7

Cuando Arkady llegó al malecón, La Habana se había hundido en las sombras vespertinas; el mar se adornaba de festones negros, y las golondrinas correteaban entre los soportales. Al subir por la escalera oyó la radio del vecino de la planta baja y algo que no era exactamente un rugido de león, pero sí, definitivamente, un retumbo.

Rendijas de luz penetraban a través de las persianas y se extendían sobre las paredes de la sala de estar de Pribluda, hasta descansar en el muñeco negro sentado en el rincón, con la cabeza acurrucada sobre un hombro. Quizá fuera por el ángulo bajo de la luz en el agua, pero el apartamento se le antojó sutilmente alterado: el techo más bajo, la mesa más ancha, una silla volteada en otra dirección. Desde niño, Arkady siempre ponía las sillas ligeramente ladeadas como para que conversaran en silencio. Una costumbre infantil, pero costumbre al fin.

Aparte de la puerta, sólo se accedía al apartamento por el balcón y un conducto de aire en mitad del pasillo. Ert el momento en que encendió las luces, un fallo eléctrico redujo la iluminación a la intensidad de velas. Colgó su abrigo en el armario del dormitorio y, mientras abría la maleta, metió el pasaporte en un zapato. Acaso las camisas estuvieran dobladas de modo distinto.

Si había fisgones, no se habían llevado comida, pues la reserva rusa en la nevera estaba entera. Arkady se sirvió agua helada de una jarra. Una tenue luz se arrastró de la nevera hasta los vasos sobre la mesa, el cuenco de la tortuga y los ojos de vidrio del muñeco de trapo. La pintura negra otorgaba a Chango no sólo color sino también una suerte de tosco vigor. Arkady levantó el pañuelo rojo para tocar la cara, de toscos rasgos de cartón piedra: una boca a medio formar a punto de hablar, una nariz a medio formar a punto de respirar, una mano a medio formar a punto de hacer palanca con el bastón para que el muñeco se levantara. Los muñecos deberían ser más insustanciales, no tan conscientes y vigilantes, pensó Arkady. El sudor le corrió por la columna vertebral. Iba a tener que dejar de usar abrigo en La Habana.

El ruido procedente de abajo le recordó que tenía la intención de entrevistar al vecino de la planta baja, en una u otra lengua. Según la agente Osorio, el vecino era el que había alquilado ilegalmente el alojamiento del primer piso a Pribluda. La parte ilegal atraía a Arkady. Además, se preguntó por qué el vecino no quería usar ambas plantas. El estruendo resultaría aún más estereofónico.

El ruido paró. Qué interesante: el modo en que un apartamento con todas las persianas cerradas sonaba como una concha. El paso apenas audible de los coches, el rumor del agua en el malecón, el golpeteo del corazón. Tal vez se equivocaba con lo de las sillas y la maleta, se dijo. Nada más parecía estar fuera de lugar. Abajo, el estruendo empezó de nuevo. Con el vaso en la mano, Arkady se acercó al teléfono del despacho y estudió la lista de números que había copiado de la pared de Rufo.

Daysi 32-2007

Susy 30-4031

Vi. Áflt. 2300

Kid Choc. 5/1

Vi. CYLH2200 Angola

Ahora que lo pensaba, ¿por qué había dado por sentado que «Vi», significaba visitante? Cierto, él era un visitante que había llegado en Aeroflot, pero Rufo sabía que venía. ¿No habría sido más importante saber en qué día de la semana? Buscó en el diccionario ruso-español de Pribluda. Viernes. «Vi». era viernes. Lo que sugería que en otro viernes, a las 22.00, en un lugar o con una persona con las iniciales CYLH, ocurriría algo que tuviera que ver con Angola. Si eso no era andarse con vaguedades, ¿qué lo sería?

Arkady probó con los nombres en la lista. Alguien contestó al primer timbrazo.

—Dígame.

—Hola, ¿es usted Daysi? —inquirió Arkady en ruso.

—Dígame —le contestaron en español.

—¿Es usted Daysi?

—Oye, ¿quién es?

En inglés:

—¿Es usted Daysi?

—Sí, soy Daysi.

—¿Habla inglés?

—Un poco, sí.

—¿Es amiga de Rufo?

—Muy poco.

—¿Conoce a Rufo Pinero?

—A Rufo, sí.

—¿Podríamos vernos y hablar?

