Arkady creía que Luna se dejaría caer de un momento a otro desde una señal de tráfico o irrumpiría desde una esquina y cumpliría su promesa de «joderlo». Joder y matar se parecían pero no eran lo mismo. Existía una carga sexual, la sugerencia de cópula violenta, como si perder un ojo o una oreja fuese algo razonable en el contacto sexual. Matar era limpio; joder, sucio.
Por extraño que fuera, sin embargo, Arkady se sentía revitalizado. No exactamente dichoso, sino impulsado por la búsqueda de la fotografía y el margen, aunque escaso, que esto le daba para hacer preguntas sobre Pribluda. Divertido también, en un momento depresivo, por la inverosímil oferta de empleo asegurando la seguridad de un radical norteamericano como Jorge Washington Walls. Tal vez porque La Habana le resultaba tan irreal, pero el caso era que Arkady se sentía ligeramente invulnerable, como un hombre que se da cuenta de que sólo está teniendo una pesadilla. Luna era un ser de pesadilla. Luna era perfecto.
Al regresar al apartamento de Pribluda apuntaló la puerta y llevó una botella de agua helada al despacho, donde encendió el ordenador y, cuando la máquina pidió una contraseña, tecleó gordo. La máquina canturreó, la pantalla parpadeó y ofreció varios iconos: programs, startup, accessories, main, printer: veinticinco años en el KGB, y un agente secreto utilizaba el nombre de su tortuga como contraseña. Lenin sollozó.
Interesado aún por los últimos días de Pribluda, Arkady pulsó accessories y luego calendar. Horas, días, meses dieron marcha atrás sin ninguna cita. Qué curioso consuelo el suyo, pensó: no hablaba español pero era capaz de navegar por el ordenador portátil universal, cumin era el Ministerio cubano del Azúcar y unas tablas; rusmin, el Ministerio ruso de Comercio; sugfut, los precios futuros del azúcar cubano, brasileño e indio que competían en las bolsas de comercio. Entretanto, la bulla de tambores y maracas que procedía de abajo sugería que Erasmo, el mecánico, estaba trabajando. Arkady pretendía hablar con Mongo y encontrar una fotografía de Pribluda, pero lo primero era lo primero, mientras aún estaba inspirado.
Abrió el icono de sughab, que dividía La Habana en 150 ingenios azucareros. El último archivo guardado se llamaba comcfueg.
La Comuna Camilo Cienfuegos es el antiguo ingenio Hershey al este de La Habana. Visitas de campo revelan un mantenimiento deficiente de equipos anticuados. Sin embargo, hemos de reconocer francamente que los buques rusos con piezas de repuesto no se han materializado; el último fue un carguero que debía atracar en La Habana la semana pasada. Se sospecha que el capitán del barco ha desviado la carga a otro puerto en la costa sudamericana y la ha vendido a mejor precio. Lamentablemente, esto dificulta aún más las negociaciones con el ministerio del azúcar.
Arkady supuso que los cubanos estarían irritados con esto. Empezó una búsqueda del Club de Yates de La Habana. Nada. Rufo Pinero. Nada. Sargento Luna y, por añadidura, capitán Arcos. Nada. Abrió las bandejas de salida y de entrada del correo electrónico. Nada.
Un documento llamado azupanamá atrajo su atención, porque el vicecónsul Bugai había mencionado el éxito de las negociaciones entre Rusia y Cuba gracias a un agente azucarero panameño con ese nombre, y a Arkady se le ocurrió que sería interesante ver el papel del agregado comercial Serguei Pribluda en dichas negociaciones. Pulsó retrieve y de su tumba salió una corta correspondencia enviada.
serk@dir.com/IntelWeb/ru miér. 5 de agosto de 1996
A. I. Serkov, gerente
Diamond International Trading
1123 Smolenskaya Ploshad, hab. 167
Moscú
Estimado Serkov:
Saludos desde la tierra de los reyes del mambo. Apenas estoy aprendiendo a mandar correspondencia por Internet de modo que espero que estéis todos bien, etc. El tiempo es agradable, gracias. Dime si la presente te llega bien.
