La embajada rusa, un rascacielos de treinta pisos, sugería un pecho cuadrado y una cabeza con armadura, y se cernía como un monstruo de piedra que hubiese cruzado continentes y vadeado océanos para luego detenerse de golpe, hundidos los tobillos entre las verdes palmeras de La Habana. Las lunas de su fachada brillaban, pero, en su conjunto, el edificio se alzaba en su propia mortaja de sombras y quietud. En el interior, en un despacho tras otro, las paredes habían quedado desnudas, excepto por los enchufes de teléfono. Fantasmas se rezagaban en las descoloridas manchas de las alfombras de los pasillos, en las empañadas botellas sin lavar, alineadas junto a las paredes, en un sistema de ventilación que dispersaba un antiguo hedor a cigarrillos. Desde el despacho del vicecónsul Vitaly Bugai, Arkady miró hacia abajo, hacia el mundo de mansiones de columnas blancas de las embajadas francesa, italiana y vietnamita, cuyas azoteas estaban adornadas con complejas ristras de antenas bipolares de radio y parabólicas enmarcadas por jardines de hibiscos rosados.
Bugai era un joven de rasgos menudos apretujados en el centro de un rostro terso. Vestido con bata de seda y sandalias chinas, flotaba en la diáfana atmósfera del aire acondicionado, llevado, según Arkady, por impulsos contradictorios: alivio de que no hubiese muerto otro ruso e irritación por tener que vérselas una semana más con el ruso superviviente. Acaso también parecía un tanto sorprendido de que los últimos vestigios de autoridad rusa hubiesen acertado a defenderse.
—Esas casas son todas de antes de la Revolución. —Bugai se reunió con Arkady junto a la ventana—. Eran de ricos. El mayor concesionario de Cadillac del mundo se encontraba en La Habana. Cuando llegó la Revolución, el camino al aeropuerto estaba repleto de Cadillac y Chrysler abandonados. Imagínese a un rebelde en un Cadillac gratis.
—Creo haber visto algunos de esos coches.
—De todos modos, éste no es un agujero negro. Un agujero negro sería un cargo en Guyana o Surinam. Tenemos música, playas y tiendas en las Bahamas, a una hora de aquí. —Bugai ostentó el Rolex de oro en su muñeca—. La Habana se halla a nivel del mar y eso es importante para mí. Claro que no es Buenos Aires.
—Tampoco es como en los viejos tiempos, ¿verdad?
—En absoluto. Entre los técnicos y los consejeros militares, teníamos doce mil rusos y un personal diplomático de mil agregados, suplentes, enlaces culturales, KGB, secretarias, oficinistas, mensajeros y personal de comunicaciones y de seguridad. Teníamos viviendas rusas, escuelas rusas y campamentos para los niños rusos. ¿Y por qué no? Metimos treinta mil millones de rublos en Cuba. Cuba recibió de Rusia más ayuda extranjera per cápita que cualquier otro país del mundo. Pregúntese esto: ¿quién hizo más que Castro para derrotar a la Unión Soviética? —Bugai captó la mirada de Arkady—. Oh, sí, las paredes tienen oídos. Los cubanos son excelentes cuando de vigilancia electrónica se trata. Nosotros los adiestramos. Las únicas líneas realmente seguras son las de la embajada. Sólo hay que dejar de preocuparse. En todo caso, ahora contamos con un personal diplomático de veinte personas. Éste es un buque fantasma. Da igual que quedáramos en quiebra por pagar este circo flotante, da igual que nuestro sistema entero se derrumbara mientras ellos bailaban salsa. Lo importante es que las relaciones entre nosotros y los cubanos nunca han sido tan malas, ¿y ahora viene y me dice que no puede identificar a Pribluda?
—No de manera concluyente.
—Fue lo bastante concluyente para los cubanos. He hablado con el capitán Arcos y me parece un hombre razonable, teniendo en cuenta que sacó un ruso del puerto de La Habana.
—Un ruso muerto.
—Según tengo entendido, la muerte la causó un ataque cardíaco. Algo trágico pero natural.
—No hay nada natural en que Pribluda flotara en la bahía.
—Estas cosas les suceden a los espías.