—¿Qué?

—¿Hablar?

—¿Qué?

—¿Conoce a alguien que hable inglés?

—Muy poco.

—Gracias.

Arkady colgó y lo intentó con Susy.

Hi.

—Hola, usted habla inglés.

Hi.

—¿Puede decirme dónde encontrar a Rufo Pinero?

—¿El coño de Rufo? ¿Es amigo suyo? Es un cabrón y comemierda. Oye, hombre, síngate y singa a tu madre también.

—No la entendí.

—Y singa tu perro. Cuando veas a Rufo, pregúntale dónde está el dinero de Susy. O mi regalito de QVC.

—Digamos que conoce a Rufo. ¿Conoce a alguien que hable inglés o ruso?

—Y dile ¡chupa mis nalgas hermosas!

Mientras Arkady buscaba «chupa» en el diccionario, Susy colgó el auricular.

Un ruido lo atrajo hacia la sala, aunque no encontró más que a Chango, que seguía observándolo airadamente desde la silla. El muñeco, todavía malhumorado, todavía demasiado pesado en la parte superior, se había desmoronado un poco. ¿Habría vuelto la cabeza desde la última vez que Arkady había estado en la sala, habría alzado los ojos para echar una mirada de soslayo? Por alguna razón, Arkady recordó al gigantesco comandante que había visto en una pared la noche anterior; le hizo pensar en cómo la figura se cernía por encima de las farolas, cual un espectro omnisciente que lo veía todo, o en cómo un director se colocaba en la oscuridad, al fondo de un teatro. Arkady se había sentido sumamente pequeño e inerme.

Volvió a llenar el vaso y regresó al despacho y al plano de La Habana sobre el escritorio. Frente al plano, Arkady se dio cuenta del alcance de su ignorancia. ¿Barrios llamados La Habana vieja, Vedado, Miramar? Sonaban preciosos, pero igual podría haber estado mirando unos jeroglíficos. Al mismo tiempo, qué alivio encontrarse lejos de Moscú, donde cada calle le hacía pensar en Irina o en el café de periodistas al que le gustaba ir, el atajo al teatro de títeres, la pista de hielo donde lo había provocado para que volviera a patinar. En cada esquina esperaba verla aparecer, arremetiendo más que andando, como siempre, con la bufanda y el largo cabello violentamente agitados, como banderas. Hasta había regresado a la clínica, desandado el camino, cual un hombre que busca ese paso, ese error fundamental que podría corregir para que todo volviera a ser como antes. Pero su futilidad aumentaba a medida que los días pasaban, como olas, una cresta negra tras otra, y la distancia entre Arkady y la última vez que la había visto no hacía más que agrandarse.

De hecho, el trabajo mismo le recordaba que el tiempo era algo de una sola dirección. Un homicidio significaba, por definición, que alguien había llegado demasiado tarde. Desde luego, resultaba relativamente sencillo investigar un crimen ya cometido. Investigar uno que no hubiese sido cometido aún, ver las líneas antes de que se entrecruzaran, eso sí que requeriría habilidad.

Al oír el crujido de la madera, Arkady descubrió al sargento Luna, de pie en la puerta del despacho. No era sólo el sonido, pensó Arkady, sino un campo magnético entero que atravesaba el umbral. No lo reconoció de inmediato, pues el sargento vestía téjanos, sudadera y una gorra con el lema Go Gators. Calzaba unas zapatillas Air Jordán, y sus musculosas manos se flexionaban en torno a un largo bate de metal, diríase que para doblarlo en dos. Sólo por el vigor con que movía los pies se notaba que era un atleta nato. Tenía los brazos y la sudadera manchados de tierra, como si viniera directamente de un partido. En el bate se leía «Emerson».

—Sargento Luna, no lo oí entrar.

—Porque camino silenciosamente y tengo llave.

Luna levantó una llave para demostrárselo y se la guardó en un bolsillo. Su voz era como hormigón mojado que alguien remueve con una pala. Lo estrecho de la gorra destacaba tanto la redondez de su cabeza como los músculos que resaltaban en su frente y en su mandíbula. El blanco de sus ojos semejaba la clara de un huevo frito. Sus bíceps se tensaban de rabia.

—Usted también habla ruso.

—Lo aprendí por ahí. Se me ocurrió que podíamos hablar sin la presencia del capitán o de la detective, sin nadie más.

