14

Osorio se marchó antes del amanecer. A partir de ese momento Arkady pensó que Luna treparía por la fachada del edificio o que llegaría arrastrándose por el conducto de aire. Más que no confiar en ella, Arkady no la entendía. Por qué pasaría la noche en una silla de metal con el ruso menos popular de la isla era algo que le suponía un misterio. Pasaban bicicletas con un padre pedaleando, un niño en el manillar, una madre con su bebé en una tabla situada encima de la rueda trasera, una familia entera. Luna aún no se había presentado.

Arkady bajó, pero en lugar de salir a la calle llamó a la puerta de Erasmo, siguiendo adrede el ritmo de la música de la radio del taller hasta que Tico abrió y lo dejó entrar en la zona privada de Erasmo, la de la cama y la mesa con las patas recortadas.

—Erasmo no está. —Con su habitual mono, Tico llevaba una cámara de neumático en el hombro y una lata de Tropicola en la mano.

—Habla usted ruso —gritó Arkady por encima de la radio.

—Hablo ruso.

Diríase que Tico acababa de reparar en ello. Era de la misma edad que su amigo Erasmo, pero el tiempo parecía haber dejado su cabello oscuro y tan espeso como el pelaje de un animal; ni una arruga o línea de preocupación mancillaba su confiada cara de piel lisa, el rostro de un niño en un hombre de edad mediana.

—¿Le importa que salga por el taller?

—No me importa. Puede salir por allí pero no volver a entrar. El taller está cerrado.

Arkady se abrió paso por la cortina de cuentas. Tico había dicho la verdad. Las puertas del taller se hallaban cerradas y los Jeeps, en el interior, parachoques contra parachoques.

—El taller está cerrado porque Erasmo no quiere que venda ningún coche cuando él no esté.

—No lo molestaré, sólo quiero salir por atrás. —Y evitar las miradas enfrente, se dijo Arkady.

—Erasmo está con los chinos.

—¿Ah, sí? ¿Qué chinos?

—Los chinos muertos. Estará allí todo el día y se supone que no debo vender ningún coche. Dijo: «¡Silencio de radio!». Se supone que no debo hablar con nadie.

—¿Dónde están los chinos muertos?

—¡Silencio de radio!

—Ah.

—Se suponía que no debía abrir la puerta.

—No, sólo fui educado. —Arkady extrajo un lápiz del bolsillo de su abrigo y extendió un papel sobre el capó—. ¿Puede escribírmelo?

—Puedo escribir tan bien como cualquiera.

—No me lo diga, pero escríbame el lugar donde puedo encontrar a Erasmo y a los chinos.

—Están muertos; ésa es una pista.

—Bien. —Mientras Tico, inclinado, escribía con letras de molde, Arkady añadió, por si acaso—: ¿Sabe dónde está Mongo?

—No.

—¿Sabe lo que le ocurrió a Serguei?

—No. —Tico le devolvió el lápiz con expresión angustiada—. ¿Va a ir a ver a Erasmo ahora? Si lo ve enseguida, sabrá que yo se lo dije.

—No iré enseguida.

La expresión de Tico se alegró.

—¿Adónde va?

—Al Club de Yates de La Habana.

—¿Dónde está eso?

Arkady le enseñó un plano.

—En el pasado.

Salió por la puerta del taller y recorrió media docena de manzanas de la calle de atrás, antes de regresar al Malecón. Se había familiarizado con el bulevar en cuestión de pocos días; con la tos de los camiones, los niños echando redes desde el muro, los perros lastimosos mordisqueando el cuerpo aplastado de una gaviota. En una esquina, un agente de la PNR centraba toda su atención en una carreta tirada por una bicicleta y cargada de adolescentes. Nada de Luna.

