La bodega tenía la luz más pálida de toda La Habana, y el hecho de que las colas fuesen cortas y que Ofelia fuera a hacer de mula, cargando un saco de arroz vietnamita y una lata de aceite, no hizo nada por mejorar el malhumor de su madre.
—O llegas tarde o no llegas. ¿Quién es el hombre?
—No es un hombre.
—¿Que no es un hombre? —La madre de Ofelia casi gritó su asombro, con lo cual incluyó cuantas personas pudo en la conversación.
—No en ese sentido.
—¿Como los músicos? Grandes maridos. ¿Dónde está el último? ¿Dando masajes a las suecas en Cayo Largo?
—Regresé a casa anoche. Todo está bien.
—Todo está de maravillas. Heme aquí con la mayor obra de ficción del mundo. —Dio un golpe a su cartilla de racionamiento—. ¿Qué podría ser mejor? ¿Saber por qué llegas tan tarde a casa?
—Es un asunto policial.
—¡Con un ruso! Hija, puede que no te hayas enterado, pero el barco ruso se hizo a la mar. Se ha marchado. ¿Cómo lo hiciste para encontrar a un ruso? Me encantaría ver a ese tenorio varado.
—Mamá —suplicó Ofelia.
—¡Oh! Estás de uniforme, te avergüenza que te vean conmigo. Puedo hacer cola todo el día para que tú andes por ahí haciendo el mundo seguro para… —Con el habitual gesto, la madre de la agente indicó una barba.
—Ya casi hemos llegado. —Ofelia fijó la mirada en el mostrador.
—Ya casi hemos llegado. Esto es ninguna parte, hija. ¿Te acuerdas del chico de la escuela? ¿El del tanque de peces?
—Acuario.
—Tanque de peces. Sólo agua sucia y dos peces gato que ni se movían. Mira a esas dependientas.
En un mostrador con caja registradora y balanza había dos mujeres bigotudas que se parecían tanto a los peces gato que a Ofelia le costó no soltar una risita. Había cuatro mostradores en la penumbra de la bodega, cada uno con una pizarra en la que figuraban las mercancías, los precios, la ración por persona o familia y la fecha en que se despacharía, una fecha borrosa de tantas veces como la habían corregido.
—Tomates la semana que viene —dijo Ofelia—. Buena noticia.
Su madre estalló en carcajadas.
—Dios mío, he criado a una idiota. No habrá tomates, ni leche en polvo, ni harina y puede que ni frijoles ni arroz. Ésta es una trampa para cretinos. Hija, sé que eres una policía brillante, pero gracias a Dios me tienes a mí para hacer la compra.
Una mujer detrás de ellas carraspeó y advirtió:
—Informaré sobre esta propaganda antirrevolucionaria.
—Lárgate —contestó la madre de Ofelia—. Yo luché en Playa Girón. ¿Dónde estabas tú? Probablemente exhibías las tetas para los bombarderos norteamericanos. Suponiendo que tuvieras tetas.
La madre de Ofelia sabía cómo hacer callar a la gente. Playa Girón era lo que el resto del mundo conocía como Bahía de Cochinos. Por extraño que pareciera, a la sazón formaba parte del ejército y había disparado contra un invasor, aunque ahora afirmaba que debía de haberlo obligado a llevarla a Florida mientras le apuntaba con el arma.
—Tengo una pregunta —declaró Ofelia.
—Por favor, estoy leyendo la pizarra. Dos latas de guisantes por familia para todo el mes. Estoy segura de que estarán deliciosos. Hay azúcar. Sabrás que el fin se acerca cuando ya no quede azúcar.
—¿Y pepinillos?
—Yo no veo pepinillos por aquí.
—¿Dónde los encontraría?
El bloque del Este había tratado de descargar frascos de pepinillos en Cuba, pero hacía años que Ofelia no los veía.
—Aquí no. Compras pepinos en el mercado libre y luego los pones en vinagre.
—¿De tamaños diferentes?
—Un pepino es un pepino. ¿Quién iba a querer un pepino chiquitico? —En el mostrador su madre hizo todo un numerito para que le sellaran adecuadamente la cartilla de racionamiento y anunció—: ¿Sabes?, si vives de tus raciones disfrutarás de una dieta muy equilibrada.
—Es cierto. —Una de las dependientas fue lo bastante estúpida para estar de acuerdo.
—Porque comes dos semanas y te mueres de hambre otras dos.
Habiendo soltado el torpedo, la madre de Ofelia giró sobre los talones y se dirigió majestuosamente hacia la entrada, dejando que su hija cruzara la bodega con el pesado saco y la lata de aceite y todas las miradas clavadas en ella.
