15

Ofelia acudió a la piscina de la Casa de Amor y oyó a los Van Van cantando «¡Muévete!» en la radio de una habitación de arriba; le dio la impresión de que unos palos de madera, de los que se usan para seguir el ritmo de una melodía golpeándolos el uno contra el otro, bailaban por su columna vertebral y pensó, no por primera vez, en cuánto desconfiaba de la música. De modo que se había conmocionado al poner los dedos en la vena del ruso y sentir el ritmo de su pulso. «No te metas en líos a menos que quieras que te metan en líos», era uno de los dichos preferidos de su madre, junto con «No muevas el trasero a menos que estés anunciándote». A veces a Ofelia se le ocurría que mover el trasero constituía el método cubano. Por esto la vida era tan complicada, porque en el peor de los momentos y con el peor de los hombres alguna señal bajaba, como goteando, de su cerebro y le ordenaba: «¡muévete!». En la calle, a la sombra de una ceiba, se hallaba aparcado el Dodge Coronet del 57 con matrícula privada que le habían asignado para la vigilancia. Debido a demasiadas colisiones, unos alambres sujetaban el parachoques delantero. Ofelia conocía bien la sensación.

Puesto que la playa en esta parte de Miramar consistía en cantos rodados y restos de coral, habían construido la Casa de Amor en torno a una piscina, zona que se encontraba vacía ahora, salvo por dos chicos que jugaban al tenis de mesa. A primeras horas de la tarde las jineteras y sus nuevos amigos forasteros paseaban por La Habana en rickshas, bebían «mojitos» en La Bodeguita del Medio o escuchaban música romántica en la plaza de la Catedral. Más tarde irían de compras y cenarían en un «paladar», donde un plato de arroz con frijoles costaba el salario semanal de un cubano, y vuelta a la Casa de Amor para un poco de sexo, seguido de la larga velada en las salas de baile.

Cuando las parejas cubanas acudían a la Casa de Amor a consumar su pasión no había habitaciones disponibles. Pero para las «parejas del amor», compuestas de jineteras y turistas, sí que había siempre una habitación con sábanas y toallas limpias y un florero con una rosa de tallo largo. Ofelia había descubierto que las quejas a la policía de nada servían, lo que significaba sencillamente que la propia policía protegía el motel. Teniendo en cuenta los noventa dólares por noche, que era el precio de una habitación de primera en el hotel Nacional, tenían motivos para proteger esta mina de oro, aunque el oro se extrajera con el sudor de chicas cubanas.

Una corpulenta mujer en mono barría la calle con una escoba de ramitas a un ritmo constante de seis pasadas por minuto. Ofelia se apostó junto a una máquina expendedora de hielo bajo la escalera y escuchó la música y, de vez en cuando, los pasos en las habitaciones del primer piso. Sólo las dos habitaciones del medio estaban ocupadas, por suerte, pues su personal y su tiempo eran limitados. Los muchachos en la mesa de pimpón acabaron una partida y empezaron otra.

El ruso, había decidido Ofelia, era un desastre que debía evitar. La sola luz de sus ojos era como las ascuas de un fuego cubierto que advertían: «no te muevas». Malo de por sí que fuese un peligro para sí mismo; su cuento sobre Luna era demencial. ¡Un hombre que había arrojado a Luna casi hasta media pared y luego se mostraba modestamente sorprendido de que la cabeza del sargento se partiera! Cómo se había golpeado la cabeza Renko, Ofelia no lo sabía. Tal vez había algo de verídico en lo que contaba sobre el bate; aunque, en opinión de la agente, Renko era un macho cabrío cuya brillante idea para atrapar a un tigre consistía en arriesgar su propia vida. Atraería al tigre, atraería a todos los tigres de la jungla, ¿y entonces, qué? Una pena, porque no era mal investigador. Regresar con él a Casablanca y ver cómo sonsacaba al pescador Andrés había constituido una lección de cómo llevar a cabo el trabajo de policía. No era tonto, sino chiflado, y ahora Ofelia tenía miedo de estar con él y miedo de dejarlo a solas.

