10

Mientras él y Osorio acostaban a Erasmo, Arkady echó una ojeada a lo que el mecánico se permitía como vivienda: un espacio reducido, agrandado por el hecho de que catre, mostrador, mesa y sillas estaban cortados, todos, a mitad de altura. En una almohada con funda dorada africana había una colección de medallas y galones militares. Las fotografías en la pared reflejaban más gloria de la que Erasmo había revelado. Una escena en la que lo visitaban en su cama de hospital dos hombres con traje de faena militar, uno atezado con gafas de aviador, al que en Rusia habrían tomado por armenio; el otro, mayor con poblada barba gris y cejas de tono metálico, único e inconfundible, el mismísimo comandante. Ni el uno ni el otro lucían insignias de oficial en la gorra ni en la guerrera; después de todo, el suyo era un ejército igualitario. A Castro se lo veía tan ufano y orgulloso como un padre. El segundo visitante, más bien triste, parecía enfocar lo breve de las extremidades del enfermo.

—El general cubano en Angola —explicó Osorio.

En otra foto figuraban los mismos amigos distinguidos en un bote de pesca, pero esta vez Erasmo estaba atado a la silla para pescar peces grandes. Las fotos de familia mostraban hombres y mujeres amistosos y acaudalados en piscinas, mesas de bridge, bailando. O bien niños jugando en campos de béisbol o montando en bicicleta o a caballo. Y la familia entera vestida de etiqueta, los hombres, y traje largo, las mujeres, en recepciones, bebiendo champán y en fiestas navideñas. En un amplio fotomontaje, ellos y cientos más como ellos ocupaban toda la extensión de la gran escalera doble de una mansión blanca.

—Dormirá mucho tiempo —comentó Osorio—. «Inconsciente» es la palabra.

Al igual que Luna era el último hombre con quien Arkady deseaba toparse, el último lugar que esperaba ver de nuevo era el apartamento de Pribluda, pero ante la insistencia de Osorio subió con ella. Aunque creía haber limpiado y ordenado bastante bien, en cuanto encendió la luz la policía descubrió una diferencia.

—Sangre seca en la alfombra. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—¿No lo sabe? Trabaja con Luna y Arcos.

—Sólo en este caso, porque tiene que ver con rusos.

—¿No la sorprendió ver que el sargento me perseguía con un punzón de hielo?

—Lo único que vi es que usted lo arrojaba contra una pared.

—Es una relación tensa. Después de todo, me dio una paliza con un bate de béisbol. Creo que era un bate de béisbol, él dijo que lo era.

—¿Le dio una paliza?

—¿No sabe nada al respecto?

—Es una acusación grave.

—En otros lugares, tal vez; aquí no. Según mi experiencia, aquí no se investiga mucho.

—De hecho, le pregunté a su amigo Erasmo, antes de que perdiera el conocimiento, qué le había ocurrido. Dijo que usted le explicó que se había caído escaleras abajo. —¿Ves?, pensó Arkady, ése es el castigo por ocultar la verdad. La mirada de Osorio se posó en la silla vacía del rincón—. ¿Qué ha hecho con Chango?

—¿Que qué hice con Chango? ¿El muñeco? Sólo en Cuba se plantearía esta pregunta. No lo sé. Si no se lo llevó Luna, se fue por voluntad propia. ¿Cómo me ha encontrado?

—Lo buscaba. No estaba aquí, así que seguí los tambores.

—Naturalmente.

Arkady se tocó el corte en el nacimiento del pelo para ver si se le había abierto.

Osorio dejó su bolso en la mesa de la sala.

—Déjeme ver su cabeza. Ha limpiado todas las pruebas del supuesto asalto.

—Agente, llevo tres días aquí y he visto que la PNR utiliza todos los pretextos para no investigar dos muertes violentas. No creo que quieran investigar un mero asalto.

Osorio le bajó la cabeza, la hizo girar bruscamente de un lado a otro y pasó los dedos por su cuero cabelludo.

—Según usted, ¿qué dijo Luna?

—El sargento mencionó que preferiría que no anduviera por la calle.

—Pues no le hizo caso.

Arkady hizo una mueca cuando ella separó el cabello en torno al corte.

