En su ruta hacia el barrio chino, Arkady pasó por la quietud, como de acuario, de unos grandes almacenes vacíos, el escaparate de una perfumería que no exhibía más que una lata de repelente de insectos, el personal de una joyería con los codos pegados a estuches vacíos; pero, a la vuelta de la esquina, en la calle Rayo, había vida: linternas rojas, un cerdo entero asado, plátanos fritos y albardilla frita, montones de naranjas, limones, pimientos color coral, tubérculos negros de carne blanca, tomates verdes en cucuruchos de papel, aguacates y frutas tropicales que Arkady se sentía incapaz de nombrar, aunque sí entendió, gracias a los signos de dólares, que este mercado en el centro mismo de La Habana era para vendedores privados. Las moscas giraban, como mareadas, envueltas en el olor a pina y plátanos a punto de madurar. La música salsa de una radio colgada competía con cintas de una nostálgica melodía cantonesa en una escala pentatónica, y clientes de rasgos chinos casi eclipsados pero aún perceptibles regateaban en español cubano. En una esquina, un carnicero abría una cabeza de vaca de un hachazo. Una vendedora de algodón de azúcar, con el cabello enmarcado por las espirales azules de azúcar que surgían de una tina, leyó la nota de Arkady y señaló un edificio sin ascensor que ostentaba el letrero: kárate cubano.
Arkady había acudido aquí a toda prisa. Del cementerio chino había ido al apartamento de Pribluda y, de allí, al barrio chino, pues su mente funcionaba por fin. Abuelita, los ojos del CDR, le había dicho que los jueves por la tarde Pribluda salía del Malecón con su horrible cartera de plástico cubana. La pequeña Carmen había afirmado que los jueves eran los días en que el tío Serguei practicaba el kárate. Según la hoja de balances del propio Pribluda, el jueves era el día en que desembolsaba cien dólares sin explicación. ¿Acaso no encajaba todo? ¿No era posible que cada jueves, con una cartera cubana corriente, cuyo contenido no era un cinturón negro sino un sobre lleno de dinero, el espía Serguei Pribluda se reuniese con su «contacto chino» en una escuela de kárate en el barrio chino de La Habana? Lo más probable era que el coronel guardara una sudadera o un traje de kárate en un armario en la escuela, lo que le daba un pretexto para detenerse en el vestuario; allí, se imaginaba Arkady, no hacía falta cruzar una sola palabra si el contacto poseía una cartera idéntica; podían intercambiarlas en un momento, y el contacto anónimo ya estaría bajando la escalera antes de que Pribluda se desatara los zapatos para practicar las mortales patadas que había enseñado a Carmen. El intercambio sería rápido, silencioso y profesional. Arkady tenía la cartera y hoy era jueves.
El único problema era que cuando Arkady corrió escalera arriba, resoplando, en la puerta donde debía haber una escuela de artes marciales orientales habían escrito evita, el nuevo salón de belleza. En el interior, dos mujeres, cubierta la cara con máscaras de lodo azul, reposaban en sendos sillones de peluquería, al tiempo que unos trabajadores sujetaban un tercer sillón al suelo. Arkady regresó al mercado, repitió el procedimiento con el mismo papel y recibió la misma información equivocada.
En un restaurante chino sin chinos, en que los rollitos de primavera se servían con un poco de ketchup, Arkady encontró un camarero que hablaba suficiente inglés para decirle que ya no había escuelas de artes marciales en el barrio chino, aunque había una veintena en la ciudad. A Arkady le quedaban cuatro días. Tal vez debía llamar al hijo de Pribluda, por si el chico deseaba recibir el ataúd en el aeropuerto, suponiendo que pudiese abandonar unas horas sus hornos de pizzas. Ahora Arkady yo no tenía planes. Se le habían acabado. Poseía la vista clara del hombre que no tiene ningún plan.