—Me gustaría hablar. —Luna se había mostrado tan callado en presencia del capitán Arcos, que Arkady tenía ganas de escucharlo. No obstante, el bate lo inquietaba—. Le traeré algo de beber.

—No, sólo hablar. Quiero saber lo que está haciendo.

Arkady empezaba siempre con la sinceridad.

—Yo mismo no estoy muy seguro. Sólo que no me pareció que la identificación del cuerpo era del todo segura. Desde que Rufo me atacó, creo que hay más cosas que debo descubrir.

—¿Cree que fue estúpido por parte de Rufo?

—Es posible.

—¿Quién es usted?

Luna lo tocó con la punta gorda del bate.

—Ya sabe quién soy.

—No, quiero decir que qué es. —Luna volvió a pincharlo con el bate en las costillas.

—Soy un investigador de la fiscalía. Me gustaría que dejara de hacer eso.

—No, no puede ser un investigador aquí. Sólo puede ser un turista, no un investigador. ¿Entendido? ¿Comprende?

Luna lo rodeó.

Para Arkady, era como hablar con un tiburón.

—Lo entiendo perfectamente.

—Yo no iría a Moscú para decirle cómo hacer las cosas. Sería una falta de respeto. Además, ha matado a un ciudadano cubano.

—Lamento lo de Rufo.-Hasta cierto punto, se dijo Arkady.

—A mí me parece que es un incordio.

—¿Dónde está el capitán Arcos? ¿Lo ha mandado él?

—No se preocupe por el capitán Arcos. —El sargento lo pinchó de nuevo con el bate.

—Va a tener que dejar de hacer eso.

—¿Va a perder los estribos? ¿Va a atacar a un sargento del Ministerio del Interior? Me parece que sería una mala idea.

—¿Qué cree que sería una buena idea? —Arkady trató de hacer hincapié en lo positivo.

—La buena idea sería que comprendiera que no es cubano.

—Le juro que no creo que soy cubano.

—No sabe nada de aquí.

—No podría estar más de acuerdo con eso.

—No haga nada.

—Eso es, básicamente, lo que hago: nada.

—Entonces, podemos ser amistosos.

—Amistoso está bien.

Por su parte, Arkady sentía que se estaba mostrando agradable, tan suave como una porción de mantequilla, pero Luna seguía dando vueltas a su alrededor.

—¿Eso que tiene allí es un bate de béisbol? —inquirió.

—El béisbol es un deporte nacional. ¿Quiere verlo? —Luna le ofreció el bate por el mango—. Haga como que va a golpear la pelota.

—No, gracias.

—Tómelo.

—No.

—Entonces, yo lo tomaré —dijo Luna y pegó a Arkady en el muslo izquierdo, justo por encima de la rodilla. Arkady cayó al suelo, y Luna se colocó a sus espaldas—. ¿Ve? Tiene que doblarse y dar un paso adelante para dar impulso a la pelota. ¿Lo sintió?

—Sí.

—Tiene que volverse hacia la pelota. ¿Es de Moscú?

—Sí.

—Le voy a decir algo que debí decirle antes. Soy de Oriente, del este de Cuba.

Cuando Arkady trató de ponerse en pie, Luna le dio un batazo en la parte posterior de su otra rodilla y Arkady cayó boca arriba, con la cabeza en el pasillo; empezó a gatear hacia la sala a fin de alejar al sargento de la lista de números de teléfono. «Siempre pensando», se dijo. Luna lo siguió.

—Los hombres de Oriente son cubanos, pero lo son más —continuó Luna—. O uno les cae bien o les cae mal. Si uno les cae bien, tiene un amigo para toda la vida. Si uno les cae mal, tiene un problema. Está jodido. —De una patada lo puso boca abajo—. Su problema es que a mí no me caen bien los rusos. No me gusta cómo hablan, no me gusta su olor, no me gusta su aspecto. No me gustan, punto. —Aunque el pasillo era demasiado estrecho para que pudiera blandir bien el bate, Luna le daba en las costillas con el bate para subrayar cada frase—. Cuando dieron una puñalada trapera a Cuba, los echamos de aquí. —Un golpe—. Cientos de rusos salían en avión cada día. —Otro golpe—. La noche antes de que echáramos a la KGB alguien pinchó las ruedas de todos los coches de la embajada para que tuvieran que caminar —otro golpe-al aeropuerto. Es cierto— un nuevo golpe. —Los cabrones tuvieron que buscar coches en el último minuto. Si no, piensa, qué vergüenza —otro golpe—: Que los rusos caminaran veinte kilómetros hasta el aeropuerto —un nuevo golpe.

