4

En cuanto Arkady se encontró a solas en el apartamento de Pribluda fue al despacho y encendió el ordenador, que solicitó de inmediato la contraseña. Un código de acceso que combinaba hasta doce letras y números era prácticamente imposible de descifrar; pero también hacía falta recordar los códigos y sabía que los seres humanos que él conocía tendían a usar su cumpleaños o su dirección. Probó con el nombre de la esposa de Pribluda, los de su hijo, su santo (aunque Pribluda era ateo solía tomarse una botella el día de su santo), sus escritores preferidos (Shólojov y Gorki), sus equipos favoritos (Dínamo y Ejército Central). Probó el 06111968, la fecha de ingreso de Pribluda en el Partido, la fórmula química C12H22011 para el azúcar, un nostálgico 55-45-37-37 por las coordenadas (latitud y longitud, minutos y segundos) de Moscú. Probó con palabras escritas y traspuestas en números (aunque el orden correcto del alfabeto ruso provocaba una controversia que seguiría en el siglo XXI). El ventilador del ordenador zumbaba un momento y luego ronroneaba. Continuó probando, hasta sustituir el brillo del aparato por la oscuridad del balcón, donde se consoló con el regular barrido del haz de la luz del faro y con el profundo insomnio de la noche.

Descubrió que, como un asesino, confiaba en que, aunque su historia fuese inverosímil, la verdad no resultara más verosímil. También se sentía ligeramente perplejo ante su propia reacción al asalto. Se había defendido por instinto, como un hombre a punto de arrojarse al vacío se resiste a que lo empujen.

No tenía idea de por qué Rufo lo había atacado, salvo que algo tenía que ver con su amigo Pribluda. No es que Pribluda fuese un amigo en el sentido corriente. No compartían ni gustos, ni intereses, ni ideología política. De hecho, a decir verdad, Pribluda era, en muchos aspectos, un hombre terrible.

Arkady se lo imaginó sacando el vodka y diciendo:

—Renko, viejo, estás jodido. Te encuentras en un país demencial, en una tierra extraña de la que no conoces nada, ni siquiera el idioma. —Pribluda se inclinaría con los hombros caídos, tocaría el vaso de Renko con el suyo y esbozaría su pavorosa sonrisa. Acostumbraba desabrocharse un botón, el cuello, un puño con cada nueva copa, como si beber fuese cosa seria—. De lo único que puedes estar seguro es de que no sabes nada. Nadie te ayudará sólo por tus ojitos castaños. Todos los que se hagan pasar por amigos serán enemigos. Todo el que ofrece ayuda esconde un cuchillo en la espalda. ¡Salud! —El coronel haría un gesto grandioso, echaría el tapón de la botella al mar. Ésa era su idea del donaire—. ¿Te gusta la lógica?

—Me encanta la lógica —podría contestar Arkady.

—Aquí tienes lógica: Rufo no tenía por qué matarte. Rufo trató de matarte. Ergo, alguien mandó a Rufo. Ergo, ese alguien va a mandar a otra persona.

—Agradable pensamiento. ¿Me lo dejaste como regalo para llevármelo a casa? —Con la cabeza, Arkady indicaría el muñeco de tamaño natural que rumiaba en un rincón. El modo en que su sombra se movía cada vez que la brisa empujaba la lámpara resultaba bastante desconcertante—. Encantador. —Extrajo de su abrigo el papel en que había escrito las señas de Rufo, así como la llave de la casa que había quitado al cuerpo antes de que Luna acudiera.

—Lo que creo que deberías hacer —continuaría Pribluda, cual una apisonadora— es encerrarte con una pistola y naranjas, pan y agua, en una habitación de la embajada, acaso un cubo para tus necesidades, y no abrir la puerta hasta que vayas al aeropuerto.

En su mente, Arkady preguntó:

—Pasar una semana en La Habana escondido en una habitación. ¿No es un poco perverso?

