Ofelia encontró a Renko en el apartamento del Malecón. Después de apuntalar la puerta con una silla, el ruso la precedió pasillo abajo hacia el despacho, donde el monitor del ordenador contaba algo triste, pero cierto.
Los atentados norteamericanos contra la vida del jefe de Estado cubano incluyen el uso de puros explosivos, conchas explosivas, plumas envenenadas, píldoras envenenadas, trajes isotérmicos envenenados, azúcar envenenado, puros envenenados, submarinos enanos, francotiradores, obsequios. Han utilizado a cubanos, cubanos norteamericanos, venezolanos, chilenos, angoleños y gángsteres norteamericanos. La seguridad cubana ha investigado 600 complots contra la vida del presidente. La CIA ha intentado introducir aerosoles alucinógenos en los estudios televisivos donde el presidente pronunciaba un discurso y polvos depiladores para que se le cayera la barba. Por esto, el presidente continúa usando varías residencias seguras y nunca anuncia su programa con antelación.
—¿Ha encontrado la contraseña de Pribluda?
—¿A que fui brillante? Esto se introdujo el 5 de enero; es el antepenúltimo archivo que introdujo, y tengo que preguntarme: ¿qué tiene que ver con el azúcar?
—Eso es algo que ningún cubano ignora. La vida del comandante siempre corre peligro.
—¿El día antes de desaparecer, tal vez el día antes de morir, a Serguei Pribluda le entran ganas de escribir una corta historia de los intentos de asesinato?
—Parece que sí. Era un espía. ¿Por qué le interesa tanto?
—Estoy pescando con el método cubano, poniendo anzuelos por todas partes.
Ofelia se había duchado en casa; ahora llevaba téjanos, una camisa atada debajo de los pechos, sandalias cómodas y bolso de paja colgado del hombro, aunque mantenía una actitud profesional.
—¿Ha encontrado una fotografía de Pribluda para el doctor Blas?
—No.
—Pero ha estado ocupado.
Nuevos y viejos planos de La Habana impresos por el Ministerio de Turismo, por Rand McNally y por la Texaco cubrían el escritorio.
—Una visita cultural al ballet, un agradable paseo en coche por el Malecón. ¿Y usted?
—Tengo otros casos, ¿sabe? —Osorio observó el ordenador de Pribluda—. Esta máquina está en territorio cubano.
—Ah, pero la memoria de la máquina… es puramente rusa. —Cual un virtuoso del teclado, Arkady salió del archivo, apagó el ordenador y, al oscurecerse el monitor y la estancia, añadió—: Es inútil sin la contraseña.
—Usted no tiene ni autoridad ni conocimientos para investigar aquí, ni habla el idioma.
—Yo no diría que lo que hago es investigar. Pero la verdad es que usted tampoco.
A Osorio no le resultaba fácil controlar el mal genio con este hombre. Abrió el bolso y sacó un destornillador, tornillos y un pasador. El destornillador era suyo, pero había tardado una hora en el mercado frente a la estación del ferrocarril para encontrar el pasador y los tornillos.
—Le traje esto para la puerta.
—Gracias. Es usted muy solícita. Déjeme pagárselo.
—Es un regalo del pueblo cubano. —La agente se los puso bruscamente en las manos.
—Insisto.
—Y yo más.
—Gracias, entonces. Dormiré como un bebé. Mejor que un bebé, como un bivalvo.
A saber lo que era eso, pensó Osorio.
