9

Había más miembros de la PNR apostados en el Malecón de los que Arkady esperaba ver. Dobló en la primera calle perpendicular a la playa, luego evitó un coche patrulla en la siguiente esquina y se encontró detrás de la manzana de la que acababa de salir, en un callejón en el que había un antiguo todoterreno chato pintado con pintura roja para casas. Detrás de éste, otros dos todo terrenos, verde y blanco, respectivamente, cada uno con arcos de tubo y tapicería nuevos. Brillaban bajo farolas enchufadas a un generador que zumbaba detrás de las puertas abiertas de un taller, donde un hombre en mono examinaba una cámara de neumático que sostenía en un barreño lleno de agua. Alzó una cara blanca y afable y llevó la cámara hacia una manguera de aire comprimido.

—Necesita aire —comentó en ruso.

—Supongo que sí —contestó Arkady.

En el interior, debajo de una bombilla enjaulada que colgaba de un cable, un Jeep descansaba sobre una rampa y, debajo de éste, un hombre trabajaba boca arriba. Al acelerarse el motor, una manguera de caucho pegada al tubo de escape lanzaba humo blanco en el callejón. Había más señales de la naturaleza improvisada del taller, como la falta de foso de reparación y de plataforma de elevación hidráulica. Un motor colgaba de unas cadenas suspendidas de una viga encima del desorden de tanques, armarios con herramientas, latas de grasa, amperímetros, neumáticos, una llave para tuercas y una cavidad para neumáticos, una silla plegable detrás de un banco de trabajo lleno de mazos, un tablero de ganchos con aros de émbolo, abrazaderas y tornillos de banco, así como trapos grasientos por todas partes y una cortina de cuentas que separaba la zona de trabajo de la zona privada. Arkady comprendió que se encontraba justo debajo de la sala de Pribluda. Junto al todoterreno, un descomunal radiocasete hacía la competencia al estrépito del taller. Puesto que la capota estaba levantada, Arkady vio un motor de Lada trasplantado que resonaba como un guisante en una lata. Una gorra de punto, una cara manchada y una barba sucia salieron de debajo del coche y escudriñaron a Arkady desde un ángulo invertido.

—¿Ruso?

—Sí. ¿Resulta obvio para todos?

—No es tan difícil. ¿Ha tenido un accidente?

—Más o menos.

—¿De tráfico?

—No.

El mecánico alzó la vista hacia el objeto de su trabajo.

—Si necesita coche, los hay peores que éste. Un Jeep del 48. Trate de conseguir repuestos para un Jeep del 48. Lo mejor que he conseguido ha sido un Lada 2101; tuve que eliminar el diferencial y adaptar los frenos. Ahora lo que me está volviendo loco son los cierres y las válvulas. —Sus ojos se esforzaron por vislumbrar algo que buscaba debajo del coche. El motor aceleró y él se encogió—. Una lluvia de mierda. —Volvió a meterse debajo del coche y gritó—: ¿Ve una cinta?

Arkady encontró llaves inglesas, gafas protectoras, guantes de soldador, cubos con arena, pero nada de cinta, según informó.

—¿No está Mongo?

—¿Qué es Mongo? —Arkady no estaba seguro de haber oído bien debido a la música.

—Mongo es un negro con mono y una gorra de béisbol verde.

—No hay ningún Mongo aquí.

—¿Y Tico? Un hombre que está arreglando un neumático.

—Está aquí.

—Está buscando una fuga. Se pasará todo el día buscándola. —Después de lo que Arkady tuvo que tomar por palabrotas en español, el mecánico añadió—: Muy bien, le operaremos el corazón pasando por el culo. Encuéntreme un martillo y un destornillador y prepáreme un cazo.

Arkady le dio las herramientas.

—¿Le gustan los Jeeps? —preguntó.

El mecánico se metió más a fondo debajo del vehículo.

—Me especializo en Jeeps. Los otros coches norteamericanos son demasiado pesados. Hay que ponerles un motor de Volga, y cuesta demasiado encontrar un Volga. Me gustan los Jeeps, chiquiticos y resistentes con un corazoncito de Lada que va tacatacataca. ¿Seguro que no quiere un coche?

—No.

