Las horas antes del amanecer conferían al Malecón una luz submarina, como si el mar hubiese cubierto la ciudad durante la noche. Arkady y Osorio siguieron el tenue brillo de Abuelita, que fumaba un puro en el alféizar de su ventana. Los invitó a entrar en el apartamento de paredes tan gastadas como ropa vieja, con capas de distintos colores; les ofreció café cubano en oscuros y pesados vasos y los sentó junto a una estatua de la Virgen con una pluma de papagayo en la espalda y, a los pies, una corona de cobre repleta de sándalo y dólares. Arkady se sentía bien, virtualmente rejuvenecido por el hecho de que Luna no hubiera regresado en plena noche con un bate de béisbol o un punzón. La agente Osorio lucía de nuevo el uniforme azul y el talante hosco. El haber hecho juegos malabares con carbones ardientes la noche anterior no había dejado quemaduras en las manos de Abuelita. De hecho, su comportamiento era el de una jovencita que finge ser vieja; empezó a coquetear de inmediato con Arkady, le dio las gracias por haberla rescatado la noche anterior, lo dejó volver a encender su puro, y, aunque el humo, el olor y los tonos dorados lo desorientaban, el ruso logró explicarle que, aunque no se investigaba oficialmente la muerte de Pribluda, sí se sentía cierta curiosidad acerca de la vida de éste; le preguntó si como miembro vigilante del Comité para la Defensa de la Revolución podía describir su rutina diaria.
—Aburrida. A veces su amigo se iba semanas enteras, claro, pero cuando estaba aquí, era siempre lo mismo. Salía a las siete con su maletín y regresaba hacia las siete de la tarde.
Salvo los jueves. Los jueves regresaba a media tarde, volvía a salir y regresaba de nuevo. Los sábados hacía sus compras en el Diplomercado, porque siempre encontraba alguna cosita para mí. Chocolates o ginebra. Era bondadoso. Los domingos iba de pesca con Mongo cerca del Malecón o ataban neumáticos al coche e iban a otro lugar.
—Es usted muy observadora.
—Es mi deber. Soy el CDR.
—¿El jueves era su día más atareado?
—Oh, sí. —Los ojos y la sonrisa de Abuelita se ensancharon.
Arkady se dio cuenta de que no captaba su insinuación, pero prosiguió.
—Además del viaje adicional, ¿hacía algo distinto los jueves?
—Pues se llevaba el otro maletín.
—¿Otro?
—El feo de plástico verde. Cubano.
—¿Sólo ese día?
—Sí.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Tengo que pensar. Hijo, déjame pensar.
Puede que Arkady se sintiera confuso, pero no era estúpido.
—¿Para qué es el dinero en la corona?
—Son ofrendas de gente que necesita consejos espirituales, para leer las conchas o las cartas.
—Yo necesito consejos acerca de Pribluda. —Arkady añadió cinco dólares—. No tienen por qué ser espirituales.
Abuelita se concentró.
—Ahora que lo pienso, a lo mejor la última vez fue hace dos viernes. Sí. Salió un poco más tarde que de costumbre y regresó un poco más temprano, cerca de las cuatro.
—¿A las cuatro de la tarde?
—De la tarde. Luego se fue otra vez hacia las seis. Lo recuerdo porque se cambió y se puso unos shorts. Siempre llevaba shorts cuando iba con Mongo a la bahía. Pero Mongo no estaba con él.
Osorio no fue capaz de contenerse.
—¿Lo ve? Todo indica que el cuerpo era de Pribluda.
—Hasta ahora.
Arkady se alegró, porque todos tenían algo. Él tenía una versión del último día de Pribluda, Osorio tenía su momento de triunfo y Abuelita tenía cinco dólares.
Fuera, el día se iba acercando; más que luz, era una sombra perceptible. Mientras Arkady y Osorio andaban por el Malecón, un grupo confuso resultó formado por cuatro agentes de la PNR fumando a hurtadillas. Curiosos, se acercaron a Arkady hasta que repararon en el uniforme de Osorio, que echó una mirada con los párpados entornados, cosa que los hizo retirarse a trompicones. Con su uniforme y gorra, su pesado cinturón y funda, constituía una pequeña columna armada, pensó Arkady. O un pequeño tanque con ojos de láser.
En todo el puerto, la única embarcación en movimiento era el transbordador de Casablanca, que se aproximaba a su embarcadero en La Habana. Las ventanillas del transbordador estallaron en llamas; luego, cuando el sol las abandonó, se vieron los rostros de los viajeros matutinos mirando por el cristal con ojos entrecerrados. Agitándose entre los remolinos que había creado, el barco rozó un embarcadero protegido con neumáticos; en cuanto pusieron la pasarela, los pasajeros, unos equipados con carteras para un día en la oficina, otros empujando bicicletas cargadas con costales de cocos y plátanos, salieron hacia un día amarillento que se iba calentando. Un letrero pedía a los distinguidos usuarios que no llevaran armas de fuego a bordo.
