21

Era un duende moreno, pero en la cama era una mujer. Sus pechos eran pequeños, con pezones morados, y su estómago liso hasta un triángulo de cebellina. Arkady posó la boca en la de ella, y hacía tanto tiempo que no había estado con una mujer que fue como aprender a comer de nuevo. Sobre todo porque el sabor era distinto, fuerte y embriagador, como si estuviera cubierta de dulce licor.

Indefenso por su propia avidez, Renko recorrió el exquisito despliegue, mientras Ofelia, su nueva medida, tiraba de él hacia adentro. Había algo convulsivo en este festín para los hambrientos, los que habían hecho juramento de hambre.

Él habría dicho que las personas le importaban, que les deseaba lo mejor y hacía lo que podía por ellas, pero había estado muerto. Ella levantaría a Lázaro y cerraría las piernas en torno a él para no soltarlo. Ofelia le besó la frente, los labios, los moretones en la cara interna del brazo, como si cada beso fuese capaz de curarlo. Era fuerte y ágil, suave y ciertamente más ingeniosa y verbalmente expresiva que él. Parecía que esto se permitía en Cuba.

Fuera, Renko oyó al mar decir: Ésta es la ola que se llevará la arena, derrumbará edificios e inundará las calles. Ésta es la ola. Ésta es la ola.

Sobre la cama, Arkady colocó la fotografía del Club de Yates de La Habana, los documentos de AzuPanamá, su propia cronología del último día de Pribluda y la lista de fechas y teléfonos copiados de la pared del apartamento de Rufo. Mientras Ofelia los revisaba, Arkady contempló el suelo de cemento pintado de azul, las paredes de color de rosa con Cupidos de papel, las rosas de plástico en cubiteras y el aparato de aire acondicionado que jadeaba como si fuese un Ilyushin al despegar. Habían sentado a Chango en una silla en un rincón, con la cabeza pesadamente apoyada en el mostrador de la cocina y la mano sobre su bastón.

—Si estos documentos fueran auténticos —dijo Ofelia—, entonces entiendo por qué un ruso creería que AzuPanamá es más un instrumento del Ministerio del Azúcar cubano que una empresa realmente panameña.

—Eso parecería.

Arkady le habló de O’Brien y de las piezas de repuesto mexicanas de camiones, las botas norteamericanas y el verdadero Club de Yates de La Habana.

—Es un seductor, un intrigante; va de una historia a otra. Es como si te guiara por un sendero.

—No lo dudo.

A Arkady lo distraía el hecho de que lo único que llevaba puesto Ofelia era su abrigo y unas cuentas amarillas apenas vislumbradas. El abrigo le quedaba enorme; era como encontrar la fotografía de una mujer en un marco que antes hubiera tenido la de otra. En cada segundo que la prenda se aferraba a ella había un intercambio de aromas, calor y recuerdos.

Ofelia lo sabía. No era del todo cierto, pero podía acusársela de que en cuanto detectó su pesar sospechó su pérdida, y, en cuanto observó la ternura con que trataba el abrigo y descubrió el ligero perfume en la manga, decidió ponérselo. ¿Por qué? Porque a su lado se encontraba un hombre que había amado a una mujer tan profundamente que estaba dispuesto a seguirla hasta la muerte.

O quizá Renko fuese del tipo melancólico; un ruso, pues. Si bien debía reconocer que cuando se hallaba en el maletero del coche, maniatada, embolsada y sin apenas respirar, la única persona que pensó que podría ayudarla era este hombre que conocía desde hacía menos de una semana. ¡Muévete!, se ordenó. Vístete y corre. En lugar de esto, comentó:

—En Panamá puede pasar casi cualquier cosa. El banco de O’Brien está en la Zona Libre de Colón, donde todo está permitido. De cualquier modo, O’Brien es amigo de Cuba y no capto lo que tiene que ver el azúcar con el Club de Yates de La Habana, ni con Hedy ni con Luna.

—Yo tampoco, pero uno no trata de matar a un hombre que se va a marchar en una semana, a menos que lo que vaya a ocurrir tenga que ocurrir pronto. Entonces, por supuesto, todo resultará muy claro.

A su modo desaliñado, con su camisa blanca, mangas remangadas y un cigarrillo entre los largos dedos, presentaba la imagen de un músico ruso, en opinión de Ofelia. Un músico sentado junto a un autobús averiado en el arcén de una carretera en los Urales.