—No llegué muy lejos.

—¿Qué más?

—Nada.

Arkady no tenía intenciones de desnudarse y enseñarle los cardenales en su espalda y piernas, ni de entregarle la foto del club de yates para que se la hiciera llegar directamente al sargento. El que todavía la tuviera se debía a la suerte, a que la había metido en el zapato junto con el pasaporte.

Osorio le soltó la cabeza.

—Debería ver a un médico.

—Gracias, eso me ayuda mucho.

—No me insulte. Oiga, sólo digo que, puesto que no hay pruebas de que usted no haya tenido un accidente, que ya ha cambiado su versión una vez y que los funcionarios del Ministerio del Interior no dan golpizas a los visitantes de otros países, ni siquiera a los de Rusia, lo más probable es que haya otra explicación. Teniendo en cuenta los golpes que recibió en la cabeza, quizá no sea responsable de lo que dice.

Arkady se preguntó por qué Osorio había insistido en subir al apartamento. También se preguntó por qué vestía como una vampiresa con zapatos de plataforma y un bolso de paja grande.

—Agente, ¿a qué ha venido?

—Quiero que llegue a casa vivo.

Mientras él buscaba una respuesta, las luces de la sala se atenuaron y luego se apagaron. Salió al balcón y vio que no era un problema únicamente del apartamento, sino que el arco entero de edificios a lo largo del malecón sufría el apagón.

A la luz del encendedor de Rufo, Arkady dio de comer a la tortuga de Pribluda, encendió un cigarrillo e inhaló el fantástico humo analgésico. Osorio se sentó a la mesa.

—Un apagón —especificó Osorio.

—Conozco la sensación.

—Debería dejar de fumar.

—¿Ése es mi peor problema? —El ruso encontró unas velas encima del fregadero, encendió la más gruesa y se reunió con la policía.

—Además del sargento Luna y su amigo de abajo, ¿a quién más conocía en la casa del santero?

—A nadie. Había oído hablar de Walls.

—Todos en Cuba conocen a Jorge Washington Walls.

—Luna preparó el espectáculo para él. Creo que Luna va a preparar uno para mí. Quizá no esté segura aquí. —El propio Arkady no había tenido la intención de quedarse en el apartamento. Osorio metió la mano en el bolso y sacó la Makarov de 9 mm, la misma arma que usaba la policía de Moscú—. ¿Lo habría usado con Luna?

—Él sabe que tengo las balas. Los patrulleros que ve en la calle tienen arma, pero no balas.

—Eso me tranquiliza. —Arkady vio que Osorio dejaba un estuche de maquillaje junto a la pistola—. ¿Para qué es eso?

—Voy a pasar la noche aquí.

—Agradezco el gesto, agente, pero seguro que tiene un lugar al que ir. Un hogar, una familia, un querido animal de compañía.

—¿Le ofende que una mujer lo proteja? ¿Es eso? ¿Los rusos son machistas?

—Yo no. Pero ¿por qué hacerlo si no cree lo que le he dicho sobre Luna?

—Luna no es el que me preocupa. El doctor Blas examinó la jeringa que, según usted, Rufo usó para atacarlo. No debía hacerlo, pero lo hizo, en busca de rastros de drogas.

—¿Las había?

—No, sólo sangre y tejido cerebral de Rufo y rastros de sangre de otro grupo sanguíneo.

—Acaso se la clavó a otra persona.

—¿Ah, sí? ¿Dónde consiguió la jeringa?

—El doctor Blas dijo que la robó del laboratorio.

—Sí, eso dijo el doctor. Yo tengo otra respuesta. El encendedor que acaba de usar, ¿no era de Rufo?

—Sí, supongo que sí.

—Enciéndalo.

Arkady lo hizo y la llama se convirtió en un círculo resonante entre los dos. Osorio pasó la mano por encima de la llama y subió las mangas del abrigo y la camisa del ruso, revelando dos oscuros moretones en la arteria.

—Por eso he vuelto.

Arkady contempló los moretones con la expresión de alguien que se sorprende al ver que tiene un tatuaje.

—Seguro que Rufo me hizo un rasguño cuando luchábamos. Osorio rozó la vena.

