18

Te equivocas —declaró Arkady a Isabel.

—No me equivoco.

La mujer cogió la mano del ruso, la guió hacia su entrepierna para que la sintiera a través del vestido de algodón y se metió en la sala de estar. Tal vez fuera una prueba para ver si había señales de vida, pensó Arkady. La tela del vestido era delgada, a fin de exhibir la delgadez del cuerpo y las oscuras areolas de sus pechos, y, si él hubiese sido un hombre normal, habría experimentado un saludable deseo. En realidad, sí que sintió los principios del deseo al percibir el aliento de la joven en su cuello, al absorber el aroma a almendras de su larga trenza de seda negra. La palidez de su piel hacía resaltar el rojo de sus labios.

—No me equivoco —insistió Isabel—. Te pedí que hicieras algo para mí. Es un intercambio justo. Gordo guarda el ron sobre el fregadero.

—Creí que Gordo era el nombre de la tortuga.

—Es de los dos. De Serguei y de la tortuga.

—¿Cómo llamas a Jorge Washington Walls?

—Lo llamo acabado. Tengo novio nuevo, ¿no?

—Pues no me imagino quién será.

Isabel acarició el abrigo colgado en el respaldo de la silla y, cuando él le apartó la mano, pidió:

—Relájate. Eres un hombre muy extraño, pero me gustas.-Encontró el ron y lavó dos vasos. —Me gustan los hombres fuertes.

—Yo no lo soy.

—Deja que yo juzgue por mí misma. —Isabel le dio un vaso—. Sé que has oído hablar de mi padre.

—Oí que hubo una conspiración.

—Cierto. Siempre hay conspiraciones. Todos se quejan y El… —La joven se señaló la barbilla—. Él los deja, siempre que no hagan nada. Siempre que no se organicen. De todos modos, cada año hay una conspiración, y siempre es de una mezcla de conspiradores y chivatos. Así funciona la democracia cubana, por eso acabaremos por votar, cuando hasta los chivatos se harten y decidan cerrar el pico y este país se liberará. —Acarició las mejillas de Arkady—. Pero todavía no, creo que no. Éste es el primer lugar donde el tiempo no existe. La gente ha nacido y muerto, sí, pero el tiempo no ha pasado, porque el tiempo exige pintura nueva, coches nuevos, ropa nueva. O tal vez una guerra, lo uno o lo otro. Pero esto no, esto que no está ni vivo ni muerto, que no es ni lo uno ni lo otro. ¿No bebes?

—No. —Lo que menos necesitaba Arkady era alcohol, además de Isabel.

—¿Te molesta? —La chica cogió un cigarrillo.

—No.

—La razón por la cual mi padre estuvo de acuerdo con el golpe es que sus amigos rusos le aseguraron que contaban con todo su apoyo. No fue idea de él.

—Debió saber que no funcionaría.

—Creo que yo soy más prudente al escoger. —Isabel inhaló como si el humo fuese capaz de recorrerle todo el cuerpo, soltó el aliento y dio vueltas con los brazos extendidos, de modo que el vestido se le pegó al cuerpo y el humo voló hacia atrás—. Creo que somos los mejores. Los bailarines ingleses son demasiado rígidos y los rusos demasiado serios. Poseemos la elevación y la técnica, pero también nacemos con la música. No habrá límites para mí cuando salga, cuando tenga mi carta y mi billete.

—La carta no ha llegado.

—Llegará. Tiene que llegar. Le dije a Jorge que pensábamos regresar a Moscú juntos

—¿Tú y yo?

—Sí, ¿acaso no sería lo más sencillo? —Isabel se apoyó en el abrigo, y una ascua del cigarrillo cayó sobre la manga—. ¿Estás casado?

Arkady quitó el ascua y cogió a Isabel por la muñeca; por muy fina que fuera la muñeca, por muy elegante, llevó a la joven a la puerta.

—Es tarde. Si algo llega para ti, te prometo que te avisaré.