La mujer que barría la calle metió la escoba en un cubo. Encima de la cabeza de Ofelia se cerró una puerta, y dos pares de pisadas recorrieron el largo del balcón; Ofelia los siguió con la mirada y se situó debajo de la escalera mientras ellos descendían. No fue sino hasta llegar a la piscina cuando la pareja se fijó en que convergían sobre ellos Ofelia, en su uniforme gris y azul de la PNR y con la espalda sumamente recta, y la mujer que barría la calle, que soltó la escoba y dejó a la vista su propio uniforme y una pistola.

El turista, un pelirrojo, vestía camisa, shorts, sandalias; de su grueso cuello colgaba una bolsa de Prada y su brazo, cual una salchicha salpicada de pecas, rodeaba los hombros de la chica.

Scheisse —exclamó.

Ofelia reconoció a Teresa Guiteras, una negra más baja que Ofelia de melena rizada y cubierta con un vestido amarillo que apenas si le llegaba a los muslos.

—Esta vez es por amor —protestó Teresa.

En un frenesí de obras públicas en los años treinta, Cuba había construido comisarías al estilo de fuertes en el Sahara. La de la punta occidental del Malecón estaba especialmente dañada por el sol, y desconchada la pintura blanca de sus almenas; en la azotea sobresalía una antena de radio, y un guardia se refugiaba a la sombra de la puerta. A nadie se le había ocurrido introducir el aire acondicionado y el interior resultaba asfixiante, sumido en históricos olores a meados y sangre. La policía montaba campañas regulares contra las jineteras, y limpiaba el Malecón y la plaza de Armas. A la noche siguiente, las mismas chicas volvían a lo mismo, aunque pagando un poco más por la protección policial. Puesto que la operación menor de Ofelia iba dirigida contra los agentes corruptos de la PNR, la agente no era popular entre los colegas, todos ellos varones, que compartían su despacho. Cuando regresó con la chica encontró la pared detrás de su escritorio decorado con un cartel de Sharon Stone sentada a horcajadas sobre una silla y, con chinchetas en el centro del cartel, las normas acerca del disparo prematuro de las armas de fuego. Ofelia arrugó el cartel y lo arrojó a la papelera. Puso sobre el escritorio un magnetófono con dos micrófonos como los que se usan en las estaciones de radio. La tercera persona en el despacho era Dora, la sargento que había montado guardia junto a la piscina, una mujer madura de rostro afligido por la experiencia.

Teresa Guiteras Martín tenía catorce años, estudiaba cuarto de secundaria, venía de Ciego de Ávila, una aldea rural, y Ofelia ya le había advertido que no hiciera proposiciones a los turistas cerca del puerto deportivo Hemingway. Ofelia le preguntó cómo y dónde había conocido a su amigo (en el Malecón, de chiripa), cuánto dinero o qué regalos le habían ofrecido o dado (nada más que un Swatch, una muestra de amistad), a quién se le había ocurrido ir a la Casa de Amor (a él), quién había pagado en la recepción y cuánto (él, Teresa no sabía cuánto, pero también le había comprado una rosa que a ella le gustaría ir a recoger). Finalmente, Ofelia le preguntó si se había comunicado con algún miembro de la PNR, o si le había pagado. No, Teresa juró que no.

—Entiendes que, si no colaboras, te multaremos con cien pesos y te pondremos en el registro de las prostitutas, ¿verdad? A los catorce años.

Teresa sacó los pies de sus sandalias de plataforma y subió las piernas a la silla. Mantenía todas las poses de una niña, el labio inferior sacado, la mirada baja.

—No soy prostituta.

—Lo eres. Te pagó doscientos dólares para que pasaras una semana con él. —Ciento cincuenta—. Te vendes demasiado barata.

—Al menos puedo venderme. —Teresa jugueteó con un rizo, envolviéndoselo en torno a un dedo—. Es más de lo que tú recibes.

—Puede. Pero tuviste que comprar documentos de residencia fraudulentos para quedarte en La Habana. Tuviste que pagar ilegalmente una habitación en la que vivir, y luego pagar a la Casa de Amor para joder. Lo peor es que tienes que pagar a la policía.

—No. —En cuanto a este último punto, Teresa se mostró contundente.

—¿Tienes un novio que se encarga de eso?

—Puede.

