Ofelia vestía una diminuta camiseta rojo cereza y shorts tejanos con un parche de Minnie Mouse en el bolsillo posterior. Sentada frente a la Casa de Amor en un DeSoto del 55, color aguamarina, se preguntaba: ¿Será el humo de los puros, algo en el ron, las dos cucharadas de azúcar en el café, lo que vuelve locos a los hombres? Como viera a otra joven cubana cogida del brazo de otro gordo y calvo turista español que no sabía hablar sin cecear, mataría.
Había detenido a muchos. Algunos eran hombres de familia que nunca habían sido infieles, pero a los que de pronto se les antojaba antinatural pasar una semana en La Habana sin una chica. La mayoría, sin embargo, eran la clase de escoria humana que acudía en busca de cubanas, como antes iban a Bangkok o a Manila. Ya no se le llamaba trata de blancas, sino turismo sexual. Más eficiente. En todo caso, no era de blancas, no; lo que los turistas en Cuba querían eran mulatas o negritas. De cuanto más al norte era el europeo, tanto más seguro de que buscaba la experiencia de tirarse a una negra.
La Casa de Amor había sido un motel de diez habitaciones con patio y puertas correderas de aluminio, en torno a una piscina. Una mujer corpulenta en bata de casa leía un libro de bolsillo, sentada en una silla de metal en lo que antes era césped, ahora pavimentado y pintado de verde. En la oficina había, además del registro, una selección de condones, cerveza, ron y Tropicola. El indicio de que algo malo ocurría era que el agua de la piscina estaba limpia. La piscina era para los turistas.
La concurrencia entraba y salía. Ofelia ya se había vuelto experta en diferenciar a los alemanes (rosados) de los ingleses (cetrinos) y de los franceses (shorts de safari), mas lo que ahora esperaba era un uniforme cubano. La ley era inútil. El derecho cubano excusaba a los hombres que hacían proposiciones sexuales, dando por sentado que era cosa masculina, y dejaba en manos de Ofelia la carga de probar que la chica era la que había abordado al hombre. Ahora bien, cualquier mujer cubana de más de diez años sabía cómo incitar a un hombre para que hiciera la primera proposición. Una chica cubana podía hacer que san Jerónimo la abordara.
La policía era inútil, peor que inútil; los policías explotaban a las chicas, les exigían dinero para dejarlas entrar en los vestíbulos de los hoteles, pasearse por el puerto deportivo, llevar a los turistas a lugares como la Casa de Amor, que era, se suponía, para las actividades conyugales de las parejas cubanas que no disponían de suficiente intimidad en casa. Pues las jineteras tenían el mismo problema y pagaban más.
La concurrencia entraba y salía del despacho al que las chicas, cual pequeños remolcadores, guiaban a sus clientes. Ofelia las dejó en paz. Alguien con autoridad había hecho arreglos con la Casa de Amor y lo que más deseaba Ofelia era que un repugnante comandante de la PNR viniera a comprobar su operación, la viera en el coche y la invitara a unirse a su grupo. En el bolso de paja tenía la placa y una pistola. ¿La expresión en la cara del poli cuando las sacara? ¡Vaya!
A veces Ofelia tenía la impresión de que era ella contra el mundo. Esta débil campañita suya contra una industria que era casi oficial. El Ministerio de Turismo desalentaba las medidas verdaderamente enérgicas contra las jineteras, pues constituían una amenaza para el futuro económico de Cuba. Si deploraban la prostitución, ¿por qué añadían siempre que las prostitutas de Cuba eran las más bonitas y sanas del mundo?
La semana anterior había detenido a una jinetera de doce años en la plaza de Armas. Doce años, uno más que Muriel. ¿Eso era un futuro?
No pensó mucho en Renko hasta que abandonó la vigilancia al final de la jornada y fue al IML a comprobar si habían etiquetado al ruso muerto para su transporte; al ver que no lo habían hecho buscó a Blas. Lo encontró trabajando en una mesa del laboratorio.
—Estoy averiguando algo —le explicó Blas—. No estoy investigando, pero armaste tanto alboroto por lo de la jeringa que creo que esto te interesará a ti más que a nadie.