Cuando llegaron a la calle, la madre de Ofelia empezó a renquear.
—Eres imposible.
—Espero que sí. Esta isla me está volviendo loca.
—¿Que esta isla te está volviendo loca? Nunca has salido de esta isla.
—Y eso me esta volviendo loca. Eso y tener una hija que es uno de ésos. —Un policía la había detenido por vender de puerta en puerta cosméticos caseros, pero, claro, la soltaron en cuanto se enteraron de que la agente Osorio era su hija—. Tu tío Manny escribió para decir que me espera una mecedora en el porche en Miami.
—Que hay tiroteos cada noche es lo que me escribió a mí.
—En su nueva carta dice que puede alojar a Muriel y Marisol. Dice que les encantaría South Beach. Podríamos ir todas y que las niñas se queden allí.
—No vamos a hablar de esto —afirmó Ofelia.
—Dejarían a Miami boquiabierta. Son niñas muy bonitas, y su tez es clara.
Esa insinuación, que Ofelia era un ser aparte en la familia por el color más moreno de su piel, que era diferente de sus propias hijas y había sido siempre una amarga decepción para su madre, era como un cuchillo que su madre le clavaba y removía en la herida. Para colmo, Ofelia sabía que su madre veía el ardor del sonrojo en sus mejillas.
—Se quedan conmigo. Si quieres ir a Miami, vete.
—Sólo digo que es un nuevo mundo. Probablemente no tenga nada que ver con un ruso.
Arkady pidió a Walls y O’Brien que lo dejaran a un par de manzanas del Malecón. Dada la presunción de que Luna podría saltar por encima del muro en cualquier momento, con un punzón o un machete en la mano, una vez en el bulevar, Arkady anduvo pegado a las sombras de los soportales hasta llegar a un edificio que lucía la bandera tricolor del Comité para la Defensa de la Revolución, llamó a la puerta de Abuelita y entró.
—Adelante.
La luz también entró, pegada a él, a los estrechos confines de la habitación, y se posó en la estatua de la Virgen morena con su tornasolada pluma de pavo real. El olor a tabaco y a sándalo cosquilleó la nariz del ruso. Abuelita se encontraba sentada frente a la Virgen y una cartas echadas con toda solemnidad. ¿Tarot? Arkady miró por encima del hombro de la anciana. Solitario. Hoy vestía un jersey en el que se leía «New York Stock Exchange», y Arkady se fijó en que la Virgen también llevaba algo nuevo, un collar amarillo como el de Ofelia.
—¿Puedo?
—Sí. —Cuando el ruso tocó las cuentas del collar, Abuelita le explicó—: En la santería esta Virgen es también el espíritu de Oshun y sus colores son amarillo, miel y oro. Oshun es un espíritu muy sexy.
Esto no describía, de ninguna manera, a Osorio, pensó Arkady, aunque no tenía tiempo para reflexionar sobre asuntos religiosos.
—Te vi irte esta mañana en ese coche blanco grande, esa carroza con alas —comentó Abuelita—. Todo el Malecón lo miraba.
—¿Vio si un sargento alto y negro del minint entró en el edificio después de que me fuera?
—No.
—¿Nadie que encaje con esa descripción y con un machete o un bate de béisbol en la mano? —Agregó cinco dólares a la corona a los pies de la Virgen.
Abuelita suspiró y sacó el dinero.
—Sé a qué hombre te refieres. El que hizo arreglos para el abakúa. Estuve junto a la ventana como siempre, pero la verdad es que me dormí allí mismo, de pie. A veces mi cuerpo envejece.
Arkady volvió a poner el dinero en la corona.
—Entonces, tengo otra pregunta. Todavía necesito una foto de Serguei Pribluda para la policía y busco a algún amigo íntimo suyo que pueda tener una. Nadie aquí la tiene, pero cuando nos conocimos, usted me dijo que Serguei Pribluda era un hombre que compartía sus pepinillos. Ayer estuve en un mercado de verduras; había pepinos, pero nada como los pepinillos caseros en el refrigerador de Pribluda. Porque, tiene razón, no hay nada como un pepinillo ruso. ¿Había alguien especial que lo visitara?
Abuelita abrió la mano como un abanico y ocultó una sonrisa.
—Ahora sí vas bien. Había una mujer que venía, una rusa, a veces con una cesta y a veces sin cesta.
—¿Puede describírmela?
—¡Oh!, era como una palomita gorda. Venía los jueves, a veces sola y a veces con una chica.