Saludos.
S. S. Pribluda
Era como ver a alguien aprender a andar en bicicleta.
A. I. Serkov
Diamond International Trading
Estimado Serkov:
Progresos.
Saludos,
S. S. Pribluda
A Arkady le gustó cómo sonaba eso. ¡Progresos! Ruso y al grano. Interesante asimismo que no tuviera dirección de correo electrónico ni fecha de envío, lo que sugería que era una nota para un mensaje auténtico que debía enviarse en código desde la embajada.
Serk@dir.com/IntelWeb/ru Lunes 1 de octubre de 1996
Serkov:
El contacto chino ha dado sus frutos. ¡Creo que verás que se ha levantado al zorro! ¡Un zorro y un lobo!
Pribluda
Qué imaginativo uso de vocabulario. A todas luces Pribluda se sentía triunfante. «¡Éxito!», era lo único que necesitaba decir un agente. «Contacto chino» parecía una exageración.
Que Arkady supiera, ninguna parte de China lindaba con La Habana.
Según la hoja de balance, las finanzas de Pribluda eran claras, tanto cada mes para comida, lavandería y tintorería, artículos personales, gasolina y mantenimiento del coche. La única partida sin explicación eran cien dólares pagados cada jueves. Si se tratara de sexo, pensó Arkady, Pribluda lo habría ocultado; como comunista no reformado, la suya era una moral torcida aunque inflexible. No, el gasto podría ser para el contacto chino… o lecciones de kárate. Según la pequeña Carmen, Pribluda llevaba un cinturón negro en el maletín.
El hecho más inmediato era que el coronel poseía mucho más dinero que el que habían encontrado con el cuerpo en la cámara de neumático. Arkady apagó el ordenador y registró de nuevo el apartamento, cosa que iba mejor con su trabajo. Esta vez lo vació todo, incluyendo zapatos y badanas de sombrero. En un pantalón colgado en el armario halló los resguardos de dos entradas rojas. En el botiquín, en un frasco blanco de aspirinas, enrollados en cartulina blanca, descubrió 2500 dólares debajo de un par de aspirinas dejadas para efectos sonoros.
Poco le decía todo esto. No obstante, Arkady se sintió satisfecho de haber encontrado algo. Cogió un cuchillo en la cocina y dejó que el azul del mar lo atrajera hacia la silla del balcón. Hacía un momento estaba lleno de energía nerviosa y, de pronto, apenas si acertaba a mover los pies. ¿Sería por las seis horas de diferencia horaria con Moscú, o por el miedo? La brisa era suave, el peso del cuchillo sobre el estómago, tranquilizador, y se durmió, refrescado por el sudor en la cara.
Lo despertó el ulular cada vez más fuerte de unas sirenas. El sol se había trasladado al fondo del Malecón, por el que venía una veloz vanguardia de cuatro motocicletas; les abrían el paso agentes de la PNR que aparecían de repente en cada cruce con el fin de detener el tráfico y apartar a gritos a ciclistas y «bicitaxis». Detrás de las motos iba un silencioso convoy. En la acera las gentes se paraban con un pie todavía a punto de dar el paso; sus ojos saltaban hacia cada vehículo que pasaba volando, desde el Land Rover con aspecto de caja, seguido por un ancho Humvee, hasta un pequeño Lada del Minint que corría como un galgo delante de dos Mercedes 280 negros con ventanillas teñidas y el bamboleo característico de un coche fuertemente blindado; desde una furgoneta de la radio hasta una ambulancia; desde otro Land Rover hasta una retaguardia de otras cuatro motocicletas: un enérgico torbellino que hizo que el Malecón entero se parara, cual una población en trance, para luego liberarlos al pasar.
Alguien gritaba el nombre de Arkady; éste vio a Erasmo en la calle, inclinado hacia atrás en su silla de ruedas.