—Esto son punciones, no rasguños. ¿Por qué ha venido a La Habana?

—Me lo pidieron, ¿se acuerda?

Sopló la llama, pero siguió sintiendo que los ojos de Osorio lo observaban con atención. Ya no sabía por qué había respondido a un llamamiento que habría podido pasar por alto fácilmente, pero exhumar las razones era más de lo que deseaba hacer para la Policía Nacional de la Revolución. No obstante, el control de la situación había pasado a manos de la agente, de eso no cabía duda.

Debido al calor, acamparon en el balcón, en sillas de metal. Las farolas estaban todavía encendidas, y el balcón era un buen punto desde el que avistar a Luna si regresaba por el lado del océano del Malecón. Osorio, al parecer preocupada por otra cosa, seguía cada movimiento de Arkady, como si de repente éste fuera a arrojarse al pavimento. Tal vez un top color caramelo de cereza y shorts fuesen la moda entre las jineteras —ella le había resumido su vigilancia—, pero en vista de que no hacían sino acentuar lo menudo de sus huesos, el cabello peinado en largas y negras capas de rizos y los ojos resaltados debajo de unas extravagantes pestañas, Arkady tenía la impresión de que lo cuidaba una niña. No sabía por qué se había quedado con ella en lugar de aporrear la puerta de la embajada rusa.

Una ola se desmoronó en el muro del Malecón y se preguntó si las luces de los pesqueros mar adentro surcaban la marea alta o baja. No distinguía Casablanca, el pueblo al otro lado de la bahía, pero el faro arrojaba y recuperaba su haz de luz. Osorio le dio un codazo y vio a la chica que había acabado poseída en casa del santero, sentada en el malecón. Hedy, recién lavada y lustrada, llamó la atención de un paseante nocturno; éste llevaba la elegante camisa holgada típica de los europeos de vacaciones.

—El italiano es el idioma oficial de las jineteras. —Ofelia bajó la voz.

—Eso he oído. Es Hedy, la chica que estaba en casa del santero. Al menos está en pie de nuevo.

—No por mucho tiempo. —Osorio dejó caer las palabras como una apuesta.

En ocasiones, a Arkady se le antojaba que Osorio hablaba con la satisfacción de un verdugo.

—Bueno, ¿qué le pasó, exactamente? ¿Estaba poseída pero el santero no podía ayudarla?

—Los tambores eran abakúas.

—¿Y qué?

—El abakúa es del Congo y estaba poseída por un espíritu del Congo. Los santeros no tienen nada que ver con los espíritus del Congo.

—¿En serio? Eso me suena terriblemente… compartimentado.

Osorio entornó los ojos.

—Podemos creer en la santería, en palo monte, en el abakúa o en el catolicismo. O en una combinación de cualquiera de éstos. ¿Cree que es imposible?

—No. Las cosas en las que yo creo son asombrosas: la evolución, los rayos gamma, las vitaminas, la poesía de Ajmatova, la velocidad de la luz. La mayoría de ellas son artículo de fe para mí.

—¿En qué creía Pribluda?

Arkady reflexionó un momento, pues le agradaba la pregunta.

—Era tan duro como un barril y hacía cien abdominales cada día, pero creía que la clave de la salud se encontraba en el ajo, el té negro y el tabaco búlgaro. Desconfiaba de los pelirrojos y de los zurdos. Le gustaban los largos viajes en tren porque podía andar en pijama de día y de noche. Nunca cogía setas venenosas. Todavía llamaba a Lenin «Ilich». Le advertía a uno que no nombrara al diablo porque podía presentarse. En la casa de baños se bañaba primero y luego entraba en la sauna, porque es más educado. Decía que el vodka era agua para el alma.

Hedy y su nuevo amigo desaparecieron de la vista. Osorio estiró las piernas sobre la balaustrada del balcón, acomodándose ostensiblemente, aunque las sillas ofrecían poca comodidad. Arkady advirtió que la planta de sus pies era de un rosa delicado.