Bueno, todavía estaba la foto de Pribluda que debía encontrar, pero por un momento le pareció vislumbrar el fantasma de Pribluda andando entre brillantes montones de frutas exóticas. Las paredes del restaurante eran de un rojo burdel y en ellas colgaba el habitual retrato del Che Guevara con un aspecto tan semejante a Cristo, en su boina negra, que resultaba sobrenatural. En su deambular por las calles, Arkady se había percatado de que la gente colgaba más retratos del Che que de Fidel, aunque el martirio del Che parecía dar validez al propio Fidel. Pero los mártires cuentan con la ventaja de ser siempre románticamente jóvenes, mientras que Fidel, el superviviente, aparecía enmarcado en una de dos etapas: el apasionado revolucionario cuyo dedo índice subrayaba cada punto oratorio, y el de barba cana perdido en una meditación obsesionada.
A Arkady lo obsesionaba su propia estupidez. Por un momento se emocionó al creer en la renovación de sus poderes de deducción, como hallar un antiguo motor a vapor en una fábrica abandonada y creer que, con una cerilla encendida debajo de la caldera, los émbolos volverían a la vida. Aquí no había ningún émbolo en movimiento, pensó. Gracias a Dios, la agente Osorio no había presenciado su fiasco.
Al salir del restaurante atravesó el mercado y sorteó un grupo de niños que se golpeaban mutuamente frente a un teatro en una esquina, un cine de barrio de aspecto lastimoso pintado de rojo chino con aleros estilo pagoda; en el cartel figuraba un maestro de kárate en pleno salto. El título estaba en chino, en español, «¡Puños de acero!», y, entre paréntesis, abajo, en inglés. Arkady recordó el resguardo en el pantalón de Pribluda. Eso había intentado preguntarle Carmen, no «¿Ha visto? ¡Puños de acero!», sino «¿Ha visto Puños de acero?». Se unió a la cola en la taquilla, pagó cuatro pesos y subió por los escalones rojos hacia la oscuridad.
El interior rezumaba un aroma a cigarrillos, pebetes y cerveza. Los asientos eran sencillos y estaban remendados con cinta adhesiva. Arkady se sentó en la última fila a fin de ver mejor al público, compuesto de filas de cabezas que subían y bajaban y chillaban su aprecio por una película que ya había comenzado, en la que un joven y, al parecer, estudioso monje defendía a su hermana de unos gángsteres de Hong Kong. El diálogo era en chino con subtítulos en otra forma de chino, ni siquiera español; la risa de los actores resultaba espantosa y cada patada sonaba como si alguien partiera un melón. Arkady apenas se había colocado la cartera en el regazo cuando a su lado se sentó un hombre bajo de nariz afilada, gafas y una cartera semejante.
Un susurro en ruso.
—¿Viene de parte de Serguei?
—Sí.
—¿Dónde ha estado? ¿Dónde ha estado él? Estuve aquí todo el día, la semana pasada, y hoy ya he visto esta película una vez.
—¿Desde cuándo pasan esta película aquí?
—Desde hace un mes.
—Lo siento.
—Espero que sí. Yo soy el que corre todos los riesgos. Y esta película es para cretinos. Ya de por sí está mal que haga esto, pero que, además, me traten así…
—No está bien.
—Es degradante. Puede decírselo a Serguei.
—¿De quién fue la idea?
—¿La de encontrarnos aquí? Mía, pero no pretendía pasar días enteros aquí. Seguro que me creen un pervertido. —En la pantalla el cabecilla de los gángsteres se puso un guante equipado con taladro y demostró su funcionamiento usándolo en un desafortunado secuaz—. De hecho, en los viejos tiempos esto era el mejor cine de porno en La Habana.
—¿Qué sucedió cuando cambiaron a películas de kárate?
—Traíamos a nuestras chicas y singábamos. Los chinos nunca prestaban atención a lo que hacíamos.
La sala estaba oscura y Arkady no deseaba examinar de modo demasiado obvio a su compañero, pero lo que veía de reojo era un burócrata de unos sesenta y pico de años, de bigote gris y ojos tan brillantes como los de un pájaro.