Ofelia subió por una escalera hasta la casa de Hedy Infante, una plataforma construida debajo del techo de un vestíbulo rococó, un espacio de tres metros cuadrados que contenía su camastro, una percha para vestidos y pantalones elásticos, una bombilla eléctrica y velas, cosméticos y zapatos, una ventana con una cuerda sujeta a un cubo y con vista a la araña de luces, y, mucho más abajo, un suelo de mármol. La mansión la había mandado construir un magnate del azúcar aficionado a la espuma, y las volutas de yeso blanco en el techo daban la impresión de que se trataba de un nido en las nubes.
La decoración interior de Hedy resultaba igualmente fantástica: fotos que había recortado de revistas y pegado a las paredes, papel tapiz hecho a mano, en el que figuraban los Van Van, Julio Iglesias, Gloria Estefan cantando con mucho sentimiento frente a un micrófono, bañada en luces estroboscópicas y con las manos tendidas hacia el público. En un cantante, Hedy había superpuesto su propia cara, cosa que recordó a Ofelia el aspecto real del cuello de la chica. No era un lugar al que una prostituta llevaría a un cliente, sino más bien su propio espacio privado.
Privado pero violado por los pequeños rastros dejados por los técnicos forenses, cinta policial en torno a los vestidos, polvo para huellas dactilares en el espejo, el sutil desorden que se produce cuando los hombres, y no las mujeres, son quienes guardan las cosas. Hedy coleccionaba jabón, cubiertos, posavasos de hotel y había hecho un marco de conchas para una foto de la fiesta de sus quince años; en la foto resaltaba un pastel con azúcar glaseado suministrado por el Estado, cerveza y ron. En otra fotografía, Hedy lucía los volantes azules y el pañuelo típicos de los devotos de Yemayá, la diosa de los mares, y, por supuesto, de la pared colgaba una estatuilla de la Virgen de la Regla, espíritu y santa juntos. Una caja de puros contenía fotos de una variedad de turistas en compañía de Hedy, brindando por ella con daiquiris o «mojitos» en cafés de la plaza Vieja, la plaza de Armas, la plaza de la Catedral, el mundo de fantasía de La Habana vieja. Al parecer, sin embargo, las preferidas de Hedy eran dos fotos sujetas con alfileres a un cojín en forma de corazón, en las que figuraban ella y Luna. ¿Qué habrían pensado de esto los técnicos, viendo a la difunta con el policía a cargo de la investigación? Diríase que las fotos se habían hecho en momentos diferentes, pues la ropa era distinta, pero ambas enfrente de un edificio que ostentaba, en manchas oxidadas, el nombre de Centro Ruso-Cubano. En la parte inferior del cojín había una tercera foto, de Hedy, Luna y la pequeña jinetera Teresa en el asiento posterior de un Chrysler Imperial blanco. Ningún nombre, ni números de teléfono o direcciones en torno a la cama, ni en la caja de puros ni en la pared.
En el edificio no había vecinos con los que hablar; Ofelia cruzó la calle y entró en una «botánica», donde una lista en un cartón anunciaba: guayaba para la diarrea, orégano para la congestión, perejil para gases. Un espejo de la Coca-Cola en la pared y, pegado a éste, varios recuerdos, incluyendo una tarjeta postal de México con la ilustración de una bailarina con la misma clase de falda fruncida, cabello negro y tez blanca que las de la mujer que Ofelia había visto besando a Renko. A Ofelia le daba igual, pero, después de todos sus esfuerzos por la seguridad del «bolo», la irritaba ver que invitaba a cualquiera a entrar en el apartamento. Evocó el modo en que la mujer se había apoyado en Renko y había acercado la cara a la suya.
—¿Hija? —La «herbalista» se levantó de una silla.
—Ah, sí.
Antes de mencionar a Hedy, Ofelia compró una bolsa de corteza de caoba para el reumatismo de su madre.
—Yerba buena. —La herbalista recordó el remedio de Hedy—. Bonita chica pero con un estómago nervioso. Bailarina también. Qué pena.
La mujer conocía a Hedy por un grupo local que interpretaba durante el carnaval, compuesto de sesenta bailarines, tambores, hombres que hacían malabarismos con gigantescas peonzas; todos vestían el azul de Yemayá y serpenteaban como olas hasta el Prado, donde el propio comandante se encontraba en el podio desde el que solía pasar revista. Y recordó asimismo al amigo de Hedy, que podía quemar un agujero en la madera con su mirada.
—Mira, ahí está.
