20

Ofelia aparcó el DeSoto junto al muelle por temor a pinchar un neumático. La Habana había sido la escala más importante de los buques del Imperio español, repletos de tesoros. Con el tiempo, la plata y el oro fueron sustituidos por automóviles norteamericanos, reemplazados a su vez por petróleo ruso. Todo esto se administraba en los almacenes de un barrio llamado Atares, y, cuando la Unión Soviética se derrumbó, parte de Atares lo hicieron también, cual venas medio vacías. Un decrépito almacén arrastró consigo a su vecino, éste desestabilizó a un tercero y vomitó acero y maderas en la calle, de modo que semejaba una ciudad que había padecido un asedio, con montones de piedras pulverizadas y acero retorcido que formaba guirnaldas, sin hablar de los baches, la mierda y los portales apestosos a orina. En Atares, Ofelia se había entrenado para una posible invasión, y recordaba lo convincente que resultaba cargar supuestos heridos en un paisaje devastado. No era un lugar apropiado por el que conducir un coche.

El único edificio que quedaba en pie, en una esquina, era el centro ruso-cubano. El centro había hecho las veces de hotel y lugar de reunión para los oficiales de los barcos soviéticos; su diseño era el de la camareta alta de un buque de tres pisos, hecha de hormigón con ventanas en forma de portilla y una bandera soviética de cristal a nivel del puente; aunque ahora el buque parecía haberse topado con mal tiempo y zozobrado, rodeados de escombros sus escalones y sus pasamanos de hierro arrancados. A Ofelia la sorprendió que las puertas se abrieran con tanta facilidad.

En el interior, débiles rayos de luz caían de las ventanas al vestíbulo. Una joven de mármol negro cortando una caña de latón y un marinero de bronce tirando de una red flanqueaban una mesa de recepción curvada de caoba cubana. La cortadora de caña iba descalza y su ropa de trabajo se le ceñía al cuerpo. El marinero poseía exagerados rasgos eslavos, y su red rebosaba de peces. Ruso-cubano, ¡cómo no! A los cubanos nunca los habían dejado entrar: era un club exclusivamente para rusos. Todos los letreros, recepción, cafetería, director estaban escritos en ruso. A través del polvo, Ofelia distinguió en el suelo un mosaico de la hoz y el martillo sobre un diseño apenas visible de olas azules. La única señal de vida reciente se encontraba en medio del vestíbulo, donde un apagado rayo de luz roja descendía desde la bandera de vidrio hasta un Lada con matrícula diplomática rusa.

Un tintineo atrajo su mirada hacia una bombilla que pendía de un cable; de allí pasó a bustos de Martí, Marx y Lenin que decoraban el balcón del entresuelo y, finalmente, a una cabra que andaba junto a la balaustrada del balcón. El animal la observó con desdén. Sólo una cabra habría subido la escalera, obstruida como estaba por la arrancada y abandonada caja del ascensor. No era una gran pérdida, pensó Ofelia. De todos modos, desde el inicio de los apagones, la gente ya no se fiaba de los ascensores. Una escalera de mano unía el vestíbulo y el balcón. Aparecieron más cabras.

Al volante del Lada, un negro contemplaba a Ofelia con la cabeza vuelta hacia ella. Al ver que no le contestaba, la agente desenfundó su pistola y abrió la portezuela. Un muñeco de trapo cayó al suelo: Chango, con un rostro a medio formar y ojos de cristal; vestía pantalón y camisa y lucía un pañuelo rojo alrededor de la frente. Ofelia miró dentro del coche. Unas velas rojas quemadas hasta formar lágrimas de cera en el salpicadero. Del espejo retrovisor colgaban un collar de conchas y un rosario. Un sonido de campana llamó su atención al balcón, donde una cabra señuelo se había abierto camino entre sus compañeras y estiraba el cuello para mirar hacia abajo. El grupo se tensó y, con un retumbar de pezuñas, se dispersó, no porque la hubieran visto, se dio cuenta Ofelia, sino por la presencia de otra persona detrás de ella.