—¿Qué haces?

—Me despido.

—No he acabado.

—Yo sí.

Le dio un empujón y, antes de cerrar, vislumbró a la chica en el pasillo, aplastada como una polilla.

—Hijo de puta —gritó Isabel desde el otro lado de la puerta—. Cono. Eres como tu amigo Serguei. Lo único que quería era hablar de la estúpida conspiración que mató a mi padre. Eres igualito, otro maricón. El bollo de tu madre —gritó en español.

Arkady corrió el cerrojo.

—Lo siento, no hablo español.

Su don de gentes era asombroso con las mujeres, pensó Arkady. Un verdadero encanto. Se envolvió en el abrigo y tiritó. ¿Por qué en Cuba todos tenían calor, menos él?

Era medianoche; la oscuridad había sumergido a la ciudad sin que él se diera cuenta. ¿Sería un apagón ingeniado por Luna o era que su imaginación se extendía en la oscuridad? No había farolas en el Malecón, sino un par de tenues faros, como los de los peces luminosos que se encuentran en las fosas del océano. Aunque cerró bien los postigos y encendió una vela, la oscuridad siguió penetrando en la estancia, con un aire sólido, de betún.

El claxon de un coche lo despertó. La bocina continuó sonando hasta que abrió los porticones del balcón y se dio cuenta de que la mañana había empezado hacía unas horas. El mar constituía un brillante espejo para el enorme cielo; el sol estaba alto y las sombras se reducían a meras manchas de tinta. Desde la playa un chico arrojó un pequeño y plateado señuelo a un compañero subido sobre el malecón con una caña en la mano. Otro chico destripaba su pescado en la acera y echó las entrañas a una gaviota que sobrevolaba. Justo debajo del balcón, Arkady distinguió una nube de cromo y blanco, el descapotable Chrysler Imperial de Hemingway. Jorge Washington Walls iba al volante; a su lado, John O’Brien lucía gorra de golfista y camisa hawaiana.

—Acuérdate de que íbamos a hablar de un posible empleo —le gritó Walls—. Y a enseñarte algunos de los lugares más famosos.

—¿No podéis simplemente hablarme de ellos?

—Piensa en nosotros como tus guías —repuso O’Brien—. Piensa en esto como la Gran Gira.

Arkady buscó en Walls alguna indicación de que Isabel le hubiese hablado de su visita a medianoche y, en O’Brien, algún indicio de que se hubiera enterado por Osorio de los documentos de AzuPanamá, pero lo único que brillaba desde el coche eran unas sonrisas alegres y gafas de sol. ¿Un empleo en La Habana? Menuda broma. Pero ¿podía permitirse dejar pasar la oportunidad de aprender más sobre AzuPanamá y John O’Brien? Además, pensó, ¿qué podía ocurrirle en el coche de Hemingway?

—Dadme un minuto.

El cajón del escritorio contenía sobres. En uno de éstos, Arkady metió todas sus pruebas materiales: la llave de la casa de Rufo, la del coche de Pribluda, los documentos de AzuPanamá y la foto del Club de Yates de La Habana. Se pegó el sobre en la región lumbar y se puso la camisa y el abrigo: un hombre equipado para todos los climas y todas las ocasiones.

El coche no sólo parecía una nube, sino que se conducía como tal; la tapicería caliente se adhería al tacto. Incluso desde el asiento trasero Arkady advirtió los botones de la transmisión, ¿cómo no verlos? Pasaron veloces por el Malecón mientras Walls cotilleaba sobre otros coches famosos, la inclinación de Fidel por los Oldsmobile y sobre el Chevrolet Impala del 60 del Che.

Arkady miró alrededor.

—¿Habéis visto a Luna?

—El sargento ya no es nuestro socio —contestó Walls.

—Creo que le falta un tornillo —añadió O’Brien.

—Auténtico caraculo, ese Luna. —Walls se bajó las gafas sobre el puente de la nariz y reveló sus ojos azules—. ¿Cuándo vas a tirar el abrigo?