Una contraoleada de pasajeros entró a empujones en el transbordador, llevándose consigo a Arkady y a Osorio. La temperatura interior alcanzaba un calor casi sofocante. Había asientos a los lados; quienes llevaban bicicleta iban al fondo, y las barras para agarrarse se entrecruzaban en el techo. El abrigo de Arkady atrajo miradas. A él le daba igual.
—¿Le gustan los barcos tanto como a mí?
—No —contestó Osorio.
—¿Los veleros, las lanchas pesqueras, los botes de remo?
—No.
—Acaso sea una característica masculina. Creo que lo que atrae es la aparente irresponsabilidad, la sensación de estar flotando, aunque es todo lo contrario. Hay que trabajar como un condenado para no hundirse. —Osorio no respondió—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que la preocupa?
—Va en contra de la ley revolucionaria que un turista alquile alojamiento. Abuelita debió reportarlo. Se ocultaba entre el pueblo porque era un espía.
—No sé si esto es un consuelo, pero dudo que Pribluda haya podido hacerse pasar por cubano. Quería tener vistas al mar. Eso lo entiendo.
Cuanto más veía del puerto, tanto más lo impresionaban la magnitud y la falta de actividad, el panorama de abulia: los muelles de La Habana y las oficinas aduaneras a un lado y, al otro, el verdoso acantilado de Casablanca con su estación meteorológica color de rosa y su blanca estatua de Cristo. En la bahía interior, Arkady distinguió unos cuantos cargueros aislados, un amontonamiento de grúas de carga y la cruda antorcha y el humo de los ingenios. Hacia el mar se dirigía un torpedero cubano negro y jorobado, de diseño ruso, con cañones automáticos en la cubierta de popa. Se fijó en que Osorio estudiaba su cabeza.
—¿Cómo estoy?
—Maduro. Su embajada debería encerrarlo.
—Estoy a salvo con usted.
—Sólo estoy con usted porque quiere ir a Casablanca y no habla una sola palabra de español. Viejo, tengo otras cosas que hacer.
—Bueno, pues yo lo estoy pasando muy bien.
Casablanca daba la impresión de haber empezado en la cima del monte, a los pies de Cristo, y de haber rodado hacia abajo hasta el agua, amontonando chabolas, hechas con bloques de escoria y chapa de acero, sobre casas coloniales más dignas. Buganvillas escarlatas caían en cascada sobre las paredes, y el aire se calentaba con el empalagoso aroma del jazmín. Desde el embarcadero del transbordador, Arkady y Osorio subieron hasta la terminal de los tranvías, equipados con rastrillos delanteros para las zonas rurales. Anduvieron por una calle principal cuyas persianas estaban bajadas para proteger contra el calor de la mañana, incluyendo la puerta cerrada y las ventanas tapadas de una diminuta comisaría de la PNR; bajaron por los restos de una escalinata en espiral hacia un parque repleto de malas hierbas, y siguieron por una acera de cemento, desde donde tenían una vista de la bahía de agua negra como el betún y los pilotes, los desechos y las latas; allí habían encontrado al «neumático» tres días antes.
La escena era distinta de día, sin los reflectores, sin multitud, ni música, ni el capitán Arcos gritando urgentes instrucciones equivocadas. El sol destacaba los detalles de una fila de elegantes casas en primera línea de mar, tan vaciadas que semejaban templos griegos en ruinas, y hacía resaltar la fragilidad del muelle tendido sobre el agua hacia media docena de barcas pesqueras, todas ellas con largos palos alzados cual antenas y el nombre de «Casablanca» vistosamente pintado en la popa, por si se aventuraban en el ancho mundo.
—Aquí es donde acabó, no donde empezó. No hay nada que encontrar —afirmó Osorio.
El muelle había desaparecido detrás de la barricada de una choza que Arkady no había visto en su primera visita. La rodeó y llegó a una verja que daba paso a un taller que bien podría haber sido la Isla del Diablo. Una confusa variedad de embarcaciones naufragadas y barcos con el casco remendado descansaban en compañía de gatos dormidos. Un perro ladró desde una cubierta. Dos hombres desnudos de cintura para arriba enderezaban un árbol de transmisión mientras, a sus pies, unas gallinas arañaban el suelo en busca de maíz. Esto era independencia, un astillero que podía fabricar un resistente barquito a partir de pecios y, además, suministrar huevos. Los dos hombres mantuvieron la cara apartada, pero acaso fuera por la mirada de acero de Osorio, pensó Arkady. El Noé de este astillero surgió de la oscuridad de la choza. Se llamaba Andrés, se tocaba con un gorro de capitán echado confiadamente hacia adelante; pronunció lo que sonaba como una florida explicación, antes de que Osorio le cortara las alas.