Ofelia no se percató exactamente de que la habían golpeado, sino más bien de que caía pesadamente al suelo, para después despertar dentro de un costal de arpillera, ciega como un conejo rumbo al mercado con la cabeza en un saco. Había perdido su pistola y una enorme mano le envolvía fuertemente la garganta, sugiriéndole que no gritara. Cuando los dedos se relajaron, un dulce y lechoso olor a coco estalló en su boca.

En ocasiones más vale no saber. El tan esperado mensaje electrónico brillaba en la pantalla del ordenador de Pribluda.

Estimado Serguei Sergueevich: qué gusto tener noticias tuyas, ¡y qué sorpresa! Debí escribirte hace tiempo y haberte dicho cuánto lamentaba la muerte de María Ivanova, que fue siempre tan amable con todo el mundo. Qué bendición para ti, haber tenido una esposa como ella. Recuerdo el día en que regresamos de una misión y estábamos tan helados que no podíamos ni hablar. Teníamos que señalarnos mutuamente las quemaduras de la congelación en la nariz. María Ivanova convirtió el cuarto de baño casi en una sauna con hierbas, varas de abedul, agua humeante y una botella fría de vodka. Ese día nos salvó la vida. De nuestro entorno, todos los mejores han pasado a otra vida, es cierto. Y ahora tú te encuentras en el trópico, y yo sigo aquí, pero no soy mucho más que un bibliotecario. Eso sí, estoy muy ocupado, pues cada día alguien quiere desclasificar esto y lo otro. La semana pasada me visitó un abogado de una agencia occidental de noticias exigiéndome que abriera los archivos más delicados de la KGB como si no fuese más que un álbum de familia. ¿Acaso no hay nada sagrado? Lo digo con cierta sorna, pero también en serio. Ya no podemos decir que «quienes saben, saben». Esos tiempos han desaparecido. Sin embargo, las promesas han de cumplirse: ése es mi lema. Siempre que las revelaciones favorezcan a la sociedad y a la verdad histórica, que no se agasaje a los traidores ni se destruya la reputación de personas honorables, que las nuevas normas no hagan víctimas de personas inocentes que creían cumplir con su deber en circunstancias a menudo peligrosas, entonces soy el primero que saca los hechos a la luz.

Y esto me lleva a tu pregunta acerca de un antiguo dirigente del Partido Comunista cubano, Lázaro Lindo. Me preguntas sobre todo si estuvo implicado en una supuesta conspiración del partido contra el Estado cubano. Que yo recuerde, Castro declaró que un círculo dentro del PCC, que creía que él había llevado a sus paisanos por un camino aventurero, conspiraba con la URSS contra él. Cierto o no, las consecuencias fueron graves: relaciones tensas entre los Estados cubano y soviético, detención y cárcel para algunos de los más devotos miembros del partido cubano, entre ellos Lindo. Naturalmente, esto fue, y sigue siendo, un asunto de lo más delicado. Lo que me pides son documentos que prueben que la conspiración no existió o que, si existió, Lindo no estuvo involucrado en ella. Entiendo que con esto su hija podría obtener autorización para viajar al extranjero. Por desgracia, no puedo satisfacer tu petición. Pero fue una maravillosa sorpresa tener noticias de un viejo amigo.

Por cierto, hoy día el país entero es un queso lleno de gusanos. Tienes suerte de no encontrarte aquí.

Román Petrovich Rozov Archivador en jefe Servicio de Inteligencia Federal Rozov@RRFISarch.org

Arkady imprimió la carta para dársela a Isabel, pero a todas luces Rozov, antiguo camarada de armas de Pribluda, reconocía la conspiración y la participación de Lindo en ella, y, aunque Arkady no conocía bien a Isabel o aunque no le cayera bien, temía darle la misiva porque había reconocido la desesperación en el beso que le había dado la noche anterior. Si no por desesperación, ¿por qué besarlo?

El beso lo había enfurecido, pues constituía una parodia del verdadero deseo, con esa boca dura presionada contra la suya, hasta que él la empujó para apartarla. Con todo, se preguntó si un cubano la habría rechazado. ¿La habría rechazado cualquier hombre de sangre caliente?