—Es como andar con el jodido Abraham Lincoln, en serio —comentó O’Brien.

—Cuando me caliente.

—¿Se lee Hemingway en Rusia? —inquirió Walls.

—Es muy popular allí. Jack London, John Steinbeck y Hemingway.

—Cuando los escritores eran matones —manifestó O’Brien—. Debo decir que pienso en El viejo y el mar cada vez que veo a esos botes pesqueros echarse a la mar. Me encantó el libro… y la película. Spencer Tracy estaba magnífico. Mejor irlandés que cubano, pero magnífico.

—John se lo lee todo.

—También me encanta el cine. Cuando tengo morriña pongo una cinta de vídeo. Tengo a Estados Unidos en vídeo. Capra, Ford, Minelli.

Arkady pensó en el vicecónsul Bugai y en el depósito de 5000 dólares a su nombre en el banco panameño de O’Brien.

—¿Tenéis amigos rusos aquí?

—No hay tantos. Pero, para ser franco, he de decir que los evito, como medida de precaución. —Parias— declaró Walls.

—A la mafia rusa le encantaría meterse aquí. Ya están en Miami, Antigua, las Caimanes; están en los alrededores, pero los rusos suponen un tema tan ofensivo para Fidel que de nada serviría asociarse con ellos. Pero lo peor es que son estúpidos, Arkady, y no quiero ofenderle.

—No me ofendo.

—Cuando un ruso quiere dinero se dice: secuestraré a un rico, lo enterraré hasta el cuello y pediré un rescate. Puede que la familia pague, puede que no. Es una operación de corto alcance, sea como sea. Cuando un norteamericano quiere dinero dice: haré un mailing y ofreceré una inversión con una tasa de rendimiento irresistible. Puede que la inversión dé resultado, puede que no; pero, si cuento con buenos abogados, esas gentes me estarán pagando el resto de su vida. Cuando mueran pediré el derecho de retención de su propiedad; desearán que los hubiese enterrado hasta el cuello.

—¿Eso fue lo que hiciste?

—No digo que es lo que hice, sino que es lo que se hace en Estados Unidos. —Alzó la mano y ofreció la mejor de sus sonrisas—. No miento. He sido testigo en tribunales de distrito de Florida y Georgia y en tribunales federales en Nueva York y Washington, y nunca he mentido.

—Son muchos tribunales en los que decir la verdad —comentó Arkady.

—El hecho es que prefiero que mis inversores estén satisfechos. Soy demasiado viejo para que me persigan violentos hombres barbudos o para evitar citaciones de hombres capaces de quedarse frente a una puerta el resto de su vida. ¡Eh, ya hemos llegado!

Haciendo caso omiso del tráfico que venía en sentido contrario, Walls torció hacia la acera frente a un hotel, un rascacielos con balcones azules que soportaban la base de una multicolor cúpula separada. Arkady ya había pasado frente al hotel sin fijarse bien en el más puro estilo arquitectónico norteamericano de los años cincuenta. Habían acudido en el coche idóneo y se habían detenido suavemente debajo de una entrada con techo en voladizo, junto a la estatua de lo que parecía un caballito de mar y una sirena tallada de los huesos de la ballena más grande del mundo. John O’Brien había acudido otras veces, a juzgar por el celo del portero.

—El Riviera —le explicó con un susurro, como si estuviesen a punto de entrar en el Vaticano—. La mafia de Estados Unidos construyó otros hoteles aquí, pero el Riviera era la joya.

—¿Qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó Arkady—. Paciencia, por favor. Todo encaja.

O’Brien se quitó la gorra en señal de respeto, antes de subir por la escalera y trasponer las puertas de cristal que daban a un vestíbulo de techo bajo y mármol blanco, iluminado por lámparas de plafón tan irregularmente espaciadas como las estrellas. Unos sofás tan largos como furgones de tren se extendían hacia una gruta iluminada por una claraboya y repleta de enormes helechos. A un lado se oía el murmullo, cual oleaje, de un bar y en el fondo se divisaba una escalera suspendida de alambres enroscados en torno a unas columnas de piedra negra, así como una brillante neblina, que era una cristalera que daba a una piscina. O’Brien cruzó el vestíbulo con paso reverente; las borlas de sus sandalias se agitaban con cada paso.