Arkady gritó pidiendo socorro, si bien sabía demasiado bien que gritaba en la lengua equivocada y que con el ruido de abajo nadie lo oiría. Una vez en la sala se puso de pie, apoyándose en la pared y, sosteniéndose en piernas que se movían para todos lados, acertó a asestar un golpe que arrancó un gruñido del hombre más corpulento. En tanto los dos peleaban, dando vueltas alrededor de la mesa, el cuenco de la tortuga cayó al suelo. Finalmente, el sargento se soltó lo bastante para volver a blandir el bate y Arkady se encontró en la alfombra, parpadeando para protegerse de la sangre, a sabiendas de que había perdido unos segundos de memoria y un par de células cerebrales. Sintió un pie sobre el cuello; Luna se inclinó profundamente para registrar los bolsillos de la camisa y del pantalón de Arkady. Todo lo que éste veía era la alfombra y Chango que, desde su silla, le devolvía la mirada. Allí no halló ninguna señal de piedad.

—¿Dónde está la foto?

—¿Qué foto?

El pie presionó la tráquea de Arkady. En fin, era una pregunta tonta, reconoció el ruso. Había una sola foto, la del Club de Yates de La Habana.

—¿Dónde? —Luna aflojó la presión para darle otra oportunidad.

—¿Primero no la querían y ahora sí? —Al sentir que se le cerraba la tráquea añadió—: En la embajada. Se la di a los de la embajada.

—¿A quién?

—A Zoshchenko.

Zoshchenko era el caricaturista preferido de Arkady, quien sintió que la situación precisaba un poco de sentido del humor. Esperaba que no hubiese un pobre Zoshchenko en la embajada. Oyó que Luna palmeaba el bate.

—¿Quiere que lo joda?

—No.

—¿Quiere que lo joda de verdad?

—No.

—Porque se quedará jodido.

Aunque Arkady se hallaba clavado, cual un insecto, se esforzó por asentir con la cabeza.

—Si no quiere que lo joda, quédese aquí. A partir de ahora es un turista, pero sólo hará turismo en esta habitación. Le mandaré comida cada día. No va a salir. Quédese aquí. El domingo regresa a casa. Un viaje tranquilo.

Eso sonaba tranquilo, cierto.

Satisfecho, Luna quitó el pie del cuello de Arkady, le levantó la cabeza por el pelo y le dio un último batazo, como para despachar a un perro.

Cuando Arkady volvió en sí era de noche y se hallaba todavía pegado al suelo. Arrancó la cabeza de la alfombra y rodó sobre sí mismo hasta llegar a la pared, a fin de mirar y escuchar, antes de atreverse a moverse más. En torno a un ojo chorreó más sangre. El mobiliario constituía una masa de sombras. Los ruidos del trabajo se habían detenido abajo, sustituidos por la empalagosa melodía de un bolero. Luna se había marchado. Menudas vacaciones, pensó Arkady. Y ciertamente el peor suicidio al que hubiese asistido.

El solo hecho de ponerse en pie resultó una hazaña de equilibrio; diríase que el bate del sargento había empujado el fluido de un oído al otro. Sin embargo, consiguió arrastrar una silla y apuntalar la puerta.

Una vez limpiada la sangre, la cara en el espejo del cuarto de baño no estaba tan mal: tuvo que afeitar el pelo alrededor de una herida en el nacimiento del cabello y cerrarla con tiritas que encontró en el botiquín. Aparte de eso, sólo había una ligera modificación en la topología de la parte trasera del cráneo, además de tener el puente de la nariz algo más ancho, un chichón en la frente, una duradera impresión de la alfombra en la mejilla y dificultad para tragar, pero todos los dientes se hallaban en su lugar. Tenía la impresión de que las piernas estaban fracturadas; no obstante, funcionaban. Luna había hecho un buen trabajo: había limitado los daños a magulladuras y humillaciones.

Cojeó hacia el armario del dormitorio y encontró los bolsillos del abrigo vueltos del revés, pero el pasaporte y la fotografía del Club de Yates de La Habana seguían en el zapato, donde los había metido. El mareo y las náuseas aumentaron, señal segura de una conmoción cerebral.