El barco que reparaban, dijo el hombre, construido en España, se usaba como auxiliar de un carguero; lo habían declarado tecnológicamente obsoleto y lo vendieron a Cuba como chatarra. De eso hacía veinte años. Arkady sospechaba que las insinuaciones de contrabando y tormentas se habían perdido en la traducción. Osorio era diferente de los demás cubanos, que revelaban cada emoción con un indicador emocional de amplio alcance. El indicador de Osorio no se movía nunca.
—¿Ha oído Andrés hablar del cuerpo que encontraron aquí?
—Dice que sólo hablan de eso. Se pregunta por qué hemos regresado.
—¿Encontraron algo más en el agua donde hallaron el neumático?
—Dice que no.
—¿Tiene un plano de la bahía? —Arkady sorteó los montones de latas y botellas rescatadas del mar y del apestoso fango, rumbo al muelle.
—Ya se lo he dicho, el cuerpo llegó flotando. No tenemos escena del crimen.
—De hecho, yo creo que lo que tenemos es una amplia escena del crimen.
Andrés regresó con un plano que revelaba que la bahía de La Habana era un canal que discurría entre la ciudad de La Habana y el Castillo del Morro y alimentaba tres ensenadas: Atares, al oeste, la más cercana al centro de la ciudad; Guanabacoa, en medio, y Casablanca al este. Arkady recorrió con el dedo el trazado de las vías de navegación, las rutas de los transbordadores, las profundidades, las boyas, los escasos peligros, y entendió por qué la bahía de La Habana había sido la mayor estación de clasificación de las posesiones coloniales de España. Pero para Andrés era un «bahía bolsa».
—Lo que entra flotando puede salir flotando, dice —explicó Osorio—. Depende de la marea: entra con la marea alta y sale con la baja. Depende del viento: entra con el de noroeste y sale con el de sudeste. Depende de la estación: en invierno los vientos suelen ser más fuertes, en verano los huracanes sacan el agua al mar. En igualdad de condiciones, un cuerpo puede dar vueltas eternamente en medio de la bahía, pero el viento viene normalmente del noroeste e impulsa a los cuerpos hacia este astillero, razón por la cual se encuentran neumáticos vivos en La Habana y neumáticos muertos en Casablanca.
Arkady examinó el largo y estrecho muelle y, por alguna razón, halló en él una promesa. En el barco de Andrés, El pingüino, de un coqueto azul, había lugar para dos, si es que conseguían cambiar de lugar la caja de un motor, corchos, cubos, un arpón y la caña del timón. En la proa, una vela estaba medio desplegada entre enjarciados palos de pescar. En popa, cordeles y alambres se amontonaban sobre un yugo manchado de tanto romper la crisma a los peces. Ni antena parabólica, ni sonar, rastreador de peces, radar o radio.
Osorio lo siguió.
—Las apariencias engañan, dice Andrés. El barco es más que suficiente para llegar a Cayo Hueso y ser detenido por pescar pez vela norteamericano. —De su propia cosecha añadió—: En La Habana, Fidel fue el ganador de la primera competición de pesca en alta mar, organizada por Hemingway.
—¿Por qué será que no me sorprende?
Atraído por la embarcación, Arkady anduvo sobre planchas lo bastante separadas para que viese su propio reflejo en el agua. Lo que le sorprendía eran los corchos, numerados y ensartados de tal modo que al menos tres metros de palos anaranjados sobresalieran del agua.
—Esto —explicó Andrés por medio de Osorio— es el sistema cubano.
El pescador dio la vuelta al plano y, con un cabo de lápiz, dibujó una superficie ondulada de agua y luego, a intervalos regulares, los palos —ramales— flotando en vertical. Un «sedal madre» —palangre— los unía, formando una larga sarta de ramales.
—El problema con los peces es que nadan a profundidades distintas en momentos distintos —continuó—. De noche, con luna llena, el atún se alimenta a mayor profundidad. También las tortugas, aunque sólo podemos pescarlas cuando copulan, una temporada que dura apenas un mes. Claro, es ilegal, así que no lo haría. Pero con el sistema cubano es posible pescarlos todos poniendo el anzuelo en diferentes secciones del sedal madre y a diferentes profundidades: cuarenta metros, treinta, diez. Todos echan varios sedales y así peinan la zona entera.
—Pregúntele por la corriente que traería del Malecón a la bahía un neumático que fuera a la deriva.
—Dice que allí es donde se concentran los barcos porque allí se encuentran los peces, en la corriente. Los barcos no faenan en toda la bahía, sólo en el corredor, con sedales madre y una amplia variedad de anzuelos.
—Ahora pregúntele qué encontraron, no aquí, en el muelle, sino en el mar. Y no me refiero a peces.