La otra respuesta a la que temía se encontraba en la fotografía que había obtenido de Olga Petrovna, la foto que serviría para saber si el cuerpo del depósito de cadáveres era o no el de Pribluda. Resultaba revelador el alivio que había experimentado al ver que Blas no se encontraba en el laboratorio, donde dejó la fotografía en lugar de aguardar a que el médico constatara con toda certeza que Pribluda se hallaba en el cajón.

Arkady dobló la carta de Moscú para pasarla por debajo de la puerta de Isabel.

¿En cuántos aspectos podía ser cobarde un hombre?

Se encontraba en el maletero de un coche, en un costal, con los brazos atados a la altura de los codos, y encima de ella habían amontonado más costales de arpillera. Ofelia amenazó y razonó, pero quienquiera que la hubiese metido cerró el capó sin pronunciar una sola palabra. Una portezuela se cerró sin que el vehículo bajara con el peso de alguien que entrara. Unos pasos se alejaron. Blanco o negro, no lo había visto, pero algo en el interior de Ofelia percibió su olor, el sonido de su respiración, su velocidad y su estatura, y supo que se trataba de Luna.

Gritó hasta desgañitarse, pero los costales amontonados encima de ella atenuaban sus gritos y dudaba que pudieran oírla a más de diez pasos de allí, ya no digamos en la calle. Decidió esperar hasta que oyera a alguien, aunque no sentía siquiera las vibraciones de algún coche al pasar frente al centro ruso-cubano. Pero ¿quién iba a ir por allí? Daría igual que estuviera en el fondo de la bahía.

Con cada aliento los costales se le pegaban a la cara, la arpillera y la fibras de coco le llenaban la boca y la nariz; se percató de que con tanto costal encima ya había consumido la mayor parte del oxígeno en el maletero. Nunca se había considerado una persona temerosa de los espacios reducidos, pero ahora tuvo que centrar toda su atención en no dejarse llevar por el pánico a fin de no desperdiciar el aire que le quedaba. Sintió su pistola debajo de ella, pero fuera del costal, lo que constituía una provocación bastante bochornosa. Al menos, todavía no necesitaba hacer pis, y dio gracias a Dios por los pequeños favores.

Le acudieron a la mente ideas inoportunas. Si el maletero estaba limpio. Qué clase de cena estaría preparando su madre para Muriel y Marisol. Algo con arroz, seguro. Empezó a probar lágrimas, además del sudor.

Pensó en la estatua de la chica cortando caña. Se habían equivocado con el cabello; en lugar de largo y lacio debía ser encrespado. Pero la cara estaba bien; sobre todo los ojos, que se alzaban ansiosos, sorprendidos.

Siempre se podía depender de los rusos, claro que sí. No había neumático de repuesto y la tuerca que solía sujetarla se le encajaba dolorosamente en la espalda. Se retorció, tratando de enganchar la tuerca con la cuerda con que la habían maniatado, pero era como retorcerse en una mortaja.

La posible identificación del cuerpo de Pribluda lo deprimía más de lo que habría creído posible. En un principio la rechazó simplemente para obligar a los cubanos a llevar a cabo una investigación, pero ahora se dio cuenta de que una parte de él se negaba, a un nivel primitivo, irracional y contra todas las pruebas, a aceptarla muerte del coronel. ¿Cómo podía morir alguien tan duro y feo? El hombre era un bruto y, sin embargo, Arkady se sentía como la única persona de un cortejo fúnebre, acaso por motivos egoístas. Serguei Pribluda era la persona a quien mejor conocía y, a su modo, uno de sus últimos lazos con Irina.

Cuando la había visto envuelta en blanco sobre la mesa, con el cabello cepillado, los ojos cerrados como en meditación, la boca relajada en forma de sonrisa, el doctor le aseguró que era normal creer que un ser amado seguía respirando. El escalofrío refrescó su sudor. Recordó los versos de Pushkin, sobre cómo el amante…

… cuenta las lentas horas, tratando en vano

de apresurarlas; no puede esperar.

El reloj da las diez: él se va, vuela,

y, de repente, se encuentra en la puerta.