En la mano de Arkady se encontraba el plano, de esos que se desdoblan, de la Texaco, que había hallado en el apartamento de Pribluda y que se remontaba a cuarenta años; en él localizó el palacio presidencial, el club hípico e hipódromo cubano-norteamericano, la tienda Woolworth’s y el club de campo Biltmore, todos de una Habana desaparecida. No era que la ciudad ya no fuese surrealista. Las casas en el Malecón eran fantasiosas: frontones griegos sobre columnas moriscas y paredes a punto de desmoronarse decoradas con flores de lis en rosa y azul deslavados. Venecia sólo corría el riesgo de hundirse; en cambio, diríase que La Habana ya se había hundido y la habían sacado del mar.

Lo que tanto sorprendía a Arkady era que La Habana se semejaba mucho a la del plano de hacía cuarenta años. Pasó frente al colosal hotel Nacional y la ladeada torre de cristal del hotel Riviera, ambos «populares entre los turistas norteamericanos», según la clave del mapa. Unos «neumáticos» llenaban sus cámaras de aire en lo que antaño fuera una gasolinera de la Texaco «¡con servicio Fire Chief!»

Arkady tardó noventa minutos en recorrer el Malecón, en atravesar el río Almendares flanqueado de pequeños astilleros y sumido en el hedor a alcantarilla, en cruzar Miramar, caminando tranquilamente rumbo al oeste, pasando frente a la casa de la familia de Erasmo, a los escalones por donde Mongo había desaparecido. Habría podido coger un taxi en cualquier momento y ya sabía que la mitad de los conductores se sentirían contentos de que les pidiera transporte a cambio de unos cuantos dólares. Sin embargo, no deseaba llegar al pasado a toda velocidad, sino hundirse en él, paso a paso.

Al final de Miramar se aproximó a una rotonda flanqueada por una antigua gasolinera de la Texaco, un estadio que había sido el canódromo de La Habana y, según el plano de Pribluda, el Club de Yates de La Habana.

No era la clase de lugar con el que uno se topaba por azar. No había más peatones. Los coches se precipitaban alrededor de la rotonda y se alejaban casi volando. Sólo alguien que lo buscara habría visto un camino de entrada que se curvaba en medio de una pantalla de palmeras reales y en torno a un césped, hasta llegar a una mansión clásica pintada de blanco, con pesadas columnas, dos majestuosas escalinatas y ancha columnata. Sobre ella planeaba el fantasmal silencio característico del palacio de un gobernador colonial, abandonado tras un golpe de estado, cuyos habitantes se hubiesen largado; las primeras señales de decadencia se notaban en el reflejo dividido que entraba por una ventana rota y una teja roja desaparecida del tejado de cuatro aguas. Tallado en el frontón de un porche central se veía el timón de un barco sobre un gallardete. En toda la escena, el único movimiento era el contoneo de las hojas de las palmeras. A Arkady no le costó imaginarse a la élite social de La Habana posando en la escalinata, porque lo había visto ya, en la fotografía de la familia de Erasmo.

Subió por la escalinata y, trasponiendo las puertas de caoba abiertas, entró en un vestíbulo de paredes blancas y suelo de piedra caliza. Debajo de una araña de hierro forjado, una anciana negra sentada en una silla de aluminio lo miró a través de gruesas gafas, como si él hubiese bajado de una nave espacial. A su lado, un teléfono rojo. Verlo la impulsó a levantar el auricular y hablar con alguien en un español mal articulado mientras Arkady trasponía unas altas puertaventanas hacia un vestíbulo vacío. Una fila de salas de recepción se conectaban entre sí cual una iluminada tumba aireada; lo precedió el sonido de sus propios pasos rumbo a un bar con barra oscura y curva desprovista de taburetes, sillas y botellas. Había un retrato del Che junto a una vitrina vacía que sin duda debía de haber contenido trofeos de carreras, escalas, modelos. Lo único marino que quedaba era, en una pared, unos medallones de timón. El bar daba a una zona exterior con una tarima preparada para una banda cubana capaz de enseñar a bailar el mambo incluso a los norteamericanos.

Arkady regresó al interior y subió al primer piso; en el descansillo se hallaba una alta silla de almirante de caoba negra. Se habían llevado lo demás, sin añadir nada nuevo, a excepción de unas sillas metálicas de la Revolución. Salió a un porche con vistas a una cala privada.