—No se deje llevar por las apariencias. Esta isla es como el patio de los milagros, como en el París medieval, donde los cojos salían caminando y los ciegos viendo, porque todos estos coches siguen funcionando después de cincuenta años. Y eso es porque el mecánico cubano es, por necesidad, el mejor del mundo. ¿Puede subir el volumen de la radio?

¡Increíble! El botón del volumen todavía podía moverse hacia la derecha. Puede que sea una radio hecha en Cuba, pensó Arkady. Entre tanto, los violentos golpes debajo del todoterreno provocaban que la cabeza le diera punzadas.

—Así que vende coches, ¿eh? —gritó Arkady.

—Sí y no. Coches viejos de antes de la Revolución, sí. Para comprar uno nuevo se necesita el permiso del más alto nivel, el más alto de todos. Lo bonito del sistema es que ningún coche en Cuba queda abandonado. Puede parecer abandonado, pero no lo está. —Otro golpe—. ¡El cazo, el cazo, el cazo!

Arkady oyó un borboteo glutinoso. Con un solo movimiento, el mecánico metió el cazo debajo del todoterreno y salió disparado en su carretilla, hasta que sus manos toparon con una columna de neumáticos, se paró de golpe y se sentó, sonriente. Era un espécimen robusto con la sonrisa de alguien que acaba de evitar un desastre; se parecía tanto a un piloto de pruebas que acaba de hacer un aterrizaje interesante que Arkady tardó un rato en percatarse de que las perneras del mono del mecánico terminaban con almohadillas de cuero, en las rodillas. Cuando el hombre se limpió la cara y se quitó la gorra liberó una melena entrecana demasiado única para que Arkady no reconociera el hombre bajito de la fotografía de Pribluda en el Club de Yates de La Habana, sólo que era mucho más bajo de lo que Arkady esperaba.

—Erasmo Alemán —se presentó—. ¿Usted es el amigo de Serguei?

—Sí.

—Le estaba esperando.

Empujando su carretilla hecha de bloques de madera con bordes de trozos de neumático, Erasmo se movió por el taller a toda velocidad, se lavó las manos en un lavabo con el pie recortado y se secó con unos trapos que se hallaban sobre un tonel. El volumen de la radio bajó a la mitad.

—Vi a una policía llevarlo arriba hace un par de noches. Lo veo… diferente.

—Alguien trató de enseñarme a jugar al béisbol.

—Ése no es deporte para usted.

La mirada de Erasmo se paseó de la magulladura en la mejilla de Arkady a la tirita en su frente.

—¿Éste es Serguei? —Arkady le enseñó la foto de Pribluda en el Club de Yates.

—Sí.

—¿Y…? —Arkady señaló el pescador negro.

—Mongo —contestó Erasmo, como si fuese obvio.

—Y usted.

Erasmo admiró la foto.

—Estoy muy guapo.

—El Club de Yates de La Habana —leyó Arkady en el reverso.

—Era una broma. De haber tenido un velero habríamos dicho que éramos una armada. En todo caso, oí hablar del cuerpo que encontraron al otro lado de la bahía. Francamente, no creo que sea Serguei. Es demasiado obstinado y duro. Hace semanas que no lo veo, pero podría regresar mañana con un cuento chino como que se metió en un bache con el coche. Hay baches en Cuba que se ven desde la luna.

—¿Sabe dónde está su coche?

—No, pero si estuviese por aquí lo reconocería.

Erasmo explicó que las matrículas diplomáticas eran negras y blancas y que el número de la de Pribluda era 060 016; 060 para la embajada rusa y 016 para su rango. Las matrículas cubanas eran pardas para los autos del Estado y rojas para los vehículos privados.

—Pongámoslo así —continuó—: Hay coches que pertenecen al Estado y que no van a circular nunca; de ese modo los coches privados pueden funcionar. Un Lada llega aquí como un donante de órganos para que los Jeeps no mueran nunca. Discúlpeme —pidió y bajó el volumen de una salsa que amenazaba con salirse de madre—. La radio es para que la policía diga que no me oye, porque se supone que uno no puede convertir un apartamento en taller. De todos modos, a Tico le gusta fuerte.