Ésta era la puerta que nunca se abriría. Regresaría una y otra vez, correría y resoplaría como un colegial, se esforzaría por verla respirar otra vez y la puerta permanecería cerrada.

¿Se moría alguien de amor? Arkady conocía a un hombre que trabajaba en un buque factoría en el mar de Bering, un asesino, que se había enamorado de una mujer, una prostituta que murió en el mar. El hombre se borró de la faz de la tierra al desnudarse y arrojarse debajo del hielo. El choque del agua en la piel desnuda debió de ser increíble, pero el hombre poseía una fuerza inmensa y siguió nadando, alejándose más y más de la luz. Para los asesinos, los senadores, las prostitutas y las buenas esposas, el amor no constituía la luz en la proa del barco, sino el barco mismo, y cuando la luz desaparecía, uno no tenía adónde ir sino hacia abajo.

Aunque Arkady no era un experto en cuestiones de amor, sí que lo era en cuestiones de muerte, y conocía la posibilidad de una muerte relativamente indolora para quien se arroja al agua. Lo que mataba a los nadadores expertos que practicaban nadando bajo la superficie en las piscinas no era el agua que los asfixiaba, sino el suave olvido producido por la falta de oxígeno. Al final, apenas si se movían ligeramente, aun cuando, para la última célula activa de su cerebro siguieran dando poderosas brazadas.

Ofelia rezó. Toda una variedad de espíritus y santos podrían ayudarla si supieran que le hacía falta. La dulce Yemayá, que impedía que los hombres se ahogaran; la humilde santa Bárbara, que se convertía al instante en Chango envuelto en relámpagos; pero el preferido de Ofelia era, desde siempre, Oshun, y no es que Oshun la hubiera ayudado en el pasado, a juzgar por los maridos. Sin embargo, los dioses lo escogían a uno más que uno a ellos, y Oshun era el inútil dios del amor. A veces Ofelia se veía como una piedrecita en medio de un río de amor inútil. Lo que precisaba ahora era un cuchillo afilado. A menos que saliera pronto del maletero del coche se asfixiaría, y Blas sacaría con pinzas hilos de arpillera del fondo de su garganta para enseñanza de sus nuevas admiradoras. La imagen de su propia persona, desnuda en una mesa de acero bajo el reconocimiento del médico, ya era de por sí desagradable, pero Ofelia había visto cuerpos que llevaban un par de días en un maletero caliente y el recuerdo bastó para que tratara de cortar la cuerda con la punta de la tuerca, por mucho que se cortara ella también. Trató de pensar en una melodía con un ritmo vigoroso con el que trabajar, pero lo único que se le ocurrió era una famosa canción de cuna titulada Drume, negrita, cantada, susurrada por Merceditas: «Drume, negrita, drume, que yo va comprar nueva cunita, que va a tener capitel y va a tener cascabel. Si tú drumes yo te traigo un mamey bien colorado. Si no drumes yo te traigo un babalá»; aunque, por muy raro que pareciera, la voz que Ofelia oyó fue la de su madre.

El cerco de la bombilla del techo, recortado en la oscuridad encima de su cama, hizo pensar a Arkady en el sombrero blanco de paja de Rufo, hecho en Panamá con sus iniciales doradas en la badana, cosa que no había significado nada cuando Arkady lo había visto por primera vez, pues no lo había relacionado con AzuPanamá, S. A. Ahora se preguntó qué más había pasado por alto en la habitación de Rufo. El hecho de que ni Luna ni Osorio hubiesen regresado a buscar la llave de Rufo sugería que todavía no habían probado la llave que Arkady les había cedido, y hasta era posible que nadie hubiese entrado en la habitación desde entonces.

¿Lo estaría esperando Luna, o iría a buscarlo? Ya que las probabilidades eran parejas, Arkady se puso el abrigo, su sombra protectora, sacó las escasas pruebas del sobre, se las metió en un bolsillo y salió a la calle. Anduvo una manzana antes de parar un coche. No recordaba la dirección de Rufo, pero sí las palabras casi borradas en la pared de al lado, y pidió que lo llevaran al Gimnasio Atares.