Un paseo de ladrillos, tan amplio como una plaza central, se extendía hacia una fila de sombrillas de paja y palmeras en forma de abanico que llevaban a la arena blanca; anchos embarcaderos abrazaban el agua poco profunda y, más allá, en el brillante mar azul había suficiente fondeadero para una regata. Las únicas embarcaciones que vio fueron unos «neumáticos», puntos en el horizonte, y los únicos seres en la playa eran una docena de chiquillos que pateaban un balón de fútbol.

Arkady no resistió la tentación. Bajó de nuevo, se quitó los zapatos y los calcetines para andar por la playa y sentir la fina y cálida arena bajo las plantas de los pies. Los chicos no le hicieron caso. Subió los escalones de un ancho embarcadero de hormigón y recorrió los cincuenta metros que lo separaban del extremo. La Habana había desaparecido. El club dominaba cien metros de primera línea de mar, acompañado en el oeste por el viejo canódromo y en el este por un minarete blanco que se alzaba por encima de las palmeras. Ni una sola persona ocupaba la playa delante de la torre morisca y, aunque la arena se extendía hasta unos matorrales que podrían haber formado parte de una isla desierta, a Arkady le resultó familiar. Sacó la fotografía de Pribluda, Mongo y Erasmo en cuyo trasfondo figuraban esos mismos árboles, del mismo tamaño y en el mismo ángulo. Se encontraba en el lugar en que habían tomado la foto. En el Club de Yates de La Habana.

Los chicos saludaron con la mano; a Arkady se le antojó que lo saludaban a él y se volvió hacia el estampido de una lancha con motor a bordo. Ésta rodeó un rompeolas, con los rayos del sol rebotando en sus ventanillas; surcó las olas, aminoró la marcha serpenteando como un patinador, hasta que Arkady distinguió a Jorge Washington Walls en mangas cortas y gafas de sol. El norteamericano hizo girar la lancha, puso el motor en punto muerto y se acercó paralelo al embarcadero a una distancia segura de los pilotes. Se trataba de una embarcación baja, larga y angulosa, de casco y cubierta de fulgurante caoba, envuelta en latón su proa, corridas las cortinas negras del camarote. El salpicadero lucía el centelleo y la oscura pátina que sólo dan los años y un cuidado infinito. En el palo de popa ondeaba un gallardete de pirata con sables cruzados.

—¿El barco de Hemingway?

Walls hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Puede que de Al Capone. Un barco avituallador de hidroavión convertido en contrabandista de ron.

—¿Capone estuvo aquí?

—Tenía casa.

De nuevo, Arkady se sintió impresionado.

—¿Cómo sabías que yo estaba aquí?

—Las viejas con teléfono constituyen la forma básica de comunicación en esta isla. ¿Por qué has venido?

—Por curiosidad. Quería ver el club de yates.

—No existe.

—Siempre he deseado ver un lugar que no existe.

—Lo encontrarás en Cuba —reconoció Walls. Observó primero el club y luego a Arkady y los zapatos que llevaba en la mano—. Sí, parece que te estás aclimatando. ¿Tienes un par de minutos? ¿Te gustaría tomar café con dos hombres que están en la lista de los más buscados por el FBI?

—Suena irresistible. —Arkady vaciló—. ¿También has invitado a Luna?

—A esta fiesta no. Nada de tambores, ni de baile ni de Luna. Súbete.

Walls dio marcha atrás e hizo girar la lancha de modo que presentó la popa, en la cual se leía «Gavilán». Arkady saltó sin romperse una pierna y cuando se sentó en un asiento de cuero, la lancha lo levantó y se alejó del muelle.

