Un par de chihuahuas guió a Arkady sendero abajo, mirándolo con ojos conmovedores, brincando en torno a una flor de Pascua aquí, olisqueando una lápida allí, cual un par de terratenientes, hasta detenerse debajo de las vainas colgantes de un tamarindo, donde tres chinos, desnudos de cintura para arriba, fregaban la tapa de mármol que habían quitado a una tumba. Erasmo se hallaba en el interior con una bolsa de herramientas.
—No hay muchos trabajos en los que no tener piernas sea una ventaja —declaró Erasmo—. Trabajar en un ataúd es uno de ellos. No pareces muy contento.
—Acabo de venir del Club de Yates de La Habana. Me dijiste que el club de yates era una broma, sólo unos cuantos pescadores, tú, Mongo y Pribluda. Pero la foto se hizo en el club de yates y no mencionaste que el club existía.
Erasmo frunció el entrecejo, hundió las manos en su barba y se rascó.
—Existe y no existe. El edificio está allí, la playa está allí, pero no es precisamente un club ahora. Es complicado.
—¿Como Cuba?
—Como tú. ¿Por qué no me dijiste que habías matado a Rufo Pinero? Tuve que enterarme en la calle.
—Fue un accidente.
—¿Un accidente?
—En cierto modo.
—Sí, eso es como decir que la ruleta rusa es un juego, en cierto modo. Así que hacemos las mismas cosas de modos distintos. En todo caso, no te mentí. Es cierto que nos llamábamos Club de Yates de La Habana en broma. Nos parecía divertido.
—Menudo club. Puede que Pribluda esté muerto. Puede que Mongo haya desaparecido y puede que tú seas el último miembro con vida.
—Reconozco que no es gracioso cuando lo dices.
—A menos que haya otros. ¿Hay más miembros de los que no me hayas hablado?
—No.
—¿Rufo?
—No.
—¿Luna?
—No. Nosotros tres, nada más. ¿Sabes?, me estoy encabronando y estás haciendo que mis amigos se sientan muy incómodos.
Los chinos seguían la conversación con una angustia que igualaba su incomprensión. Erasmo los presentó fríamente a Arkady; eran hermanos de apellido Liu, con cabello negro erizado y un cigarrillo entre los dientes. Arkady observó la sosegada anarquía del cementerio, una cruz de mármol apoyada en un altar budista, lápidas con inscripciones en caracteres chinos y envueltas en dondiegos de día, lápidas con fotografías de los difuntos que miraban a través de óvalos de vidrio mugrientos. Bonito lugar donde reposar eternamente, pensó Arkady, tranquilo, fresco, pintoresco.
—¿Así que éste es el cementerio chino?
—Sí. Dije a los Liu que eres un experto en combatir delitos, que por eso estás tan enojado. Los hace sentirse mucho mejor.
—¿Hay muchos delitos en el cementerio?
—En éste, sí.
Ahora que se fijaba en ello, Arkady notó que numerosas tumbas se hallaban agrietadas y reforzadas con cemento y cintas de acero. El mal estado se debía en parte al tiempo y a la presión de las raíces que se extendían, pero se veían asimismo señales de vandalismo: mármol sustituido por bloques de hormigón o un candado en la puerta de latón de un panteón, cuyo fin probablemente no fuera mantener a los muertos en el interior.
—¿A los cubanos no les gustan los chinos?
—A los cubanos les encantan los chinos, y ése el problema. Algunos cubanos necesitan huesos de la suerte.
—¿Para qué?
—Para ceremonias. Si desean dinero, desentierran los huesos de un banquero; si desean curarse, desentierran los de un médico.
—Eso tiene sentido.
—Para desgracia de los chinos, se supone que sus huesos son los que más suerte traen. Así que es aquí donde ciertas personas vienen con palancas y palas, cosa que altera mucho a las familias chinas, pues reverencian a sus antepasados. Vivo o muerto, quieren que el abuelo esté entero. ¿Cómo iba a saber que la pericia en demoliciones me resultaría tan útil en mi vida de civil? ¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—Tico mantuvo el silencio de radio, pero conseguí que me lo escribiera. —Arkady miró el ataúd, donde Erasmo había colocado taladro, campana, gafas de soldador y mascarilla de cirujano sobre una toalla. De una bolsa de deporte, el cubano sacó un frasco lleno de fino grano negro—. ¿Pólvora?