—Todo de lujo. Cocina como un transatlántico, habitaciones hermosamente amuebladas. ¡Y el casino!

Walls se adelantó un paso y abrió las puertas de latón de una sala de congresos que lucía los pintorescos y contundentes logotipos de bancos españoles, venezolanos y mexicanos. Unos puestos de exposición desmontables y unos diagramas sobre caballetes predecían las tendencias económicas del Caribe. Sobre la alfombra, desperdigados, numerosos folletos en cuatricolor y tarjetas de visita. O’Brien se detuvo frente a un descomunal compartimiento con una fila de sillas de cara a una gigantesca pantalla.

—Es patético —observó—. Proyecciones de mercado, tasas de interés, protección del capital, todos los idiomas. Mira esto. —Intentó encender el monitor—. Diablos, ni siquiera funciona.

—Tal vez éste sí funcione.

Arkady cogió un mando a distancia del mostrador, pulsó el botón de encendido y de inmediato desfilaron por la pantalla imágenes de hombres y mujeres serios, todos vestidos con costosos trajes. Dólares, pesetas, marcos alemanes, fluían desde ellos cual cables de electricidad.

—Bien —indicó O’Brien—. Saben cómo hacer trabajar tu dinero para ti en todo el mundo, claro que sí. El problema es que esto no es el mundo. Esto es Cuba. Ya sabes lo que dice Fidel de los capitalistas. Primero, sólo quieren la punta de tu dedo índice, luego el dedo, luego la mano, luego el brazo y, finalmente, el resto de tu cuerpo, por partes. Él ya tiene una opinión formada, de modo que los bancos no han venido hasta aquí a hacer su presentación a Fidel, piensa en eso. Gracias, Arkady.

Arkady pulsó el botón de apagado del mando a distancia.

—En todo caso —prosiguió O’Brien—, los bancos lo han entendido al revés. Hoy en día a la gente no le interesa la acumulación lenta de réditos, sino el gordo de la lotería, el día de pago. Mira alrededor, todavía se nota.

Llamó la atención de Arkady hacia las paredes color crema con barrocos adornos dorados; le enseñó cómo el falso techo ocultaba la multicolor cúpula que habían visto desde fuera y bajo la cual se encontraban en ese momento. Si el Riviera fuese el Vaticano, esto sería la Capilla Sixtina. O’Brien se quitó las gafas y, en tanto giraba lentamente sobre sí mismo, ocurrió un pequeño milagro: diríase que las arrugas en su frente, delicada como una cáscara de huevo, se alisaban y Arkady vio un indicio del pelirrojo que había sido.

—El casino Hoja de Oro. Tienes que imaginártelo, Arkady, cómo era. Cuatro mesas de ruleta, dos de siete y medio, una de bacará y cuatro de blackjack, barandas de caoba y el fieltro limpiado dos veces al día. Ni una mota de ceniza. El crupié de cabecera sentado en un sillón de obispo. Era el encuentro de dos clases, los ricos y la mafia. Los franceses tienen una palabra que describe la sensación: frisson, un estremecimiento y, por Dios, refulgía. Arañas encendidas como copas burbujeantes de champán. Mujeres que lucían diamantes de Harry Winston, y hablo de piedras enormes. Estrellas del cine, los Rockefeller, la crema y nata.

—¿Ningún cubano?

—Los cubanos trabajaban aquí. Empleaban contables cubanos y los convertían en crupiés. Les enseñaban a vestirse, les compraban trajes y les pagaban bien para que fuesen honrados. Claro que, al terminar su turno, les pasaban la aspiradora por si se habían guardado alguna ficha.