—¿Le gustan los pugilistas? —preguntó el conductor y dio unos puñetazos en el aire.

—Mucho —contestó Arkady, fueran lo que fuesen los pugilistas.

Luchadores. Junto al apartamento de Rufo, el cuadrilátero al aire libre del Gimnasio Atares se había animado y, por encima de una cola que empujaba para entrar, Arkady vislumbró el cuadrilátero iluminado por unas bombillas colgadas. Los espectadores cantaban, silbaban y hacían sonar cencerros en un ambiente sumido en capas de humo en torno al cual daban vuelta los insectos. Estaban entre asaltos y los boxeadores negros, sentados en taburetes en rincones opuestos, brillaban de sudor, mientras sus entrenadores los asesoraban, cual grandes mentes científicas. Al sonar la campana y al estirarse todos los cuellos hacia el cuadrilátero, Arkady abrió la puerta de Rufo y entró sigilosamente.

Se había producido un cambio desde su última visita. La cama, la mesa y el lavabo estaban en su lugar. El sombrero panameño seguía colgado de su gancho; las fotos del equipo de boxeo poblaban aún la pared, y junto al sofá se hallaba la misma lista de números telefónicos, insólita para un hombre que no tenía teléfono. La televisión y el vídeo no habían desaparecido, como tampoco las cajas de zapatillas de deporte y de puros, pero el minibar sí que se había desvanecido.

Con el ojo atento a otros posibles recuerdos de Panamá, Arkady registró de nuevo el armario y los cajones, los zapatos y las cajas de puros. El Rogaine era de una farmacia panameña, y un posavasos de cartón era de un club de la capital panameña, pero no encontró nada más importante.

Arkady consideró posible que un hombre que guardaba recuerdos de una visita a la Torre Eiffel hubiera filmado un viaje a Panamá. Encendió la televisión, metió una cinta en el reproductor de vídeo y bajó de inmediato el volumen del entusiasmado español mientras en la pantalla dos boxeadores se fustigaban dando vueltas por un cuadrilátero, bajo los auspicios de sus banderas nacionales. En la cinta se apreciaba el color manchado de las viejas películas de Alemania del Este y el movimiento espasmódico de demasiado pocas imágenes por segundo, pero el ruso distinguió a un joven y ágil Rufo dando violentos guantazos a su oponente y, un momento después, al arbitro levantando el brazo del mismo Rufo. En el siguiente combate figuraba Mongo, y a Arkady se le ocurrió que los boxeadores eran en el fondo tambores, cada uno de los cuales se esforzaba por imprimir su propio ritmo: yo toco y tú eres el tambor. Una docena de cintas inmortalizaban otros combates internacionales, y otra media docena eran de carácter educativo: los mejores modos de saltar a la comba, de golpear el saco de arena, de moverse sin caerse.

Las cajas de las demás cintas tenían fotos y títulos pornográficos en diferentes idiomas. Traer películas de sexo a Cuba le parecía a Arkady el equivalente a llevar fotos de perlas a un criadero de ostras. Un par de vídeos franceses se habían filmado en La Habana; en ellos, parejas —nadie que Arkady reconociera— jugueteaban en playas desiertas. Una cinta titulada Sucre Noir se había filmado en un día lluvioso; en ella, unas parejas interraciales jugueteaban en una sala decorada con carteles de cine. A Arkady le interesó la decoración, al percatarse de que había estado en esa misma habitación. Bajó la mirada, pues, hacia las pilas de álbumes de fotografías, de campanas de hierro colado, de falos de marfil colocados por tamaños, y reconoció el apartamento de Mostovoi, el fotógrafo de la embajada rusa. En la pared, entre los carteles, se hallaban las mismas fotografías enmarcadas de amigos en París y Londres, saludando desde un barco. Pulsó el botón de pausa. En la cinta se veía una fotografía que no estaba en el apartamento cuando él había ido a visitar a Mostovoi: la de cinco hombres con rifles arrodillados en torno a lo que parecía un rinoceronte muerto, pero demasiado desenfocada para distinguirlas caras. Cazadores de caza mayor en África, un recuerdo al estilo de Hemingway que ocupaba el centro de la colección de Mostovoi. ¿Por qué habría escondido esta foto?