—A ver si lo comprendo bien. Dices que Rufo, Hedy, Luna, todo lo que ha sucedido hasta ahora es para encubrir un crimen; no uno que se cometió en el pasado, sino uno que está por cometerse. ¿Como vamos a averiguarlo? —inquirió.

—Míralo como un desafío. La mayor ventaja de un investigador suele ser que sabe cuál es el crimen; ése es su punto de partida. Pero somos dos investigadores profesionales. Veamos si, con el método ruso y el método cubano, somos capaces de abortar algo antes de que ocurra.

—De acuerdo. Supongamos que alguien planea hacer algo y no sabemos lo que es. Pero tú les fuerzas la mano cuando apareces con una foto de Pribluda con sus amigos, los dos mecánicos, en el viejo Club de Yates de La Habana, que, por cierto, desde la Revolución es la Casa Cultural de los Trabajadores de la Construcción. Rufo trata de matarte por esa foto. Habría sido mucho más fácil no hacerte caso, así que daremos importancia al argumento. Segundo, vuelves a forzar la mano de alguien cuando vas al Club de Yates de La Habana y Walls y O’Brien van y te alejan del muelle y te ofrecen un empleo, que, desde luego, es demasiado ridículo para tomarlo en serio. De nuevo, habría sido más fácil no prestarte la menor atención. Tercero, Luna te da una paliza con un bate, pero no trata de matarte, acaso porque no encuentra la foto. Entretanto, ¿alguien trata de matarte por lo de AzuPanamá? No. Olvídate de AzuPanamá, todo tiene que ver con esta foto. —Dicho esto, Ofelia clavó el dedo en la foto.

—Es un modo de verlo.

—Bien. Pero no sé, ni tú tampoco, qué tiene que ver esta foto con el futuro. Sólo te gusta jugar con el tiempo.

Tenía demasiada razón, pensó Arkady. Tenía razón acerca de muchas cosas.

—Hay dos caminos que nos llevan a lo que le sucedió a Pribluda. Uno es Mongo y el otro, creo, O’Brien y Walls.

—Pues tu amigo O’Brien está loco si cree que va a abrir un casino. Es imposible mientras viva Fidel. Nada de casinos. Sería una rendición absoluta. Y déjame decirte otra cosa: dos hombres como O’Brien y Walls no van a compartir su fortuna con alguien que aterriza en un avión procedente de Rusia. —Ofelia vaciló—. ¿Tienes un plan?

—Según una nota en la pared del apartamento de Rufo, algo que tiene que ver con Angola va a ocurrir en el club de yates mañana por la noche. —Arkady comprobó su reloj y rectificó—. Esta noche. Podríamos pásame t por allí.

—¿Angola? ¿Qué tiene que ver Angola con todo esto?

—Rufo escribió: «Vi. CYLH 2200. Angola».

—Menudo plan.

—También me gustaría encontrar el teléfono móvil de Rufo.

—No tenía teléfono. En La Habana, los teléfonos celulares son de CubaCell, una coinversión mexicano-cubana. Cualquiera que tenga dólares puede conseguir uno, pero yo misma llamé a CubaCell y no tienen a Rufo Pinero entre sus abonados.

—Tenía un teléfono, sólo que no lo hemos encontrado. Me gustaría pulsar el botón de memoria y ver quiénes eran sus amigos.

Así era en el astillero, pensó Ofelia. Absolutamente convencido sobre algo invisible. El problema era que ella estaba de acuerdo con él. Un matón como Rufo estaría incompleto sin teléfono móvil.

Fuera se oyó una explosión de risas, las de una pareja que se encaminaba hacia otro bungalow. Ofelia sintió la necesidad de explicar al ruso por qué conocía el Rosita, el sistema de las jineteras y la policía. Desde el Ministerio del Interior, un funcionario como Luna podía proteger a Hedy y a un montón de chicas en bares de turistas, hoteles y puertos deportivos. El Rosita era seguro porque estaba bajo el ala de la policía de la playa del Este.

—Luna hace otras cosas para su propia protección —añadió—. El y Rufo estaban implicados en actividades políticas: silenciaban a los disidentes. Puede que algunos fueran anticubanos, pero Luna y Rufo exageraban a veces.

—¿También Mongo exageraba?