—Una pizca. La vida resultaría aburrida sin pólvora.
Los hermanos Liu hicieron un descanso; partieron en rebanadas una papaya y se sentaron entre lápidas a comerla. Los chihuahuas se acurrucaron con los leones. ¿Sería éste el contacto chino al que se refería Pribluda, un lugar al que se acudía en busca de huesos de la suerte?
El problema era que parecía ir hacia atrás; en lugar de saber más, sabía cada vez menos. No sabía dónde había muerto Pribluda y, menos aún, por qué. El círculo de conocidos de Pribluda no hacía sino ampliarse, pero ninguno de ellos tenía nada que ver con el precio del azúcar, que era lo que se suponía que debía investigar el coronel. Arkady nunca antes se había topado con tal variedad de personas y acontecimientos que no tenían nada que ver entre sí: hombres pescando en cámaras de neumáticos, norteamericanos prófugos, un chiflado de la provincia de Oriente, una bailarina y, ahora, huesos chinos y unos chihuahuas. A decir verdad, pensó, aparte de la profanación de tumbas, no había nada que sugiriera la existencia de un delito, excepto por los ataques que él mismo había sufrido, y eso había sido por un error de cálculo, pues sólo tenían que esperar. ¿Y ahora? Su mente se aclaraba, los moretones en sus piernas pasaban del azul al verde esperanza, y el que las pruebas mismas no tuvieran forma resultaba interesante. Necesitaba que fuera interesante, pues mientras se implicara sería como un hombre que anda sobre unas aguas profundas y negras. Necesitaba seguir adelante.
Erasmo se tapó la nariz con la mascarilla y los ojos con las gafas, antes de levantar una lata con tapadera de plástico.
—¿Más pólvora? —preguntó Arkady.
—Un explosivo diferente. —Erasmo levantó la tapadera y la cerró de inmediato, como si echara un vistazo a un poco de plutonio—. Ajíes habaneros los más picantes del mundo. Desactivé toda clase de bombas en África, bombas que semejaban pomos de puerta, despertadores, asientos de retrete, aviones de juguete, muñecas. Uno tiene que ser creativo.
Puso la lata vacía boca abajo entre los muslos y taladró un agujero, añadió pólvora y la comprimió.
—En tu dormitorio vi fotos de ti con… —Sólo para sentirse cubano, Arkady se frotó una supuesta barba para indicar el nombre que no podía pronunciarse.
—Fidel —dijo Erasmo con cautela.
—Y otro oficial con gafas.
—Nuestro comandante en Angola.
—Te otorgaron muchas condecoraciones.
—¿Las medallas? Oh, sí. Pero ¿qué crees que preferiría, las medallas o mis piernas? Adivínalo. Me sentía muy orgulloso. Fidel dijo que iríamos a África y yo saludé y dije: «¡A sus órdenes, comandante!». No sabía que estaría dando órdenes cuando llegáramos. Fidel estaba aquí, mirando un mapa de Angola. Nosotros estábamos en montañas y ríos que no existían en los mapas de Fidel, pero no importaba: él daba la orden de que nos apostáramos allí donde cayera su dedo. A veces teníamos que pasarlo por alto y, cuando se enteraba, se ponía furioso. Había un pueblecito, una mota debió de ser en su mapa. Nos ordenó que lo tomáramos y lo usáramos como puesto de mando del batallón. Le dijimos que no era más que un par de chozas, un taller y un pozo, que podíamos rodearlo y regresar cuando quisiéramos, pero Fidel dijo que, a menos que tomáramos el pueblo en veinticuatro horas, acusaría de traición a todos los oficiales del batallón. Así que Tico, Luna, un chico llamado Richard y yo formamos la avanzadilla. ¿Te aburro con mi historia?
—No.