—No. Matar a Rufo cuando ibas a suicidarte, eso sí que es perverso.

Arkady se dirigió pasillo abajo hacia el despacho, regresó con un plano de la ciudad y lo extendió debajo de una lámpara.

—¿Te marchas? —Pribluda se mostraba siempre horrorizado cuando Arkady se rendía antes de llegar al fondo de la botella.

Arkady buscó una calle llamada Esperanza y apuntó la dirección de Rufo en un papel. «No voy a quedarme aquí a esperar —dijo para sus adentros—. Tengo también la llave de tu coche. Si quieres ayudarme, dime dónde está el coche. O dame tu contraseña».

El fantasma de Pribluda, ofendido, desapareció. Arkady, por su parte, se encontraba del todo despierto.

Salir a la calle en una ciudad extraña, en plena noche, equivalía a zambullirse en una oscura piscina sin conocer su profundidad. Unos soportales recorrían la manzana entera, y no surgió a la tenue y fumosa luz hasta alcanzar la farola de la esquina. Continuó andando por el bulevar porque su larga curva paralela al mar simplificaba el problema de la orientación.

Aunque aguzó el oído por si oía un coche o pisadas, lo único que percibió fue el eco de sus propios pasos y las olas que se levantaban al otro lado de los carriles vacíos de la calle. Pasó frente a un retrato de Castro pintado en un mural en el lado de un edificio de tres pisos. La figura daba la impresión de ser un gigante caminando por su ciudad, con la cabeza oscurecida por la sombra encima de una farola, vistiendo el característico traje de faena, un pie ligeramente delante del otro, y echando un saludo con la mano derecha a alguien invisible que prometía: «¡A sus órdenes, comandante!». Pues él y el comandante formaban una extraña pareja de insomnes —pensó Renko—, un ruso furtivo y un gigante desvelado patrullando.

Seis manzanas más allá distinguió una oscura fachada de hotel y un taxi; la cabeza del taxista se apoyaba en sus brazos sobre el volante. Arkady lo sacudió y, cuando un ojo pestañeó y se abrió, le enseñó las señas de Rufo y un billete de cinco dólares.

Se sentó en el asiento del copiloto. El taxi atravesó el apagón, volando cual un murciélago; el taxista no dejó de bostezar, como si aparte de un choque, nada mereciera el esfuerzo de despertarse, y sólo aminoró la marcha cuando montañas de escombros urbanos se cernieron frente a sus faros delanteros. Alguien había estarcido el número de Rufo en la fachada de una casa baja y sin ventanas, en una calle estrecha. El taxi se alejó, diríase que a tientas, mientras, gracias al encendedor de Rufo, Arkady encontraba la llave correcta; cuando se la había quitado al muerto, antes de llamar a la PNR, Arkady se fijó en cuánto se parecía a la de su propia casa: un diseño ruso con una estrella estampada en el anillo; sin duda un recuerdo del comercio socialista. Se le ocurrió que, si la detective Osorio había tratado de entrar con las llaves que había dejado en el bolsillo de Rufo se sentiría frustrada e irritada.

La puerta daba a una estancia lo bastante estrecha para que la claustrofobia reptara por su espalda. Acompañó a la llama del encendedor entre un sofá-cama deshecho y una mesita, sobre la cual había un cenicero de cerámica en forma de mujer desnuda, una cadena de televisión, tocadiscos, casete y vídeo. Un minibar parecía haber sido arrancado de la suite de un hotel. El borde de un lavabo de pedestal estaba repleto de minoxidil, vitaminas y aspirinas. Un armario contenía, aparte de ropa, cajas de zapatillas Nike y New Balance, cajas de cigarros puros, una videoteca y copias del Windows 95, todo un almacén. Abrió una puerta y echó un vistazo a un asqueroso retrete, volvió a meterse en la habitación y se movió más lentamente. Sujetos a las paredes con chinchetas había recortes de periódico con el titular gran éxito de equipo cubano y, encima de una foto del joven Rufo, campeón, alzando los guantes de boxeo, otro titular: ¡pinero triunfa en la URSS! En unas fotos enmarcadas figuraban grupos de hombres con las camisetas de su equipo, en la plaza Roja, delante del Big Ben, junto a la Torre Eiffel. Arkady dio la vuelta a las fotos y copió los nombres que encontró escritos. También había nombres y números garabateados en la pared junto a la cama.