Fue un viaje corto, rozando olas de la cala hacia aguas más profundas y azules, hasta que Walls aminoró la marcha con la misma suavidad con que se detiene un chófer de limusina, con la punta de la lancha contra el viento. Indicó a Arkady que aguardara; con los hombros agachados bajó al camarote y regresó con una mesa-bandeja que se sujetaba a la cabina del timón. Volvió a bajar y regresó con una bandeja de latón cargada de una cesta de pastelillos, una cafetera y tres tacitas de porcelana con el logotipo del Gavilán. Las puertas del camarote se abrieron de nuevo, y en el umbral apareció un hombre bajo de cabello plateado que vestía pijama negro y pantuflas; subió y se sentó frente a Arkady. Lucía la sonrisa de un hombre que es tanto el mago como el conejo en el sombrero.

—John, te presento a Arkady Renko. Arkady, este es John O’Brien —dijo Walls.

—Mucho gusto. —O’Brien cogió la mano de Arkady entre las suyas. Percibió la mirada que echaba el ruso a su pijama—. Es mi barco y me visto como me apetece. Winston Churchill, como sabe, andaba por ahí en cueros. Le ahorraré eso. Y usted lleva un abrigo bastante asombroso, George me lo ha contado —comentó O’Brien, usando el nombre inglés del otro norteamericano—. Me disculpo por no haber subido antes, pero cuando George da cuerda al Gavilán me quedo abajo. Caer fuera de borda sería fatal para mi dignidad. Espero que le guste el café cubano.

Walls sirvió el café. Arkady calculó a O’Brien unos setenta años, pero su voz resultaba juvenil, sus ojos contenían una expresión simpática y su ovalado rostro estaba tan ligeramente pecoso como un huevo de ave costera. Lucía alianza y, en la muñeca, un Breitling de plata.

—¿Le gusta La Habana?

—Es hermosa, interesante, cálida.

—Las mujeres son increíbles. Mi amigo George está encandilado. Yo no puedo permitirme enamorarme porque todavía tengo familia en Nueva York, en Long Island, que es una isla muy distinta de ésta. Resulta que soy un hombre fiel y algún día, si Dios quiere, regresaré a casa.

—¿Tiene problemas ahora? —Arkady enfocó el tema con delicadeza.

O’Brien quitó una miga de la mesa.

—Un par de obstáculos legales. George y yo hemos tenido suerte al encontrar aquí un hogar fuera del hogar. Por cierto, lamento lo de su amigo Pribluda. ¿La policía cree que está muerto?

—Sí. ¿Lo conocía?

—Claro, iba a trabajar con nosotros en el campo de la seguridad. Un hombre sencillo, diría yo. No muy buen espía, me temo.

—No soy un juez de espías.

—No, sólo un humilde investigador, seguro. —O’Brien añadió un deje irlandés a la frase. Batió palmas—. ¡Qué día! Si fuese fugitivo de la justicia, ¿dónde preferiría estar?

—¿Son ustedes los únicos fugitivos en Cuba?

—De ninguna manera. ¿Cuántos somos, George? —John O’Brien echó una mirada cariñosa a Walls.

—Ochenta y cuatro.

—Ochenta y cuatro prófugos norteamericanos. Bueno, es una vida mejor que una cárcel federal de mínima seguridad en Estados Unidos, donde uno convive con abogados, congresistas, camellos… la habitual muestra representativa. Aquí lo que uno encuentra son auténticos agitadores como George. Para un hombre de negocios como yo supone una oportunidad de conocer a gente enteramente nueva. Nunca habría podido intimar tanto con George en Estados Unidos.

—¿Así que trata uno de mantenerse ocupado?

—Tratamos de seguir vivos. Útiles. Dígame, Arkady, ¿qué hace aquí?

—Lo mismo.

—¿Visitando el Club de Yates de La Habana? Explíqueme qué tiene esto que ver con un ruso muerto.

—¿Un hombre desaparecido en un lugar que ya no existe? Me suena perfecto.

—Es bastante cauteloso —dijo Walls a O’Brien.