Arkady pensó que entendía a Erasmo, la clase de ingeniero que trabaja alegremente bajo cubierta en un barco que se hunde, lubricando los pistones, bombeando para sacar el agua, y, de algún modo, consiguiendo que el buque siga avanzando mientras se asienta en las olas.

—¿Sus vecinos no se quejan del ruido?

—En este edificio viven Serguei y una bailarina, ambos fuera todo el tiempo. A un lado hay un restaurante privado; no quieren visitas de la policía porque les cuesta, como mínimo, una cena gratis. Al otro lado vive un santero, y le aseguro que la policía no quiere molestarlo. Su apartamento es como un silo de misiles nucleares lleno de espíritus africanos.

—¿Qué es un santero?

—Los que practican la santería.

—¿Es un amigo?

—En esta isla conviene tener a un santero como amigo.

Arkady estudió la foto del Club de Yates de La Habana. Había en ella un mensaje que aún no entendía, y si iban a darle de porrazos en la cabeza quería saber por qué.

—¿Quién sacó la foto?

—Alguien que pasaba por ahí. ¿Sabe?, la primera vez que vi a Serguei, Mongo y yo lo vimos de pie junto a su coche a un lado de la carretera; del capó salían chorros de humo. Nadie se para a ayudar a alguien con placas rusas, pero yo tengo debilidad por los viejos camaradas, ¿no? Pues le arreglamos el coche. Sólo era cuestión de poner una abrazadera en un manguito, y mientras hablábamos descubrí lo poco que había visto de Cuba. Cañaverales, tractores, segadoras, sí. Pero nada de música, ni de bailes, ni de diversión. Era como un muerto ambulante. Francamente, pensé que no volvería a verlo. Al día siguiente, sin embargo, estaba yo en la primera avenida en Miramar, pescando con una cometa.

—¿Con una cometa?

—Es una manera muy bonita de pescar. Y me fijé en que el ruso, el oso humano del día anterior, estaba en la acera, mirándome. Así que le enseñé cómo hacerlo. Tengo que decirle que nunca veíamos a rusos solos; siempre iban en grupos y se vigilaban los unos a los otros. Serguei era distinto. En nuestra conversación mencionó que tenía muchas ganas de tener un alojamiento en el Malecón. Yo tenía las habitaciones arriba y no las usaba para nada; una cosa llevó a la otra.

Pese a ser minusválido, Erasmo no dejaba de moverse. Rodó hacia atrás, hasta la nevera y regresó con dos cervezas frías.

—Kelvinator del 51, el Cadillac de los refrigeradores.

—Gracias.

—Por Serguei.

Mientras bebían, Erasmo hizo un recuento de las heridas que había sufrido Arkady.

—Debió de ser una escalera muy larga. Bonito abrigo. Un poco caliente, ¿no?

—Es enero en Moscú.

—Eso lo explica todo.

—Habla muy bien el ruso.

—Estuve con el equipo de demoliciones del ejército cubano en África, trabajando con los rusos. Puedo decir «no pises esa jodida mina» de diez maneras diferentes en ruso. Pero los chicos rusos siempre han sido tercos, así que él estalló en pedacitos y yo perdí ambas piernas. Como símbolo viviente del deber internacionalista y en lugar de mis extremidades, me hicieron el honor de darme mi propio Lada. De ese Lada surgieron dos Jeeps y, voilá, tuve un taller. Tengo que darle las gracias a él.

—¿A quién?

—Al comandante. —Erasmo hizo como que se acariciaba la barba.

—¿Fidel?

—Lo va captando. Cuba es una gran familia con un maravilloso, cariñoso y paranoico papá. A lo mejor eso también describe a Dios, ¿quién sabe? ¿Dónde sirvió usted?

—En Alemania. Berlín.

Durante dos años, Arkady había controlado las emisiones radiofónicas de los Aliados desde la azotea del hotel Adlon. —La muralla del socialismo—. El dique desmoronado.

—Desmoronado. Polvo. Que no deja nada en pie, excepto la pobre Cuba, como una mujer desnuda frente al mundo.

