De dónde eres?

—De Chicago.

—¿En serio? —El barón digirió la información—. ¿Pescas?

—Ojalá. No tengo tiempo.

—¿Las indígenas te mantienen ocupado a su modo? Los ojos del barón regresaron a Ofelia, quien mantuvo cara de palo, como si no entendiera.

—Ocupado.

—Pues es un mundo en el que o se pesca o se folla, de veras. Te diré algo. Lo último que quiero es que levanten el embargo. Cuba es barata, bonita, agradecida. Si quitan el embargo, en un año será como otra Florida. Yo vivo de mi pensión y no podría permitirme a Susy. —Con la mano libre señaló a la chica en la hamaca, cuya mirada había vuelto a fijarse en el televisor y en un nuevo artículo, un reloj incrustado en un elefante de cristal. Arkady recordó la lista de Rufo, la de nombres y teléfonos. Susy y Daysi. ¿Acaso la otra chica se oxigenaba el pelo para justificar su apodo inglés? Arkady se fijó en que Ofelia también había captado el nombre.

—¿Qué quieres decir con eso de «trato especial»? —preguntó al barón.

—El propietario del barco es George Washington Walls. Su héroe. Oye, yo fui bombero durante veinte años. Sé todo lo que hay que saber sobre héroes, y los héroes no apuntan a la cabeza de un piloto con una pistola.

—¿No será que eres…? —Arkady arqueó una ceja con delicadeza.

—¿Racista? No lo soy.

Para probarlo, el barón abarcó a las jineteras y a Ofelia con un gesto.

—Dame ejemplos, entonces.

—Por ejemplo… —Los ánimos del barón se habían caldeado. Se apoyó en un soporte de cable metálico para conservar el equilibrio y señaló el cable que alimentaba al barco nodriza—. Mira el cable de conexión que instalaron ayer especialmente para él. Ahora, mira el mío. —Allí donde el cable de conexión del Alabama Barón se hundía en el agua se hallaba el típico empalme en bolsa de plástico más sucia que las demás—. Entiendo que aquí son muy ingeniosos y que tienen barcos norteamericanos y europeos con diferentes voltajes eléctricos y tienen que amañar un nuevo cable para cada barco que se enchufa, pero soy bombero y conozco los cables calientes y el agua. Si uno mete este cable de conexión en el agua, con un poquito de agua que se filtre se podría freír a los peces. Lo único que digo es, ¿por qué el señor Walls tiene el único amarradero en todo el puerto deportivo con un nuevo cable de conexión?

—¿Y si un nadador estuviese en el agua?

—Lo mataría.

—¿De un ataque cardíaco?

—Le pararía el corazón de golpe.

—¿Y habría señales de quemadura?

—Sólo si tocara el cable. He visto cuerpos en bañeras con un secador de pelo enchufado, es lo mismo. Mírala. —El barón hizo un gesto de aprobación hacia Ofelia—. Es como si entendiera cada palabra.

Por el simple hecho de que dijeran que Teresa había vuelto al campo, Ofelia estaba segura de que la jinetera se escondía en casa de unos amigos en La Habana. Desde el DeSoto, Ofelia marcó los números que Rufo tenía de Daysi y Susy y, cuando no hubo respuesta, llamó a Blas.

—No es como un rayo, pero sí —confirmó el doctor—, si un cable desprotegido y enchufado a la red se introduce en el agua, habría obviamente una descarga.

—¿Cómo de fuerte?

—Depende. Sumergida en el agua, la electricidad pierde potencia de modo exponencial, dependiendo de la distancia de la fuente. Además está el tamaño y la condición física de la víctima y las peculiaridades de cada corazón.

—¿La descarga sería fatal?

—Depende. La corriente alterna, por ejemplo, es más peligrosa que la corriente continua. El agua salada es mejor conductora que el agua dulce.

—¿Dejaría marcas?

—Depende. Si hubiese contacto, habría una quemadura. Desde más lejos, la persona podría no experimentar más que un hormigueo en las extremidades. Pero el corazón y el centro respiratorio del cerebro funcionan con arreglo a impulsos eléctricos, y una descarga eléctrica podría iniciar fibrilaciones sin causar trauma a los tejidos.

—Lo que significa que, sin estar ni demasiado cerca ni demasiado lejos de un cable con corriente en el agua, ¿una víctima podría sufrir un ataque cardíaco y no habría señal de entrada ni de salida, ni nada?