—Muy bien. El pueblo parecía un árbol de Navidad. Pequeñas minas de plástico que explotarían bajo los pies. Bouncing Betties para cortar a uno de cintura para abajo o para arriba. Claymores con alambres atados a algo tan insignificante como una lata que uno apartaría con una patada. Había un coche en el taller, pero sin la llave; eso habría sido demasiado obvio. Una furgoneta Ford del 54 con paneles de auténtica madera. No te imaginas lo valioso que es un vehículo en un país como aquél. Con sólo entrar en el garaje, uno podía desenterrar toda una cadena de pequeñas minas, como un collar de margaritas. Luego, mirar por debajo del coche con un espejo y después boca arriba. Abrir el capó con un alambre desde cierta distancia, a fin de examinar el motor y comprobar que todos los cables fueran del vehículo; abrir la guantera, el maletero, las ventanillas automáticas, los asientos, los tapacubos. Estaba en perfectas condiciones. Sacamos a todos del garaje para que yo pudiera cruzar los cables. Arrancó al instante y se le acabó la gasolina enseguida, pero la batería estaba bien y todo parecía estar bien, hasta que Richard dio una patada a un neumático. Ése era el único lugar que yo no había comprobado. —Erasmo apretó un disco de cartón sobre la pólvora—. Fue el fin de Richard. Además, el parachoques salió volando y dando vueltas como las aspas de un helicóptero y golpeó a Tico. Pedimos una ambulancia por radio. De camino, la ambulancia pasó sobre un agujero que habíamos cavado para sacar una mina y fue a parar directamente a un campo minado. Fue como un milagro, pues no tocó ni una sola mina, pero allí se quedó atrapada mientras Tico se desangraba, así que Luna lo tomó en brazos y corrió entre las minas hasta la ambulancia. Así fue como liberamos una aldea angoleña de mala muerte por órdenes del comandante.
—Y cómo Tico se volvió cuidadoso con los neumáticos.
—Es muy cuidadoso con los neumáticos.
Erasmo dejó caer la lata, y Arkady la recogió y se la dio.
—¿Puedo ayudarte?
—No, gracias. ¿Sabes cuál es el mayor campo minado del mundo? La base norteamericana aquí, en Guantánamo, gracias a los marines y, sobre todo, a nuestros amigos rusos, que diseñaron nuestro lado del campo minado y se llevaron los planos a casa. Ya no quiero ayuda, por favor. —Abrió la lata de guindillas y las echó en la lata más grande—. ¡Ajá! Cuando un ladrón de tumbas abra esto lo esperará una nube mortal. Toser, llorar, estornudar, quedar provisionalmente ciego… Me parece un modo muy humano de tratar a los ladrones de tumbas. Es una solución cubana para un problema cubano.
—El que Luna salvara a Tico presenta una imagen distinta del sargento.
—No, no es más que su otro lado. La gente aquí tiene dos lados, lo que ves y lo opuesto.
—¿Es complicado?
—Es real. No lo entiendes. Cuba era importante. Poseíamos idealismo y nos enfrentamos al país más poderoso y revanchista del mundo. Fidel era fantástico. Pero Cuba no es un país lo bastante grande para él, y el resto de nosotros no podemos ser eternamente héroes. Deja de hacer preguntas, Arkady. Por tu bien, regresa a casa.
Los Liu alzaron una mirada expectante. Quizá no entendieran las palabras, pero se daban cuenta de cuándo una conversación había llegado a su fin. Los chihuahuas guiñaron los ojos del tamaño de canicas y echaron a correr detrás de una lagartija. La persiguieron por una buganvilla hasta el pico de una pagoda a la altura de la cintura de un ser humano. Cuando el más joven de los Liu soltó una carcajada y dio una patada de kárate, Arkady recordó otra cosa.
—¿Hay expertos en artes marciales en La Habana?
—En el barrio chino —respondió Erasmo.
No hay que dejarse distraer, pensó Ofelia; no hizo caso de los técnicos que recogían primero las pequeñas pruebas —coágulos, pelos, bolsa de noche, botellas de ron Habana Club—, hasta llenar bolsas de plástico con sábanas y ropa. Hizo caso omiso de los fotógrafos que trabajaban alrededor de la mujer tumbada en la cama como una maja desnuda. Su atención se centraba exclusivamente en el doctor Blas, que, con las manos en guantes de látex encerado, inclinado sobre el cuerpo junto a la puerta, le enseñaba por qué, aunque el varón estaba pintado con su propia sangre y el rastro en la alfombra mostraba su lento, agónico y fútil avance hacia la puerta, el hombre agonizante no gritó pidiendo ayuda.