Este doble rasero volvía loca a Ofelia. Teresa no se consideraba prostituta, no. Las jineteras eran estudiantes, maestras, secretarias que se ganaban un dinero adicional. Algunos padres se enorgullecían de cómo sus Teresitas ayudaban a mantener a la familia; de hecho, algunos turistas que acudían con regularidad a Cuba no se atrevían a hacerlo sin regalos para la madre, el padre y el hermanito de su chica preferida. El problema era el sida; era como arrojar a las jovencitas a las fauces de un dragón. Sólo que no hacía falta arrojarlas: hacían cola para arrojarse ellas mismas.

—Así que ahora trabajas en dos lugares. De día estás en la Casa de Amor y de noche, en los barcos. ¿Es ésa la clase de vida que quieres?

Los ojos de Teresa centellearon entre su flequillo.

—Es mejor que la escuela.

—¿Mejor que el hospital? ¿Te aseguraste con este amigo alemán?

—Está limpio.

—¡Oh! ¿Tienes un laboratorio?

Era como discutir con chiquillas. No se infectarían nunca: tomaban vitaminas, anís, vinagre. Los hombres se negaban a usar condones porque no habían viajado a la otra punta del mundo para fumarse medio puro.

—Hija, escucha. Si no me dices el nombre del policía que te saca dinero pondré tu nombre en el registro de prostitutas. Cada vez que haya una redada te detendrán, y si vuelven a pillarte te mandarán a un centro de reeducación al menos por dos años. Ése sí que es un bonito lugar en el que crecer.

Teresa dobló las piernas, subió las rodillas y miró airadamente a Ofelia. Su mueca de mal humor era idéntica a la de Muriel. Y contaba tres años más.

Herr Lohmann había esperado en una sala de interrogatorio. Se cruzó de brazos y echó la silla hacia atrás mientras Ofelia examinaba su visado. Hablaba español con un fuerte acento germano.

—Tengo una habitación en el hotel Capri y otra en la Casa de Amor. ¿Y qué? Pagué por ambas. Dos veces más dinero para Cuba.

—¿Cómo se enteró de la Casa de Amor?

—La chica me lo dijo. No es exactamente una virgen, ¿sabe?

—Seamos francos. Usted tiene cuarenta y nueve años. Ha tenido relaciones sexuales con una chica de catorce, una alumna. Lo ha hecho a pesar de las leyes cubanas de protección a la infancia. ¿Se da cuenta de que podría pasar seis años en una cárcel cubana?

—Lo dudo.

—Así que no tiene miedo.

—No.

Ofelia abrió el pasaporte y hojeó las páginas selladas.

—Viaja mucho.

—Tengo que atender mis negocios.

—¿En Tailandia, en las Filipinas?

—Soy vendedor.

—¿Su base?

—En Hamburgo.

La foto del pasaporte mostraba la cabeza y los hombros de un respetable burgués en traje oscuro y corbata.

—¿Casado?

—Sí.

—¿Hijos?

No hubo respuesta.

—¿A qué ha venido?

—Por negocios.

—¿No por placer?

—No. Aunque disfruto de otras culturas. —Tenía dientes de caballo—. Me encontraba en el bar del hotel Riviera cuando la chica me pidió que le comprara un refresco de cola.

—Para entrar en el vestíbulo tenía que ir con un hombre. ¿Quién era el hombre?

—No lo sé. En La Habana me abordan muchos hombres que quieren saber si necesito un coche, un puro, lo que sea.

—¿Había policías en el vestíbulo?

—No lo sé.

—Sabe, ¿verdad?, que es ilegal para los ciudadanos cubanos entrar en las habitaciones de los hoteles.

—¿Ah, si? A veces, en el campo, me alojo en hoteles del ejército. Cuando llevo a una chica sólo pago el doble. Usted es la primera que arma un alboroto.

—Salieron del Riviera y fueron a la Casa de Amor, usted y Teresa. Según el registro de la Casa de Amor, se registró usted como su marido, señor Guiteras.

—Teresa se encargó de eso. Yo no entré en el despacho.

Ofelia consultó los apuntes que había tomado de una conversación telefónica.

—Según el Riviera, llegó usted con una persona italiana.

—Un amigo.

—Llamado Mossa. ¿Se alojó en la habitación contigua a la suya?

—¿Y qué?

—¿No estaba en la habitación contigua también en la Casa de Amor?

—¿Y qué?

—¿Se reunieron juntos con Teresa y su amiga?

—Se equivoca. Encontré a Teresa y él hizo sus propios arreglos.

—¿La encontró?