Después de atornillar las dos partes del pasador y para celebrar lo que llamó su «mayor sensación de seguridad», Renko abrió una botella del ron de Pribluda y sacó al balcón una bandeja con los pepinillos, las setas y otros indigestos comestibles rusos. Sentada en una silla de aluminio, Osorio escudriñó la calle en busca de peligros, mientras él disfrutaba de una media luna suspendida en el extremo de un sendero plateado en el agua. El haz de luz del Morro barría el aire, y algún que otro Lada pasaba traqueteando, como si alguien estuviese entregando unos tambores. Jineteras con todos los tonos de mallas circulaban por el Malecón. Un anciano vendía zanahorias sacadas de una cartera que, según señaló Arkady, parecía idéntica a la cartera de plástico de Pribluda, y Ofelia le explicó que era de fabricación cubana. Un hombre que iba a pescar de noche portaba una enorme cámara de neumático inflada; diríase un caracol de dos patas con su concha a cuestas. Unos ciclistas hacían carreras, y Osorio vio a un chico pasar corriendo junto a una turista y arrancarle el bolso del hombro, con tanta pericia que la mujer giró sobre los talones, buscando el bolso en el suelo, mientras el chaval cruzaba el bulevar y se alejaba con presteza por una calle lateral. Agentes de la PNR llegaron para interpretar el drama, la turista regresó, desilusionada, a su hotel y el equilibrio del Malecón se restableció. Buceadores nocturnos escalaban las rocas con una linterna en una mano y un pulpo en la otra. Unos perros pequeños se disputaban por los restos de unas gaviotas muertas. Unos hombres bebían de botellas envueltas en bolsas de papel. Unas parejas se achuchaban bajo las sombras nocturnas de los pilares del muro.
Desde el portal, abajo, llegaba un son cubano, un poema de Emilio Bailadas adaptado para una guitarra de seis cuerdas. «María Belén, María Belén, María Belén, veo tus caderas menearse y contonearse de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey».
Renko encendió un cigarrillo.
—De hecho, parece que el sargento Luna me ha olvidado. No me pareció de los que olvidan. Buen ron.
—Cuba es reconocida por su ron. ¿Conocía la contraseña del ordenador cuando lo traje a usted la primera vez?
—No.
Eso pensaba Osorio, lo que significaba que lo había descubierto desde que se había mudado al apartamento, aunque ella lo había buscado por todas partes mientras levantaba huellas dactilares. Controló el impulso de echar un vistazo al interior del apartamento y se dio cuenta de que él lo notaba.
—He estado pensando que a lo mejor estaría más seguro si fuera a la embajada y se quedara allí bajo guardia.
—¿Y echar a perder mis vacaciones en el Caribe? Oh, no.
Aun bajo la mala iluminación, Osorio vio la costra y la venda en el nacimiento del cabello de Arkady. Se sentía inexplicablemente responsable de su salud y enfurecida, como de costumbre, por su forma de sacar las conversaciones de quicio.
—¿Todavía afirma que un policía lo atacó? ¿Cree que existe una conspiración contra usted?
—Oh, no, eso sería una locura. Sin embargo, sí diría que, después de Rufo y Luna, existe un indicio de animosidad.
—Lo de Rufo es una cosa —insistió Osorio—. La acusación de que un policía lo atacara es un esfuerzo por presentar a Cuba como país atrasado.
—¿Por qué? Ocurriría en Rusia. El Senado ruso está lleno de mañosos. Se atacan los unos a los otros con regularidad con porras, sillas, pistolas.
—En Cuba no. Creo que se imaginó lo de Luna.
—¿Me imaginé que el capitán calza zapatillas Air Jordán?
—Entonces, ¿por qué no regresa?
—No lo sé. Tal vez gracias a usted.
Osorio no estaba segura de cómo tomarse esa declaración.
—Usted me dijo que el doctor Blas era honrado; si dice que el músculo cardíaco del hombre que sacaron de la bahía muestra señales de un paro cardíaco, ¿está diciendo la verdad?
—Si él lo dice…
—Digamos que lo creo. Lo que no creo es que un hombre saludable tenga un ataque cardíaco sin una causa. Si estuviese en el mar y lo alcanzara un rayo sería harina de otro costal. ¿No cree que Blas debería examinar el cuerpo a ver si encuentra señales de un rayo?
—¿Algo más? —Osorio pretendía mostrarse sarcástica.
—Podría averiguar con quién habló Rufo entre el momento en que me dejó en el apartamento y el momento en que regresó a matarme. Comprobar sus llamadas.
—Rufo no tenía teléfono.
—Tenía un móvil cuando me recogió en el aeropuerto.
—No lo tenía cuando lo registré. En todo caso, no hay investigación.
La guitarra cubana era la más dulce del mundo, con notas que parpadeaban como motas de luz en el agua. La agente lo observó encender otro cigarrillo con el anterior.
—¿Ha dejado de fumar alguna vez?