Brindaron por eso; era lo primero que Arkady ingería en todo el día, y el alcohol de la cerveza hizo las veces de un suave anestésico. Pensó en el pescador negro que Olga Petrovna había visto con Pribluda. Luego tendría tiempo de ir a la embajada rusa a esconderse.

—Quisiera conocer a Mongo.

—¿No lo oye?

Erasmo apagó la radio, y Arkady oyó lo que podrían haber sido piedras rodando con las olas, si es que las piedras se movían siguiendo un ritmo.

Arkady no estaba preparado para lo que vio al trasponer la puerta del santero. Cuando en la escuela en Rusia les hablaban de Cuba, sólo mencionaban hombres blancos como el Che y Fidel. Lo que los rusos aprendían acerca de los negros tenía que ver con los crímenes de Occidente, con el imperialismo y la esclavitud. Los únicos negros con que se topaban en Moscú eran los estudiantes africanos, tiritando de frío, importados por la Universidad Patrice Lumumba. Los músicos en la sala del santero eran distintos. Había negros de rostro arrugado, rodeados de cristal oscuro y negrura, que se diferenciaban algo por gorras de golf blancas, la gorra de béisbol verde de Mongo o peinados a lo rastafari, pero bajo un manto de sombras que vibraba a la luz de las velas. La estancia entera fluctuaba en la débil luz de cuarenta o cincuenta velas colocadas en una mesita lateral y a lo largo del zócalo. Como si apenas estuviera habituado a ello, un hombre tocaba con indolencia las cajas de madera sobre las que estaba sentado; otros dos ladeaban la cabeza, mientras palmeaban el parche de dos largos y estrechos tambores, y Mongo sacudía una calabaza cubierta de conchas marinas. A sus pies había campanas, palos, maracas. Dejó la calabaza y levantó una placa de metal; la golpeó con una vara de acero, y produjo notas tan nítidas y alegres que Arkady tardó en reconocer que el instrumento era una hoja de azadón. Un mantel ocultaba un espejo. Cuando Arkady intentó acercarse a Mongo, un gordo envuelto en una nube de humo de cigarro puro los apartó, a él y a Erasmo.

—El santero —explicó Erasmo y de repente lo tuteó—. No te preocupes, apenas se están calentando.

El mecánico se había cambiado el mono por una camisa blanca plisada que llamaba guayabera, «el colmo de la etiqueta cubana»; sin embargo, con la delatora grasa en las manos y su barba semejaba un corsario en silla de ruedas. Atravesó una cocina y un pasillo hasta llegar a un patio trasero, donde, debajo de dos larguiruchos cocoteros que, entrecruzados, formaban una «X», una anciana negra en falda blanca y jersey Michael Jordán removía el contenido de un caldero que hervía sobre el carbón. Su cabello era gris y tan corto que parecía algodón.

—Ésta es Abuelita —dijo Erasmo—. Abuelita es no sólo la abuela de todos, sino también el CDR de nuestra manzana. El Comité de Defensa de la Revolución. Suelen ser informadores, pero tenemos suerte con Abuelita, que observa desde su ventana desde las seis de la mañana y no ve nada en todo el día.

—¿Llegó a ver a Pribluda?

—Pregúntaselo tú mismo. Habla inglés.

—Desde antes de la Revolución. —La voz de la abuela era suave, susurrante—. Había muchos norteamericanos y yo era una chica muy pecadora.

—¿Alguna vez vio al ruso aquí?

—No. Si lo hubiera visto habría tenido que acusarlo por alquilar el apartamento de un cubano, porque eso es ilegal. Pero era un hombre agradable.

La cabeza de un cerdo subía y bajaba en el caldero. Una botella llegó hasta Erasmo, que tomó un largo trago y lo compartió con Abuelita. Ella bebió con delicadeza y se la pasó a Arkady.

—¿Qué es?

—Ron peleón. —Los ojos de la anciana se fijaron en las tiritas en la cabeza de Arkady—. Lo necesitas, ¿no?

Arkady había pensado encontrarse acostado y a salvo en el sótano de la embajada, quizá con una taza de té. Esto no era sino un desvío insignificante. Bebió y tosió.

—¿Qué tiene?

—Ron, ají, ajo, testículos de tortuga.