La alfombra de la sala estaba llena de sangre lodosa. Como cualquier fiesta, se dijo, lo más difícil era limpiar después. Lo haría más tarde. Lo primero era lo primero. En un cajón de la cocina encontró una piedra de afilar y un cuchillo para deshuesar, de cuchilla fina que afiló concienzudamente. En la silla que apuntalaba la puerta equilibró una bolsa llena de latas vacías que harían las veces de alarma y, acaso, de diversión; desenroscó todas las bombillas de la sala y del pasillo, de modo que, si Luna regresaba, entraría en la oscuridad y su silueta se recortaría contra la luz. Lo más que pudo hacer con la rejilla del conducto del aire acondicionado fue cerrarla con un palo. Lo más que podía hacer para su cabeza era tumbarse boca arriba, cosa que iba a hacer cuando se desmayó.

No se sentía descansado. No tenía idea de la hora; la habitación se hallaba a oscuras. No habría sabido en qué habitación se encontraba, de no ser por las duras cerdas de la alfombra en la cara. Como un borracho, no estaba del todo seguro de dónde quedaba arriba y dónde abajo.

Su cuerpo se había acomodado en la posición que menos dolor le provocaba, teniendo en cuenta que todo es relativo, y, al igual que una silla rota, no tenía intenciones de volver a enderezarse. Pese a esto, lo hizo, porque un poco de circulación probablemente fuese buena para las extremidades magulladas. La tortuga pasó a su lado, casi trotando. Arkady la siguió a cuatro patas hasta la nevera, sacó la jarra de agua y se regodeó en el suave y nada amenazador nimbo de la bombilla del aparato.

Desde un punto de vista puramente objetivo resultaba interesante constatar que se sentía mucho peor que antes. Le dolía beber agua. Tocarse la cabeza con un pañuelo húmedo combinaba el tormento con el alivio.

A Irina le agradaba decir «cuidado con lo que deseas», refiriéndose, claro, a sí misma. Habiéndola perdido, lo que había deseado era el fin del sentimiento de culpabilidad, pero no se refería a que lo mataran a golpes. En Moscú dejaban que uno se suicidara a solas. En La Habana no había un solo momento de paz.

El cable del teléfono había sido arrancado de la pared, aunque, de todos modos, Arkady no estaba seguro de a quién podía llamar. ¿La embajada, para que se atemorizaran al ver todos los problemas que provocaba uno de sus ciudadanos?

La oscuridad estaba tan quieta que Arkady casi oía cómo la luz del faro barría la bahía, casi sentía el roce del haz en las persianas.

No se vaya, le había dicho Luna.

Arkady no tenía intención de hacerlo. Descansó la cabeza en la nevera y se durmió.

Cuando despertó de nuevo, la luz de la mañana entraba a raudales. Levantó la cabeza con el mismo cuidado con que habría levantado un huevo roto. El petardeo de los coches y los gritos en el malecón sonaban altos y enérgicos, magnificados por el sol.

A trompicones cruzó el pasillo hasta el espejo del cuarto de baño. La nariz no había mejorado y la frente tenía el tono oscuro de una nube de tormenta. Se bajó los pantalones a fin de ver las rayas que habían dejado los batazos en sus piernas.

Descanso y agua, se dijo. Ingirió un puñado de aspirinas pero no se atrevió a ducharse, por miedo a resbalar, por miedo a no oír si se abría la puerta del apartamento, por miedo al dolor.

Dio dos pasos y se mareó, pero consiguió llegar al despacho. Arkady se había alejado de allí gateando cuando Luna empezó a demostrar sus habilidades de jugador de béisbol, a fin de alejar al sargento de la miserable lista de teléfonos que había copiado de la pared de Rufo. Por extraño que pareciera, ésta se hallaba donde Arkady la había dejado, en el diccionario ruso-español, lo que significaba que Luna no sabía cómo registrar o que había ido exclusivamente a buscar la foto del Club de Yates de La Habana.

Puesto que ahora contaba con tiempo, Arkady pensó que un verdadero investigador aprovecharía la oportunidad para aprender un poco de español, llamar para que repararan el teléfono y volver a tratar de hablar con Daysi y Susy. En lugar de esto, se deslizó por la pared hasta sentarse, con el cuchillo en la mano. No se dio cuenta de que se había dormido hasta que un petardeo en la calle lo despertó con un sobresalto.