—Oficialmente, era un agregado encargado del azúcar.
—Claro. Pues lo único que tenía que hacer era recorrer la isla visitando cañaverales y comprobar que los cubanos no alcanzan su cuota, porque nunca lo han hecho. En cuanto a informaciones secretas, el ejército cubano traslada ahora los misiles con bueyes en lugar de camiones, eso es todo lo que usted necesita saber al respecto. Cuanto más rápido acabemos con este pequeño incidente, mejor.
—También está el otro pequeño incidente de Rufo conmigo.
—Pues, ¿quién sabe qué es usted? Gracias a usted, hemos perdido a un chófer y un apartamento.
—Me quedaré en el de Pribluda. Está vacío. Bugai frunció los labios.
—No es la peor de las soluciones. Pretendo mantener este problema tan lejos de la embajada como me sea posible.
Arkady descubrió que hablar con Bugai era como tratar de pescar una medusa; cada vez que acechaba una respuesta el vicecónsul se alejaba flotando de su alcance.
—Antes incluso de que los cubanos encontraran el cuerpo, alguien en la embajada sabía que Pribluda tenía problemas y me mandó un fax. Sin firmar. ¿Quién podría ser?
—Ojalá lo supiera.
—¿No puede averiguarlo?
—No tengo suficiente personal para investigar a mi personal.
—¿Quién me asignó a Rufo?
—El Ministerio del Interior cubano nos asignó Rufo a nosotros. Rufo era su hombre, no el nuestro. No había nadie más a mano cuando usted llegó en plena noche. Yo no sabía quién era usted, exactamente, y todavía no lo sé. Desde luego, he llamado a Moscú y quizás hayan oído hablar de usted, pero no sé en qué está metido en realidad. El crimen no es mi especialidad.
—Estoy metido en la identificación de Pribluda. Los cubanos pidieron fotografías de él y querían venir a la embajada. Usted se lo negó.
—Bueno, éste es mi campo. Para empezar, no tenemos fotografías. En segundo lugar, los cubanos aprovechan cualquier oportunidad para acceder a la embajada y husmear en asuntos delicados. Es un estado de sitio. Antes éramos los cantaradas y ahora somos los criminales. Neumáticos pinchados en plena noche. Nos detienen y nos registran cuando la policía ve una matrícula rusa.
—Como en Moscú.
—Pero en Moscú el gobierno no tiene el control, ésa es la diferencia. He de decir que nunca tuve problemas con Rufo hasta que usted llegó.
—¿Dónde está el embajador?
—En este momento no tenemos embajador.
Arkady cogió un taco de notas del escritorio y escribió: «¿Dónde está el agente del servicio secreto con quien comunicaba Pribluda?»
—No es un gran secreto —contestó Bugai—. El jefe de los guardias se encuentra aquí, pero no es más que un musculitos. El jefe de seguridad lleva un mes en Moscú, intentando conseguir un puesto en la gerencia de un hotel, y me dejó muy claro que mientras estuviese fuera no quería ninguna «bandera roja». Por mi parte, no pienso dejar que me llamen de Moscú a causa de un espía que tuvo un ataque cardíaco mientras flotaba en la oscuridad.
—Cuando Pribluda se comunicaba con Moscú, ¿utilizaba una línea segura?
—Mandamos mensajes codificados por correo electrónico, en un ordenador protegido que se limpia automáticamente. No queda el menor rastro en el disco duro cuando se borra el mensaje. Pero no mandamos muchos mensajes en código. Los habituales faxes, llamadas telefónicas y correspondencia electrónica se envían mediante ordenadores normales y me encantaría tener una destructora de papel que funcionara. —Arkady sacó la fotografía del Club de Yates de La Habana a fin de preguntar acerca de los amigos cubanos de Pribluda, pero el vicecónsul apenas si le dedicó una ojeada—. No tenemos amigos cubanos. Antes, cuando un artista ruso visitaba La Habana era todo un acontecimiento. Ahora, la gente ve películas norteamericanas en la televisión. Fidel las roba y las emite. No le cuesta nada. Algunas personas tienen antena parabólica y sintonizan con Miami. Además, está la santería; Fidel está dispuesto a fomentar el vudú para entretener a las masas. Supersticiones africanas. Desde que estoy aquí, esta gente se ha vuelto cada vez más africana.