Con cada minuto iban llegando más personas, tanto blancas como negras. Arkady estaba acostumbrado al silencio de los fieles en la iglesia rusa ortodoxa. Los cubanos se abrían paso hacia el patio como si de una fiesta se tratara, algunos con la sombría devoción del creyente, la mayoría con la alegre expectación de alguien que va al teatro. La única persona que acudía sin expresión era una pálida joven de cabello negro, téjanos y una camisa en la que se leía «Tournée de Ballet». La seguía un cubano moreno claro de ojos azules, canas en las sienes y elegante camisa de manga corta.

—Jorge Washington Walls —lo presentó Erasmo—. Arkady.

No era cubano. De hecho, era un nombre estadounidense que a Arkady se le antojó conocido. Detrás de Walls venía un turista con un broche en forma de hoja de arce y el último hombre al que Arkady habría deseado ver, el sargento Luna. Era el Luna de la vida nocturna, un espléndido Luna con pantalón de lino, zapatos blancos y camisa ceñida sin mangas que hacía resaltar las capas de músculos en la parte superior y triangular del cuerpo. Arkady se sintió encoger automáticamente.

—Mi buen amigo, mi gran amigo, no sabía que se sintiera tan bien. —Con un brazo desnudo Luna rodeó los hombros de Arkady y con el otro los de una joven cuya tez y cuyo espeso cabello eran del mismo tono ambarino. Refulgía con sus pantalones ajustados, camiseta minúscula y uñas escarlatas, y se retorcía tanto bajo el apretón de Luna que a Arkady no le habría sorprendido ver que un rubí saliera disparado de su ombligo—. Hedy, mi mujer. —El sargento se inclinó hacia Arkady en gesto confidencial—. Quiero decirle algo. —Por favor.

—No hay ningún Zoshchenko en la embajada rusa.

—Mentí. Lo siento.

—Pero mintió y salió del apartamento donde le dije que se quedara, ¿entiende? Diviértase esta noche; no quiero que le agüe la fiesta a nadie. Luego usted y yo vamos a conversar sobre cómo va a ir al aeropuerto.

Luna se rascó la barbilla con un corto punzón para picar hielo. Arkady entendía el dilema del sargento. Una parte deseaba ser un buen anfitrión, la otra deseaba clavar el punzón en la cara de alguien.

—No me molestaría andar —contestó Arkady.

Hedy soltó una carcajada, como si Arkady hubiese dicho algo ingenioso, cosa que no hizo gracia a Luna; éste le dijo algo en español que ruborizó el color de sus mejillas, antes de volver a centrar su atención en Arkady; lucía una sonrisa de anchos dientes blancos y montones de encías rosadas.

—¿No le molestaría andar?

—No. He visto muy poco de Cuba.

—¿Quiere ver más?

—Me parece una isla muy bonita.

—Está loco.

—Puede ser.

La chica de la camiseta de «Tournée de Ballet» se llamaba Isabel y hablaba un excelente ruso. Preguntó a Arkady si era cierto que se alojaba en el apartamento de Pribluda.

—Vivo encima de él —explicó la chica—. Serguei iba a recibir una carta de Moscú para mí. ¿Ha llegado?

Luna había desconcertado tanto a Arkady que éste tardó un momento en contestar.

—No, que yo sepa.

El sargento parecía tener otros deberes. Tras consultar con Luna, Walls dijo a su amigo, el de la hoja de arce:

—La verdadera función empieza en un minuto. —Ojalá hablara español.

—Eres canadiense, no necesitas hablarlo. Los inversores no lo necesitan —le aseguró Walls—. Y todos los inversores vienen aquí: canadienses, italianos, españoles, alemanes, suecos y hasta mexicanos. Todos, menos los estadounidenses. Aquí se producirá la próxima mayor explosión económica del mundo. Gente sana y culta. Una base tecnológica. Lo latino está de moda, más vale cogerlo mientras puedas.

—Lleva dos días vendiéndomelo —manifestó el canadiense.

—Suena convincente —respondió Arkady.

—Esta noche —comentó Walls— hemos organizado algo folclórico para nuestro amigo de Toronto.

—Odio esto —dijo Isabel a Arkady.