—Así que ha pasado mucho tiempo aquí.
—Padezco cierta historia personal. ¿Le sorprende ver chinos en Cuba?
—Sí.
—Los trajeron cuando pusieron fin al tráfico de esclavos. Aquí no se puede fumar. —Con esto el hombre explicaba por qué sostenía el cigarrillo entre las manos ahuecadas. Intercambió las carteras y, usando el cigarrillo como linterna, agachó la cabeza, abrió la que había quitado a Arkady y contó el dinero, los cien dólares que Pribluda desembolsaba cada semana—. Entiéndame, estoy sujeto a una presión extraordinaria; de haber sabido lo que significaba comprar un coche, no habría aceptado esto.
—¿Puede comprarse un coche?
—De segunda mano, claro. Un Chevrolet del 55. Con la tapicería original de cuero. —En la pantalla, unos gángsteres entraban en un estudio donde la chica acababa de esculpir una paloma en mármol blanco. Estaban arrancando las alas del ave cuando el hermano de la chica entró volando por la ventana en un scooter—. ¿Dónde está Serguei?
—No se siente bien, pero le diré que le desea usted que se cure pronto.
El monje, un torbellino, despachaba a los matones con una variedad de saltos y patadas. Con cada puntapié que hacía saltar la sangre del oponente, la cabeza de Arkady palpitaba. Cuando el cabecilla volvió a ponerse el guante, él se puso en pie.
—¿No va a quedarse? —preguntó su amigo—. Ésta es la parte buena.
Ofelia acudió tarde a la reunión con la maestra de Muriel.
Había estado muy ocupada, pues estaba convencida de que habían asesinado al italiano con Hedy simplemente porque se parecía a Renko. Había llegado al ambulatorio a tiempo para ver cómo examinaban a Lohmann, el vendedor de Hamburgo, quien contestó malhumorado que sí, su amigo Franco se había dado un golpe en la cabeza unos días antes con el marco de una de esas estúpidas puertas bajas de La Habana vieja. Pobre Hedy. De por sí no era muy lista, y todo, el lugar, la hora, el aspecto, el nombre, un sencillo rasguño en la cabeza del italiano, había conspirado contra ella.
Además, Ofelia quería ducharse; sentía que la muerte le cubría la piel como un velo. Aunque otras personas no pudieran oler la muerte, ella sí.
Un puente de peatones iba de la Quinta de Molina a la escuela, moderna y aireada, con paredes en colores pastel atestadas de autorretratos de los alumnos en uniforme pardo, faldas para las niñas y shorts para los niños, así como de murales con «¡Resistencia!» por tema, en los cuales figuraban niños con rifles haciendo caer unos desgraciados jets norteamericanos.
La clase de Muriel había visitado recientemente una plantación de plátanos, y las paredes del aula estaban decoradas con plátanos de papel. Ofelia se preguntó dónde conseguían el papel. La escuela contaba con un libro por cada tres alumnos; desde hacía tres años no había entrado un solo libro nuevo en la biblioteca, ni productos químicos en el laboratorio. «Aprenden en abstracto», según el comentario mordaz de su madre; no obstante, la escuela estaba limpia y ordenada. Ofelia se disculpó profusamente con la señorita García, la maestra de Muriel, una mujer mayor de cejas finas como patas de araña.
—Creía que ya no vendría. —Las cejas se arquearon en señal de exasperación.
—Lo siento mucho.
—¿Había algo más sumiso que un padre o una madre que se reúne con una maestra?, se preguntó Ofelia. —¿Hay algo especial de lo que quisiera hablarme?
—Claro. ¿Por qué, si no, la habría mandado llamar?
—Hay un problema, ¿no?
—Sí. Un grave problema.
—¿Muriel no ha estado entregando sus deberes?
—Entrega sus deberes.
—¿Están bien?
—Adecuados.
—¿Se porta mal en la escuela?