Andrés se detuvo para recuperar el aliento, como un hombre que se ha extralimitado. Después de todo, razonó Arkady, un cubano que pesca ilegalmente en Florida tendería a extralimitarse.
—Pregunte: ¿algo atrapado en la bahía? ¿Más o menos cuando encontraron al pobre hombre en el muelle? —Como para ayudar a la memoria, Andrés echó un vistazo hacia los dos hombres que habían estado reparando el árbol de transmisión, pero sus amigos habían desaparecido—. ¿Basura, tal vez, atrapada por accidente en los anzuelos?
—Exactamente.
Para entonces, Osorio había captado el propósito de Arkady y, cuando Andrés se retiró a su choza, lo acompañó. Regresaron con una bolsa de plástico y unos cincuenta papeles que parecían billetes de lotería, a todas luces empapados y secados al sol. En verde y blanco, un dibujo apenas distinguible rezaba: «Montecristo, puro de La Habana, fabricado a mano», una y otra vez.
—Son etiquetas oficiales del Estado antes de que les pongan cola y las corten para las cajas de puros —aclaró Osorio—. Con éstas, podrían poner la etiqueta de Montecristo en puros corrientes. Esto es muy grave. —Andrés se convirtió en un torrente de elucidaciones—. Dice que los sellos se engancharon en el sedal de alguien, no se acuerda de quién, una semana o más antes de que hallaran el cuerpo. La bolsa se había agujereado y las etiquetas se habían echado a perder; además, fue antes de que el tiempo cambiara. Nadie vino a las barcas y se olvidaron de las etiquetas. Andrés las secó, pero sólo para leerlas y ver si valía la pena guardarlas. Estaba a punto de hacerlo.
A Arkady le hizo gracia la idea de unos puros tan caros. Azúcar y puros, los diamantes y el oro de Cuba.
—¿Podría preguntarle dónde, exactamente, encontraron la bolsa?
Andrés hizo una marca en el plano a quinientos metros del Malecón, entre el hotel Riviera y el apartamento de Pribluda.
—Dice que sólo un loco robaría etiquetas del gobierno, pero él cree que un neumático ya de entrada está desesperado. ¿Navegar en una rueda de goma y aire? ¿Un pinchazo de nada? ¿Tiburones? Un hombre de ésos hace quedar mal a todos los pescadores.
Osorio estaba asqueada con Casablanca. En la PNR del pueblo, tan oscura que un retrato del Che era un fantasma al que nadie había quitado el polvo, los agentes se movieron apenas lo suficiente para tomar una declaración firmada a Andrés y darle a ella un recibo por las etiquetas.
Arkady se sentía satisfecho de haber hecho algo, aunque fuera mínimamente profesional. En el transbordador de regreso a La Habana compró un cucurucho de cacahuetes garapiñados e indujo a Osorio a compartirlos con él.
La actitud de la policía había cambiado ligeramente.
—Ese hombre, Andrés, sólo nos enseñó las etiquetas de los puros porque usted lo miró a los ojos. Usted sabía que escondía algo. ¿Cómo lo hizo?
Era cierto. En cuanto Arkady hubo entrado en el astillero había sentido que algo lo guiaba hacia el frágil muelle y los corchos en forma de punta de lanza del «sedal madre». Podría decir que era porque los trabajadores habían evitado a Osorio, pero no, no era eso; diríase que El pingüino lo había llamado por su nombre.
—Un momento de intuición.
—Más que eso. Lo caló enseguida.
—Me han adiestrado para ser sumamente suspicaz. Es el método ruso.
Osorio le dedicó una mirada impenetrable, sin el más leve asomo de humor. Arkady todavía no la había descifrado. El hecho de que Luna se retrajera cuando Osorio había acudido al patio del santero podía sugerir que trabajaban juntos, pero también que eran de bandos contrarios. Cabía la posibilidad de que ella fuera una versión más menuda del hombre que le había propinado una paliza con un bate. Sin embargo, había momentos en que Arkady entreveía en ella a una persona del todo diferente, una persona que no se había manifestado. Los motores del transbordador dieron marcha atrás e hicieron vibrar la cubierta, en tanto la embarcación se acercaba al embarcadero.
—Ahora deberíamos ir a ver a un médico —manifestó Osorio—. Conozco a uno bueno.
—Gracias, pero por fin tengo una misión. Su doctor Blas necesita una fotografía mejor de Serguei Pribluda. Me ofrecí para encontrársela o al menos intentarlo.
La dirección que Isabel le había dado la noche anterior era una antigua casa que, cual una viuda en un vestido antaño elegante y ahora andrajoso, conservaba la ilusión de cultura europea. Barandales de hierro colado protegían la escalinata de mármol. Lunetos de color arrojaban destellos rojos y azules en el suelo de una sala de recepción provista de personal femenino en bata blanca.