Alguien intentaba abrir la puerta. Arkady apagó el vídeo y oyó cómo una llave trataba de entrar en el cilindro, seguido de una maldición en voz baja, una voz que Arkady reconoció. Luna.

Arkady casi lo oyó pensar. El sargento probablemente tuviera la llave que el ruso había entregado a Osorio, la llave que funcionaba perfectamente en su apartamento en Moscú. Pero Luna no lo sabía; sólo sabría que las llaves no dejan de encajar así como así, y que habían cambiado la cerradura o que le habían dado una llave equivocada. Examinaría sus otras llaves. No, ésta era la llave que la detective le había dado. Acaso no había necesitado usarla antes. La primera vez que Arkady había ido al apartamento de Rufo cerró la puerta al salir, pero no había corrido el pestillo del cerrojo, por lo que para abrirla sólo hacía falta dar vueltas al pomo. Y alguien lo había hecho, puesto que en su segunda visita algunos objetos habían desaparecido y el cerrojo de la puerta estaba echado, si bien no hacía falta una llave para eso, sino sólo empujar el pestillo; quizás ésta fuera la primera vez que Luna tenía que usar la llave.

Por su parte, Arkady se dio cuenta de que sobre el gimnasio Atares había descendido el silencio: el barullo de silbidos y campanas se había acabado. Si a Luna le había irritado que Arkady se aventurara a ir a casa del santero, ¿cómo se sentiría de molesto al encontrar a Arkady en la habitación de Rufo?

La puerta se estremeció cuando un puño la golpeó. Arkady casi sentía a Luna mirar la cerradura. Finalmente, unos pasos se alejaron, acompañados por el sonido de metal contra piedra. Arkady entreabrió la puerta; Luna se encontraba a una manzana de allí, debajo de una farola cuya luz se había vuelto parda. Dos boxeadores en sudadera salieron por la puerta del cuadrilátero, arrastrando dolorosamente los pies, seguidos por un entrenador que se secaba la cara con una toalla. Cuando llegaron a la altura de la habitación de Rufo, Arkady salió delante de ellos, lo bastante cerca para esconderse de Luna y juntar su sombra con la de los boxeadores hasta llegar a la esquina opuesta a la de Luna. Centrado en sus propios dolores, el trío avanzó tambaleándose. Arkady se detuvo y miró hacia atrás.

Luna regresaba. El sonido de metal se debía a una carretilla de ruedas de hierro, vacía, que Luna empujó hasta pararse en la acera delante de la habitación de Rufo. El sargento vestía de paisano y en esta ocasión, en lugar de intentar abrir delicadamente con la llave, introdujo bruscamente el punzón de hielo en la cerradura, empujó con el hombro, y la puerta se abrió de golpe. El sargento parecía saber lo que buscaba, pues salió con la televisión, el aparato de vídeo y las cajas de zapatillas de deporte, y los depositó en la carretilla. Se alejó empujando su carga; el ruido de las ruedas retumbaba a ambos lados de la calle. Pese a lo tenue de la iluminación, resultaba fácil seguirlo gracias a la lentitud de la carretilla y el ruido que hacía.

De alguna manera, el sargento halló más calles vacías por las que ir; sorteaba con la carretilla montones de piedras rotas, por una zona de La Habana que parecía haber sufrido los efectos de un terremoto. Hacía tanto tiempo que algunos almacenes se habían derrumbado, que unas palmeras se asomaban por sus ventanas desde el interior. Los dos hombres recorrieron unas diez manzanas antes de que Luna se detuviera en el cruce más oscuro de todos, donde soltó la carretilla, colocó una tabla en los escalones de un edificio en la esquina, y luego, empujando con todas sus fuerzas, subió la carretilla por la improvisada rampa y traspuso una puerta de doble batiente que se abría hacia afuera. Arkady oyó cómo la carretilla rodaba sobre la piedra y lo que le pareció el balido de unas cabras.

Lo siguió escalones arriba. Alguien había conectado la electricidad en el edificio, pues una bombilla colgada del techo despedía un apagado tono ambarino. Luna se había adentrado más, fuera de la vista de Arkady, y éste oyó el avance de la carretilla por un pasillo.