Un Lada del minint se detuvo frente al domicilio de Hedy y Luna se apeó con mayor presteza que de costumbre. Ofelia dio la espalda a la puerta, se quitó la gorra y observó la calle por el espejo, lo que significó tener que aguantar más recomendaciones de la herbalista y la estúpida postal de México, pero sólo por un minuto, tras el cual el sargento salió del apartamento de Hedy con el cojín en forma de corazón.
No obstante, a Ofelia no le importaba que ninguno de los técnicos que habían revisado el apartamento de Hedy Infante se hubiesen llevado el cojín y las fotos a tiempo. Le daba igual que hubiesen buscado huellas dactilares en las infantiles posesiones de Hedy, pues ninguno de ellos, por muy experimentado que fuera, entendería a Hedy tan bien como la propia Ofelia.
Ofelia vivía en dos mundos. Uno, el corriente, de colas de racionamiento y colas para el autobús, de calles llenas de escombros, del goteo azul de la electricidad que permitía a Fidel aparecer, en una imagen parpadeante, en la pantalla de la televisión, del calor opresivo que hacía que sus dos hijas se extendieran, cual mariposas, en las frescas baldosas del suelo. El otro mundo constituía un universo más profundo, tan real como las venas debajo de la piel, el de la voluptuosa Oshun, la maternal Yemayá, el vociferante Chango, espíritus, buenos y malos, que llevaban la sangre a la cara, el gusto al paladar, el color al ojo, que residían en cualquiera, a condición de que los invocaran. Así como una semilla de nuez de cola era el espíritu del tambor y sólo hablaba cuando hacían sonar el instrumento, cada persona cargaba con un espíritu que le hablaba a través del latido del corazón, si sabía escucharlo. Así pues, Ofelia Osorio llevaba el fuego del sol oculto detrás de la morena máscara y veía con penetrante claridad el doble mundo de La Habana.
Esta vez Arkady encontró a Olga Petrovna en bata de casa y la cabellera con rulos, organizando bolsas de comida en la sala del frente de su apartamento. Le dirigió la apenada sonrisa de una mujer bonita, pero mayor, pillada por sorpresa. ¿Una palomita gorda? Tal vez.
—Un segundo negocio —dijo.
—Un segundo negocio saludable.
Lo que había sido un rincón ruso se hallaba sumido en filas de bolsas de plástico blancas repletas a reventar de latas de café italiano, cubertería china, papel higiénico, aceite, jabón, toallas, pollo congelado y botellas de vino español. Cada bolsa estaba cerrada con cinta adhesiva y etiquetada con su propio nombre cubano.
—Hago lo que puedo. Era mucho más fácil en los viejos tiempos, cuando había una verdadera comunidad rusa aquí. Los cubanos podían confiar en que les proporcionáramos una buena provisión de mercancías compradas con dólares en el mercado diplomático. Cuando la embajada mandó a todos a casa nos dejó una pesada carga a los que nos quedamos.
Por un porcentaje, de esto estaba seguro Arkady. ¿Diez por ciento? ¿Veinte? Sería vulgar preguntárselo a una perfecta matrona soviética.
—Regreso enseguida —prometió la mujer y entró en un dormitorio que emanaba un sutil aroma a almohadillas perfumadas—. Hable con Sasha. Le encantan las visitas —gritó desde el otro lado de la puerta.
Desde su percha, un canario parecía observar a Arkady por si le veía una cola. Arkady echó un vistazo a la cocina. Samovar sobre un mantel de hule; mantel de hule sobre la mesa. Calendario con escena nostálgicamente nevada. Sal en un cuenco, servilletas de papel en un vaso. Una estantería con frascos de mermeladas, pepinillos y ensalada de alubias, todo centelleante. Arkady había vuelto a la sala cuando ella regresó, cepillado el cabello rubio ceniza, acicalada en un tiempo récord.
—Le ofrecería algo, pero mis amigos cubanos llegarán pronto. Se ponen nerviosos al ver extraños. Espero que no tarde mucho; me entiende, ¿verdad?
—Desde luego. Se trata de Serguei Pribluda. La primera vez que hablamos, usted dijo que algunas mujeres de la embajada especulaban que, gracias a la mejora de su español, había iniciado una relación romántica con una cubana.
Olga Petrovna se permitió una sonrisa.
—Serguei Pribluda no habló nunca muy bien el español.
—Supongo que tiene razón, porque era muy ruso. Ruso hasta la médula.
—Como dije, un «cantarada» en el viejo sentido de la palabra.
—Y, cuanto más investigo, tanto más me convenzo de que si encontró una mujer a la que admirar tanto, sólo podía ser tan rusa como él. ¿Está usted de acuerdo?