—No.

—¿El capitán Arcos?

—No lo creo.

—¿Y estaban todos involucrados en la santería, como la ceremonia que vi?

—Eso no fue santería. —Ofelia se acarició el collar—. Déjame los espíritus a mí.

La segunda vez no hubo la misma avidez, pero fue igualmente dulce. El placer tanto tiempo ajeno convirtió el cuerpo de Ofelia en un mapa sensual que debía explorarse en detalle, desde la curva inferior de un pecho hasta el rosado de la lengua, pasando por los finos cabellos en la frente.

Ofelia usaba una variedad de palabras cariñosas, pronunciadas en español. A él le bastaba con el nombre Ofelia, con el modo en que le llenaba la boca y le hablaba de ensoñación y flores.

La segunda vez tuvo un ritmo lento que iba subiendo por la columna vertebral. Puede que él no conociera el ritmo, pero ella sí: el constante retumbar del alto tambor, la sacudida de un lado a otro de las conchas en la calabaza, el ritmo más rápido de los tambores en forma de reloj de arena y luego la creciente aceleración del iya, el más grande de los tambores, el de sonido más profundo, en el centro de cuya piel un círculo de resina roja se extendía cuanto más se calentaba, hasta que Ofelia sintió que estaba a punto de romperse, jadeante, mientras él se aferraba a ella y le latía el corazón como una máquina que no hubiese funcionado en siglos.

—Ahora lo sé todo —murmuró Ofelia—. Lo sé todo de ti.

Había apoyado la cabeza en el hombro de Renko. Qué raro, pensó él, que encajara tan bien. Clavada la vista en la oscuridad, tuvo la sensación de flotar libremente, tan lejos de Moscú como puede llegar un hombre.

—¿Qué significa «peligroso»?

Ella se lo tradujo al ruso.

—Un hombre dijo eso en el puerto deportivo Hemingway. Podríamos empezar allí.

En la oscuridad, Ofelia le habló del cura de Hershey, el pueblo donde se había criado.

El cura era, no sólo español, sino tan frágil que la gente decía que la sotana lo sostenía en pie. Sin embargo, se convirtió en escándalo al enamorarse de la esposa del gerente del ingenio; estos dos últimos eran norteamericanos. El propio pueblo de Hershey era norteamericano. Había un ingenio, con dos enormes chimeneas que eructaban humo negro, y las chozas de madera de los trabajadores, pero en el centro de la aldea había un camino flanqueado de árboles de sombra, y frescas casas de piedra con puerta mosquitera para los norteamericanos; sólo se permitía el acceso a norteamericanos y a los cubanos con pases de trabajo. Había un equipo de béisbol y otro de baloncesto entrenados por los norteamericanos, y mujeres norteamericanas daban clases a niños cubanos y norteamericanos. Tanto la esposa del gerente como el cura daban clases.

La esposa poseía un cabello rubio angelical que brillaba a través de la mantilla que lucía en la iglesia. Lo único que Ofelia recordaba de su marido era que su Oldsmobile refulgía siempre porque lo lavaban constantemente. El problema en Hershey era el hollín, por la quema de bagazo de caña después de que le exprimieran el jugo. El bagazo ardía y producía una capa de hollín tan espesa como la piel de un animal. Las criadas que trabajaban en las casas sabían que el gerente bebía y que cuando estaba borracho golpeaba a su mujer. En una ocasión en que fue a la escuela a sacarla a rastras, el cura intervino y fue entonces cuando los tres se percataron de que el cura y la esposa estaban enamorados. Todo el mundo lo veía, todo el mundo lo sabía.

Luego, la misma noche, los tres desaparecieron. Unas semanas después, cuando los hombres quitaban las cenizas de los hornos del ingenio, descubrieron un crucifijo y trozos de hueso. Reconocieron el crucifijo que el cura llevaba en el cuello. Todos dieron por sentado que el gerente lo había matado, había echado su cuerpo en el horno y se llevó a su esposa a Estados Unidos, y allí acabó todo, hasta que, un año más tarde, alguien regresó de Nueva York y dijo que había visto a la esposa del gerente cogida del brazo del cura, que ya no iba vestido de cura sino de paisano. Todos en Hershey se burlaron de esto, pues recordaban la timidez del cura. Pero Ofelia lo creyó porque había visto al mismísimo cura torear un toro.