—Se comporta normalmente. Por eso se le permitió hacer el viaje. Pero en el fondo, en el alma de esa pequeña, hay algo podrido.
—¿Podrido?
—Algo que se encona.
—¿Ha golpeado a alguien, ha mentido?
—No, no, no, no. No trate de restarle importancia. En el fondo de su corazón hay un gusano.
—¿Qué ha hecho?
—Abusó de mi confianza. Llevé sólo a mis mejores alumnos a la granja. Para que aprendieran cómo es la lucha en el campo. Y ella resultó una antirrevolucionaria y una ladrona. —La señorita García puso una bolsa de papel en el escritorio—. Cuando iba de camino de vuelta al autobús, esto se le cayó de la falda. Lo oí caer.
Ofelia miró en el interior de la bolsa.
—Un plátano.
—Robado. Robado por la hija de un miembro de la PNR. Esto no va a acabar aquí.
—De hecho, es la piel de un plátano, ¿no?
Ofelia sacó la fruta por el extremo no pelado; era una piel marrón, moteada, madura, a punto de pudrirse.
—Plátano o piel de plátano, no importa.
—¿Se lo había comido o no?
—Eso no importa.
—Dice que lo oyó caer. Seguro que no oiría una piel de plátano caer en una guagua en movimiento.
—No se trata de eso.
—¿En custodia de quién ha estado? Podría haber más de una persona implicada; puede que toda una pandilla tenga que ver con este plátano. Buscaré las huellas dactilares dentro y fuera, eso podemos hacerlo. Me alegro de que me haya llamado la atención sobre este asunto. No se preocupe, los cogeremos a todos, a cada uno. ¿Quiere que lo haga?
—Bueno. —La señorita García se apoyó en el respaldo; su lengua rozó las comisuras de su boca—. Estuvo en mi custodia, claro. No sé cómo llegaron a comérselo.
—Podemos investigarlo. Para que quien lo hizo nunca vuelva a enseñar la cara en esta escuela. ¿Eso es lo que quiere?
La señorita García apartó la mirada; sus cejas se asentaron y, en un tono completamente distinto dijo:
—Supongo que yo tenía hambre.
Ahora Ofelia se sentía aún peor. No proporcionaba ningún placer asustar a una maestra que ni siquiera reconocía que se estaba muriendo de hambre poco a poco. El problema de la señorita García era su pureza revolucionaria; seguro que era la única persona que Ofelia conocía que no tuviera un pequeño negocio aparte. La pobre mujer acabaría probablemente alucinando y viendo al Che merodear por los pasillos. Ofelia se sentía tan avergonzada que no podía esperar a echarle mano a Muriel.
Arkady abrió la cartera y puso el contenido sobre el escritorio de Pribluda: fotocopias en español, naturalmente, cada palabra en español. Ojalá hubiese estudiado español en la escuela en lugar de inglés y alemán, que sólo servían para la ciencia, la medicina, la filosofía, los negocios internacionales, Shakespeare y Goethe. Para el azúcar, el español parecía la clave. No obstante, intentó leer.
Un documento titulado «Negociación rusa-cubana» con listas de nombres; en una, rusos del Ministerio de Comercio Exterior de Rusia (Bykov, Plotnikov, Chenigovskii), en la segunda, cubanos del Ministerio del Azúcar cubano (Mesa, Herrera, Suárez), y en la tercera, los mediadores panameños de AzuPanamá (Ramos, Pico, Arenas).
Un certificado de registro público panameño, para AzuPanamá, S. A., que incluía una lista de directores con los mismos nombres que los de los mediadores, señores Ramos, Pico y Arenas.
Un aval bancario de AzuPanamá del Banco de Inversiones Creativas, S. A., Zona Libre de Colón, firmado por el director general del banco, John O’Brien.
Primeras páginas de los pasaportes de Ramos, Pico y Arenas.
Billetes de avión en Cubana de Aviación, de La Habana a Panamá, para Ramos, Pico y Arenas.