Su instrumento era una videocámara modificada para que cupiera en un microscopio. Habían extraído la lente del microscopio, a fin de que la videocámara enfocara directamente una pasta grisácea extendida sobre un portaobjetos. Un cable iba de la cámara a la pantalla del vídeo, en la cual había una versión ampliada de la pasta con graduaciones de color que iban del negro betún al blanco yeso. Delante del monitor se hallaba una jeringa de embalsamamiento.
—¿La de Rufo? —preguntó Ofelia.
—Sí, la jeringa que robaron de aquí, de mi propio laboratorio, encontrada en la mano de Rufo. Bochornoso, pero también informativo, porque, ¿sabes?, el tejido metido en el interior de la aguja constituye una muestra tan buena como una biopsia.
—¿Lo exprimiste?
—Por pura curiosidad. Porque somos científicos —respondió Blas en tanto movía el portaobjetos en minúsculos segmentos bajo la cámara—. Yendo de atrás para adelante: tejido cerebral, sangre que corresponde al grupo sanguíneo de Rufo, hueso, material del caracol óseo del oído de Rufo, piel, más sangre y piel. Lo interesante es la última sangre, que en realidad es la primera que entró en la aguja. Dime lo que ves.
La pantalla constituía un hervidero de células, unas grandes muy rojas y otras, más pequeñas, con un núcleo blanco.
—Células sanguíneas.
—Vuelve a mirar.
Con Blas siempre se aprende, pensó Ofelia. Al volver a observar notó que muchas de las células rojas parecían aplastadas, o estalladas, como granadas demasiado maduras.
—Les pasa algo. ¿Una enfermedad?
—No. Lo que ves es un campo de batalla, un campo de batalla entre células enteras, fragmentos de células y racimos de anticuerpos. Esta sangre tiene hemólisis, está en guerra.
—¿Consigo misma?
—No, es una guerra que sólo tiene lugar cuando dos grupos sanguíneos entran en contacto. ¿El de Pinero y…?
—¿El de Renko?
—Probablemente. Me encantaría una muestra del ruso.
—Dice que no lo tocó.
—Yo digo lo contrario —exclamó Blas, contundente, y Ofelia sabía que, cuando se mostraba contundente, casi siempre tenía razón.
—¿Hará un análisis para ver si hay drogas?
—No hace falta. No estuviste presente en la autopsia de Rufo, pero puedo decirte que en sus brazos había cicatrices de inyecciones antiguas. ¿Sabes lo que vale una nueva jeringa para un adicto? Esto prueba que Rufo tenía dos armas.
—Pero Renko está vivo y Rufo muerto.
—Reconozco que eso es lo desconcertante.
Ofelia pensó en la rasgadura en el abrigo de Renko. Era del cuchillo. ¿Por qué no iba a mencionar una herida hecha con la jeringa?
Blas observó que Ofelia llevaba todavía shorts y camiseta minúscula, que sus rizos negros brillaban y su tez morena resplandecía.
—¿Sabes?, el mes que viene tengo que asistir a una reunión en Madrid. Me iría bien alguien que me ayudara con el proyector y los gráficos. ¿Has estado en España?
El doctor era popular entre las mujeres que trabajaban para él. De hecho, una invitación para acompañarlo a una conferencia internacional sobre patología era uno de los premios del instituto. Era un hombre admirado, impresionante, enchufado con la élite del gobierno y lo único negativo que Ofelia encontraba en él era que su labio inferior, anidado en la barba bien recortada, estaba siempre mojado. Con esto bastaba.
—Suena bien, pero tengo que cuidar a mi madre.
—Detective Osorio, ya van dos veces que te invito a una conferencia. Ambas interesantes, ambas en lugares fascinantes, y siempre me contestas que tienes que cuidar a tu madre.
—Es muy, pero que muy frágil.
—Pues espero que se cure.
—Gracias.
—Bueno, si no puedes ir, no puedes ir.
Blas apartó el microscopio y la cámara como si fuesen una cena enfriada. Los ojos de Ofelia, no obstante, permanecieron fijos en el monitor, en la ampliación del campo de batalla entre células sanguíneas, en la cual halló una nueva respuesta.