—No, tiene razón. —O’Brien dio una palmadita a la rodilla de Arkady—. Arkady es un hombre que acaba de sentarse a jugar a la baraja y no conoce ni las reglas ni el valor de las fichas. —El pijama negro de O’Brien tenía bolsillos. Sacó un grueso puro y lo hizo girar con la yema de los dedos—. ¿Conoce al gran campeón cubano de ajedrez Capablanca? Era un genio; pensaba con diez u once movimientos de antelación. Fumaba puros cubanos, desde luego, mientras jugaba. En un campeonato su contrincante le hizo prometer que no fumaría. De todos modos, Capablanca sacó su puro, lo apretó, lo chupó, lo saboreó y su contrincante se volvió loco, perdió y manifestó que el no saber si Capablanca iba a encender el puro era peor que verlo fumar. A mí también me encantan los puros cubanos, aunque soy víctima de una mala broma porque mi médico dice que ya no me está permitido fumar. Sólo puedo provocarme a mí mismo. En todo caso, lo que lo llevó a usted al club es como su puro, y tendremos que esperar a que lo encienda. De momento, digamos que sentía curiosidad.

—O asombro.

—¿De qué? —preguntó Walls.

—De que el club haya sobrevivido a la Revolución.

—Está hablando del Club de Yates de La Habana de ahora —concretó O’Brien—. ¿Sabe?, los franceses decapitaron a Luis, pero no quemaron Versalles. Lo que Fidel hizo fue dar el club, la propiedad más majestuosa y valiosa del país, a un sindicato de la construcción y cobrar a los cubanos, negros y blancos, un peso por el uso de la playa. Muy democrático, comunista, admirable.

Walls señaló la torre morisca.

—La Concha, el casino a un lado de la cala, se la dieron al sindicato de hosteleros, y el canódromo lo convirtieron en pista y campo deportivo.

—Dios sabe que respeto el idealismo —añadió O’Brien—; pero digamos que, como resultado, estas propiedades no se han desarrollado al máximo. Existe la posibilidad de crear algo de enorme valor para el pueblo cubano.

—¿Ahí es donde entra usted?

—Espero que sí. Arkady, yo era urbanizador. Todavía lo soy. George puede decirle que no soy taimado. Disney es taimado. Cuando empiezan a comprar terrenos forman una pequeña empresa que da la impresión de ser de unos vecinos dedicados a la conservación; compran una hectárea aquí, otra allá, y luego, un día, al despertar, por la ventana uno verá un ratón de sesenta metros. Yo soy franco y abierto. Cada urbanizador desea un gran proyecto importante, su propia Torre Eiffel o Disneylandia. Yo quiero que el Club de Yates de La Habana vuelva a ser el centro del Caribe, mayor y mejor que antes.

Walls tomó la palabra.

—Verás, el gobierno desarrolló las playas de Varadero y Cayo Largo porque quería mantener a los turistas lo más alejados posible de los cubanos. Pero los turistas quieren La Habana. Quieren las chicas en el Tropicana y pasear por La Habana vieja y bailar toda la noche en el Palacio de la Salsa. El gobierno por fin se ha dado cuenta y restaura el Malecón, remoza hoteles viejos, porque lo que los turistas desean es estilo. Por suerte, de milagro, el Club de Yates de La Habana está en muy buenas condiciones.

—Su mantenimiento se chupa medio millón de pesos anuales. George, dile que el Estado podría ganar treinta millones de dólares anuales.

—Podría.

O’Brien señaló el club y la playa.

—Se puede explorar la posibilidad de convertirlo en un centro de conferencias, un restaurante, un club nocturno, veinte suites, veinte habitaciones, apartamentos a tiempo compartido o en propiedad horizontal. Además de balneario, fondeadero para buques, y me refiero a cruceros de lujo. Lo que le describo, Arkady, es una mina de oro que espera a que alguien coja la pala.

Arkady no pudo evitar preguntarse por qué dos prófugos norteamericanos en buena posición compartían con él sus aspiraciones, aunque O’Brien se le antojaba la clase de vendedor que disfruta de su propia actuación, como un actor capaz de pronunciar las frases más escandalosas y, a la vez, guiñar un ojo al público. Puesto que la experiencia constructora de Arkady había tenido lugar en Siberia, se sentía perdido cuando se trataba de proyectar los costes de un complejo de lujo.