El médico calló durante unos segundos. El tráfico traqueteaba en el Malecón. Diríase que Arkady disfrutaba muchísimo de su cigarrillo.

—Podría decirse así —contestó por fin Blas.

—¿Por qué no lo había dicho antes?

—Todo en su contexto. ¿Dónde encontraría un «neumático» un cable electrificado en pleno mar? —Tras una explosión de estática, Blas cambió de tema—. ¿Has visto al ruso?

—No. —La mirada de Ofelia se encontró con la de Arkady.

—Bien. Dejó una nueva fotografía de Pribluda para mí.

—¿La ha comparado ya con el cuerpo?

—No. Hay otros asesinatos, ¿sabes?

—Pero lo intentará, ¿verdad? Es importante para él. ¿Sabe?, resulta que no es un cretino integral.

Puesto que no habían desayunado se detuvieron a tomar un helado en una mesa de un parque. Enormes árboles de hojas lisas y brillantes dominaban un parque infantil y una galería de tiro. Ofelia iba en busca de Teresa y Arkady quería ver de nuevo el apartamento de Mostovoi, pero de momento, con sus labios rosados por las fresas del helado, Ofelia semejaba una estrella de cine en la Riviera.

—Podríamos reunimos aquí más tarde y tomar un helado para cenar —sugirió Arkady—. ¿A las seis? Y, si no nos encontramos, entonces a las diez en el Club de Yates de La Habana y veremos qué tiene que ver con Angola.

—¿Qué harás entretanto? —preguntó Ofelia, suspicaz.

—Un ruso llamado Mostovoi tiene una foto de un rinoceronte muerto y quiero verla.

—¿Por qué?

—Porque no me la enseñó antes.

—¿Nada más?

—Una simple visita. ¿Y tú?

—Anoche dijiste que cuando seguiste a Luna iba empujando una carretilla de lo que a ti te parecieron artículos de mercado negro. ¿Qué artículos? Puede que todavía estén allí. Alguien tiene que averiguarlo.

—¡No pensarás ir sola!

—¿Tengo aspecto de loca? No, llevaré mucha ayuda, créeme.

Ofelia parecía muy controlada, pero un momento después se bajó las gafas oscuras, conmocionada.

Arkady se volvió y vio a dos chicas en uniforme escolar de color pardo. Tenían ojos verdes y cabello con mechones ambarinos; los cucuruchos de helado que llevaban en la mano estaban lo bastante cerca para gotear en el hombro del ruso. Una enérgica mujer de cabello cano con bata de casa y zapatillas de deporte las seguía a grandes zancadas.

—Mamá, ¿por qué no están en el colegio las niñas? —inquirió Ofelia.

—Deberían estar en la escuela, pero también deberían ver a su madre de vez en cuando, ¿no crees? —La madre de Ofelia escudriñó a Arkady—. ¡Ay, Dios mío, es cierto! Todas conocen a un agradable español, a un inglesito, y tú te has encontrado a un ruso. ¡Dios mío!

—Sólo le pedí que me trajera unos artículos de tocador —explicó Ofelia a Arkady.

—Parece disgustada.

—No le ofrezcas tu silla.

Pero ya estaba hecho y la madre de Ofelia se había sentado en el lugar de Arkady.

—Mi madre —murmuró Ofelia a modo de presentación.

—¡Dios mío! —exclamó la madre de Ofelia—. Mucho gusto —dijo Arkady.

Con un orgullo que no fue capaz de contener, Ofelia añadió:

—Mis hijas, Muriel y Marisol. Arkady. Las niñas se pusieron de puntillas para recibir el beso de Renko.

—¿Cómo te las has arreglado para encontrar a un ruso? —quiso saber la madre de Ofelia—. Creí que se habían marchado para siempre.

—Es un importante investigador de Moscú.

—Bien. ¿Ha traído comida?

—Se parecen muchísimo a ti —comentó Arkady a Ofelia—. Estás muy bien vestida. —Muriel miró a su madre de arriba abajo.

—Ésa es ropa nueva. —La madre de Ofelia la observó de nuevo.

—No hablo español —manifestó Arkady, recurriendo a todos sus conocimientos de esta lengua.

—Mejor —le aseguró Ofelia.

—¿Él te la compró?

—Estamos trabajando juntos.