—Claro que sí. —Renko dio una calada—. Pero conozco a un médico que dice que el momento idóneo para empezar a fumar es hacia los cuarenta años, cuando se puede utilizar el efecto de la nicotina para centrar la mente y retrasar la senectud. Dice que las consecuencias… cáncer, problemas coronarios, enfisema… tardan unos veinte años en desarrollarse y entonces de todos modos está uno listo para irse. Claro que es un médico ruso.
Aunque le parecía una costumbre asquerosa, Ofelia se oyó decir:
—Ha habido momentos en que he deseado ser fumadora. Mi madre fuma puros y ve telenovelas mexicanas y grita a los personajes cosas como «No le creas, ¡no creas lo que te dice esa puta!»
—¿En serio?
—Mi madre es de piel clara; proviene de una familia que cultivaba tabaco y, aunque se casó con un cortador de caña negro, siempre insiste en la superioridad de los que elaboran el tabaco. «Cuando lían los puros en la fábrica siempre hay alguien que lee las grandes obras en voz alta, Madame Bovary, Don Quijote.». ¿Cree que en medio de un cañaveral hay alguien que lea Madame Bovary?
—Me imagino que no.
Ofelia abrió su bolso, colocó la Makarov en el regazo y se puso un collar de cuentas blancas y amarillas en el cuello.
—Muy bonito —comentó Renko.
Blas lo habría desaprobado. El amarillo era para Oshun, la diosa del agua dulce y de las cosas dulces, el color de la miel y del oro, el brillo mulato de Oshun. Ofelia se sentía a gusto con el collar en compañía del ruso porque era un ignorante.
—Sólo son cuentas. ¿Le molesta la música?
Una canción se rezagaba en el soportal debajo del balcón. Puesto que La Habana estaba tan poblada, escaseaba la intimidad. A veces los amantes escogían la oscuridad de un soportal en el Malecón para consumar lo que no tenían otro lugar para consumar. La canción decía algo como: «Eros, ciego, deja que te enseñe el camino. Deseo tus manos fuertes, tu cuerpo caliente como llamas, abriéndome como los pétalos de una rosa».
—No —contestó Arkady.
—¿No entiende el español?
«La miel y el ajenjo salen a chorros de tus venas a mi surco ardiente y me vuelven loca». Junto con la canción se oían murmullos y cierto frufrú. Las parejas en el Malecón se acercaban más.
—Ni una palabra.
—¿Sabe?, hay diferencias entre la rumba, el mambo, el son, el songo y la salsa.
—No lo dudo.
—Pero todo se basa en los tambores, para bailar.
—Pues yo no bailo muy bien.
No todos tenía que bailar bien, pensó Ofelia; no es que el ruso le pareciera atractivo. Como diría su madre, ¿sobreviviría a ese día? El primer marido de Ofelia, Humberto, era negro como un dominó, un jugador de béisbol, y bailaba de modo fantástico. El segundo, un músico, era de los que todos llamaban chino, no sólo porque era tan guapo por la mezcla, sino también porque agradaba a todos. Tocaba los bongóes, cosa que exigía una personalidad abierta. Hasta que se abrió tanto que se marchó. Pero bailaba aún mejor que Humberto. La madre de Ofelia despreciaba a ambos y los llamaba Primero y Segundo, dejando espacio para los que llegaran después. Comparado con ellos, envuelto en su abrigo negro pese al calor, Renko parecía un inválido.
—Así se comunican los espíritus —explicó—. Están en los tambores. Si uno no baila, los espíritus no pueden salir.
—¿Como salieron para Hedy?
—Sí.
—Entonces es más seguro no bailar.
—Entonces es que ya está muerto.
—Buena observación. ¿El abakúa es una versión de la santería?
—Difícilmente podrían ser más distintos. La santería es de Nigeria y el abakúa del Congo. —Era como confundir Alemania con Sicilia.
—Según Blas, antes se dedicaban al contrabando.