—Convertir el club en hotel podría resultar muy caro.

—Veinte millones. —Walls tomó de nuevo la palabra—. Encontraríamos el dinero, y el gobierno cubano no pondría ni un solo peso o dólar.

—Mucha gente lo llamaría un regalo —dijo O’Brien con modestia.

—¿Y qué quieren a cambio?

—Adivínelo —sugirió O’Brien.

—No tengo la menor idea.

O’Brien se inclinó como si fuera a compartir un secreto.

—El año pasado, un casino indio en Connecticut, en el jodido… perdón por la palabra… bosque del norte, sin sexo, sin estilo, sin sol, tuvo unas ganancias netas de cien millones de dólares. ¿Cuánto cree que se ingresaría con un casino situado entre palmeras, cruceros y yates de un millón de dólares, y el famoso Club de Yates de La Habana renacido? No lo sé, pero me encantaría averiguarlo.

—Estamos pidiendo que nos cedan en arriendo, durante veinticinco años, el viejo casino de La Concha y un reparto de los ingresos al cincuenta por ciento con el gobierno cubano —explicó Walls—. El gobierno no arriesgaría nada, pero representa un problema político porque después de la Revolución anunciaron con bombo y platillo el cierre de todos los casinos.

—El cierre de los casinos y el fin de la mafia —añadió O’Brien—. Que es la razón por la cual, con la CIA, la mafia trató de matar al presidente.

—Se refiere a Castro. Y no es fácil hacer que los cubanos den marcha atrás. Si hubiese la menor señal de implicación mañosa, norteamericana o rusa, pararíamos el proyecto de golpe. Nuestro casino ha de ser absolutamente limpio.

—En un principio, todo proyecto —observó O’Brien— es como una burbuja; cualquier cosa puede romperla. Su amigo Pribluda iba a protegernos de la clase de rusos que, se lo aseguro, pululan en el Caribe, como los visigodos. La intervención de la gente equivocada en el momento menos oportuno podría romper la burbuja. Por eso le dije a Walls que deberíamos coger la lancha e ir a sacar a cierto investigador ruso del embarcadero del Club de Yates antes de que alguien se enterara de su presencia allí.

—Y esto nos lleva de nuevo a la pregunta —recordó Walls a Arkady—. ¿Por qué estabas en el club?

Arkady se sintió como una lata entre dos abrelatas expertos. La fotografía del Club de Yates de La Habana se encontraba en su bolsillo. Sin embargo, no estaba de humor para ofrecer a dos desconocidos lo que, con alguna pérdida de sangre, había mantenido fuera de las garras del sargento.

—En cuatro días estaré de regreso en Moscú y no importará por qué fui al club.

—¿Para qué regresar? —preguntó O’Brien—. Quédese aquí.

Pribluda ha desaparecido. Me disgusta presentarlo así, pero hay un empleo abierto ahora.

Arkady tardó un momento en entender el nuevo cauce de la conversación.

—¿Un empleo para mí?

—Quizá —insistió O’Brien—. No le importaría que lo conociéramos mejor antes de ofrecerle un cargo, ¿verdad?

—¿Un cargo? Eso suena aún mejor que trabajo. No me conocen en absoluto.

—¿Ah, no? Déjeme adivinar —manifestó O’Brien—. Tiene cuarenta y tantos años, ¿no? Está desilusionado con su trabajo. A todas luces es listo pero no es más que un simple investigador. Algo temerario, se acerca demasiado al peligro, invita al desastre. Salvo por el abrigo, la ropa y los zapatos baratos indican un hombre honrado. Pero, dada la situación en Moscú ahora, seguro que se siente como un tonto. ¿Su vida personal? Me atrevo a pensar que no tiene ninguna. Ni una esposa, acaso ni hijos. Cero, un callejón sin salida. ¿Y está impaciente por regresar a eso en apenas cuatro días? No estoy tratando de meterle en una empresa criminal, sino que le estoy abriendo una puerta a la planta baja del mayor proyecto del Caribe. Acaso prefiera beber vodka y morirse congelado, jodido, en Moscú. No lo sé. Lo único que puedo hacer es ofrecerle una segunda oportunidad en la vida.