—Eso es otra cosa muy distinta, completamente distinta. Son colegas que intercambian regalos en señal de estimación. Veo posibilidades en esto.

—No es lo que tú crees.

—Por favor, no me desengañes ahora que tengo esperanzas. No está tan mal. Un poco flaco. Una semana o dos de arroz con frijoles y estará bien.

—¿Te gusta? —preguntó Marisol a Ofelia.

—Es un hombre agradable.

—Pushkin fue un poeta ruso —declaró la madre de Ofelia—. Era africano en parte.

—Estoy seguro de que él lo sabe.

—¿Pushkin? —Arkady creyó oír algo a lo que aferrarse.

—¿Tiene pistola? —inquirió Muriel.

—No lleva pistola.

—¿Pero puede disparar? —insistió Marisol.

—Es el mejor.

—¡La galería de tiro al blanco! —gritaron a la vez las niñas.

—Te ven muy poco; no deberías escatimarles algo de diversión, y tu tirador ruso podrá presumir.

La galería de tiro al blanco era un autobús vaciado sobre bloques de hormigón; al fondo, un mostrador lleno de rifles de aire comprimido frente a un grupo de bombarderos y paracaidistas norteamericanos hechos con latas de refrescos recortadas. Detrás de éstos, en una tela de fondo negra, un artista había añadido, también recortadas de latas de refrescos, estrellas y cometas, así como una vista del Malecón en el cual unos conductores disparaban desde coches descapotables. El sonido lo proporcionaba una grabación de disparos de ametralladora. Las hermanas empujaron a Arkady hacia un espacio libre frente al mostrador.

—Debería sentirse como en casa —dijo la madre de Ofelia.

—Bombea —indicó Muriel al poner un rifle en manos de Arkady.

—Tienes que bombearlo —explicó Ofelia mientras pagaba.

—Primero los aviones, primero los aviones —pidió Marisol.

El rifle era un juguete con un diminuto punto de mira en la punta del cañón. Arkady disparó contra un bombardero de aspecto especialmente maligno, y el paracaidista que había al lado del aparato saltó.

—¿Contra qué disparas? —preguntó Ofelia.

—Contra todo.

El blanco fallido fue lo mejor que consiguió el ruso. Alrededor, chicos y chicas lograban que los aviones saltaran, dieran vueltas, bailaran; pero, pese a todos los brillantes invasores colgados, una de cada dos «balas» de Arkady iba a dar ignominiosamente en el telón de fondo.

—Seguro que tiene un puesto muy alto en la policía —comentó la madre de Ofelia—. No creo que haya disparado nunca contra nada.

Las niñas pusieron un rifle en manos de Ofelia, quien bombeó dos veces la bola del cerrojo y apuntó al gran bombardero de Tropicola.

—Creo que el punto de mira está un poco desequilibrado —sugirió Arkady.

El bombardero tintineó y dio vueltas.

—No, mamá —se quejó Marisol—, en el centro.

Ofelia equilibró las gafas en la frente, colocó la culata más firmemente contra la mejilla, bombeó y disparó a ritmo más constante. Varios aviones plateados giraron, varios paracaidistas cantaron y bailaron, así como un cometa, por añadidura. Las gafas se le cayeron y le taparon los ojos. Daba igual, pues la mitad de los blancos se agitaban al mismo tiempo. Arkady pensó en el avión que lo había traído hacía menos de una semana, aunque ahora se le antojara que había transcurrido un siglo. Aquí estaba a plena vista, con Luna buscándolo; pero ¿qué mejor camuflaje que una familia cubana? ¿Qué sería más extraño y más natural? Con doce disparos y doce blancos atinados, Ofelia ganó una lata de combustible para encendedor que su madre metió en una bolsa de red, a la vez que decía:

—Todo cuenta.

Apaciguadas, las niñas dejaron que Ofelia las besara y que su abuela las cogiera de la mano después de haber sacado de su bolsa un neceser de plástico y algo envuelto en un periódico grasiento y dárselos a Ofelia.

—Pan de plátano hecho con los plátanos de Muriel. ¿Te acuerdas de los plátanos?

—No puedo coger este pan.

—Tus hijas me ayudaron a hacerlo. Se sentirían mucho mejor si lo aceptaras.

Muriel y Marisol abrieron los ojos como platos.

—Está bien. Gracias, niñas.

Una ronda de besos de despedida.

—Dáselo —le aconsejó su madre—. Y cuídalo.