—Sé que el doctor Blas ha determinado que Pribluda sufrió un ataque cardíaco, y tiene razón en cuanto a que los aparejos de pesca parecen intactos —especificó Arkady—. Pero tal vez hubiese algo más que aparejos. Si me dijeran que Pribluda se desplomó tratando de correr en una maratón, puede que lo creyera. Pero tomando el sol en el agua, no. Déjeme preguntarle algo: ¿conoce bien al doctor Blas? ¿Se fía de su honradez?

Osorio tardó un momento en contestar.

—Blas es demasiado vanidoso para equivocarse. Si dice que fue un ataque cardíaco, lo fue. Que examinen el cuerpo en Rusia, si quiere; le dirán lo mismo.

—Hay otras preguntas que sólo tienen respuesta aquí.

—No habrá investigación.

—¿Investigarán a Rufo?

—No.

—¿A Luna?

—No.

—¿Investigarán algo?

—No. —El desdén de Osorio habría aplastado a un hombre con un mínimo de sensibilidad.

Una oscura ola se movió bajo el haz del faro. Había veces en que Arkady casi sentía que el mar lo llamaba, como un maravilloso descanso sin soñar. El balcón daba al norte, hacia constelaciones familiares. La verdad era que él ya no creía en un universo en expansión, sino en un universo que sufre una implosión, una furiosa bajada de todo por un sumidero celestial hasta alcanzar un punto absoluto, el de la nada. Sintió que los ojos de Osorio lo observaban.

—Tengo dos hijas, Muriel y Marisol —dijo la agente—. Usted ¿tiene hijos?

—No.

—¿Está casado?

—No.

—¿Está casado con su trabajo? ¿Es un hombre dedicado? Así era el Che. Estaba casado y tenía hijos, pero se entregó a la revolución.

—Más bien estoy divorciado de mi trabajo. No soy como el Che, no.

—Porque tienen el mismo…

—¿El mismo qué?

—Nada. —Al cabo de un silencio, la mujer preguntó—: ¿Le gusta la música cubana? A todo el mundo le gusta la música cubana.

—Tiene cierto ritmo.

—¿Que tiene ritmo?

—Básicamente.

Otro silencio, un poco más largo.

—Entonces, ¿juega al ajedrez? —tanteó Osorio.

Arkady encendió un cigarrillo.

—No.

—¿Algún deporte?

—No.

—Cuba inventó el béisbol.

—¿Qué?

—Que Cuba inventó el béisbol. Los indios que vivían aquí, los que Colón encontró, jugaban con una pelota y un bate.

—¡Oh!

—¿No lo ha leído?

—No, lo que leí en Moscú fue que Rusia lo inventó. Hay un antiguo juego ruso con una pelota y un bate. Según el artículo, los emigrantes rusos se llevaron el juego a Estados Unidos.

—Estoy segura de que uno de nosotros tiene razón.

—La única diferencia es que el sargento Luna utilizó un bate de acero.

—De aluminio.

—Acepto mi error.

Osorio volvió a cruzar las piernas. Arkady se apoyó en el respaldo y soltó una larga voluta de humo.

—Si hubiese una investigación —inquirió por fin la policía—, ¿qué haría usted?

—Empezaría con una cronología. Pribluda fue visto primero a las ocho de la mañana por una vecina, una bailarina. La última persona que lo vio fue una compañera de trabajo en la embajada, entre las cuatro y las seis de la tarde. Ella dice que Pribluda estaba aquí, en la calle, hablando con un neumático, un negro. Si yo hablara español iría al Malecón con esta foto hasta encontrar a todos los que lo vieron ese día.

—Supongo que podemos hablar con el CDR de la manzana.

—Sé quién es la representante. —De acuerdo, lo haremos.

—Y echaría otro vistazo al lugar donde encontraron el cuerpo.

—Pero lo encontramos al otro lado de la bahía, en Casablanca. Usted estuvo allí. —No de día.

—Ésta no es una investigación.

—No, claro que no.

—¿No tiene miedo de que vuelvan a asaltarlo?

—Estaré con usted.

Los ojos de Osorio parecieron oscurecerse aún más.

—Qué idiota.

Ése, a todas luces, era el nombre que le había adjudicado.

Finalmente, Arkady concilio el sueño, si bien era consciente del perfume de la agente, un ligero aroma a vainilla que teñía el aire como la tinta tiñe el agua.