Comprobantes de hospedaje para Ramos, Pico y Arenas, del hotel Lincoln, Zona Libre de Colón, pagaderos por el Ministerio del Azúcar cubano.
Una larga lista de compromisos rusos de adquirir azúcar cubano por un total de 252 millones de dólares, en fondos y en efectivo.
Una lista revisada al alza tras la mediación de AzuPanamá, por un total de 272 millones de dólares.
Un comprobante de depósito por 5000 dólares a nombre de Vitaly Bugai en el Banco de Inversiones Creativas, S. A., Zona Libre de Colón, República de Panamá.
En otras palabras, los mediadores Ramos, Pico y Arenas eran cubanos y la neutral AzuPanamá era una creación del Ministerio del Azúcar cubano y el Banco de Inversiones Creativas. El español de Arkady era inexistente; no así sus matemáticas. Entendió que Cuba había defraudado a Rusia veinte millones de dólares adicionales, un pordiosero que roba a otro. Entendió asimismo que el socio silencioso del delito de los cubanos era el pirata propietario del barco de Al Capone.
De cerca, los oscuros ojos de Muriel poseían iris semejantes a las llamaradas del sol, pavorosas vislumbres del alma de la chiquilla de once años. El interrogatorio fue breve, porque reconoció algo peor que aquello de lo que su maestra la acusaba. Había comprado el plátano.
—Los trabajadores de la granja los vendían. Yo tenía un dólar que me había dado mi abuelita. Compramos un racimo.
—¿Un racimo? La señorita García encontró un solo plátano.
—Todos en la clase escondieron uno; sólo encontró el mío. La madre de Ofelia se mecía en la mecedora.
—Tenemos todos los otros, no te preocupes.
—No se trata de eso. Has convertido a mis hijas en especuladoras.
—Una lección de capitalismo.
—No tienen derecho a vender plátanos en una granja del Estado.
—Una lección de comunismo.
Marisol, la hermana menor, comentó:
—Mi clase va a ver cómo fabrican pelotas de béisbol. Puedo conseguir pelotas de béisbol.
—Bien, a ver si podemos cocerlas —manifestó la madre de Ofelia.
Ofelia imaginó a la militante señorita García cerniéndose sobre sus dos hermosas hijas y a su madre, la de Ofelia, defendiéndolas como una gallina en bata de casa: el universo familiar sumido en una guerra dentro y fuera.
—Voy a ducharme.
—¿Y luego, qué? —preguntó su madre.
—Tengo que salir.
—¿A ver a ese hombre?
—No es un hombre, es un ruso.
Arkady se dio cuenta de que esperaba a la agente, con su mirada inquisidora, sus shorts y su jersey desenfadados, su bolso de paja y su pistola. Había guardado todos los documentos de AzuPanamá: que Osorio paseara la vista por donde quisiera.
—¿Ha encontrado una foto de Pribluda hoy?
—No.
—Pues yo he encontrado una de usted. —A todas luces, la mujer disfrutó de su sorpresa—. ¿Se acuerda de Hedy?
—¿Cómo olvidar a Hedy?
Osorio le habló de los dos cuerpos en la Casa de Amor, Hedy Dolores Infante y un ciudadano italiano llamado Franco Leo Mossa. Describió el aspecto del cuarto, la posición de los cuerpos, la naturaleza de las heridas, la hora de la muerte.
—¿Con un machete? —inquirió Arkady.
—¿Cómo lo supo?
—Estadísticas. ¿No hubo ningún grito de auxilio?
—No. El asesino hizo también un agujero en la garganta del hombre con algo redondo y afilado para que no gritara.
—¿Como un punzón de hielo?
—Sí. Al principio pensé que se trataba de una extorsión que se había vuelto violenta. A veces, una jinetera acude con un turista y cuando éste tiene los pantalones bajados entra un supuesto novio y lo roban.
—Sabemos quién es el novio de Hedy.
—Luego se me ocurrió que el muerto se parecía a usted.