—Isabel, estamos hablando inglés para nuestro amigo —suplicó Walls con el tono afable de quien habla en serio—. Te he dado clases de inglés. Hasta Luna habla inglés. ¿Puedes hablar un poco de inglés?

—Dice que me va a llevar a Estados Unidos —afirmó Isabel—. Y no es capaz ni de llevarse a sí mismo de vuelta a Estados Unidos.

—Creo que el espectáculo está por empezar. —Walls hizo pasar a la gente al interior de la casa, en tanto los tambores alcanzaban una nueva intensidad—. Arkady, me he perdido algo. ¿Qué hace aquí?

—Tratando de encajar.

—Bien hecho. —Dicho esto, Walls levantó un pulgar en señal de aprobación.

Cada tambor era distinto, una «tumba» alta, una «bata» en forma de reloj de arena, congas dobles, y cada uno invocaba a un espíritu diferente de la santería o abakúa, una maraca para despertar a Chango, una campana de bronce para Oshun, todo mezclado, como un combinado de alcohol, un tanto peligroso, sí, preguntaba Erasmo, a la vez que daba explicaciones. Mongo, con los ojos brillantes bajo ríos de sudor, golpeaba su hoja de azadón, su llamamiento en un idioma que no era español recibía la respuesta simultánea de los tambores y de quienes los tocaban; diríase que cada hombre poseía dos voces. Todos se habían apiñado en la estancia y se apretujaban contra las paredes. Erasmo se balanceaba en su silla, como si pudiese levantarla con la pura fuerza de sus brazos, y aseguraba a Arkady que ésta era la riqueza de Cuba, donde el bolero español y la quadrille francesa habían chocado de frente con el continente africano entero y creado una erupción tectónica. Las cajas sobre las que estaban sentados y que usaban como tambor eran una prueba del ingenio cubano. En África, los reservados abakúas tenían «tambores que hablaban», indicó Erasmo; cuando llegaron aquí, encadenados para trabajar en los muelles de La Habana y los negreros les quitaron los tambores, usaron cajas como tambores, y, ¡presto!, La Habana se llenó de tambores. Como al pescador cubano, ¡nada detenía al músico cubano! Lo único que sabía Arkady era que en Moscú había escuchado algo de música cubana en casete; he aquí la diferencia entre ver un paisaje marino y estar hasta las rodillas en el mar. Mientras la voz profunda de Mongo hacía un llamamiento en un idioma que no era español, el resto de la concurrencia se mecía y contestaba; las congas llevaban el ritmo, las manos en las cajas las seguían en ritmo sincopado. Junto a la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho, Luna sonreía y movía la cabeza de arriba abajo. Arkady intentó idear una ruta de escape, pero Luna se encontraba siempre entre él y la salida.

—¿Conoces a ese hombre? —preguntó Erasmo a Arkady.

—Sí, nos hemos encontrado. Es un sargento del Ministerio del Interior. ¿Cómo puede estar metido en un espectáculo como éste?

—¿Por qué no? Todos hacen dos cosas; lo necesitan, no tiene nada de extraño.

—¿Haciendo arreglos para la santería? Erasmo se encogió de hombros.

—Así es Cuba hoy en día. De todos modos, no es realmente santería, sino más bien abakúa. El abakúa es distinto. Cuando mi madre se enteraba de que había abakúas en el barrio me sacaba de la calle porque creía que reunían a niños blancos para el sacrificio. Ahora vive en Miami y todavía lo cree.

—Pero has dicho que ésta es la casa de un santero.

—No se practica la santería de noche —repuso Erasmo como si fuera algo a todas luces evidente—. Los muertos salen de noche.

—¿Los muertos andan por ahí ahora?

—De noche, ésta es una isla atestada. —Erasmo sonrió ante la idea—. En todo caso, seguro que Luna se relaciona con los abakúas. Aquí todos están metidos en la santería, el abakúa o cualquier otra cosa.

—Su amigo, Jorge Washington Walls, ¿por qué me suena tanto el nombre?

—En otra época fue famoso, el radical, el pirata aéreo.

Muy famoso en su día, se percató Arkady; recordó una foto de periódico de un joven norteamericano con corte de cabello africano y pantalón de pata de elefante, quemando una pequeña bandera en lo alto de una escalerilla de avión.