Arkady guardó la foto del club de yates.
—Los cubanos necesitan una foto más clara de Pribluda. Seguro que la embajada tiene una foto de seguridad.
—Eso es cosa de nuestro amigo en Moscú. Tendríamos que esperar a que regrese de su búsqueda de trabajo, y podría tardar otro mes.
—¿Un mes?
—O más.
Bugai no dejaba de retroceder y Arkady no dejaba de avanzar, hasta que pisó un lápiz, que se rompió con un sonoro crujido. El vicecónsul se sobresaltó y su tranquilo aspecto de medusa fue reemplazado por el de una yema de huevo al ver un tenedor. Su nerviosismo hizo recordar a Arkady que había matado a un hombre; que fuera en defensa propia o no, el asesinato era un acto violento que sin duda no le atraería nuevos amigos.
—¿En qué trabajaba Pribluda, su agregado del azúcar?
—No puedo, de ninguna manera, decírselo.
—¿En qué trabajaba? —insistió Arkady separando las palabras.
—No creo que tenga usted la autoridad… —empezó a decir Bugai y se retrajo cuando Arkady se dispuso a rodear el escritorio—. Muy bien, pero lo hago bajo protesta. Hay un problema con el protocolo del azúcar, una cuestión comercial que usted no entendería. En resumen, nos mandan azúcar que no pueden vender en otros lugares, y nosotros les mandamos petróleo y maquinaria que no somos capaces de descargar en otros sitios.
—Eso me suena normal.
—Hubo un malentendido. El año pasado los cubanos pidieron que se renegociara un acuerdo ya firmado. Dada la hostilidad entre nuestros dos países, dejamos que interviniera una tercera parte, una empresa panameña de importación y exportación azucarera llamada AzuPanamá. Todo se resolvió. No sé por qué Pribluda lo investigaba.
—Pribluda, ¿el experto en azúcar?
—Sí.
—¿Y una fotografía de Pribluda?
—Déjeme ver —se apresuró a decir Bugai, antes de que Arkady diera otro paso. Retrocedió hasta las estanterías y extrajo un álbum de cuero; lo abrió sobre el escritorio y pasó varias páginas sujetas con argollas y llenas de fotografías montadas—. Invitados y acontecimientos sociales. El primero de mayo. El cinco de mayo mexicano. Le dije que Pribluda no asistía a estos actos. El cuatro de julio con los norteamericanos. Los norteamericanos no tienen una embajada, sino lo que se llama una sección de intereses, mayor que una embajada. Octubre, el día de la Independencia cubana. ¿Sabía que el padre de Fidel era un soldado español que luchó contra Cuba? Diciembre. Acaso haya una aquí. Solíamos celebrar una fiesta tradicional de Año Nuevo con un Abuelo Nieve para los niños rusos, todo un acontecimiento. Ahora sólo tenemos unos cuantos niños, pero piden un Santa Claus y una fiesta de Navidad.
En la fotografía se veía a dos niñas con lazos en el cabello, sentadas en el regazo de un hombre barbudo con traje rojo, cuerpo redondo y las mejillas pintadas con colorete para dar la impresión de salud; unos regalos rodeaban un árbol de oropel. Detrás de los niños, junto a una mesa repleta de comida, unos adultos hacían cola y equilibraban platos con quesos y pastel de Navidad y copas de champán dulce. En el fondo, alguien que podría haber sido Serguei Pribluda se metía la mano entera en la boca.
—El calor con ese traje era increíble.
—¿Era usted? —Arkady miró más atentamente la foto—. No parecía encontrarse bien.
—Insuficiencia cardiaca congestiva. Una válvula en mal estado. —Frotándose los brazos, Bugai rodeó el escritorio y hurgó en los cajones—. Fotos. Haré una lista de los posibles nombres y direcciones. Mostovoi es el fotógrafo de la embajada y también está Olga.
—Debería usted estar en Moscú.