—Eso sí que es un cumplido que uno no recibe cada día. ¿Era el hombre con el que la vimos en la calle la otra noche?
—Estoy casi segura de que sí. ¿Bailó usted con Hedy?
—No. Sólo nos presentaron. Lo hizo el sargento Luna.
—¿Habló usted con ella?
—No mucho. Ella no estaba del todo sobria y más tarde, claro, estaba… poseída.
—Después del santero, Hedy se lavó y regresó aquí. La vimos, usted y yo. En ese momento me pregunté por qué. Al fin y al cabo, todo había terminado. El sargento se había marchado, y éste no es un lugar normal en el que ligar con los turistas. Creo que usted es la razón por la que ella estaba aquí.
—Acababa de conocerla.
—Puede que ella quisiera verlo de nuevo.
—Habría sabido distinguir entre un italiano bien vestido y mi persona. ¿Por qué iba a pensar en mí?
—Encontré esto en el cuarto. —Osorio le enseñó la fotografía.
Una cámara tenía la mirada del fotógrafo y siempre resultaba extraño verse como otros lo imaginaban. Si el que hacía la foto estaba muerto, una sencilla foto adquiría cierto aire irrevocable. Arkady vio coches, maletas, pesados abrigos, una manada rusa en el aeropuerto de Sheremetyevo. Sólo él estaba enfocado. Había dirigido al coronel una sonrisa de despedida, pero no un abrazo rociado de vodka y lágrimas; su relación era demasiado complicada para ello. Acaso lo que Pribluda deseaba, después de todo, pensó Arkady, era alguien que lo conociera tan bien y, sin embargo, fuera a despedirlo. La fotografía le hizo pensar en el marco vacío que había hallado en el cajón del escritorio de Pribluda.
—Pribluda la sacó cuando lo llevé al aeropuerto. Dijo que la usaría para tirar al blanco, por los viejos tiempos. ¿Esto estaba en el cuarto?
—Hedy no era muy lista. Probablemente estuviera todavía mareada por los efectos en casa del santero. Creo que alguien le dio la foto para ayudarla a distinguirlo a usted.
—¿Cree que el hombre en esta foto pasaría por italiano?
—En la oscuridad es difícil distinguir a ciertas personas. ¿Le dije que el muerto se llamaba Franco?
—Si un europeo llamado Franco se pareciera a Renko, si su nombre sonara a Renko, si lo hubiese encontrado frente al apartamento de Renko y tuviera un corte en la cabeza igual al de Renko, para ella sería Renko. Creo que es posible que el asesinato del italiano sea un segundo atentado contra su vida.
—¿Esto ocurrió anteanoche?
—Sí.
Luna había dicho que regresaría a joderlo, recordó Arkady, y, por la descripción de Osorio, el libidinoso Franco Mossa parecía todo lo más jodido que se puede estar.
—¿El sargento Luna se ha enterado de la identificación del cadáver?
—Ahora sí. El y Arcos se han encargado de la investigación.
Luna regresaría. Habían acabado los días de gracia.
—¿Por qué mataría a Hedy?
—No lo sé.
—¿Por qué dejaría la fotografía con ella?
—No la dejó allí, la echó por el retrete.
—Entonces, ¿cómo la consiguió usted?
—La foto estaba atrapada con papel higiénico. —Osorio describió las profundas heridas en forma de pétalo, las sábanas manchadas de sangre y el aire impregnado de olor a sangre que llevaba un día medio cociéndose, y confesó sus náuseas—. No fui nada profesional.
—No, son gajes del oficio. Yo dejé la autopsia para vomitar. ¿Lo ve? Compartimos una debilidad. Sólo de oírlo tengo ganas de fumar.
—El doctor Blas nunca ha vomitado.
—Seguro.
—El doctor Blas dice que deberíamos agradecer el hedor, porque es una información. El aroma a fruta de un cuerpo puede indicar la presencia de nitrato de amilo. Un ligero olor a ajo podría ser arsénico.