Arkady siguió los compases de Chaikovski, notas alegres y nítidas que se proyectaban desde un piano mal afinado hacia un patio soleado, donde, a través de una ventana abierta, vio una clase en curso, bailarinas que equilibraban su torso de niñas que parecían pasar hambre, sobre poderosos músculos que se iniciaban en la región lumbar, esculpían las caderas y bajaban hasta las piernas. Las bailarinas rusas tendían a ser como gamas, suavemente rubias; las cubanas, en cambio, poseían el rostro fino de un lebrel adornado con cabello y ojos negros, iluminadas por la arrogancia de las bailadoras de flamenco. Con sus leotardos combinaban la pobreza con la elegancia; calzando zapatillas de ballet atadas con cintas se movían de puntillas con los rígidamente elegantes pasos de un ave por un suelo de madera remendado con cuadrados de linóleo.
Siendo ruso tardó un momento en adaptarse. Lo habían educado con la convicción de que los grandes bailarines —Nijinsky, Nureyev, Makarova, Baryshnikov— eran, per se, rusos, que se graduaban en escuelas como la Academia Vaganova de San Petersburgo y que bailaban en el Kirov o el Bolshoi hasta que se rugaban. Aún ahora, aunque fuesen libres como jugadores de hockey sobre hielo, la tradición era rusa. Sin embargo, aquí veía un aula llena de bailarines tan exóticos como orquídeas de invernadero. Sobre todo Isabel, de figura clásica, que hacía que cada movimiento pareciera fácil, cuyos arabescos eran infinitamente gráciles, cuya gracia, incluso estando en la última fila, atraía la mirada, hasta que la maestra batió palmas y despidió a sus alumnos, momento en que Isabel cogió su sudadera y su bolso, se reunió con Arkady y le pidió en ruso:
—Dame un cigarrillo.
Se sentaron a una mesa en un rincón del patio. Isabel inhalaba con frenesí mientras miraba a Arkady de arriba abajo.
—Veintiocho grados y todavía llevas el abrigo. Eso sí que es clase.
—Es un estilo. Me he fijado en que eres muy buena.
—No importa. Nunca seré más que parte del cuerpo de ballet, por muy buena que sea. Si no fuera la mejor, ni siquiera estaría en la compañía.
A Arkady volvieron a impresionarlo la melancolía de la voz de la joven, la larga línea de su cuello y los ligeros rizos negros en la blancura lechosa de su nuca, así como sus uñas, comidas hasta sacarse sangre. La muchacha dio una larga calada al cigarrillo, como si éste hiciera las veces de comida.
—Me gusta que seas delgado.
—Siempre queda eso. —Arkady encendió un cigarrillo a su vez, celebrando un atributo del que no se había dado cuenta.
—Ya ves las condiciones en las que tenemos que trabajar.
—No parecen detenerte. Las bailarinas bailan, pase lo que pase, ¿verdad?
—Bailan para comer. El ballet nos da mejores alimentos de los que muchos cubanos ven. Además, cabe la posibilidad de que un español de Bilbao se encapriche de nosotras y nos ponga un apartamento en Miramar y sólo tengamos que bajarnos las bragas cuando venga a la ciudad. El resto de las chicas dirían «Ay, Gloria, qué suerte tienes». Yo preferiría cortarme el pescuezo a vivir así. Las otras al menos tienen la oportunidad de viajar fuera de Cuba, mientras que yo me pudro aquí. Serguei iba a ayudarme.
—¿Una bailarina huyendo a Rusia?
—¿Te burlas?
—Sería un cambio. No conocía el interés de Pribluda por el ballet.
—Le interesaba yo.
—Eso es otra cosa —aceptó Arkady. La chica estaba tan ensimismada que aún no se había fijado en los rasguños de Arkady—. ¿Erais íntimos, tú y él?
—Por mi parte no éramos más que amigos.
—¿Y él quería estrechar la relación?
—Supongo que sí.
—¿Tenía fotografías tuyas? —decidió tutearla, como hacía ella.
Arkady pensó en el marco en la mesita de noche de Pribluda, en la pose cimbreña de Isabel.
—Creo que sí.
—Y tú ¿tienes fotografías de él?
—No. —Al parecer, la pregunta se le antojó ridícula.
—¿O de los dos juntos?
—Por favor.
—Sólo lo preguntaba.
—Serguei quería una relación distinta, pero era muy viejo; no era el hombre más guapo del mundo ni muy culto.
—¿No sabía distinguir un plié de… lo que sea?
—Exactamente.
—Pero hacía algo por ti.
—Serguei se comunicaba con Moscú en mi nombre, te lo dije. ¿Estás seguro de que no hay ninguna carta ni correo electrónico para mí?
—¿Acerca de qué?
—De largarme de este miserable país.
Arkady tenía la sensación de estar hablando con una princesa de cuento de hadas presa en una torre.
—¿Cuándo viste a Serguei por última vez?