—¿Qué clase de inversiones ofrece Walls en Cuba? ¿Cuando los muertos no anden?

—Buena pregunta.

Arkady no entendió por qué el ritmo de los tambores había cambiado y Luna y su amiga dorada, Hedy, habían copado la atención, bailando, no tanto por separado como piel contra piel, ondulando las caderas; las grandes manos del sargento se deslizaban por la espalda de la mujer y ella se arqueaba, brillantes los ojos y los labios, separándose sólo para invitarlo a acercarse más. Arkady no sabía si esto era algo religioso, pero sí sabía que si hubiese ocurrido en una iglesia ortodoxa rusa los iconos se habrían caído al suelo. Mientras los demás empezaban a bailar, Walls maniobró para alejar a Hedy de Luna y aproximarla al canadiense, que bailaba como si jugase hockey sobre hielo pero sin palo. Ahora resultaba aún más difícil llegar a la puerta.

Erasmo empujó a Arkady.

—Sal a bailar.

—No bailo.

De hecho, se sentía a gusto de pie.

—Todo el mundo baila.

El ron pareció golpear a Erasmo de repente. Se meció de adelante para atrás en su silla de ruedas, al ritmo de la música, antes de deslizarse fuera de la silla y ponerse a bailar con Abuelita, cual un hombre que vadea enérgicamente a través de una fuerte oleada.

—Sin piernas y me muevo mejor que tú —amonestó a Arkady.

Embarazoso pero cierto, se dijo Arkady. Cierto también que, en su condición, los tambores, la oscuridad, la mezcla de efluvios de humo, ron y sudor le resultaba tan agobiante como un fuego demasiado caldeado. Los tambores hablaban juntos, por separado y juntos de nuevo, sin aliento, sincopados, fuera de tiempo. Cuando Mongo sacudía la calabaza, las conchas atadas a su panza serpenteaban cual una víbora. El canto iba de llamamiento y respuesta a Mongo, con sus gafas oscuras y su voz de una profundidad volcánica. Se balanceaba y sus manos se desdibujaban. El ritmo se extendió, se dividió y volvió a dividirse como lava que baja bullendo. Acaso fuera por efecto del ron peleón en un estómago vacío. Arkady salió al vestíbulo y se encontró con que Isabel lo había seguido.

—No estudié ballet clásico para esto —declaró la mujer—. No es el Bolshoi, pero no creo que el Bolshoi haga muy bien esta clase de baile.

—¿Cree que soy una puta?

—No —exclamó Arkady, atónito, pues la chica parecía más bien una santa iluminada por una vela.

—Estoy con Walls porque puede ayudarme, lo reconozco. Pero, si fuera una verdadera puta, aprendería italiano. El ruso no sirve para nada.

—Quizá sea usted demasiado severa consigo misma.

—Si fuese severa conmigo misma me cortaría el pescuezo.

—No lo haga.

—¿Porqué no?

—Me he dado cuenta de que muy poca gente sabe cortarse el pescuezo.

—Interesante. Un cubano habría dicho: «Ah, pero es un pescuezo tan bonito…» con ellos todo lleva al sexo, hasta el suicidio. Por eso me gustan los rusos, porque para ellos el suicidio es el suicidio.

—Es nuestra perspicacia.

Isabel apartó la vista, meditabunda. Poseía el aire demacrado de un Picasso, pensó Arkady. Del período azul. Qué maravilla, los dos deprimidos de la fiesta habían hecho contacto, como imanes. Captó la mirada ansiosa de Walls en su dirección y, a la vez, se fijó en que Luna se hallaba todavía junto a la puerta.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse en La Habana? —preguntó Isabel.

—Una semana. Luego regreso a Moscú.

—¿Está nevando allí ahora? —Isabel se frotó los brazos, diríase que sintiendo el frío.

—Estoy seguro de que sí. Su ruso es extraordinario.

—¿Sí? Bueno, es que para mi familia Moscú era como Roma para los católicos, y antes del período especial el ruso resultaba útil. ¿Es usted un espía como Serguei?

—Parece que era un gran secreto. No.