—Sería encantador cenar con él.
—De todos modos, me he duchado.
—Se ha duchado y se ha tomado tiempo para pintarse las uñas de los pies. Muchas policías no se molestarían con eso. Se ha arriesgado.
Más que eso, pensó Arkady; al llevarse la foto, la agente había trastocado la escena del crimen, en un reconocimiento tácito de que sospechaba tanto de Luna como el propio Arkady. Enseñársela constituía su primer verdadero paso adelante, con sus uñas pintadas y todo. Ahora le tocaba a él, por cortesía. Podía guardar para sí pequeñas informaciones hasta encontrarse sano y salvo en Moscú, donde el contenido de la cartera que recogió en el cine chino supondría un apuro para Bugai y un intercambio de avergonzadas acusaciones entre el Ministerio de Comercio Exterior ruso y el Ministerio del Azúcar cubano. Por dinero, desde luego. Una vez de vuelta en Moscú, sin embargo, no averiguaría nunca lo que le había ocurrido a Pribluda.
—¿Ha oído hablar de una empresa azucarera panameña llamada AzuPanamá?
—He leído acerca de ella. —Los ojos de Osorio se enfriaron—. En Granma, el periódico del partido. Hay un problema con los rusos por el contrato azucarero, y se supone que AzuPanamá nos ayuda.
—¿Como mediador?
—Eso tengo entendido.
—Porque AzuPanamá es neutral.
—Sí.
—¿Y panameña? —Por supuesto.
Arkady la guió hacia el despacho, abrió la cartera verde y vació el contenido sobre el escritorio.
—Copias de las listas de los participantes de Rusia, Cuba y AzuPanamá. Una lista de directores de AzuPanamá y, para los mismos hombres, pasaportes cubanos, billete de Cubana de Aviación y recibos de hotel. Además de un aval de un banco panameño para John O’Brien, residente en Cuba, además de un comprobante del banco por un depósito a nombre del vicecónsul Bugai, que también reside aquí.
Todo parecía marchar sobre ruedas, se dijo Arkady. A continuación podría introducir el concepto de O’Brien y Jorge Washington Walls, y luego la implicación de éstos con Luna y Pribluda. Osorio carraspeó y ordenó los documentos, tocándolos como lo haría quien se las está viendo con un incendio.
—Creí que iba a obtener una foto de Pribluda para el doctor Blas.
—Oh, la voy a obtener. Sólo que esto me llegó primero.
—¿De dónde?
—¿Por qué no los hojea, para ver de qué se trata?
El ruso de Osorio adquirió un ligero silbido.
—Ya veo de qué se trata. Es muy obvio. Son documentos inventados para avergonzar a Cuba.
—Si compara los nombres en este certificado de registro con el de los pasaportes verá que AzuPanamá no es panameña. Cuba creó AzuPanamá con la ayuda de un banco controlado por el prófugo norteamericano O’Brien. Eso es lo que Pribluda buscaba cuando murió. Hasta ahora, AzuPanamá ha costado a Rusia veinte millones de dólares adicionales. Hay hombres que han muerto por menos.
—¿De un ataque cardíaco?
—No.
—El doctor Blas dice que sí.
—En todo caso, podemos comparar los nombres de AzuPanamá con la lista del personal del Ministerio del Azúcar. Eso habría hecho Pribluda a continuación.
—Nosotros no vamos a hacer nada. —Osorio dio un paso atrás—. Me ha mentido.
—Aquí están los documentos.
—Lo estoy mirando. Lo que veo es un hombre que afirma estar buscando una foto de su amigo muerto mientras recopila toda clase de documentos anticubanos. He venido a ayudarlo, y usted me arroja a la cara estos papeles y ni siquiera me dice de dónde vienen. No voy a tocarlos.
La cosa no funcionaba como Arkady había esperado.
—Puede comprobarlos.