—Hace dos semanas. Era el día de la primera representación de la Cenicienta. Una de las principales bailarinas estaba enferma y yo la sustituí como una de las horribles hermanastras, y hubo un problema con mi peluca porque aquí en Cuba las horribles hermanastras son rubias. Fue un viernes.
—¿A qué hora?
—En la mañana. Puede que a las ocho. Llamé a su puerta al bajar. Vino a la puerta con Gordo.
—¿Gordo?
—Su tortuga. Yo le puse el nombre.
Arkady visualizó a Pribluda abriendo la puerta. ¿Acaso el coronel se imaginaba en el papel de un caballero que iba a rescatar a Isabel de su prisión isleña?
—Vivías justo encima de Pribluda. ¿Alguna vez viste quién lo visitaba?
—¿Quién visitaría a un ruso sabiendo que vigilan su casa?
—¿Quién vigilaba?
Isabel se tocó la barbilla, como si en tan delicado rasgo pudiese crecer una barba.
—El observa. Lo observa todo.
—La última vez que viste a Pribluda, ¿mencionó lo que iba a hacer ese día?
—No. No fanfarroneaba como George, que siempre tiene grandes proyectos. Pero Serguei te trajo a ti.
—No me mandó llamar, sólo vine por iniciativa propia. —Arkady trató de encauzar nuevamente la conversación—. ¿Alguna vez viste a Pribluda con un tal sargento Luna del Ministerio del Interior?
—Sé a quién te refieres. No. —Isabel le regaló una sonrisa—. Te enfrentaste a Luna anoche. Te vi.
—Débilmente.
Lo que Arkady recordaba del enfrentamiento era que la llegada de la agente Osorio lo había salvado.
—Y vas a salvarme. —Isabel puso la fría mano sobre la de él y, como si hubiesen llegado a un acuerdo, comentó—: Cuando la carta llegue de Moscú necesitaré una invitación a Rusia. Pues tienes que organizaría a través de un organismo cultural, una compañía de ballet, un teatro, lo que sea. ¿Has visto dónde bailan ahora los cubanos? En Nueva York, París, Londres. No tiene por qué ser el Bolshoi desde el principio, lo que importa es largarme de aquí.
Por encima del hombro de Isabel, Arkady vio que Jorge Washington Walls casi daba un traspié y recuperaba el equilibrio, al entrar en el patio desde la calle. Su tez apenas morena palideció aún más antes de recobrar el impulso, el andar de paseo de norteamericano aminorado al ritmo cubano, y la pose de estudiado desenfado de un actor: téjanos azules planchados y un jersey de una blancura inmaculada encima de bíceps morenos. Tendría por lo menos cincuenta años, calculó Arkady, y casi podía interpretarse a sí mismo de joven si hacían una película sobre él. ¿Por qué no? El ruso recordó las protestas contra la guerra, la marcha sobre Washington, el avión. Al atravesar el patio, el norteamericano iba repartiendo palmaditas y sonrisas aquí y allí. La única persona que no se dejaba impresionar por su encanto era Isabel, que se echó para atrás cuando él quiso besarla. Walls se sentó.
—Oh, oh —dijo a Arkady—, estoy perdiendo puntos. Arkady, se nota que eres un recién llegado.
Isabel se inclinó sobre la mesa.
—Comemierda —dijo en español. Apagó su cigarrillo, retorciéndolo en el cenicero, y regresó a la sala de ensayos.
—¿Quiere que se lo traduzca? —preguntó Walls.
—No.
—Bien. Es tan malvada como bonita y es una dama hermosa. —Walls centró toda su atención en el ruso—. ¿Te interesa el ballet? Yo contribuyo a la causa aquí, pero soy más bien fanático del boxeo. Voy a menudo. ¿Y tú?
—No mucho.
—Pero a veces sí. —Walls observó los apósitos en la cabeza de Arkady—. Por cierto, ¿qué te ha pasado?
—Creo que fue el béisbol.
—Menudo juego. Mira, quería darte las gracias por detener a Luna anoche.
—Creo que tú ayudaste.
—No, tú lo hiciste e hiciste bien. El sargento se salió de madre. Estas cosas ocurren en Cuba. ¿Sabes quién soy?
—Jorge Washington Walls.
—Sí, eso lo dice todo, ¿verdad? Heme aquí, como un chiquillo, vigilando a todos los que hablan con Isabel. Me sorprendiste, lo reconozco. Anoche no me porté muy bien tampoco. El problema es que soy el político de más edad entre los radicales que han venido huyendo a Cuba, pero soy como un niño cuando se trata de Isabel.
—No pasa nada. —Arkady cambió de tema—. ¿Qué sentiste al fugarte?
—No estaba mal. En Alemania del Este, la antigua República Democrática, las rubias Hildas e Uses hacían cola para servir a las órdenes del comandante negro. Me creía un dios. Aquí me esfuerzo por sacarle una sonrisita a Isabel.