Le dio la impresión de haber descubierto un mausoleo ruso, al observar el diseño de la hoz y el martillo debajo de la mugre del suelo, los candelabros de pared con apagadas velas en forma de estrellas rojas, bustos de Marx y Lenin en el balcón; la diferencia residía en que, en lugar de un sarcófago, en medio de la estancia se encontraba un Lada con la matrícula 060 016. El coche de Pribluda. Y unos toques más superficiales: en los extremos opuestos de una barra de madera oscura había dos estatuas, blanca y negra. La figura negra parecía demasiado frágil para la caña que había cortado, pero el blanco era un superhombre ruso que había pescado los tesoros del mar —platija, cangrejo y pulpo— con una sola red. Un golpeteo obligó a Arkady a volver los ojos de nuevo hacia el entresuelo. Entre Marx y Lenin brillaban los ojos de las cabras, ojos que parecían bocas de pistola. Alrededor de la bombilla se arremolinaba el polvo y, aunque no se veía a nadie en el vehículo, éste se movía de un lado a otro, y no era un mero truco de la tenue luz.

Las llaves del coche de Pribluda se hallaban en posesión de Arkady desde la autopsia. Abrió el maletero y palpó un montón de costales de arpillera. El de abajo, atado con una cuerda, era pesado. Arkady lo desató y tiró de él, mientras las cabras balaban. Ofelia levantó la cabeza, demasiado entumecida para ponerse en pie. Cuando Arkady la tomaba en brazos, las puertas del vestíbulo se abrieron y oyeron un cencerro. Luna había regresado, no a través del vestíbulo, sino por la puerta que Arkady acababa de trasponer; en esta ocasión no llevaba un bate en la mano, sino un machete. Dijo algo en español, algo que a todas luces le dio muchísimo gusto.

Osorio presionó los labios contra la oreja del ruso.

—Mi pistola.

Arkady vio la Makarov en el maletero. En tanto Osorio se aferraba a él, cogió la pistola y la amartilló.

—Fuera de mi camino.

—No. —Luna negó con la cabeza—. No lo creo.

Arkady apuntó por encima de la cabeza del sargento y apretó el gatillo. ¿Para qué molestarse? El gatillo encajó en una recámara vacía. Luna tiró de las puertas del vestíbulo y las cerró.

—Esto es justicia —declaró.

Arkady dejó a Osorio en el asiento del pasajero del vehículo y se sentó frente al volante. Los Ladas no eran conocidos por su potencia, pero sí que arrancaban. En el clima más frío y en el más caliente, arrancaban. Arkady puso el motor en marcha y encendió los faros. Cegado, Luna se detuvo un momento; luego atravesó la estancia de dos zancadas y dejó caer el filo del machete sobre el coche. Arkady dio marcha atrás para que el golpe diera en el capó, pero Luna usó el canto de la hoja y dividió el parabrisas en dos hojas de cristal combadas. Incapaz de ver, Arkady condujo hacia adelante, con la esperanza de pillar un pedazo de sargento, pero chocó de frente con la larga barra. El machete hizo añicos el parabrisas trasero. Arkady dio marcha atrás e hizo girar bruscamente el volante a fin de apartar a Luna. La hoja del machete penetró en el techo del coche, rebuscó y desapareció. Justo cuando Arkady pensaba que el cubano se había subido al techo, un faro delantero explotó, una escalera se tambaleó y aplastó el lado del vehículo en que estaba sentada Ofelia.

Arkady apartó suficiente parabrisas para ver. Al caer, la escalera había rozado la bombilla y, mientras ésta se agitaba, cabras, escalones y estatuas se mecían. El ruso dio marcha atrás y chocó con una columna, con tanta fuerza que el balcón se meció; arrancó hacia adelante a toda velocidad, tratando de atropellar a Luna, cuya silueta se recortaba gracias a los cristales en sus hombros. No dio en el blanco; pero, cuando la bombilla del techo se reanimó vio un sendero brillante de cristales que llevaba a las puertas y lo siguió. Las puertas se abrieron de golpe; el Lada aterrizó en los escalones, ladeado, se enderezó y se abrió paso entre los escombros. El parachoques delantero izquierdo estaba aplastado y parecía imposible doblar a la izquierda. Así pues, Arkady condujo hacia la farola; una manzana más allá miró por encima del hombro a través del agujero en el parabrisas trasero y vio a Luna que corría hacia ellos. Arkady condujo a la mayor velocidad que permitía el coche, hasta que perdió de vista al sargento.