—O me encontró. Da igual, joder. Las chicas aquí se desarrollan más deprisa. —El alemán se alisó el cabello hacia atrás—. Mire, siempre he apoyado la Revolución cubana. No puede detenerme por sentirme atraído por las chicas cubanas. Son muy atractivas.

—¿Usó condón?

—Creo que sí.

—Buscamos en las papeleras.

—De acuerdo, no.

—Creo que, por su propio bien, haremos que lo examine un médico y mandaremos el informe médico a su embajada.

La sonrisa del hombre desapareció. Al presionarse contra la mesa, su camisa se abrió y reveló una cadena de oro, calor corporal y el olor a agua de colonia rancia.

—¿Sabe?, es usted aún más bonita que Teresa.

En ese momento Ofelia sufrió la fantasía de que Renko se hallaba con ella y que levantaba al alemán como había alzado a Luna para luego arrojarlo contra la pared.

—El médico hará un reconocimiento minucioso —declaró Ofelia y salió de la sala.

El despacho de los policías no estaba tan vacío cuando regresó. El cartel de Sharon Stone se encontraba de nuevo en la pared y Teresa miraba de reojo a los detectives vestidos elegantemente de paisano, Soto y Tey, que, inclinados sobre su escritorio, revisaban su papeleo e intercambiaron una sonrisa socarrona. De haber tenido otro lugar en el que interrogar a la muchacha, Ofelia lo habría usado.

—Singa a tu madre —anunció Teresa—. No voy a decir nada contra mis amigos.

—Buena chica —dijo Soto—. Con los amigos adecuados no tienes por qué decir nada.

—Osorio ha confundido el sexo con el delito —manifestó Tey—. Se opone a ambos.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?

—Me encantaría ayudarla a recordarlo —se ofreció Tey.

—No puedes tocarme —informó Teresa a Ofelia—. No tengo por qué decirte nada.

—No les hagas caso.

Ofelia sintió que la furia comenzaba a apoderarse de ella.

—¿Que no les haga caso a ellos? Ellos no son los que me están presionando, sino tú. Tú eres la bruja, no ellos. Gano diez veces más que tú. ¿Por qué iba a hacerte caso?

—Te felicito. Te voy a poner en la lista oficial de prostitutas. Un médico te examinará y te mandarán fuera de La Habana.

—No puedes.

—Está hecho.

Pero cuando salió al pasillo con Dora, Ofelia sólo podía pensar en sus hijas, y no tuvo corazón para ordenar que añadieran el nombre de Teresa al registro.

—Entonces, ¿de qué sirve lo que hacemos, si la soltamos?

Dora estaba harta de barrer las calles.

—No voy tras las chicas, sino tras los policías corruptos.

—Entonces vas tras los hombres, y en la PNR somos un par de mujeres y miles de hombres. De arriba abajo, todos guiñan los ojos. Creen que eres una fanática y ¿sabes cuál es el verdadero problema? Que no lo eres.

Ofelia regresó a la Casa de Amor porque, si bien había perdido a Teresa, cabía la posibilidad de que el amigo italiano de Lohmann y su chica no se hubiesen marchado todavía. Esta vez, decidió, los interrogaría en la habitación misma; ni siquiera se acercaría a la comisaría. Si eso significaba ir contra las normas, daba igual; las normas sólo garantizaban humillaciones y fracasos. No necesitaba la presencia de Dora, no necesitaba a nadie. Tenía que hacer esto a solas.

Cuando se enojaba, Ofelia subía los peldaños de dos en dos. Las habitaciones se encontraban más retiradas que la pared de separación para proporcionar mayor intimidad; del pomo de la puerta adjunta a la de Lohmann colgaba una etiqueta de plástico que pedía no molestar. Los dos chicos seguían jugando a su interminable tenis de mesa; aparte de ellos, no había nadie más. Acaso Ofelia estaba de suerte. Acaso era estúpida. Ciertamente no le iban a dar las gracias, no si la chica se parecía en algo a Teresa. ¿Qué pobre cubanita no se sentiría como en el cielo en un motel como éste, y luego comprándose un bañador que hiciera resaltar su bonito trasero o probándose gafas de sol Ray Ban en forma de ojo de gato o un pañuelo de Gucci?

Llamó a la puerta.

—Conserjería.