—No, pedí Cuba. Puede que no tengan suficientes fármacos aquí, pero tienen médicos excelentes, más médicos por persona que cualquier otro país del mundo, y operan a cualquiera, ya sea general, granjero o un obrero que lía puros, da igual. ¿Moscú? A menos de ser millonario, uno tiene que esperar dos años, como mínimo. Estaría muerto. —Bugai parpadeó bajo un velo de sudor—. No puedo irme de Cuba.
Elmar Mostovoi poseía la jeta redonda de un mono, uñas curvadas y un bisoñé de rizos anaranjados que coronaba su cabeza cual un objeto comprado en una tienda de regalos para turistas. Arkady le calculó poco más de cincuenta y cinco años, pero en buena condición física, la clase de hombre que hace abdominales apoyándose en las yemas de los dedos; llevaba la camisa abierta y los pantalones arremangados a fin de lucir el pecho y unas pantorrillas afeitadas y tan lisas como tubos. Residía en Miramar, en la misma zona que la embajada, en un hotel en primera línea de mar llamado Sierra Maestra, que presentaba muchas de las características de un buque de carga a punto de hundirse: balcones inclinados, balaustradas oxidadas y vista al mar. El mobiliario de su apartamento, sin embargo —un sofá y sillones tapizados con piel color vainilla sobre una mullida alfombra lanuda—, resultaba bastante lujoso.
—Aquí meten a polacos, alemanes y rusos. Lo llaman Sierra Maestra, pero yo lo llamo Europa Central. —Mostovoi insertó un Marlboro en una boquilla de marfil—. ¿Ha visto la máquina para hacer palomitas en el pasillo? Muy estilo Hollywood.
Su apartamento estaba decorado con carteles de películas (Lolita, Al este del Edén), de fotografías de un expatriado (en un bistro de París, navegando, alguien agitando la mano hacia la Torre de Londres), libros (Graham Greene, Lewis Carroll, Nabokov), recuerdos (una polvorienta gorra de campaña, campanas de bronce, falos de mármol de tamaño creciente).
—¿Le interesan las fotografías? —preguntó.
—Sí.
—¿Las aprecia?
—A mi manera.
—¿Le agrada la naturaleza? —Era muy natural. Mostovoi tenía cajas repletas de fotografías de 20 x 25 de jóvenes desnudas ocultas detrás de palmeras, jugueteando en las olas, mirando a través de bambúes—. Un cruce entre Lewis Carroll y Helmut Newton.
—¿Tiene fotografías de sus colegas en la embajada?
—Bugai no deja de insistir en que saque fotos de lo que él llama acontecimientos culturales. No me interesan. No hay forma de que los rusos posen así. Ni siquiera hay forma de que se quiten la ropa.
—El clima, tal vez.
—No, ni siquiera aquí. —Mostovoi contempló, meditabundo, la fotografía de una cubana rebozada en arena—. No sé cómo, pero la gente aquí consigue equilibrar el socialismo y la ingenuidad. Y al mezclarme con los cubanos no experimento la paranoia que ha hecho presa del resto de nuestra comunidad, cada vez más reducida.
—¿A qué paranoia se refiere?
—A la paranoia de los ignorantes. Cuando un agente secreto como Pribluda aparece flotando en el puerto en plena noche, ¿qué hacía, sino espiar? Nunca cambiaremos. Es indignante. Es lo que ocurre a los europeos en el paraíso: nos matamos los unos a los otros y luego culpamos a los nativos. ¿Sabe?, el KGB solía crear personas muy civilizadas. En una ocasión le dije algo en francés a Pribluda y me miró como si le estuviese hablando en chino. —Mostovoi abrió otra caja. En la primera foto una chica apretaba una pelota de voleibol—. Mi serie sobre deportes.
—Más de las del ángulo dramático.
En la foto siguiente una mestiza arrullaba un cráneo en el regazo. Dirigía a la cámara una mirada sensual, a través de una melena de rizos que apenas si le cubrían los pechos. En torno a ella había velas derretidas, tambores y botellas de ron.
—Me he equivocado de caja —comentó Mostovoi—. Mi serie de los días lluviosos. Trabajamos aquí y tuve que usar los accesorios que tenía a mano.
El cráneo constituía un burdo facsímil; carecía de detalles alrededor del orificio nasal y de dientes, si bien a Arkady lo impresionó el número de artefactos que debía tener a mano un fotógrafo serio para un día de lluvia. En la siguiente foto, otra chica lucía una boina para modelar arcilla.