—Claro, no es muy buen espía. Dice que si necesitaran un buen agente en La Habana no lo habrían enviado a él. Iba a ayudarme a ir a Moscú y desde allí, claro, podría ir a cualquier sitio. Tal vez usted pueda ayudarme. —Garabateó una dirección en un papel y se lo dio—. Hablaremos mañana por la mañana. ¿Puede ir a esa hora?

Antes de que Arkady pudiese disculparse, Walls se reunió con ellos.

—Te lo estás perdiendo todo —dijo a Isabel.

—Ya quisiera. Hablábamos de Serguei.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está el buen camarada? —preguntó Walls a Arkady.

—Buena pregunta.

Un griterío estalló en la sala, y un momento después Hedy pasó corriendo a su lado. El santero y el canadiense la seguían.

—Oh, no —manifestó Walls—, no quería que fuera tan real.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Arkady.

—Está poseída.

Isabel no se inmutó.

—Ocurre muy a menudo. La isla entera está poseída. El patio trasero se encontraba a oscuras, pero Hedy había tirado el caldero de sopa y daba vueltas sobre los carbones en tanto las ascuas se prendían a su pelo. Huyó del fuego con el pantalón deslucido por las cenizas, tironeándose el cabello dorado, mientras el santero la perseguía, tratando de arrancar algo invisible de su cuerpo. El canadiense parecía dispuesto a retirarse a un lugar apacible y lejano. Cuando Luna irrumpió en el patio, el santero extendió los brazos en señal de impotencia y se protegió detrás de Hedy.

Erasmo se abrió paso en su silla de ruedas y explicó a Arkady:

—Luna dice que va a matar al santero si no le saca el espíritu a Hedy. El santero dice que no puede.

—Quizá debiera intentarlo de nuevo.

Arkady vio el punzón en la mano de Luna.

Éste apartó violentamente a Hedy, uno de cuyos tirantes se rompió, con lo que un pecho salió despedido como un ojo suelto. Luna cogió al santero por el cuello y lo dobló, panza arriba, entre los árboles. El canadiense atravesó a toda prisa la multitud que salía en tropel al patio y empujó a Arkady hacia adelante. Nadie más se movió, excepto Abuelita, que metió las manos en el fuego, se puso de puntillas y echó un brillante torrente de carbones ardientes sobre la espalda de Luna. Luna se giró bruscamente hacia ella; Arkady agarró la muñeca del sargento, que era como coger la rueda de acero de una locomotora, se la dobló hacia atrás y hacia arriba, tal como enseñaban a los milicianos de Moscú, y lo impulsó hacia la pared. Luna rebotó, dejando una huella rosada en el hormigón. La sangre manchó de rubí sus zapatos blancos.

Arkady se dijo que no lo había impulsado con suficiente fuerza.

—Ahora sí que está jodido de verdad. —Luna ni siquiera jadeaba; apenas había empezado.

—¡Quieto!

Una mujer bajita con voz afilada como una aguja se interpuso entre ellos. Puesto que llevaba un minúsculo top y shorts, en lugar del uniforme de la PNR, Arkady tardó un momento en reconocer a su nueva colega, la agente Osorio. ¿De dónde venía y cuánto llevaba observando la escena con esa miradita sombría? Tenía un bolso de paja en una mano y en la otra una Makarov de 9 mm, arma que Arkady identificó de inmediato. Osorio no la levantó ni apuntó con ella, pero allí estaba. Luna también reconoció el arma. Levantó las manos, un gesto que, más que rendición o timidez, significaba que se percataba de las complicaciones, de su deber como policía y que, de momento, había terminado.

—Jodido de verdad —insistió, dirigiéndose a Arkady al salir.

—¿Estás bien? —preguntó Walls a Arkady—. Lo siento. Es típico de una fiesta cubana. Demasiados espíritus en un mismo lugar. Ahora tendrás que disculparme, porque mi inversor me lleva la delantera.

Abuelita se sacudió las cenizas de las palmas. En medio del patio, Hedy se miró la camiseta rota, la mugre en sus brillantes shorts y rompió a llorar. Arkady entró en la casa en busca de Mongo y los tambores, pero todos se habían marchado. Osorio lo siguió con una expresión que decía claramente que los tontos se multiplican.