—«Bolo», ¿lo viste? —Erasmo se tocó la barba para dar a entender que se trataba del líder, el comandante, el mismísimo Fidel.
—¿Era él?
—En uno de los Mercedes. O su doble. Nadie lo sabe, y nunca se anuncia dónde y cuándo pasará el desfile presidencial. De hecho, es la única sorpresa en Cuba. —Erasmo esbozó una sonrisa picara y movió la silla de ruedas para atrás y para adelante—. Dijiste que querías hablar con Mongo cuando viniera a trabajar. Pues no va ha venido.
—¿Tiene teléfono?
—Muy gracioso. Baja, vamos a buscarlo. Además, es un día demasiado bonito para quedarse en casa. Te explicaré la perspectiva cubana.
A Arkady se le ocurrió que, a menos de tener un coche blindado y un séquito, por muy bonito que fuera el día, con Luna ahí fuera, él probablemente estuviera más seguro dentro.
—Bueno —reconoció Erasmo—, necesito un chófer.
Conducir un todo terreno con la radio machacando y Erasmo con medio cuerpo fuera de la portezuela, gritando a sus amigos, constituía, ciertamente, un nuevo enfoque de la vida. Para empezar, el mecánico dirigió un saludo grosero a los agentes de la PNR.
—Son hijos de puta profesionales —explicó—. Yo soy capitalino, de La Habana. Odiamos a la policía; son todos guajiros y no les caemos bien. Es una guerra.
—De acuerdo.
Algunas casas eran castillos españoles de piedra caliza rosada tallada; los edificios de oficinas lucían filas de persianas con tablillas torcidas, y el propio sol se desintegraba hasta convertirse en luz. Mientras Arkady vigilaba por si Luna aparecía, Erasmo iba identificando los vehículos que venían en sentido contrario.
—Chevrolet Styleline del 50; Buick Roadmaster del 52; Plymouth Savoy del 58; Cadillac Fleetwood del 57. Tienes suerte de ver uno de ésos.
Además, pedía a Arkady que aminorara la marcha cada vez que veían a una chica que hacía autostop. Con sus brillantes pantalones ciclistas, sus minúsculas camisetas y las horquillas en el cabello, cada chica se parecía a Madonna… la cantante, no la madre de Dios.
—¿No es peligroso para las chicas hacer autostop?
En Moscú las únicas que se atrevían a hacerlo eran prostitutas o tan viejas que estaban a prueba de balas.
—Si los autobuses no funcionan —contestó Erasmo—, las mujeres tienen que encontrar otro medio de transporte. Además, puede que los cubanos sean muy machos pero poseen sentido del honor. —Todas las muchachas que Arkady veía eran púberes con aspecto de estar convirtiéndose en adultas a marchas forzadas; con el ombligo al aire o un body que parecía pintado directamente sobre la piel, alzaban el pulgar ostensiblemente para unos eunucos. Erasmo vislumbró a una vestida de naranja subido.
—Cuando veas a una muchacha como ésa deberías al menos tocar el claxon.
—¿Lo hacía Pribluda?
—No. Los rusos no saben nada de las mujeres.
—¿Eso crees?
—Descríbeme a una mujer.
—Inteligente, con sentido del humor, artística.
—¿Es tu abuela? Yo hablo de una mujer. Como las de aquí. Criolla: muy española, muy blanca, como Isabel, la bailarina; negra: africana, que puede ser odiosamente rígida o muy sexy; mulata: de color caramelo, la piel suave como el cacao, ojos de gacela. Como tu amiga la detective.
—¿La has visto?
—Me fijé en ella.
—¿Por qué siempre que un hombre describe a una mujer lo hace en términos de comida?
—¿Por qué no? Y luego está la mejor para los cubanos, la china, una mulata con una pizca de china, exótica. Ahora descríbeme a una mujer.
—Un cuchillo clavado en el corazón.
Siguieron conduciendo.
—No está mal.
—Cuando me requeriste desde la calle me llamaste bolo. ¿Qué significa?