Daysi 32-2007

Susy 30-4031

Vi. Aflt. 2300

Kid Choc. 5/1

Vi. CYLH 2200 Angola

Lo único que sacó en claro de la lista fue que él había sido el visitante que llegaba en Aeroflot a las 23.00 y que parecía que otro visitante, de Angola, llegaba casi a la misma hora. En todo caso, la lista contenía muchos números de teléfono para una habitación sin teléfono ni enchufe para uno. Arkady recordó que Rufo tenía un móvil cuando se habían encontrado en el aeropuerto, aunque cuando, más tarde, registró su cuerpo, el aparato había desaparecido.

De una percha colgaba un elegante sombrero de paja color marfil con «Made in Panamá» y las iniciales RPP en la badana. Registró la cómoda, miró debajo de la almohada y del colchón, revisó los vídeos, que parecían todos de boxeo o, los que tenían las etiquetas más personales, pornográficos. El minibar contenía cacahuetes de aerolíneas y saludables botellas de agua de Evian. No había señales de una visita de Luna u Osorio, nada de polvo de hojas de palmera quemadas para huellas dactilares.

Lo más importante fue que no halló ninguna razón para que Rufo intentara asesinarlo. Había planeado bien el asalto. El chándal tenía sentido por la misma razón que tienen los pintores para ponerse un mono de faena, y a Arkady le parecía que a Osorio se le había ocurrido la misma idea. Pero ¿por qué molestarse en matar a alguien que se marcharía en pocas horas? ¿Estaría buscando algo o es que se había levantado la veda de la caza de rusos en La Habana?

Cuando salió del apartamento, la luz del amanecer hizo resaltar una pared desconchada con un letrero de un rojo taurino que rezaba gimnasio atares. Junto a la acera, en un sedán de la PNR, se encontraba la detective Osorio, que clavó la mirada en Arkady el tiempo suficiente para hacerlo retorcerse, y le tendió la mano.

—La llave.

—Lo siento.

Arkady metió la mano en el bolsillo y le dio la llave de su apartamento en Moscú. Siempre podría allanar su propia casa, de ser necesario.

—Súbase —le ordenó Osorio—. Yo lo encerraría en una celda, pero el doctor Blas quiere verlo.

Con su barba recortada y su olor a ácido fénico, el doctor Blas, el Plutón de un personal y cordial submundo, dio la bienvenida a Arkady al Instituto de Medicina Legal y alabó a Osorio.

—Nuestra Ofelia es muy inteligente. De haber tenido una Ofelia la mitad de inteligente, Hamlet habría resuelto rápidamente el misterio del asesinato de su padre, el rey. Claro que entonces no habría quedado gran cosa para una obra teatral. —Dos mujeres jóvenes con ceñidas camisetas del IML pasaron de largo por el pasillo; los ojos del médico las aprobaron—. Nos entrenamos con el FBI en Washington y Quantico, hasta la Revolución, y luego con los rusos y los alemanes. Pero me gusta pensar que tenemos un estilo propio. Su problema, Renko, es que no confía en nosotros. Me di cuenta cuando estuvo aquí la última vez.

—¿De eso se trata?

A él le parecía que su problema era que Rufo había intentado matarlo, pero el director parecía tener una visión más amplia. Pasaron frente a una vitrina con fotos del rostro de dos hombres con los labios distendidos y ojos cerrados.