Arkady había visto algunos casinos. Los había en Moscú. A los de la mafia rusa les encantaba ponerse chaquetas de piel sobre incómodas fundas de pistola a fin de acercar sus panzas a una mesa y perder dinero en grandes cantidades y con gran ostentación.

—Eso sí, siempre hubo juegos de apuestas en La Habana —añadió O’Brien—. Sólo que la mafia se volvió honrada y compartía las ganancias al cincuenta por ciento con el presidente Batista. A Batista y a su esposa les tocaban las ganancias de las máquinas traga monedas, y a la mafia las de las mesas. No había operación más honrada en el mundo entero. Además, acudían los personajes más importantes de la farándula: Sinatra, Nat King Colé. Hermosas playas, pesca de altura y mujeres increíbles. Todavía lo son.

—Cuesta creer que hubo una revolución.

—No se puede satisfacer a todos. Déjame enseñarte mi lugar preferido. Más pequeño pero más histórico. El último baluarte de Estados Unidos.

De camino, desde el momento en que salieron del Riviera, pasaron frente a casas tan lastimosas que resultaban pintorescas, la clase de casas que Arkady habría esperado ver en un manglar; el pavimento parecía rodar encima de las raíces de los banianos.

—Bien, ¿qué clase de negocios tenéis aquí? —preguntó Arkady—. ¿Inversiones?

—Inversiones, asesoría, lo que sea —respondió O’Brien—. Resolvemos problemas.

—¿Por ejemplo?

Walls y O’Brien intercambiaron una mirada y Walls contestó:

—Por ejemplo, los camiones cubanos necesitan repuestos porque la fábrica rusa que los producía ahora fabrica cuchillos como los del ejército suizo. Lo que hicimos, John y yo, fue encontrar una fábrica de camiones rusa en México y la compramos para tener los repuestos.

—¿Qué sacasteis de eso?

—Comisiones por encontrarla. ¿Sabes?, yo creía que por ser marxista entendía el capitalismo. No sé nada. John lo convierte en un juego —contestó Walls.

—Desde siempre supe que las gentes del mundo soviético se toman el dinero demasiado en serio. Uno debe divertirse —añadió O’Brien.

—Estar con John es como volver a la universidad.

—¿Sí? —Arkady estaba dispuesto a que lo educaran.

—Como las botas —continuó Walls—. A los cubanos se les acabaron las botas. Averiguamos que Estados Unidos se iba a deshacer de unos excedentes a un dólar por par. Las compramos todas, y por esto el ejército cubano marcha con botas de combate norteamericanas.

—Seguro que os aprecian aquí.

—Me gusta creer que nos quieren, a George y a mí.

—Pero ¿cómo lo hacéis desde Cuba? Me parece que necesitarías un testaferro.

—En un tercer país, por supuesto.

—¿En México, en Panamá?

O’Brien se dio la vuelta en su asiento.

—Arkady, vas a tener que dejar de actuar como un poli. A lo largo de los años he ayudado a muchos polis en tu situación, pero es cuestión de toma y daca. Quieres saber esto y lo otro, pero todavía tienes que darme una explicación verosímil de por qué te hallabas en el embarcadero del Club de Yates de La Habana.

—Sólo estaba visitando lugares a los que podía haber ido Pribluda.

—¿Qué te hizo pensar que había estado allí?

—Había un plano en su apartamento con un círculo alrededor del club. —Y era cierto, aunque no tanto como la fotografía—. Era un plano antiguo.

—¿Sólo un plano antiguo? ¿Así te enteraste de la existencia del Club de Yates de La Habana? Asombroso.

El hotel Capri era una versión de bolsillo del Riviera, un rascacielos, aunque no se encontraba en el Malecón, ni poseía cúpula o escalera en espiral, sino un sencillo vestíbulo de sonidos cristalinos y mobiliario cromado. A los cubanos no se les permitía subir; permanecían sentados con un refresco de cola en la mano, dispuestos a aguardar el día entero, mientras esperaban a que aparecieron las personas con quienes se habían citado. El aire acondicionado formaba remolinos en torno a unas plantas en macetas.