—Por lo del juego de bolos. Así llamamos a todos los rusos: bolos.
—¿Por nuest…?
—Gracia física.
Erasmo mostró una sonrisa malvada. El mecánico tenía una cara ancha, vigorosa, y hombros enormes. Arkady se percató de que con piernas sería un Hércules.
—Hablando de chinos, ¿hay algún evento o entretenimiento chino los jueves en La Habana?
—¿Eventos chinos? Te equivocas de ciudad, amigo.
Sin duda, pensó Arkady.
Pasaron frente a rascacielos tan sucios como postales muy manoseadas, hasta que un túnel se tragó el Malecón. Surgieron en Miramar, y Erasmo guió a Arkady por la costa a lo largo de una soleada pero desolada calle llamada avenida Primera. Pasaron frente a Sierra Maestra, el edificio de apartamentos donde Arkady había entrevistado al fotógrafo Mostovoi. Erasmo le señaló un cine llamado teatro Karl Marx, antaño teatro Charlie Chaplin; si existía un mejor ejemplo del sentido del humor socialista, a Arkady no se le ocurrió. Más allá, una línea de casas de playa en colores pastel (desconchados), blasones familiares (desfigurados) y patios con (nuevos) bancos de bloques de cemento. Erasmo pidió a Arkady que subiera el coche a la acera, como si allí estuviera más seguro que en la calle.
—Para los neumáticos, al menos. Ésta es una isla de caníbales. ¿Te acuerdas de la película Alive, la del accidente aéreo? Fidel es nuestro piloto, pero él llamaría período especial a un accidente.
La silla de ruedas de Erasmo era plegable con ruedas de bicicleta; en cuanto la sacaron del asiento trasero y Erasmo se hubo sentado en ella, dio a entender al ruso que más valía no ofrecerse para empujarlo. Sorteó temerariamente botellas rotas hasta llegar a varios estanquitos del tamaño de una piscina, llenos de nauseabunda agua salina, y, justo un paso debajo de ellos, un arrecife salpicado de corales, envuelto en agua de mar de un verde desasosegado. Bloques de hormigón que se alzaban cual piedras de pirámide hacían las veces de rompeolas, y entre éstos y el coral flotaban buzos de superficie.
—Están pescando pulpos con arpón —aclaró Erasmo cuando Arkady lo alcanzó—. Antes de la Revolución se podía nadar aquí en un estanque de agua dulce, en uno de agua salada o en el mar. Había fiestas todo el tiempo, amigos estadounidenses aprendiendo a bailar el mambo. —Con la barbilla señaló una casa con pérgola de madera en el primer piso, donde unas sábanas ondeaban, cual entusiastas velas—. De mi abuela. Llevaba chaqueta de marta cebellina y usaba impertinentes en lugar de gafas —explicó—; así lo hacían las mujeres de cierta clase. Yo correteaba de arriba abajo con un triciclo Schwinn con banderolas en el manillar. Supongo que en cierta forma sigo haciéndolo.
—¿Todavía tienes familia aquí?
—Se marcharon hace mucho tiempo. Se fueron en avión, en barco o remando con pagayas. Por supuesto, si uno se va es oficialmente un traidor, un gusano. No se puede estar en desacuerdo con Fidel; si uno está contra Fidel, contra la Revolución, es un criminal, un maricón o un chulo. Así, nadie está contra Fidel, salvo la escoria.
Arkady observó la casa, una casa grandiosa. El cabello y la barba de Erasmo se habían alborotado con la brisa.
—¿No quieres vivir aquí?
—Antes, sí. Pero lo cambié por un alojamiento donde no fuera tan obvio un taller. Mongo vive aquí ahora.
—¿Sois viejos amigos, tú y él?
—Sí, somos viejos amigos. ¿Sabes?, a menudo no viene a trabajar, pero hasta ahora siempre me avisaba.