—No voy a ayudarlo. En realidad, no sé nada sobre usted. Sólo tengo su palabra de que es amigo de Pribluda y una foto. Es todo lo que sé. Sólo tengo su palabra.
—No, no es cierto. —Las palabras de Osorio cristalizaron lo que había sido vago hasta entonces. Lo que había molestado a Arkady era cómo su foto había llegado del apartamento de Pribluda a manos de Hedy—. ¿Le dio usted a Luna mi foto?
—¿Cómo puede hacerme esa pregunta? —Porque tiene sentido. Déjeme adivinar.
Después de la autopsia vino aquí, buscó huellas dactilares y encontró la foto de un miserable ruso que acababa de llegar. Naturalmente, llamó a Luna, que le dijo que le llevara la foto.
—De ninguna manera.
—¿Quién se la dio a la pobre Hedy? ¿Ha estado ayudando a Luna todo este tiempo?
—Así no.
—¿Acaso todos los policías cubanos llevan un punzón de hielo y un bate de béisbol?
—Cuando vea a Luna con un machete, «bolo», entonces sí que puede espantarse. Debió quedarse en Moscú. Si se hubiera quedado en Moscú, más personas estarían vivas.
—En eso tiene razón.
Osorio recogió violentamente su bolso y ya había traspuesto la puerta antes de que Arkady pudiese pensar en si había tratado el asunto de AzuPanamá del mejor modo posible. Pero ¿por qué se impresionaría una cubana con una mera prueba? Después de todo, se encontraban en La Habana, un lugar donde los agregados del azúcar flotaban en la oscuridad, donde un Club de Yates existía, no existía, posiblemente existía, donde una chica podía perder la cabeza dos noches seguidas. La mentira de Osorio con respecto a la foto no constituía sino un absurdo de más. No obstante, las palabras de Arkady contenían un deje maligno que lamentaba.
Al llegar a la calle, Ofelia se dio cuenta de que, aparte del cerrojo en su puerta, Renko no tenía nada que lo protegiera si Luna regresaba. Lo que no le había contado al ruso era el aspecto de Luna junto al cuerpo de Hedy en la Casa de Amor, cómo se le habían puesto rojos los ojos y los músculos de su rostro se habían crispado como un puño convulsivo, ni cómo el sargento se sentó más tarde en la sala de los archivos, ni cómo moverse a su lado equivalía a andar a la sombra de un volcán.
El tráfico en el Malecón —siempre escaso de noche— había desaparecido casi del todo. Incluso se habían marchado las parejas que solían cortejarse. Puede que Ofelia estuviese enojada con Renko, pero consigo misma estaba furiosa. Había extraído la foto del ruso de la escena de un crimen. Había incumplido la ley. ¿Para qué? ¿Para que él la acusara de llevarse la misma foto de casa de Pribluda? Ofelia ya conocía el gusto de Renko por las minucias frívolas, seguidas de la tajante pregunta en tangente. En cuanto a los documentos que había sacado de la cartera, no la sorprendía hasta dónde estaban dispuestos a llegar los rusos para desacreditar a Cuba. Lo único que necesitaba, se dijo Ofelia, era mantener a Renko vivo hasta que su avión partiera rumbo a Moscú. Deseaba tener la conciencia limpia.
Resuelta a no dejarse provocar de nuevo, volvió a entrar en el edificio. A medio camino oyó pasos y una suave llamada a la puerta de Renko. Cuando éste abrió la puerta, la luz del interior cayó sobre una mujer extraordinariamente blanca, de cabello negro trenzado, con vestido mexicano y descalza. Era una rosa de largo tallo, una exótica flor blanca teñida de azul. Ofelia la reconoció de la ceremonia en casa del santero. Era la amiga de Jorge Washington Walls, la bailarina.
Ofelia observó cómo Isabel levantaba el rostro y besaba a Renko. Antes de que ellos la vieran, desanduvo su camino en la oscuridad de la escalera, haciéndose cada vez más pequeña hasta alcanzar nuevamente la calle.