—No acabo de creer lo del abrigo —dijo Walls a Arkady—. ¿Te molestaría que me lo probara?

—Adelante.

Aunque Arkady no deseaba que nadie tocara siquiera el abrigo, ayudó a Walls a ponérselo. La prenda le quedaba un poco estrecha en los hombros. El norteamericano acarició la cachemira exterior, el forro de seda y registró los bolsillos por fuera y por dentro.

O’Brien observó el pase de moda.

—¿Qué te parece?

—Me parece que es un hombre con los bolsillos vacíos. —Walls devolvió el abrigo a Arkady—. Pero es bonito. ¿Conseguiste esto con el sueldo de investigador? Bien para ti.

—Una buena señal para todos nosotros. —O’Brien los precedió fuera del vestíbulo; traspuso las puertas de una reducida y oscura sala de teatro. Arkady apenas distinguía el escenario, los escalones, los altavoces y los reflectores de escena con celdas de colores—. La Sala Roja. Antes no era un cabaret, era mejor. Usa tu imaginación y verás un telón rojo, una alfombra roja, lámparas con pantallas de terciopelo rojo. En el centro, cuatro mesas de blackjack y cuatro de ruleta. En los rincones, las de siete y medio y de bacará. Vendedoras de cigarros puros, y hablo de cubanas hermosas vendiendo puros cubanos. Acaso un poco de cocaína, aunque ¿quién la necesita? Es como el ruido de la bola sobre la ruleta, la emoción alrededor de la mesa de dados. El hombre dice: «Hagan apuestas, caballeros», y la gente apuesta. ¿Juegas, Arkady?

—No.

—¿Por qué?

—No tengo dinero que perder.

—Todo el mundo tiene dinero que perder. Los pobres apuestan todo el tiempo. Lo que quieres decir es que no te agrada perder.

—Supongo que es eso.

—Pues eres raro; la mayoría de la gente necesita perder. Si ganan, siguen jugando hasta que pierden. En este momento, en todo el mundo, hay más personas jugándose dinero que nunca antes en la historia de la humanidad. —O’Brien se encogió de hombros indicando que el fenómeno le resultaba incomprensible—. Quizá sea por la llegada del nuevo milenio. Diríase que la gente quiere deshacerse de lo material, no en una iglesia sino en un casino. Están dispuestos a perderlo todo, siempre que sea divirtiéndose. No saben resistirse a la tentación. Es algo humano. La peor humillación que uno puede recibir es la de un casino que no acepte su dinero.

—¿Estabas aquí antes de la revolución?

—Vine una docena de veces. Dios, eso fue hace mucho tiempo.

—¿Apostabas?

—Soy como tú, no me gusta perder. Me limitaba sobre todo a admirar el funcionamiento. ¿Sabes quién le señalé a mi esposa? A John Kennedy. Iba con una rubia oxigenada de un brazo y una mulata malencarada del otro. Durante la crisis de los misiles me pregunté si John pensó alguna vez en esa velada.

—Había más casinos —interpuso Walls.

—Deauville, Sans Souci, Montmartre, Tropicana —enumeró O’Brien—. El gran plan de la mafia consistía en echar toda La Habana abajo y reconstruirla, modernizarla y crear un triángulo de turismo entre Miami, La Habana y Yucatán, una zona internacional de prosperidad. Eso fue lo que la revolución detuvo; no es que no hiciera falta una revolución, y desde hacía tiempo, sino que Cuba perdió cuarenta años desde el punto de vista económico.

—¿Ése es vuestro plan, volver a abrir los viejos casinos?

—No. Los ánimos están demasiado caldeados todavía. De todos modos, el Club de Yates de La Habana y el Casino podrían ser diez veces mayores que éstos.

—Sois muy ambiciosos.