—No está mal como suposición.

O’Brien sonrió de un modo no exento de amabilidad.

—Pregúntese esto, Arkady, ¿lo echarán de menos en Moscú? ¿Hay alguien de quien pueda despedirse por teléfono? ¿Echará de menos a alguien?

—Sí —contestó Arkady, con un retraso de un segundo.

—Claro. Déjeme hablarle de la pintura más triste del mundo. El cuadro más triste del mundo se encuentra en el museo del Prado, en España; lo pintó Goya, y es un perro en el agua. Apenas se le ve la cabeza, a su alrededor se agita el agua lodosa y los grandes ojos del animal miran hacia arriba. Podría estar nadando, salvo que Goya lo tituló Perro enterrado en la arena. Lo miro a usted y veo esos ojos. Está hundiéndose, y yo estoy tratando de echarle una mano para sacarlo del agua. ¿Tiene suficientes agallas para aceptarla?

—¿Y el dinero? —inquirió Arkady con el solo fin de llegar hasta el fin de la fantasía.

—Olvídese del dinero. Sí, sería rico; tendría una villa cubana, un coche, un barco, chicas, lo que sea, pero no se trata de eso. Lo importante es que tendría una vida y la disfrutaría.

—¿Cómo lo haría?

—Tu visado puede cambiarse —interpuso Walls—. Tenemos amigos que pueden alargarlo para que te quedes todo el tiempo que quieras.

—¿Entonces no les preocuparía mi presencia en el Club de Yates de La Habana?

—No si formaras parte del equipo —respondió Walls.

—No le ofrecemos un viaje gratis —agregó O’Brien—, pero formaría parte de algo grande, algo de lo que sentirse orgulloso. A cambio sólo le pedimos una muestra de confianza, una muestra de nada. ¿Por qué estaba en el Club de Yates de La Habana? ¿Cómo se le ocurrió?

Antes de que Arkady pudiese contestar, el barco se vio rodeado de una luz salida de las profundidades del mar. El ruso miró por la borda. Cientos de peces reflejaban el sol.

—Bonito —aclaró O’Brien.

—¿Siempre van de este a oeste?

—Contra la corriente —dijo Walls—. El atún va contra la corriente, así como el pez vela y, a remolque, los barcos.

—¿Una fuerte corriente?

—La corriente del Golfo, claro.

—¿Va hacia la bahía?

—Sí.

Primero uno y luego docenas de peces surgieron, como una explosión. Arcos vidriosos e irisados rodearon el Gavilán, provocando una lluvia de agua salada. En unos segundos el banco entero se dispersó, sustituido por una larga figura oscura de alas pectorales azules.

—Pez vela —explicó Walls.

Sin esfuerzo aparente el gran pez se mantuvo a la sombra de la lancha, dejando detrás de él un ligero velo rosado.

—Se toma su tiempo —dijo Arkady.

—Se esconde —declaró Walls—. Es un asesino; así funciona. Escinde un banco entero de atunes y regresa para alimentarse.

—¿Tú pescas?

—Con arpón. Así la lucha es más igualada.

—¿Y usted? —preguntó Arkady a O’Brien.

—Claro que no.

Desde arriba, la mandíbula del pez vela se veía tan fina como una línea hecha por un dibujante, desenvainada y, sin embargo, casi invisible. Los hombres se quedaron transfigurados hasta que el pez bajó a aguas más profundas, azul en azul.