—Muy artístico.
—Muy amable. Se rumorea que habrá una exposición en la embajada. Bugai me toma el pelo y a mí me da igual. Sólo espero estar presente con mi cámara cuando le dé el ataque cardíaco.
La mujer era entradita en carnes, de cabello fino, que se iba convirtiendo de rubio en gris, y un rostro ovalado de ojos pequeños y un tanto humedecidos por los recuerdos. Si bien su aire acondicionado se había estropeado, el apartamento de Olga Petrovna constituía un rinconcito de Rusia, con una alfombra oriental en la pared y geranios floridos en maceteros; un canario de un amarillo limón gorjeaba en una jaula. Dispuestos sobre la mesa, pan moreno, ensalada de alubias, sardinas, ensalada de col con semillas de granada y tres tipos de pepinillos; junto a un samovar eléctrico, un tarro de mermelada y tazas de té con asas de plata. Buscó para Arkady en los álbumes de fotos mientras, con modales femeninos, tiraba de su vestido donde se le adhería.
—Se remontan a veinticinco años. Qué vida aquélla. Nuestras propias escuelas, con los mejores maestros, buena comida rusa. Era una verdadera comunidad. Nadie hablaba español. Los niños tenían sus propios campos de exploradores, todo en ruso, con tiro con arco, alpinismo y voleibol. Nada de esta idiotez cubana del béisbol. Nuestras propias playas, nuestros propios clubes y, por supuesto, cumpleaños y bodas, auténticas celebraciones familiares. Se sentía una orgullosa de ser rusa, de saber que estaba aquí para proteger el socialismo de las fauces norteamericanas, en esta isla tan lejos de casa. Cuesta creer que fuéramos tan poderosos, tan seguros de nosotros mismos.
—¿Es usted la historiadora oficiosa de la embajada?
—La madre de la embajada. Llevo más tiempo allí que nadie. Vine muy jovencita. Mi marido ha muerto y mi hija se casó con un cubano. A decir verdad, soy rehén de mi nieta. Si no fuera por mí, no hablaría nunca ruso. ¡Imagíneselo! Se llama Carmen. ¿Es ése un nombre adecuado para una chica rusa? —Olga Petrovna sirvió el té y le añadió mermelada con una sonrisa de conspiradora—. ¿Quién necesita azúcar?
—Gracias. ¿Su nieta fue a la fiesta de Navidad de la embajada?
—Aquí está. —Olga Petrovna abrió en la primera foto de lo que parecía el álbum más reciente, y señaló una niña de cabello rizado con un vestido blanco que le daba el aspecto de un pastel de bodas ambulante.
—Muy mona.
—¿Le parece?
—Absolutamente.
—De hecho, es una mezcla interesante de ruso y cubano. Muy precoz, un tanto exhibicionista. Carmen insistió… todos los niños insistieron… en un Santa Claus norteamericano. Eso pasa por ver la televisión.
De foto en foto, Arkady siguió los progresos de la niña hacia el regazo de Santa Claus, un susurro en su oreja y la retirada hacia la mesa de comida. Señaló una espalda ancha junto a la mesa.
—¿Ése no es Serguei Pribluda?
—¿Cómo lo sabe? Fue Carmen la que lo llevó a la fuerza a la fiesta. Serguei trabaja mucho.
Olga Petrovna tenía a Pribluda en gran estima: un hombre fuerte de familia verdaderamente obrera, patriótico, que nunca se emborrachaba, aunque tampoco era tímido, silencioso pero profundo; obviamente un agente, pero no de los que actúan de modo misterioso. Ciertamente, no era un debilucho como el vicecónsul Bugai.
—¿Se acuerda de la palabra «cantarada»? —preguntó Olga Petrovna.
—Demasiado bien.
—Así definiría yo a Serguei Sergueevich, en el mejor sentido de la palabra. Y culto.