Subieron los escalones con la silla en marcha atrás y atravesaron una progresión de comedor, sala de estar, patio, segunda sala, todo convertido en apartamentos separados; paredes de madera contrachapada y sábanas dividían las salas más grandes en dos apartamentos, de modo que la casa constituía un pueblecito, según la descripción de Erasmo. Llamó a la puerta del fondo. Cuando nadie contestó pidió a Arkady que buscara una llave encima del dintel.
—Éste era mi dormitorio cuando me quedaba a dormir. Algunas cosas permanecen iguales. Me encantaba. Aquí yo era el capitán Kidd.
La estancia confería una vista tan panorámica del mar que debía de haber sido un teatro de fantasía para un niño que había crecido con relatos caribeños de piratas, se dijo Arkady. La vivienda resultaba sumamente reducida: un camastro, un baúl de marinero, un escritorio y un estante con libros de aventuras como Don Quijote, Ivanhoe y La Isla del Tesoro, un reproductor de CD, un espejo con marco de terciopelo rojo, cocos y conchas en el alféizar, un santo de plástico rodeado de flores de papel. Una cámara de neumático de camión colgada del techo hacía las veces tanto de parachoques como de araña. Colgados asimismo de las paredes, en bolsas hechas con redes de pesca, había aletas, carretes, velas, palos y tarros con anzuelos, estos últimos por tamaño. Debajo de la cama se veían una caja de herramientas, latas de lubricante de automóvil, tambores y calabazas; arriba de la cama, en un gancho, lo que parecía una ballesta sin arco: una larga boca de madera con pistolete, gatillo y tres bandas redondas de fuerte caucho que pendían del frente.
—Un arpón —dijo Erasmo.
Hizo que Arkady lo bajara y le enseñó a colocar la alargada parte trasera contra la cadera, a tirar de las bandas con ambas manos y apuntar. La flecha misma era de acero; dos alas dobladas sujetas por un collarín deslizante en la punta sustituían a las lengüetas.
—El pescador cubano afronta a su presa desde todos los frentes —comentó Erasmo.
A Arkady le interesaron más las fotos de boxeadores que había en las paredes.
—El Chico Chocolate, el Chico Gavilán, Teófilo Stevenson. Los héroes de Mongo —señaló Erasmo.
En una foto de periódico se vería a Fidel en pose de boxeo con un boxeador larguirucho; el pie de la foto rezaba: «El jefe con el joven pugilista Ramón Bartelemy».
—Dijiste que se llamaba Mongo.
Erasmo se encogió de hombros como si fuese obvio.
—Ramón, Mongo, es lo mismo.
La foto de boxeadores cubanos delante de la Torre Eiffel era idéntica a la que Arkady había visto en la habitación de Rufo, sólo que ahora Arkady se dio cuenta de que Ramón Bartelemy, Mongo, figuraba junto a Rufo.
—Si no se encuentra aquí, ¿dónde crees que podría estar?
—No lo sé. Su neumático está aquí. Arkady, ¿te molesta que te pregunte acerca de la PNR? Había dos policías apostados al otro lado de la calle hasta que empezó el espectáculo en casa del santero. Sé que no les gustan los rusos, pero ¿hay algo que quieras decirme? Después de todo, aquí también vivo yo.
Arkady pensó que era una petición razonable.
—El sargento Luna podría tener algo que ver con ellos.
—Luna. Ese Luna, la cara oscura de la luna, invisible pero presente. Sí, es malo irritar a un hombre así, malo avergonzarlo delante de sus amigos. Exquisita tu elección de enemigo. Y ahora los PNR se han ido. Puede que prefieras su presencia, por si Luna regresa.
—Ya se me había ocurrido.
—¿Estás realmente dispuesto a encontrar a Serguei?
—O a averiguar lo que le sucedió.
—Deberías empezar a pensar en lo que podría pasarte a ti. No tienes autoridad y ni siquiera finges que hablas nuestro idioma, lo que es un alivio. No puedes investigar; sólo puedes involucrarte.
—¿En qué?