Llevaron a Arkady, no al Club de Yates de La Habana, sino por la costa oeste, sorteando los botes pesqueros. En el muelle exterior del puerto deportivo Hemingway, un trío de guardias fronterizos hizo un ademán indolente para dejar pasar la lancha. El Gavilán se dirigió hacia el embarcadero interior, donde había un gancho para pesar pescado entre las sombrillas de paja, frente a una cantina y una pista de baile, entre olores a pollo frito y el estruendo amplificado de los Beatles. Unos flotadores definían una zona para nadar, ahora vacía; sin embargo, unos buceadores se arremolinaban a lo largo del canal por el que Walls se dirigió hacia un amarradero abierto. No fue Hemingway, sino un anciano coronado por un sombrero con badana de latas de cerveza en miniatura el que agitó los brazos para alejar a Walls.

—¡Es peligroso! ¡Es peligroso! —gritó, enfurecido, a los nadadores.

Evitando a los buceadores, Walls siguió por el canal hasta llegar a un punto en el que dar la vuelta. A su lado pasaban varios botes de pesca con soportes para cañas de pescar y puentes de mando, lanchas motoras tan bajas y coloridas como viseras, y yates con cubierta superior, así como lanchas Jet Ski, opulentos palacios transatlánticos, esculpidos en fibra de vidrio blanca. Los gritos que llegaban de una cancha de voleibol eran norteamericanos puros.

—Tejanos —dijo Walls—. Gentes del Golfo que amarran sus barcos aquí todo el año.

A lo largo del canal, la gente lavaba casilleros, cargaba cestas con alimentos y bolsas de plástico con ropa recién lavada, empujaba camiones cargados con bombonas de gas butano. Walls se detuvo en el fondo interior del canal, donde, en un mercado, se vendía loción bronceadora CopperTone y whisky Johnny Walker etiqueta roja. Fuera, una cubana con camisa de Nike estaba sentada con un chico rubio, en cuya camiseta figuraba un retrato del Che.

O’Brien volvió a dar un entusiasta apretón de manos a Arkady.

—Tengo entendido que se aloja al lado del santero. Ya hablaremos mañana.

—¿Acerca de un «cargo»? No creo estar cualificado. No sé nada de casinos.

—Por el modo en que se enfrentó al sargento Luna, a mí me parece más que cualificado. En cuanto a los casinos, le daremos la gran gira de todos los famosos lugares donde pecar. ¿Verdad, George?

—Podrías poseer tu propio barco, Arkady. Las chicas vienen de noche, llaman a un lado de los barcos. Además, cocinan y hacen la limpieza, sólo para quedarse a bordo.

Arkady echó un vistazo a sus putativos vecinos de yate.

—¿Cómo son los norteamericanos?

Walls esbozó lo que podría pasar por una media sonrisa.

—Algunos son espíritus libres y otros son los mismos reaccionarios racistas de los que huí hace treinta años. Un hijo de puta de Alabama quería mi autógrafo en el cartel en el que aparezco entre los más buscados. Dijo que era objeto de coleccionista. Me dieron ganas de cortar y coleccionar sus jodidos huevos.

—Bueno —dijo O’Brien—, ser un recuerdo es una forma de muerte. Arkady, ¿pensará en el ofrecimiento?

—Es un ofrecimiento increíble.

—En serio, piénselo. Entiendo que cuesta saltar, hasta de un barco que se hunde.

Había muertes y muertes. Al salir por la verja del puerto deportivo, Arkady se topó con un pescador que se tambaleaba bajo el peso de un pez vela montado en una enorme tabla de madera. El pez aparecía en pleno salto, con la aleta dorsal alzada en forma de abanico y la espada retando al cielo, de un azul metálico tan irreal que podría haber sido un pequeño submarino. Arkady recordó un paseo con Pribluda en Moscú, a orillas del río hasta llegar a la iglesia del Redentor. Era primavera y allí donde, debajo del puente de Alejandro, el río se agitaba en turgentes pliegues elásticos, había hombres pescando con largas cañas con aspecto de látigo.

«¿Qué hombre cuerdo comería algo pescado en Moscú? —preguntó Pribluda—. Un pescado de aquí debe de ser más duro que una bota. Renko, si algún día me ves con una caña de pescar en pleno Moscú hazme un favor: dispárame».