—La radio estaba encendida. Según me has dicho, las gentes que alquilan estos cuartos tienden a hacer mucho ruido, y ¿quién sabe cuánto ron consumieron? La carótida y la arteria del peroné están cortadas; sin embargo, estaba lo bastante vivo para tratar de cubrirse mientras lo cortaban con el machete. Estaba lo bastante vivo para llegar a la puerta, probablemente después de que se marchara el que lo atacó. Pero no gritó. ¿Por qué? No fue por la radio. —Con la punta de un lápiz hurgó en una mancha oscura en la nuez del hombre y lo deslizó hacia dentro—. Un agujero en la tráquea. Con un agujero en la tráquea no se puede pronunciar una sola palabra. La mujer no tiene una herida como ésta; a ella le cortaron el pescuezo, sencillamente. Pero estoy seguro de que el primer golpe que recibió el varón fue esta punción.
—No la hizo un machete.
—No, la herida es redonda. Con todo, esto es un típico «crimen pasional». Hiciste bien en mantener la calma del personal y tuviste suerte de encontrar los documentos como lo hiciste.
Ése era el modo taimado con que Blas le daba a entender que sabía que había vomitado en el retrete. El doctor se sentía a gusto con la muerte, y ella, como resultaba cada vez más obvio, nunca lo estaría. Un cuerpo cortado a machetazos era una flor abierta; de él emanaba un olor que se alojaba, como perlas de sangre, en la cavidad nasal, así como un sabor que cubría la lengua. No obstante, Ofelia había hecho un esbozo y tomado apuntes que entregaría a la persona que el Ministerio del Interior mandara; ya no se trataba de un caso de prostitución, y el ministerio no solía dejar en manos de un mero agente de la PNR los casos de muerte violenta de un forastero.
—Examinaré el aspecto sexual también —anunció Blas—. Ella era prostituta.
Ofelia miró la cama. Para tener la mitad del pescuezo cortado, Hedy parecía asombrosamente serena, finamente perfilada en sangre, y las sábanas apenas si estaban arrugadas.
—El asesino no tuvo relaciones sexuales con ella.
—Si alguien mata a una chica en la cama, para mí es un asunto sexual.
Un poco de perspicacia con esto, pidió silenciosamente Ofelia.
—Vi a la mujer anoche en una ceremonia de santería.
—¿Qué te pasa? Posees muchísimo potencial; ¿por qué te dejas llevar por esas comedias?
—La chica estaba poseída.
—Ridículo.
—¿Alguna vez ha estado usted poseído? Blas limpió su lápiz.
—Claro que no.
—A mí me ocurrió una vez. Me lo contaron después.
La noche entera seguía siendo un vacío para Ofelia.
—¿Se encontraba este italiano en la ceremonia? —No.
—Bien. Entonces la chica fue a otro lugar después y ligó con él. Yo, en tu lugar, no me metería en la santería sin un muy buen motivo. Nos encontramos en un hotel que, para bien o para mal, se especializa en turistas. ¿Deberíamos andar por ahí anunciando que hay fanáticos religiosos que van de habitación en habitación matando a gente?
—¿Qué cree que dirá el ruso?
—¿Renko? ¿Por qué tendría que decir algo?
—Estuvo en la ceremonia anoche. Vio a la chica.
—No dirá nada, porque no se lo contaremos. ¿Crees que los rusos nos informarían de todos los asesinatos? —Con los dedos encerados del guante, Blas rozó las corvas de las piernas del italiano, desjarretadas de modo que tuvo que arrastrarlas—. Renko no es colega nuestro. No sabemos con certeza lo que es. El hecho de que un investigador venga a La Habana demuestra que algo más está ocurriendo. Lo único que quiero de él es una mejor fotografía de Pribluda.
La fotografía de Renko en el aeropuerto descansaba en el bolsillo de Ofelia. Con tanta confusión en la habitación aún podía redescubrirla.
—¿El sargento Luna le ha enseñado una foto de Renko? —inquirió.
—No. —Blas rozó los brazos del muerto—. Diestro, a juzgar por la musculatura. Hermosas uñas.
Profundos cortes en diagonal en la espalda del difunto indicaban que el asaltante, de pie a su lado, había dado machetazos a izquierda y derecha. Ofelia pensó en mencionar las dos magulladuras redondas que había visto en el brazo de Renko, pero por alguna razón se le antojó un abuso de confianza.