—Personas desaparecidas y muertas sin identificar. Para que el público las vea. —Blas retomó el hilo de la conversación—. Cuando piensa en Cuba, piensa en una isla caribeña, un lugar como Haití, un país como Nicaragua. Cuando decimos, por ejemplo, que hemos identificado a un hombre como ruso, usted se pregunta cuan precisa es la identificación, cuan cualificadas son las personas que le dicen que acepte este cuerpo y se lo lleve a casa. Cuando ve que sacan un cuerpo del agua como perros jugando con un hueso se pregunta cuan minucioso es el trabajo policial. Por eso robó la llave de Rufo y fue por su cuenta a su habitación. Yo asisto muy a menudo a conferencias internacionales y me encuentro con gentes que no conocen Cuba y tienen los mismos reparos. Así que déjeme hablarle de mí mismo. Tengo un diploma médico por la Universidad de La Habana, con especialización en patología. He estudiado en la Escuela Superior de Investigación en Volgogrado, en Leipzig y en Berlín. El año pasado pronuncié un discurso en las conferencias de la Interpol en Toronto y en la ciudad de México. De modo que no lo han soltado en los confines del mundo. Algunos enemigos de Cuba desean aislarnos, pero no estamos aislados. El tema internacional del crimen no nos permite aislarnos. Yo no lo permitiré.

Pasaron frente a un hombre esposado a una silla, que levantó una cara llena de cicatrices viejas y magulladuras nuevas.

—Espera su evaluación psicológica —explicó Blas—. Tenemos otros expertos en biología, odontología, toxicología e inmunología forenses. Tal vez a un ruso le cueste creerlo. Antes, ustedes eran los maestros y nosotros los alumnos. Ahora nosotros somos los maestros en África, Centroamérica, Asia. Nuestra Ofelia… —Blas movió la cabeza en dirección a Osorio, que había andado a su lado con modestia— ha dado clases en Vietnam. Aquí no hay ignorancia. No lo permitiré. Como resultado, me complace decirle que La Habana tiene la tasa más baja de homicidios no resueltos de todas las capitales del mundo. Así pues, cuando digo de quién es un cadáver, es que es de esa persona. Pero la detective Osorio me dice que usted ha vuelto a dudar en cuanto a la identificación del coronel Pribluda.

—Está reaccionando al asalto que ha sufrido —manifestó Ofelia.

—Es probable que mi reacción se haya visto influida por eso —concedió Arkady—. O por encontrar a Pribluda muerto. O por el jet lag.

—Pasará usted otra semana aquí. Se adaptará. Fue muy emprendedor, eso de ir al apartamento de Rufo. Ofelia dijo que quizá lo hiciera. Es intuitiva, creo.

—Yo también lo creo.

—Si lo que dice es cierto, Rufo murió accidentalmente por su propia mano durante una breve y violenta lucha, ¿no?

—Suicidio accidental.

—Efectivamente. Pero esto no responde a por qué Rufo lo atacó. Esto me resulta muy preocupante.

—Aquí, entre nosotros, a mí también me preocupa.

Blas se detuvo en lo alto de una escalera por la que subía un frío acre, como el olor a leche agria.

—La naturaleza del ataque con navaja y jeringa es sumamente extraña. Alguien robó una jeringa de embalsamamiento aquí ayer, aunque no entiendo cuándo Rufo pudo haberla cogido. Usted estuvo con él todo el tiempo, ¿no?

—Fui al lavabo una vez. Podría haberla cogido en ese momento.

—Sí, tiene razón. Bien, probablemente fuera ésa la jeringa, aunque no entiendo por qué un asesino la escogería cuando ya tenía un arma mejor. ¿Usted lo entiende?

Arkady pensó en ello un momento.

—¿Tenía antecedentes de violencia?

—Conozco la opinión del capitán Arcos en este asunto, pero he de ser sincero. Mejor decir que Rufo tenía antecedentes de no haber sido pillado. Era un jinetero. De los que andan con turistas y les encuentra chicas, cambia sus divisas, les consigue puros. Se supone que tenía mucho éxito con alemanas y suizas, secretarias que venían de vacaciones. ¿Puedo serle franco?