—Llevas bastante tiempo aquí.
—Eternamente. No sé qué coño tenía en mente. La verdad es que siempre hablo antes de pensar. Mi boca dijo: «No voy a ir a la guerra, no voy a dejar que me deis órdenes como a mis hermanos negros del sur, voy a secuestrar este jodido avión». Y el resto de mí decía: «¡Jesús! No lo decía en serio, por favor, no me peguen más». De veras no creía que me traerían a La Habana. Pero los ojos se me salían de las órbitas. Estaba alucinando con LSD, blandiendo una enorme pistola de cowboy en la cabina del piloto. Seguro que pensaron que era un tío superpeligroso. Salí del avión aquí y una de las azafatas me entregó una banderita de Estados Unidos. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Cono. La quemé. ¿Qué más iba a hacer? La foto apareció en todo el mundo. Hizo que el FBI se subiera por las paredes. Me convertí en uno de los diez más buscados en Estados Unidos y, al mismo tiempo, en un héroe en medio mundo. Eso es lo que he sido en los últimos veinticinco años. Un héroe. Al menos lo intentaron. Creyeron que era un endurecido revolucionario y me mandaron a campamentos con palestinos, irlandeses, khmeres rojos, los hombres más pavorosos del mundo, y resultó que no era más que un bocazas de Athens, Georgia, que soltaba frases de Mao, jugaba más o menos al béisbol y probablemente habría conseguido una beca Rhodes en Oxford si no hubiese venido a Cuba. Esos tipos metían miedo. Pavor. De los que lo obligan a uno a comer serpientes. ¿Conoces su tipo?
—Intento imaginármelo.
—No te molestes. Finalmente renunciaron y me trajeron de vuelta a La Habana y me dieron un cómodo empleo como traductor del español al inglés. Vaya humillación. Pero todavía estaba lleno de celo revolucionario y traducía treinta páginas por día, hasta que mis colegas cubanos me llevaron aparte y me dijeron: «Jorge, ¿qué coño te pasa? Cada uno de nosotros traduce tres páginas al día. Estás desequilibrando la cuota». Creo que el día que oí esas palabras entendí lo que se cocía en Cuba. Se hizo la luz para mí. Karl Marx había llegado a la playa, y lo único que el cabrón quería era un daiquiri bien frío y un buen puro. ¿Sabes?, cuando la Unión Soviética lo pagaba todo, esto era como una fiesta. El problema es que la fiesta se ha acabado.
—De todos modos… —Arkady trató de ajustar la imagen del que había agitado al mundo con el que vendía inversiones.
Walls atrapó su mirada.
—Lo sé, yo era alguien. Mira, también lo fueron Eldridge Cleaver y Stokely Carmichael —aclaró, refiriéndose a dos militantes del movimiento estadounidense Poder Negro—. El hermano Cleaver regresó arrastrándose a Estados Unidos para cumplir una condena en prisión y Stokely acabó en África, absolutamente chiflado, vestido de uniforme, con pistola, en Kissidougou, esperando a que la revolución llamara a su puerta. Así que, dime, ¿te pidió Isabel que la sacaras de Cuba?
—Sí.
—Es que está obsesionada con eso, se obsesiona con hombres que cree que pueden ayudarla. Y tiene razón: nunca la dejarán ser primera bailarina y nunca la dejarán marcharse. ¿La quieres?
—Acabo de conocerla.
—Pero os vi juntos. Los hombres se enamoran muy pronto de ella, sobre todo cuando la ven bailar. A veces le ofrecen ayuda a la primera.
—La ayudaría si pudiera.
—Ah, eso significa que no tienes idea de cómo es la situación.
—De eso estoy seguro —reconoció Arkady—. ¿Conoces a Serguei Pribluda?
—Lo conocía, sí. Me enteré de que lo habían encontrado en la bahía. ¿Tú también eres espía?
—Investigador de la fiscalía.
—¿Pero eras amigo de Serguei?
—Sí.
—Hablemos fuera.
Walls lo precedió. Pasaron frente a la recepción, sortearon las palmeras de un pequeño patio y salieron a la calle; un elegante descapotable norteamericano, blanco, tapizado de cuero rojo, se encontraba aparcado frente a la acera. De las aletas redondeadas colgaban aros plateados y en el capó del maletero, apenas una sugerencia de un neumático de repuesto. Como si le presentara a una persona, Walls anunció:
—Chrysler Imperial del 57. Trescientos veinticinco caballos, V-8, transmisión de Torque Flite, suspensión de Torsión Aire. El coche de Ernest Hemingway.
—Quieres decir que es como el coche de Hemingway, ¿no?
Walls acarició el parachoques.
—No, quiero decir que era el coche de Hemingway. Era de Papá Hemingway y ahora es mío. De lo que quería hablar era de la carta que debe llegar de Rusia para Isabel. ¿Te ha hablado de su familia?