—Tal vez debamos volver a examinar al ruso muerto. ¿Es posible que lo alcanzara un rayo? Es cierto que llovió esa semana.
—Sólo que ningún rayo cayó sobre la bahía. Me he adelantado. Verifiqué el registro meteorológico por si había habido relámpagos y al cuerpo por si presentaba quemaduras. No te preocupes por Renko. —Blas pellizcó al italiano a fin de observar el grado de rigidez—. He tratado con rusos. Cada uno, hasta las mujeres con quienes tuve intimidad, era un espía. Cada uno era exactamente lo opuesto de lo que afirmaba ser. —Ocultó una sonrisa bajo la barba y en ese momento miró a Ofelia como un hombre demasiado encariñado con sus recuerdos—. ¿Qué afirma ser Renko?
—Un tonto.
—Puede ser la excepción.
Blas hizo girar el cuerpo boca arriba. La pérdida de sangre acarreaba una expresión estupefacta y, aunque su cabello se rizaba en mechones apelmazados, el rostro del italiano parecía el de alguien que se deja llevar por el sueño. Ofelia apartó el pelo que cubría una cicatriz oblonga en el nacimiento del cabello.
—Yo diría que se dio un golpe en la cabeza hace unos días —observó Blas—, aunque es el menor de sus problemas ahora.
—¿En quién le hace pensar?
—En nadie.
—¿Cómo lo describiría?
Blas ladeó la cabeza, como un carpintero al presentar un presupuesto.
—Europeo, entre cuarenta y cincuenta años, de estatura mediana, cabello negro, ojos castaños, frente alta, entradas incipientes.
—¿No le recuerda a Renko?
—Ahora que lo mencionas…
Tuvieron que alejar el cuerpo de la puerta cuando acudió un equipo de investigadores del Ministerio del Interior, encabezado por el capitán Arcos y el sargento Luna. Boquiabierto, Arcos miró el cadáver en el suelo. Luna fue al pie de la cama y clavó la vista en Hedy. Su piel se tornó ceniza; sus labios se abrieron y respiró entre dientes mientras Ofelia daba su informe. Quería preguntarle, ¿dónde está tu punzón?, pero se marchó silenciosamente, mientras Blas tomaba el mando.
La Casa de Amor se había vaciado. Al ver los Ladas de la PNR y una furgoneta del departamento forense del IML con la balanza de la justicia pintada en la portezuela, los huéspedes regresaron únicamente a coger sus bolsas de noche y huir. Al pie de la escalera, Ofelia encontró una manguera y se lavó primero las suelas de los zapatos y, luego, la cara y las manos.
El laboratorio criminal del Ministerio del Interior se encontraba situado en el antiguo hotel Vía Blanca, una mansión del siglo XVIII construida durante un erróneo estallido de confianza imperial española, justo antes de la primera revolución cubana. Un sombrío talante ibérico se manifestaba aún en las oscuras paredes y estrechas ventanas del edificio.
El Instituto de Medicina Legal, que dirigía Blas, llevaba a cabo las autopsias, y los laboratorios del Ministerio del Interior analizaban drogas e incendios intencionados, balas y explosivos, huellas dactilares, documentos y divisas. El trabajo era para la PNR, pero el uniforme era militar.
—A Fidel le encantan los uniformes —proclamaba siempre la madre de Ofelia—. Ponle uniforme a alguien, y creas un idiota que vigila a su vecino y dice: «¿Dónde has conseguido ese dólar? ¿Cómo consiguió esos pollos?». —La madre de Ofelia reía tanto que tenía que ir al baño, casi anadeando—. «Socialismo o Muerte». Por favor, informa a Fidel que no es lo uno o lo otro.
En el cuarto de pruebas, en estanterías que llevaban todavía «FBI» en la parte inferior, guardaban armas etiquetadas: rifles de los que usaban los granjeros (toda arma militar regresaba al ejército o a la milicia); suficientes machetes para limpiar un cañaveral, hachas, cuchillos y extrañas armas de fabricación casera, como un cañón de mortero hecho de bambú o una caña de azúcar cepillada hasta formar una lanza. En estantes al otro lado del cuarto guardaban las pruebas accesorias: ropa en bolsas, anillos y pendientes en sobres, centavos en tarros, zapatos, sandalias, una aleta negra de nadador y una cámara de neumático, ambas recién etiquetadas.