Ofelia empezaba a darse cuenta de que Renko se ocultaba detrás de una expresión de lo más inocente cuando se preparaba para atacar. Ofelia no tenía intenciones de aclararle que existían dos abakúas, el público, con sinceros creyentes que podían ser profesores universitarios o miembros del partido, y el abakúa secreto, criminal, que había salido de su tumba. Huelga decir que este segundo abakúa era sólo para hombres y poseía la moralidad del ladrón. Se permitía asesinar a los intrusos, mientras que delatar a otro abakúa constituía el peor de los pecados. Y los cubanos creían que el abakúa podía llegar a donde fuera. Ofelia conocía a un informador al que le habían dado un cargo en Finlandia para que huyera de La Habana. Murió al andar sobre hielo poco profundo, y la gente dijo: «¡abakúa!». La policía no había conseguido infiltrarse en el abakúa. De hecho, cada vez más agentes, negros y blancos, se hacían miembros. En todo caso, lo que menos falta le hacía a Ofelia era una conversación de esta índole con un ruso.
—No tenemos por qué hablar de ello —manifestó Arkady—. Es por su forma de preguntarlo.
—¿Parecía burlarme? No es más que ignorancia. Le pido disculpas.
—No hablaremos de religiones.
—Dios sabe que no.
Desde la radio, en el soportal, se elevó el profundo ritmo de un tambor; Ofelia sabía que era un iya alto con un centro rojo oscuro en la piel, acompañado con el rechinante ritmo de un güiro, una calabaza barrigona con ranuras. Un solo saxo se insinuaba, como un hombre pidiéndole a una mujer que bailara con él.
—De todos modos, no es malo estar poseído.
—Bueno, la mía es una mente rusa sin imaginación y no creo que me vaya a suceder a mí. ¿Qué se siente?
—¿En teoría? —Ofelia lo escudriñó en busca de la más mínima señal de aires de superioridad.
—En teoría.
—Seguro que de niño abría los brazos, levantaba la cara y bailaba bajo la lluvia. Empapado, limpio y mareado. Eso es lo que se siente cuando se está poseído.
—¿Y después?
—La mente sigue dando vueltas.
Un abwe, el triángulo del pobre, se unió a los demás instrumentos. No era más que la hoja de un azadón golpeada por un palo de hierro, pero podía sonar como el tictac de la mente cuando una mano fuerte nos toma de la cintura. En tanto el saxo intentaba envolverlo, el güiro temblaba y el tambor se detenía y volvía a empezar, como un corazón. Éstas eran las trampas puestas para las niñas tontas que se rezagaban en las sombras. Pero no para Ofelia. Ella mantenía la mente clara. Miró el brazo de Arkady, el brazo en el que había visto los moretones.
—Suena mejor. No estaba de humor saludable cuando llegó.
—Ahora sí que lo estoy. Siento curiosidad por Pribluda, Rufo y Luna. Tengo una nueva meta en la vida, por así decirlo.
—Pero ¿por qué quiso herirse?
Ofelia preveía un desdeñoso rechazo, pero Renko respondió:
—Fue al revés.
Ofelia sintió tan profundamente la siguiente pregunta que se le salió antes de que pudiera contenerla.
—¿Ha perdido a alguien? No aquí, sino en Moscú.
—Pierdo a gente todo el tiempo. —Renko encendió otro cigarrillo con el anterior—. La mayoría de los barcos que zozobran contra las rocas no pretenden hacerlo. No es un estado de ánimo. Es puro agotamiento. Agotamiento por la autocompasión. Uno está con alguien y, sin saber por qué, con esa persona se siente más vivo, en otro nivel —añadió—. El sabor tiene sabor y el color, color. Ambos creen en las mismas cosas al mismo tiempo y están dos veces vivos. Y, si uno lo pierde de un modo irrevocablemente espantoso, ocurren cosas extrañas. Uno anda por ahí con la esperanza de que un coche lo arrolle para no tener que ir a casa por la tarde. Así que este incidente con Rufo me interesa porque no me importa que un coche me arrolle, pero sí que me molesta que un chófer trate de arrollarme. Es hilar muy fino, pero así es.
Ofelia despertó por la noche; los amantes habían desaparecido, y la luna se había sosegado. En la mismísima falta de brisa detectó un ligero aroma, un perfume que rastreó hasta el suave abrigo negro de Renko, hasta la manga de un hombre que afirmaba no haber estado poseído nunca.