—¿Tú no? —preguntó Walls—. La guerra fría ha terminado. Yo fui un héroe en esa guerra y mira lo que conseguí. Estoy atrapado en una isla.

—¿Qué clase de vida tienes en Moscú? —interpeló O’Brien a Arkady—. Despierta. Has entrado en el paraíso y estás a punto de marcharte. No lo hagas. Quédate aquí y trabaja para nosotros.

—¿Trabajar para vosotros? ¿En el lugar de Pribluda?

—Algo así.

—¿Por qué será que no puedo tomar en serio la oferta?

—Porque sospechas —respondió O’Brien—. Es la actitud rusa. Hay que ser positivo. Cada millonario que he conocido es optimista. Cada perdedor espera lo peor. Es un nuevo mundo, Arkady; ¿por qué no hacer grandes planes?

—¿Compartiríais vuestra mina de oro cubana con un hombre al que acabáis de conocer?

—Ya he conocido a tipos como tú. Eres el hombre en la punta del embarcadero, que va a echarse al agua o a cambiar de vida. —Los ojos de O’Brien brillaban de… ¿de qué?, se preguntó Arkady. La habilidad interpretativa de todo vendedor o el celo de un cura. Empeñaba todo su esfuerzo en un momento de verosimilitud para esta propuesta tan absurdamente ridícula—. Cámbiala. Date una oportunidad.

—¿Cómo?

—Como socio.

—¿Como socio? Esto mejora por momentos.

—Pero una sociedad precisa confianza. Entiendes lo que es la confianza, ¿no, Arkady?

—Sí.

—Pero no das muestras de confianza. Hace dos días que espero a que seas tan abierto con George y conmigo como lo hemos sido contigo. Por favor, no te mees en mi espalda para decirme que llueve. No me hables de planos antiguos. El sargento Luna nos habló de la foto del Club de Yates de La Habana. Lo sabemos. Una foto de un ruso muerto en el Club de Yates de La Habana es lo que menos necesitamos ahora.

—John se sentiría mejor si se la dieras.

—Si la tuviera, probablemente no me preocuparía —explicó O’Brien—. Y sabría que confías en nosotros como nosotros confiamos en ti. ¿Puedes hacerlo, Arkady, confiarme esa foto?

O’Brien tendió la mano.

Arkady sintió el sobre con la fotografía pegado a la espalda.

—No sé nada de sociedades privadas; siempre he trabajado para el Estado. Pero ¿qué os parece esto? Si acepto vuestra propuesta y trabajo por un año, con una villa, un barco y una vida social satisfactoria, al cabo del año os daré la foto. Hasta entonces estará a salvo porque seremos, como dices, socios.

—¿Puedes creerlo? —exclamó Walls—. El cabrón está negociando.

—Se resiste. —John dejó caer la mano. De repente aparentó su edad, un poco agotado, con las canas pegadas a las sienes húmedas de sudor, como un actor que ha interpretado una obra con pasión frente a un público sordo y tonto—. Porque eres ruso, Arkady, te concederé el beneficio de la duda. Éste es un nuevo modo de pensar para ti, esto de formar parte de un plan.

—Recuérdamelo, ¿qué parte sería?

—Seguridad. George te lo ha dicho, por si la mafia se presenta.

—Tendría que pensar en ello. No estoy seguro de ser tan duro.

—No importa —apuntó Walls—. La gente cree que lo eres.

—Las apariencias engañan —declaró O’Brien—. Te diré por qué el Capri es mi casino preferido. ¿Sabes?, la mafia contrató a un actor, George Raft, para regentar el Capri. Raft había interpretado tantas veces a un gángster que la gente creía que lo era de veras. Él también lo creía. Llega la noche de la revolución y la gente se dedica a saquear los casinos. Una multitud se dirige hacia el Capri. ¿Quién sale a la entrada, sino el propio Raft? Con su voz de gángster dice: «Ningún cretino va a saquear mi casino». Y se marcharon. Los echó. El último baluarte de Estados Unidos.