—Un poco.
—¿De su padre?
—No.
Walls bajó la voz.
—Me encantan los cubanos, pero adornan la verdad. Mira, estas gentes llevaron a Rusia a la quiebra. En algún momento Rusia tenía que decir: «Que alguien cuerdo tome el mando».
¿Por qué?, se preguntó vagamente Arkady. Rusia nunca tuvo a nadie cuerdo al mando. ¿Por qué cebarse con Cuba?
—¿De qué hablas?
—Lázaro Lindo era el número dos en el partido cubano, enviado a Moscú, una elección lógica. Se suponía que sería un golpe silencioso, una rápida transferencia del poder y un cómodo arresto domiciliario para Fidel. Lindo regresó de Moscú en un avión negro y durante todo el camino le hablaron de las tropas dispuestas a movilizarse y de los tanques prestos a arrancar. Imagínate la escena cuando el pobre hijo de puta baja del avión y allí está Fidel, esperándolo al pie de la rampa. Esa misma noche, la embajada en Moscú pone a la señora de Lindo y a Isabel, que cuenta apenas dos años, en otro avión, rumbo a La Habana.
—¿Fidel lo sabía?
—Desde un principio. Dejó que el complot se desarrollara para averiguar quién tomaría parte. Por algo ha durado tanto el comandante.
—¿Qué pasó con Isabel?
—Su madre enloqueció y la arrolló un autobús. A Isabel la crió su tía, con otro nombre, y ésa es la única razón por la que la escogieron para la escuela de ballet. El ballet cubano es como los deportes cubanos, un milagro hasta que uno averigua cómo lo hacen. Registran el país en busca de pequeños dotados, y ella era una estrella a los doce años. ¿Te imaginas la indignación cuando averiguaron que era la pequeña de Lázaro Lindo? Ahora la señalan y dicen: «¿Ves cómo dejamos que los hijos de los enemigos del pueblo se reintegren a la sociedad?», lo que no van a hacer es poner el nombre de Isabel Lindo en una cartelera como primera bailarina, y nunca van a dejar que haga una gira.
—¿Todavía vive su padre?
—Murió en la cárcel. Alguien dejó caer una roca encima de él. Lo que quiero decir es que no es un mensaje normal el que Isabel espera de Rusia. Podría contener toda clase de nombres y acusaciones y el mensajero podría lamentar realmente haber ayudado a remover las cosas. Ella no te lo dirá, pero yo sí.
—Te lo agradezco.
—Es una chica difícil, lo sé. Puedes ayudarla.
—¿Cómo?
—No dejes que se haga ilusiones.
—¿Pribluda dejó que se hiciera ilusiones?
—Pribluda iba a trabajar para mí.
—¿En calidad de qué?
—En seguridad.
—¿Seguridad? ¿Qué clase de seguridad puede ofrecer un oficial ruso en Cuba? ¿Está presente aquí la mafia rusa?
—Cerca. En Antigua, las Caimanes, Miami. En La Habana no, todavía no. De hecho, lo que ahora me preocupa es Luna. ¿Has visto al sargento hoy?
—Todavía no. Luna dijo que volvería a verlo y no creo que sea de los que amenazan en vano. Dudo que el sargento Luna sepa lo que es amenazar en vano.
Walls rodeó el coche hasta el lado del pasajero y abrió la guantera. Envuelto en una gamuza había un enorme revólver con disparador automático.
—Es un Colt-45 automático, un clásico, el preferido de Fidel. Luna ha sido útil. Tiene un montón de contactos interesantes. Pero viste anoche que se está descontrolando. Tengo que retirarme y resultaría más fácil con alguien que me cubriera las espaldas. Puede que te interese.
Arkady tuvo que sonreír. Pocas cosas lo habían divertido últimamente, pero esta oferta lo hizo.
—De momento estoy cuidando mi propia espalda.
—No lo parece. Hay en ti algo que dice «jódete» por lo bajo. También podrías encargarte de seguridad general.
—No hablo español.
—Lo aprenderías.
—De hecho, prefiero un trabajo más seguro.
—Esto es absolutamente seguro. La verdad, Arkady, es que vivo en este paraíso tropical gracias a la tolerancia de las autoridades. Hay gentes que aprovecharían cualquier oportunidad, cualquier cosa que me avergonzara y dirían: «Que se joda Jorge Washington Walls, es agua pasada. Si los norteamericanos todavía lo buscan, vamos a mandarlo de vuelta». En mi situación, cuanto más quieto esté, mejor.
—Es interesante, pero sólo estaré en Cuba unos días.
—Eso dice la gente. Dicen que sólo pasan por La Habana, pero te sorprendería cuántos se quedan. Alguien que da la vuelta al mundo para venir a un lugar como éste, no lo hace por azar. Hay un motivo.