—Por favor.

—Se dice que anunciaba a las extranjeras que tenía una pinga como una locomotora.

—¿Qué es una pinga?

—Yo no soy psiquiatra, pero un hombre que tiene una pinga como una locomotora no utiliza una jeringa para matar a alguien.

—Más bien un machete —declaró Osorio.

—No se pueden usar muchos de ésos. ¿Cuánta gente tiene machete en la ciudad?

—Cada cubano posee un machete —le informó Blas—. Yo tengo tres en mi armario.

—Yo también tengo uno —afirmó Osorio.

Arkady aceptó su error.

—¿No puede aclarar lo de la jeringa? —inquirió Blas.

—No.

—Entienda que no soy detective, no soy policía sino un simple patólogo forense, pero hace mucho tiempo mis maestros rusos me enseñaron a pensar de modo analítico. Creo que no somos tan distintos, así que le enseñaré algo que aumentará su confianza en nosotros. Y quizá pueda aprender algo, de paso.

—¿Como qué?

Blas se frotó las manos, cual el presentador de un programa.

—Empezaremos por donde usted entró.

El depósito de cadáveres contaba con seis cajones, un congelador y una nevera con puerta de cristal, todos con los mangos rotos y perlados de condensación.

—Los refrigeradores funcionan todavía —explicó Blas—. Teníamos un piloto de la invasión de bahía de Cochinos. Su avión cayó y él murió, y durante diecinueve años la CIA dijo que no sabían quién era. Finalmente, su familia vino a recogerlo. Y estaba en buenas condiciones, en su humedecedor, aquí. Lo llamábamos el Puro.

Blas extrajo un cajón. En el interior se encontraba, en desorden, el cuerpo morado identificado como Pribluda: el cráneo, la mandíbula y el pie derecho entre las piernas, una bolsa de plástico con los órganos donde debía estar la cabeza. Todavía abierta, la cavidad estomacal desprendía un tufillo a zoo que hizo que a Arkady le escocieran los ojos; habían colocado el cuerpo entero en una bañera de zinc para evitar que se desbordara la carne a punto de licuarse. Arkady encendió un cigarrillo e inhaló hondo. Con esto tenía un buen pretexto para fumar. Hasta ahora, su confianza no había aumentado.

—Nuestros amigos rusos nos prometieron financiar un nuevo sistema de refrigeración. Entiende por qué es tan importante la refrigeración en La Habana, ¿verdad? Luego los rusos dijeron que teníamos que comprarlo. —Blas volvió la cabeza de un lado a otro y estudió el cuerpo—. ¿Ve usted alguna característica de Pribluda que sea distinta de la de este cuerpo?

—No, pero creo que después de una semana en el agua y con las partes del cuerpo cambiadas de lugar, cualquier persona se parecería.

—El capitán Arcos me ordenó que no hiciera ninguna biopsia. Sin embargo, todavía soy el director aquí, y la practiqué. En el cerebro y los órganos no había indicios de drogas o toxinas. Esto no es algo concluyente, porque el cuerpo estuvo mucho tiempo en el agua, pero resulta que el músculo del corazón mostraba señales claras de necrosis, lo que es un fuerte indicador de un ataque cardíaco.

—¿Un ataque cardíaco mientras flotaba en el agua?

—Un ataque cardíaco después de toda una vida de comer y beber como un ruso, un ataque tan potente y tan rápido que no tuvo tiempo ni de retorcerse, razón por la cual los aparejos de pesca se encontraban todavía a bordo. ¿Sabe que la esperanza de vida es de veinte años menos en Rusia que en Cuba? Le daré muestras del tejido. Enséñeselas a cualquier médico de Moscú y le dirán lo mismo.

—¿Alguna vez ha visto que un pescador de neumático muera de un ataque al corazón?