Alguien había limpiado la aleta y, cuando Ofelia la levantó para mirarla a contraluz vio una ligerísima huella de fuego en el interior de la correa; quizá su imaginación le estaba jugando una mala pasada o tal vez la influencia de Renko. Dejó la aleta cuidadosamente en su lugar, diríase que para apartar una pregunta.
Entró en el cuarto de registros, donde una nube de polvo revoloteaba debajo de las luces fluorescentes. Los dos ordenadores que funcionaban estaban en uso, pero en un cubículo detrás de montones de volúmenes atados con lazos descoloridos encontró un tercer ordenador; pidió el archivo referente a su amiga María.
María Luz Romero Holmes, de 22 años; dirección: Vapor 224, Vedado, La Habana; acusada de hacer proposiciones a los hombres frente a esa misma dirección. José Romero Gómez, de 22 años, misma dirección, acusado de asalto. Había más: estado civil, escolaridad, empleo y la declaración del testigo.
Iba caminando por Vapor hacia la universidad cuando una mujer (señalando a María Romero) salió de su casa y me preguntó la hora. Luego me preguntó adónde iba y puso una mano en mi miembro. Le dije: «A la universidad». Cuando trató de excitarme le dije que no, que no me interesaba, que no tenía tiempo. Entonces se puso a gritar y un hombre (señalando a José Romero) salió corriendo de la casa, maldiciendo y tratando de darme con un tubo de plomo. Me defendí hasta que llegó la policía.
Firmado: Rufo Pinero Pérez
Fue el nombre de Rufo Pinero el que despertó el recuerdo. Un ex boxeador que se dirigía inocentemente hacia la universidad. ¿Para asistir a una conferencia sobre poesía?, se preguntó Ofelia. ¿Sobre ciencia nuclear?
En la fotografía policial, María tenía las mejillas mojadas de lágrimas, pero su actitud resultaba desafiante. En la fotografía de su marido, los ojos de éste eran oscuras rajas, su nariz estaba rota y su mandíbula tan hinchada que parecía una calabaza.
Las declaraciones del testigo las corrobora este agente, que practicó las detenciones y que también recibió amenazas y fue agredido por la pareja Romero, mientras cumplía con su deber.
Firmado: Sargento Facundo Luna, PNR.
Ofelia recordó que María le había explicado que habían colocado un plástico sobre el asiento trasero del coche patrulla porque Luna sabía que transportaría a gente ensangrentada, y que Rufo había cogido puros de la guantera del coche, puros que había puesto allí antes para no dañarlos durante la pelea. Luna y Rufo lo habían planeado todo.
Ofelia creía saber lo ocurrido en la Casa de Amor. Blas había sugerido un crimen pasional, un novio cubano que había matado al italiano y a la cubana, dominado por una furia incontrolable. Pero lo que Ofelia se imaginaba era a Franco Mossa y Hedy tomando unas copas en la oscuridad, bailando al son de la radio, riendo. No era probable que Hedy hablara mucho italiano, pero ¿cuánto necesitaba saber? Se retiró al baño y regresó desnuda, una chica pechugona con pelo color miel. Se metió en la cama y, mientras él iba al cuarto de baño, ella salió de la cama y abrió la puerta del balcón para un amigo. El italiano apagó la luz del cuarto de baño y, medio ciego por la oscuridad, entró en el dormitorio. Seguro que Hedy no vio mucho. Sin embargo, habría oído el sonido de succión producido por el punzón al extraerlo del cuello del italiano. ¿Qué habría creído que hacían? La extorsión solía ser el juego con los turistas. Sin duda habría guardado silencio y se habría sorprendido cuando el machete apareció silbando en la oscuridad y le separó a medias la cabeza de los hombros. Al acabar, el asesino estaría tan manchado de sangre como la pared de un matadero. La pregunta era: ¿por qué la fotografía del ruso? ¿Quién la llevaba, Hedy o su amigo? ¿Habría habido un momento en que, al encender la luz del cuarto de baño, el hombre se sorprendió al constatar que había matado a un italiano llamado Franco y no a un ruso llamado Renko?