Mientras Olga Petrovna conservaba la misma sonrisa afable, algo desafiante apareció en sus ojos.
—Creo que sí.
—La atracción debió de ser inevitable. Quizá con reminiscencias de casa, una verdadera cena rusa y, luego, dado que se ven con malos ojos las relaciones entre el personal de la embajada, la necesidad de planificar encuentros, ya sea secretos, ya al parecer fortuitos. Por suerte, él vivía muy apartado de otros rusos, de modo que ella podría haber hallado siempre una excusa para ir al Malecón.
—Es posible.
—Pero unos cubanos la vieron.
Alguien llamó a la puerta. Olga Petrovna la entreabrió, susurró algo y cerró con suavidad, regresó con Arkady, le pidió un cigarrillo y, una vez encendido el pitillo, se sentó y soltó el humo voluptuosamente. Con una nueva voz, una voz con cuerpo, admitió:
—No hicimos nada malo.
—No digo que lo hicieran. No he venido a La Habana para echar a perder la vida de nadie.
—No tengo la menor idea de lo que hacía Serguei. No me lo dijo y yo sabía que no debía preguntárselo. Sentíamos cariño mutuo, nada más.
—Con eso bastaba, sin duda.
—Entonces, ¿qué quiere?
—Creo que alguien allegado a Pribluda, alguien que sentía cariño por él, probablemente tenga una mejor fotografía de él que la que me enseñó usted la primera vez.
—¿Nada más?
—Eso es todo.
Olga Petrovna se levantó, fue a su dormitorio y regresó al cabo de un momento con una fotografía en colores de un coronel Serguei Pribluda, bronceado y feliz, en bañador. Con el cálido Caribe a su espalda, arena en los hombros y una sonrisa que le daba el aspecto de haber rejuvenecido diez años. Para efectos de la identificación que quería hacer Blas, la foto era perfecta.
—Lo siento, se la habría dado antes, pero estaba segura de que encontraría otra y ésta es la única buena que tengo. ¿Me la devolverá?
—Lo pediré. —Arkady se guardó la foto en el bolsillo—. ¿Alguna vez le preguntó a Pribluda lo que hacía en La Habana? ¿Alguna vez mencionó a alguien, cualquier cosa?
—Los hombres como Serguei llevan a cabo tareas especiales. Nunca me lo habría contado y yo no estaba en posición de curiosear.
Dicho como una verdadera creyente, pensó Arkady; se dio cuenta de que Pribluda y Olga Petrovna hacían buena pareja.
—Fue usted quien me envió el mensaje a Moscú desde la embajada, ¿verdad? «Serguei Pribluda tiene problemas. Debe venir enseguida». No estaba firmado.
—Estaba preocupada y Serguei había hablado de usted con mucho respeto.
—¿Cómo lo mandó? Seguro que necesita autorización para mandar mensajes a Moscú.
—Oficialmente, sí, pero nuestro personal es sumamente reducido. Me asignan cada vez más tareas y, en cierta forma, es más fácil hacer las cosas. Y tenía razón, ¿verdad? Él tenía problemas.
—¿Se lo dijo a otra persona?
—¿A quién iba a decírselo? El único auténtico ruso en la embajada era Serguei. —Los ojos de Olga Petrovna se anegaron; respiró hondo y echó una mirada a la puerta—. Lo que los cubanos no entienden es que, aunque no cantemos y bailemos tanto como ellos, amamos con la misma pasión, ¿verdad?
—Sí, es cierto.
Ciertamente, Ofelia no lo entendería, pensó Arkady. Qué alivio estar lejos de ella, de su ardiente mezcla de celo revolucionario y espíritus de santería, encontrarse en un mundo más sólido donde un romance postsoviético florecía acompañado de pepinillos y vodka; donde los motivos se medían en dólares y los huesos se dejaban en el suelo y el asesinato tenía un sentido lógico.
La vista de un pollo descongelándose en una bolsa de plástico hizo que Olga Petrovna volviera a la tierra. Dejó escapar un suspiro, sacando el pecho, apagó el cigarrillo en un cenicero y, en el plazo de un minuto, se convirtió de nuevo en mujer de negocios; en el espejo buscó la apropiada imagen de dulce abuelita de cabello gris.
Al salir, Arkady pasó junto a unas personas que hacían cola en los escalones. Desde lo alto de la escalera, Petrovna lo pensó mejor.
—O quizá llevo demasiado tiempo aquí —declaró—. Acaso me esté volviendo cubana.