Por fin, las calles acabaron en el muelle, en la profunda negrura y las luces de rastreo del puerto. El aire entraba por el parabrisas y las ventanillas y el cristal centelleaba en sus regazos. El Lada pasó traqueteando por encima de las vías del ferrocarril y finalmente dobló por un callejón, espantó los refulgentes ojos verdes de un gato cegado por los faros y se detuvo con un bandazo.

Una mano negra pasó por encima del asiento de Arkady y le golpeó el pecho. El ruso cogió las muñecas y se volvió para ver a Chango. El muñeco de tamaño natural, sentado en el asiento trasero del coche, lucía todavía su pañuelo en la frente y llevaba el bastón en la mano que no había tocado a Arkady; su expresión era la de una víctima de un secuestro. Ofelia lo apuntó con la Makarov; daba igual que no estuviera cargada.

—Dios mío —exclamó y soltó la pistola.

—Exactamente. —Arkady se apeó sobre unas piernas débiles.

Contó los machetazos en el techo y en los costados del vehículo. La parte frontal estaba aplastada y los faros eran cuencos vacíos.

—Si fuese un barco se hundiría —declaró—. Pero te llevará a un médico.

—No.

—A la policía.

—¿Para decir qué? ¿Que he rechazado órdenes de la policía? ¿Que he ocultado pruebas? ¿Que estoy ayudando a un ruso?

—No suena muy bien expresado así. Entonces ¿qué? Luna nos seguirá hasta el apartamento de Pribluda.

—Yo sé adonde ir.

Teniendo en cuenta que Ofelia había hecho los arreglos en plena noche, no le fue tan mal. Un cambio del Lada, con Chango y todo, a su propio DeSoto y, luego, a una habitación en el Rosita, una casa de amor en la playa del Este, a unos veinticinco kilómetros de la ciudad y a una manzana de la playa. Todas las habitaciones del motel consistían en bungalós de estuco blanco de los años cincuenta; contaban con aire acondicionado y cocina norteamericana, televisión y plantas en macetas, sábanas y toallas limpias, a un precio que sólo las jineteras con mayor éxito podían permitirse.

Lo primero que hizo Ofelia en cuanto entraron fue ducharse para quitarse de encima los filamentos de la arpillera y la fibra de coco. Envuelta en una toalla, pidió a Arkady que le quitara los trocitos de cristal del cabello. El ruso pensaba que su cabello sería más crespo, pero era extraordinariamente suave, y sus propios dedos nunca le habían parecido tan gruesos y torpes. La piel entre sus omóplatos estaba levantada y surcada de granitos de cristal. Osorio ni siquiera se encogió. En el espejo del cuarto de baño, Arkady vio sus ojos clavados en él y el sombreado natural de sus párpados.

—Tenías razón acerca de la fotografía que Pribluda hizo de ti —declaró Ofelia, tuteándolo—. La encontré cuando buscaba huellas en su apartamento, como dijiste. Y se la di a Luna.

—Pues yo nunca te dije que lo que Luna quería de mí era la fotografía que Pribluda llamaba el Club de Yates de la Habana. Estamos en paz.

—Claro, ambos somos mentirosos. Míranos.

Vio una improbable pareja: una mujer tan suave como la seda con un hombre andrajoso.

—¿Qué fue lo que dijo Luna cuando regresó?

—Dijo que la televisión de Rufo estaba caliente, así que sabía que habías estado en su cuarto. ¿Por qué no pensaste en eso?

—De hecho, sí lo pensé.

—¿Y de todos modos lo seguiste?

—¿No hay modo de complacerte? —preguntó Arkady.

—Sí.