—En Cuba, y eso resulta muy complicado. Pero créeme: si no quieres que tu cabeza acabe en un cubo mantente alejado de Luna. Te lo digo porque me siento un poco responsable por lo de anoche. No necesito más cosas que lamentar.
Arkady abrió un poco más la persiana. Aplastadas por el sol bajo, las olas se presionaban contra una brisa venida del mar, y aparecieron dos «neumáticos» surcando la cresta de una ola; se deslizaron por turnos sobre la cima, desaparecieron de la vista y volvieron a aparecer en la siguiente pendiente de agua, cual jinetes en caballos sumergidos.
—Bien, si el neumático de Mongo está aquí, ¿dónde está él?
—De todos modos puede pescar.
Para cuando Arkady y Erasmo salieron de nuevo, los «neumáticos» remaban con pagayas para sortear el rompeolas. Olas verdes y oxigenadas se agitaban entre el rompeolas y las rocas de la costa. Los pescadores se habían acercado todo lo posible sobre una oleada; a Arkady le pareció que las rocas constituían un lugar excelente para romperse la crisma.
—¿Cuándo sale Mongo?
—Nunca se sabe. Los neumáticos salen de día y de noche. Pescan en un tramo de la bahía y luego en otro. Reconoce que pescar en un neumático es toda una hazaña de improvisación. Pueden quedarse cerca de la costa o salir a kilómetros de aquí, donde los barcos fletados cogen peces vela en sus anzuelos. A los barcos no les gusta eso de que un par de pobres cubanos se metan con sus turistas.
—¿Los neumáticos tratan de pescar peces vela?
—Podrían hacerlo. Son como boyas, se dejan arrastrar hasta que el pez se cansa. Un pez podría arrastrarlos hasta Florida, ¿quién sabe? Pero tienen que traer el pez de vuelta, ¿no? ¿Te gustaría atrapar un pez vela en un neumático? No. Otro problema son las barracudas, porque muerden lo que sea. Una barracuda en el regazo tampoco hace mucha gracia. Así que pescan peces más chiquiticos. Les va bien, sobre todo de noche, pero entonces tienen que llevar linternas y lámparas, y de noche los neumáticos atraen a los tiburones. Eso es lo que a mí no me gusta. Por eso salen en pareja, por seguridad.
—¿Siempre en parejas?
—Absolutamente, por si uno se enferma o pierde las aletas. Sobre todo de noche.
—¿Tienen radio?
—No.
—¿Y qué, exactamente, podría hacer un «neumático» mientras un tiburón se traga a su compañero?
Erasmo arqueó las cejas.
—Pues tenemos un montón de religiones entre las que escoger.
Lo que atraía a Arkady era el aspecto marginal de los pescadores, el modo en que se doblegaban ante el movimiento del mar, se alzaban en el horizonte y se deslizaban fuera de la vista, todo un acto de desaparición. Repantigados en sus neumáticos, se quitaron las aletas y se enderezaron con las pagayas levantadas. A un espacio de tranquilidad siguió una depresión que absorbía la arena y, luego, una serie de tres olas adquirieron fuerza. Ambos hombres escogieron el mismo clímax del oleaje y dieron poderosos golpes de remo para surcar la ola, rodear el rompeolas y aproximarse a las rocas. El más cercano se cayó, aferrado al neumático con una mano y a las rocas con la otra, antes de subir arrastrándose boca abajo. El segundo, un hombre mayor con sombrero de paja, calculó mejor y dejó que el impulso de la ola lo levantara suavemente sobre el coral, con el ala de su sombrero temblando precariamente en la brisa, descoloridos su camisa y su pantalón, grises de tantos callos los pies en la extremidad de unas pantorrillas negras. Encontró un estanque formado por la marea, en el cual depositó su pesca mientras guardaba sus aparejos entre el neumático y la red que constituían su embarcación de un solo piloto. Pese a la carga y al agua que chorreaba del neumático equilibrado sobre la cabeza halló una cerilla y encendió un trozo de puro que sostenía entre los labios.