Puesto que ya estaba con el ordenador, buscó otras conexiones entre Rufo Pinero y Facundo Luna. Aparte del caso de María, aparecieron otros dos. Cuatro años antes, un grupo de criminales se había reunido para distribuir drogas so pretexto de organizar una oposición política. Cuando los miembros de la comunidad se enteraron del plan irrumpieron en la casa del cabecilla y exigieron que les cedieran las drogas. En una riña provocada por el cabecilla y su familia, dos patriotas que tuvieron que defenderse fueron Rufo Pinero y Facundo Luna. Más recientemente, una célula de supuestos demócratas había preparado un mitin con el verdadero propósito de propagar enfermedades infecciosas, sólo para que los obstaculizaran físicamente unos ciudadanos vigilantes, entre ellos los siempre alerta Luna y Pinero.
Ofelia creía que a los cubanos se les había de permitir luchar contra sus enemigos, porque los gángsteres en Miami no se detendrían ante nada: asesinatos, bombardeos, propaganda. Para seguir siquiera existiendo, Cuba precisaba vigilancia. Sin embargo, el papel de Rufo y Facundo en estos casos intranquilizó a Ofelia. Apagó el ordenador; casi deseaba no haberlo encendido.
Al salir descubrió que los oficiales que habían estado trabajando a la mesa se habían marchado. Sentado a solas, se encontraba el sargento Luna. A Ofelia la sorprendió que ya hubiese abandonado la Casa de Amor. Estaba cruzado de brazos y la camisa se le estiraba en el pecho. Su cara parecía colgar a la sombra de su gorra en tanto movía la mandíbula de lado a lado. Su silla, medio girada, obstruía el camino a la puerta.
De repente, Ofelia se imaginó de nuevo en Hershey, en los campos del ganado donde las garcetas se posaban para dormir a orillas del río, aves tan blancas como virutas de jabón; cuando atravesaban el humo negro que se alzaba de las chimeneas del ingenio, Ofelia sentía angustia por la pureza de las garcetas. No obstante, acudían flotando y andaban con paso majestuoso por el campo, insensibles a la mugre. Ofelia estaba tan ocupada observándolas que no se fijó en el toro que habían soltado en el campo; y la persona que había llevado al toro no la había visto a ella, pero el toro sí que la vio.
Era el mayor animal que hubiese visto en su vida. Blanco como la leche, con cuernos curvados hacia abajo, rizos color crema entre los cuernos, lomo hinchado de músculos, un saco rosado que le colgaba hasta las rodillas, y ojos rojos con la indolente indiferencia de un rey violento. Pero no era tonto, no en esta situación. Porque él dominaba. Y esperó a que Ofelia se moviera.
Mas algo lo distrajo. Ofelia volvió la cabeza y vio a una figura vestida de negro que había saltado la valla, agitaba los brazos y daba brincos, primero sobre un pie, luego sobre el otro. Era el cura del pueblo, un hombre pálido de aspecto siempre triste. Su sotana se agitaba mientras reía y provocaba al toro, corría en círculos en torno al animal y le arrojaba puñados de tierra, hasta que el toro cargó. El cura se levantó la sotana y corrió con las zancadas más largas que Ofelia hubiese visto. Saltó la valla, casi pareció que se zambullía, y el toro por poco tiró un poste bien enterrado y, frustrado, siguió violentando la madera, en tanto Ofelia corría a la parte de la valla que más cerca le quedaba. Ahora evocó el primer trago de aire desde la seguridad del otro lado de la valla, recordó que no dejó de correr hasta llegar a casa.
—El capitán Arcos pregunta si nos diste todas las pruebas que encontraste en el motel —dijo Luna.
—Sí.
Luna se removió, y su corpulencia le obstruyó aún más el paso; dejó caer su ancho brazo.
—¿Todo?
—Sí.
—¿Nos dijiste todo lo que sabes sobre este caso?
—Sí.
El sargento contempló el cubículo.
—¿Qué buscabas?
—Nada.
—¿Hay algo con lo que pueda ayudarte?
—No.
El sargento no se movió. La obligó a rozarle el brazo al pasar, como si fuese una línea que delimitara su posición exacta.