—¿En serio? —Ésta era una imagen tan nueva de Pribluda que Arkady se preguntó si hablaban de la misma persona. Por desgracia, pese al respeto que sentía por el coronel, no tenía más fotos de él. Luego, con gran deleite:
—¡Oh, aquí está! —Una niña de unos ocho años, con uniforme escolar de un deslucido color pardo que ya le quedaba pequeño, se encontraba en el umbral de la puerta de la sala. Echó una mirada airada a Arkady por debajo de unas cejas en forma de uve—. Carmen, éste es nuestro amigo, el ciudadano Renko.
La niña dio tres lentos pasos al frente, y gritó: —¡Jai!— y dio un puntapié que, por tres milímetros, no alcanzó el pecho de Arkady. —El tío Serguei sabe kárate.
—¿Ah, sí?
Arkady habría jurado que Pribluda era de los que dan un puñetazo en los riñones.
—Lleva un cinturón negro en el maletín.
—¿Has visto el cinturón?
—No, pero estoy segura. —Lanzó un golpe de kárate al aire, y Arkady dio un paso atrás—. ¿Lo ve? Puños peligrosos.
—Ya basta —ordenó Olga Petrovna—. Sé que tienes deberes.
—Si él es amigo del tío Serguei querrá ver lo que sé hacer.
—Ya basta, jovencita.
—Estúpido abrigo. —Carmen miró a Arkady de arriba abajo.
Olga Petrovna batió palmas hasta que la niña bajó la barbilla y se fue a la habitación contigua.
—Lo siento. Así son los niños ahora.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Serguei Sergueevich?
—Un viernes, después del trabajo. Yo había llevado a Carmen a tomar un helado en el Malecón y nos lo encontramos hablando con un cubano. Recuerdo que Carmen dijo que había oído un rugido, y Serguei Sergueevich dijo que su vecino tenía un león que se desayunaba a las niñitas. La pequeña se irritó tanto que tuvimos que volver a casa. Por lo general se entendían muy bien. —Cuando Arkady le pidió que le enseñara el lugar en un plano, ella señaló el malecón justo enfrente del apartamento de Pribluda—. Serguei Sergueevich llevaba gorra de capitán, y el cubano tenía una de esas enormes cámaras de neumáticos que usan para pescar. Era negro, es lo único que recuerdo.
—¿Usted oyó un rugido?
—Algo, tal vez. —Al guardar los álbumes en su sitio, Olga Petrovna preguntó—: ¿Cree que es cierto eso que dicen, que Serguei Sergueevich está muerto?
—Me temo que puede serlo. Algunos de los investigadores cubanos son muy competentes.
—¿De qué murió?
—De un ataque cardíaco, dicen.
—¿Pero usted tiene dudas?
—Sólo me gusta estar seguro.
Olga Petrovna suspiró. En el tiempo que llevaba viviendo en La Habana, la ciudad se había convertido en otro Haití. Y Moscú estaba dominado por chechenos y bandas de gángsteres. ¿Adónde podía uno ir?
Arkady regresó al Malecón en taxi y caminó las últimas manzanas que lo separaban del apartamento de Pribluda. Pasó frente a niños que pedían chicles y hombres que ofrecían mulatas; e hizo caso omiso de las frases hechas con que intentaban iniciar una conversación, como «Amigo, ¿qué hora es?», o «¿de qué país?», o bien «Momentico, amigo». Arriba colgaban balcones, arabescos de picos de hierro forjado y plantas en maceteros, mujeres en bata de casa y hombres en ropa interior fumando puros, y música que cambiaba de una ventana a otra y a otra. Decadencia por doquier, calor por doquier, colores deslavados que intentaban mantener juntos yeso en proceso de desintegración y vigas carcomidas por el salitre.
Por un momento le pareció haber vislumbrado a un hombre que lo seguía en la oscuridad de los soportales. ¿Lo estarían siguiendo? No estaba seguro. Costaba distinguir una sombra cuando, a diferencia de uno, todos sabían en qué dirección iban las calles; cuando, a diferencia de uno, todos parecían estar en su lugar, con el mar a un lado y al otro un laberinto de montones de escombros, coches subidos a la acera, personas haciendo cola para un helado, un autobús, pan, agua.
De modo que continuó avanzando envuelto en su abrigo, atrayendo miradas como si fuera un monje que se hubiese desviado de la Vía Dolorosa.