—No, mueren sobre todo atacados por tiburones. Pero ésta es la primera vez que oigo hablar de un neumático ruso.

—¿Y no cree que esto merece una investigación?

—Tiene que entender nuestra situación. Como no tenemos ni escena del crimen ni testigos, una investigación resulta muy desalentadora, muy cara. Ni crimen. Peor aún, es ruso y la embajada se niega a colaborar. Dicen que nadie trabajaba con Pribluda, que nadie lo conocía y que era un mero estudiante inocente de la industria azucarera. Para nosotros, hasta una visita a la embajada precisa una nota diplomática. De todos modos, pedimos una fotografía de Pribluda y, puesto que no la recibimos, lo hemos comparado con el cuerpo hasta donde nos fue posible. No hay más que podamos hacer. Hemos de considerarlo identificado y usted debe llevárselo a casa. No queremos más «puros» aquí.

—¿Por qué pidieron una fotografía a la embajada? Yo le enseñé una.

—La suya no era lo bastante buena.

—No puede comparar nada con su aspecto actual.

Blas dejó que una sonrisa fuera ganando terreno en su cara. Cerró el cajón.

—Tengo una sorpresa para usted. No quiero que regrese a casa con una idea equivoca de Cuba.

En el primer piso, Blas precedió a Arkady y a Osorio hacia un despacho con un deslucido letrero en la puerta: antropología.

La primera impresión de Arkady fue que se trataba de unas catacumbas, con restos de mártires esmeradamente organizados en estantes de cráneos, pelvis, huesos de cadera, metacarpos como cogidos de la mano, espinas dorsales enredadas cual serpientes. El polvo nadaba en torno a la pantalla de una lámpara; la luz se reflejaba en una caja tras otra de escarabajos tropicales cuidadosamente sujetos con alfileres, escarabajos irisados como ópalos. Una víbora enseñaba los dientes, enroscada en un tarro de especímenes coronado por una tarántula parada sobre las puntas de las patas. En la pared, la mandíbula barroca de un tiburón parecía sonreír más que una mandíbula humana con los dientes afilados y puntiagudos. El cordón del ventilador de techo era el cabello trenzado de una cabeza reducida. No, catacumbas, no; Arkady cambió de opinión. Más bien una factoría en la jungla. En el escritorio, una sábana cubría algo que zumbaba, y, de haberse tratado de un gran mono volviéndose filosófico, Arkady no se habría sorprendido.

—Éste es nuestro laboratorio antropológico —aclaró Blas—. No es grande, pero aquí determinamos, mediante huesos y dientes, la edad, raza y sexo de las víctimas. Así como los distintos agentes venenosos o violentos.

—El Caribe posee un buen número que no se encuentran ni en Moscú —indicó Osorio.

—Nosotros tenemos déficit de tiburones —declaró Arkady.

—Y —continuó Blas—, con la actividad de los insectos, determinamos cuánto tiempo lleva muerta la víctima. En otros climas, los diferentes insectos se ceban en momentos diferentes, pero aquí, en Cuba, empiezan todos juntos, aunque cada uno avanza a su propio ritmo.

—Fascinante.

—Fascinante, pero quizá no lo que un investigador de Moscú llamaría un laboratorio forense serio, ¿verdad?

—Hay diferentes laboratorios para diferentes lugares.

—¡Exactamente! —Blas cogió la mandíbula de dientes afilados—. Nuestra población es… digamos que única. Un buen número de tribus africanas practicaba escarificaciones y afilaban los dientes. Los abakúas, por ejemplo, constituían una secreta sociedad del Congo, los leopardos. Los trajeron aquí como esclavos para trabajar en los muelles y al poco tiempo controlaban todo el contrabando de la bahía de La Habana. El comandante fue el que consiguió convertirlos en sociedad folclórica. —Dejó la dentadura y llamó la atención de Arkady hacia un cráneo y una hacha de dos filos salpicada de sangre seca—. Para usted, este cráneo tendría indicios de trauma.