De la radio todavía salía música. La piscina era como una lente azul. Los chicos jugaban, y el sonido de la pelota rebotaba de sus raquetas. Una brisa agitaba las perezosas hojas de las palmeras. Ofelia inhaló hondo y captó el ligero olor a granja y a carnicero. Nadie contestó a su llamada.

—Policía —dijo.

La llave no estaba echada, pero la puerta se hallaba bloqueada, por lo que Ofelia tuvo que hacer uso de toda su fuerza para entrar; puesto que alguien había apagado el aire acondicionado y la temperatura casi alcanzaba los treinta grados, fue como adentrarse en un horno apestoso a sangre y excrementos humanos. Al abrir la puerta, Ofelia había hecho rodar un cuerpo; se abrió paso entre una silla tirada, cajones de cómoda vaciados, ropa y sábanas desperdigadas, hasta las cortinas en el fondo. Las corrió, y toda la luz del mundo entró a raudales.

El cuerpo que había evitado pisar era el de un hombre desnudo, un europeo de cabello oscuro, con los brazos, la espalda, las caderas y el cuero cabelludo acuchillados. En una ocasión, Ofelia había visto el cuerpo de alguien que había caído bajo las hojas de una cosechadora, que lo masticó y lo escupió, y el aspecto de este hombre era el mismo, sólo que la longitud y la curva de cada una de las heridas eran innegablemente obra de un machete. Tumbada en la cama se hallaba una mujer desnuda, con las piernas y los brazos abiertos y la cabeza torcida como la de un maniquí y separada a medias del tronco. El rojo oscuro que cubría la cama y la alfombra daba la impresión de que alguien les había echado cubos enteros de sangre. Una corona de sangre salpicaba la pared encima de la cabecera. Sin embargo, no había muebles rotos ni rastros sangrientos en las paredes que denotaran una lucha.

Ser la primera persona en acudir a la escena de un homicidio, según decía el doctor Blas en sus conferencias, suponía un regalo. Si no se era una investigadora dispuesta, si no se aprovechaba la increíble oportunidad de ser la primera en llegar a la escena, si no se era capaz de comprometer la inteligencia y los sentidos, si se cerraban los ojos y la mente, aunque fuera un poco, a la evanescente e inefable sombra de un asesino, entonces más valía no abrir la puerta. Más valía criar hijos, conducir un autobús, liar puros, cualquier cosa, con tal de no robar ese don a hombres y mujeres dotados con suficiente disciplina y entereza para el trabajo.

El rigor mortis había endurecido ambos cuerpos. Muertos desde hacía cuatro horas al menos, dado el calor de La Habana. Las heridas del hombre parecían administradas mientras se arrastraba por el suelo. Si estaba lo bastante consciente para arrastrarse, ¿por qué no había gritado? ¿Quién había muerto primero? La sangre perfilaba las piernas de la chica. El cabello y el vello de su pubis eran del mismo color de miel y, aunque su cara estaba casi metida en la almohada, Ofelia reconoció en ella a una versión mancillada de Hedy, la hermosa chica que, poseída, había bailado sobre carbón ardiente.

Habiendo hecho todo lo que podía hacer sin guantes de látex, Ofelia fue al cuarto de baño, sorteando las manchas de sangre en el suelo, y vomitó en el retrete. Cuando tiró de la cadena el agua se agitó y subió una masa de vómito que se alzaba en agua color de rosa. Antes de que se desbordara, Ofelia metió la mano hasta donde alcanzó en el sifón del retrete y liberó una bola de papel higiénico, empapada en sangre. Entre arcadas, colocó lo que había encontrado sobre una toalla seca: un pasaporte italiano a nombre de Franco Leo Mossa, de 43 años, vecino de Milán, y un carné de identidad de Hedy Dolores Infante, de 25 años, vecina de La Habana. Asimismo, una fotografía, la mitad de la cual había sido arrancada. La foto debía de haber sido tomada impulsivamente en la acera de un aeropuerto entre un borrón de taxis, maletas y rostros rusos con expresión acosada. En ella figuraba Renko, con una sonrisa tímida y su abrigo negro. Ofelia no supo por qué, pero por instinto se guardó la fotografía en el bolsillo antes de salir a trompicones a la habitación y de allí al aire fresco del balcón con vistas al mar y a unos «neumáticos» que iban y venían sobre las olas.