Arkady sacó la fotografía del Club de Yates de La Habana para que Erasmo se la enseñara. El pescador señaló primero a Mongo y luego el cielo.
—Pescando con cometa. Con cometa.
—Eso me pareció. —Erasmo indicó un punto en el cielo—. ¿Ves esa cometa? El viejo dice que tal vez vio a Mongo pescando allí. El cubano industrioso encuentra peces hasta desde el aire.
Arkady pensó en el ataque cardíaco de Pribluda.
—¿Podrías preguntarle si alguna vez pesca bajo la lluvia?
—Dice que claro que sí.
—¿Cuando hay relámpagos?
Un solemne movimiento negativo de la cabeza.
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que hubo relámpagos en la bahía?
—Dice que hace un mes.
Subieron al Jeep. Puesto que la cometa se encontraba demasiado lejos para seguirla con la vista desde la calle, Arkady se detuvo para mirar de nuevo. En una escalera a unos doscientos metros de allí vislumbró una figura delgada de pie en unos escalones, dando vuelo a un hilo que se alzaba, formando una delicada curva que desapareció en el aire. A unos trescientos metros por encima del agua, una cometa surcó el viento que venía del mar. El claxon del Jeep sonó.
—Lo siento, pero deberías haberlas visto —explicó Erasmo cuando Arkady regresó al coche. El ruso giró sobre los talones y vio a un par de rubias de largas piernas que se alejaban en patines de ruedas en línea—. Jineteras sobre ruedas, el colmo de un mecánico.
—Estamos buscando a Mongo.
—Cierto. Para pescar con cometa se necesitan dos sedales —aclaró Erasmo cuando volvieron a emprender la marcha—. Uno atado a la cometa y uno al anzuelo. El primer sedal arrastra al segundo y, cuando la cometa se ha alejado hasta donde se puedan pescar los peces que uno quiere, se tira del segundo sedal y éste cae al agua.
—¿Qué hay de los barcos fletados allí abajo?
—Muy divertido. Ahí están jugando a ser Hemingway, y les cae encima el anzuelo de un pobre cabrón cubano que está en la playa.
Aunque a Mongo no se lo distinguía desde la calle, en cuanto se acercaron el hilo de la cometa los guió hacia dos casas de playa color verde lima, unidas en el primer piso como mellizos siameses. Las ventanas estaban tapadas, y en el tejado crecían malas hierbas. Arkady ayudó a Erasmo a sentarse en la silla de ruedas y avanzaron por la calzada que discurría entre las casas, rumbo a unas rocas cubiertas de centelleantes escamas. Habían clavado una larga pala entre escalones rajados. Un montón de hilos de cometa y de sedales daban vueltas en el palo de madera, dejándose llevar tan rápidamente por la cometa que zumbaban. Un gorra de béisbol verde palpitaba en el mango. Arkady no estaba seguro de haber visto a Mongo o la pala. El bocinazo no había ayudado nada.
—¿Cómo puede desaparecer tan deprisa?
—Puede ser elusivo. Así lo llamaban en el cuadrilátero, Mongo el Elusivo.
—¿Por qué iba a correr?
—Tendrías que preguntárselo, pero la gente suele mantenerse lejos de las investigaciones policiales si pueden.
—¿Reconocerías su gorra?
—Claro.
En tanto Arkady alargaba el brazo para coger la gorra, una brisa la arrojó al agua, donde flotó, alejándose, hasta que un tirón la hundió. Al mismo tiempo, los hilos y los sedales volaron en el aire y bien podrían haber sido hilos que llevaban al sol, tan poca era la probabilidad de recuperarlos.
Estaban en enero. En Moscú el agua estaría helada y podría haber caminado por ella para recoger la gorra, se dijo Arkady. En Moscú, las cometas no llevaban anzuelos, los muñecos negros no corrían de casa en casa y la gente podía caer debajo de unas ruedas pero —otra diferencia— no se convertían en palas.