No es que tuviera miedo.

Dos jóvenes policías uniformados, uno blanco y el otro negro, patrullaban por el Malecón. Aunque llevaban radios, pistola y porras, sus órdenes parecían todas negativas: no te apoyes en el muro del malecón, no escuches música, no fraternices con las chicas. Si bien no parecían prestar mucha atención al edificio, a Arkady se le ocurrió que sería más sensato huir de noche.

Limpió la alfombra porque resultaba demasiado deprimente mirar su propia sangre seca. Abajo, la música había cambiado a una salsa con el trabajo por tema, acompañada por el ruido de un taladro. Arkady no sabía si se encontraba encima de un apartamento o de una fábrica. No toda la sangre desapareció de la alfombra; quedaba suficiente para parecer una rosa jaspeada.

Luna podía fregar el bate, y Arkady estaba seguro de que el equipo de béisbol al completo estaría dispuesto a jurar que el sargento estaba jugando en un campo con ellos. ¿Cuántos jugadores formaban un equipo? ¿Diez, veinte? Testigos más que suficientes. Bugai no presentaría una protesta. Aunque se atreviera a hacerlo, ¿a quién se quejaría, sino a Arcos y Luna? La única comunicación que Arkady podía esperar entre la embajada y Luna era la pregunta: «¿Trabaja aquí un tal Zoshchenko? ¿No? Gracias, muchas gracias».

Para mantener la moral alta, Arkady se afeitó, con cuidado de no tocar las zonas heridas, y al peinarse intentó cubrirse las tiritas en el nacimiento del cabello. Cuando las náuseas disminuyeron lo celebró poniéndose camisa y pantalones limpios, con lo que su aspecto era el de una acicalada víctima de un crimen violento. Además, ató otro cuchillo a una escoba que usaría como lanza, y, ufano con su hazaña, echó un vistazo a través de las persianas del balcón.

Un coche patrulla de la PNR aparecía más o menos cada cuarenta minutos. Entre tanto, los patrulleros libraban su propia lucha contra el aburrimiento, fumando un cigarrillo a hurtadillas, clavando la mirada en el mar, contemplando a toda la gama de cubanas pasar contoneándose en shorts y zapatos de plataforma.

Ya muy avanzada la tarde, Arkady despertó, con una sed gigantesca y un dolor de cabeza agravado por el ruido de la planta baja. Tomó aspirinas y agua mientras admiraba la variedad de dientes de ajo y setas en salmuera que almacenaba Pribluda. No le apetecía la comida de momento, y, cuando dio la espalda a la nevera, se percató de que Chango había desaparecido. El muñeco que antes reposaba en la silla se había desvanecido.

¿Cuándo? ¿Durante la conferencia de Luna acerca de las sutilezas del béisbol? ¿Con el sargento o por voluntad propia? La desaparición del muñeco bastó para recordar a Arkady que un coche patrulla acudiría de un momento a otro y que Luna se había retrasado. A través de las rendijas de la persiana vio a dos chicas negras, con idéntico pantalón ciclista color amarillo limón, coquetear con los policías.

Algunas vacaciones se alargaban y otras pasaban volando, sin tiempo siquiera para broncearse. Arkady decidió que cuando un muñeco de tamaño natural empezaba a andar por su propio pie y se marchaba había llegado el momento de irse también, de acampar en la embajada rusa, aunque no fuese bien venido. O en el aeropuerto. Los aeropuertos de Moscú, por ejemplo, estaban atestados de gentes que no iban a ninguna parte.

Arkady se puso el preciado abrigo, con la lista de teléfonos y la foto en un bolsillo, y las llaves y el cuchillo en el otro. Apartó de la puerta la silla y la bolsa de latas vacías. Todavía tenía la llave del coche de Pribluda y hasta quizá, ¿quién sabe?, hasta fuera capaz de conducirlo. Al bajar tambaleándose, los escalones vibraban bajo sus pies.

Desde la puerta del edificio vio a las chicas y a los dos policías bromear y presumir. Detrás de ellos, el cielo cubano era dorado con filo azul, más una mezcla de día y noche que una simple puesta de sol. Mientras un coche —¡Dios, un Zaporojets de dos asientos!— pasaba, traqueteando y escupiendo humo negro, Arkady se deslizó hacia la larga sombra de los soportales.