—Es posible.

—Pero, para un cubano, un cráneo y un hacha cubierta de sangre animal puede indicar un altar religioso. La detective puede explicárselo a fondo, si lo desea. —Osorio se retorció, disgustada con la sugerencia—. Así pues, cuando llevamos a cabo el análisis psicológico de una persona utilizamos el perfil de Minnesota, claro, pero también tenemos en cuenta el hecho de que pueda ser un devoto de la santería.

—¡Oh!

De hecho, Arkady nunca había utilizado el perfil de Minnesota.

—No obstante… —Blas levantó la sábana—, déjeme probarle que, pese a las supersticiones, Cuba se mantiene al día con los avances del mundo.

Lo que dejó al descubierto sobre el escritorio era un ordenador 486 enchufado a un escáner y una impresora, cada uno de los cuales funcionaba, así como una cámara de vídeo de ocho milímetros, montada encima de una pequeña plataforma, con la lente hacia abajo. Dentro de un círculo, sobre la plataforma, e inclinado hacia la cámara había un cráneo con un agujero en el centro de la frente. El cráneo estaba ensamblado con un alambre, y la falta de unos dientes le confería una sonrisa de caricatura.

Arkady sólo había leído acerca de un sistema como éste.

—Ésta es una técnica de identificación alemana.

—No. Es una técnica cubana. El sistema alemán, incluyendo el software, cuesta más de cincuenta mil dólares. El nuestro cuesta diez veces menos, pues adaptamos un programa ortopédico. En este caso, por ejemplo, encontramos una cabeza con los dientes sacados con martillo. —Blas tocó el teclado y en la pantalla apareció la imagen en color de un contenedor de basura lleno de hojas de palmas coronadas por una cabeza decapitada. Al pulsar una tecla la imagen desapareció, sustituida por cuatro fotografías de sendos hombres, uno casándose, otro bailando animadamente en una fiesta, el tercero con una pelota de baloncesto en la mano y el cuarto montado a caballo. Cuatro hombres desaparecidos. ¿Cuál será? Acaso el asesino confiaba en que una cara en avanzado estado de descomposición, sin dientes, no podría emparejarse a ninguna fotografía o diagrama dental. Después de todo, aquí, en Cuba, la naturaleza es un enterrador muy eficaz. Ahora, sin embargo, sólo necesitamos una fotografía clara y un cráneo limpio. Usted es nuestro huésped, escoja uno.

Arkady escogió al novio y la imagen del hombre llenó la pantalla, con los ojos casi saliéndosele de las cuencas por nerviosismo y el cabello tan cuidadosamente arreglado como los volantes de su camisa. El doctor Blas arrastró el ratón sobre la alfombrilla, delineó la cabeza del novio, pulsó una tecla y borró la camisa y los hombros. Con un golpe en otra tecla, la cabeza flotó hacia la izquierda de la pantalla y, en la derecha, apareció el cráneo, mirando la videocámara, como un paciente que espera a que el dentista empiece a taladrar. Blas cambió la posición del cráneo, de modo que mirara la lente desde el mismo ángulo, exactamente, que la cara del novio. Amplió la cara hasta que alcanzó el tamaño del cráneo, resaltó las sombras para que la carne desapareciera y los ojos se hundieran en sus cuencas, colocó flechas blancas en la barbilla, en la coronilla, en los extremos externos de las cejas, en el interior de las cavidades orbitales y nasales, en las mejillas y en los bordes de la mandíbula. Comparado con la laboriosa reconstrucción de caras a partir de cráneos que Arkady había visto en Moscú, esta manipulación avanzaba a la velocidad de la luz. Blas añadió flechas en los mismos puntos de la fotografía y, con otro golpe a una tecla, hizo aparecer, entre cada par de marcas correspondientes, la distancia en píxeles, o sea, los miles de destellos de luz de la pantalla. Una última pulsación de una tecla juntó ambas cabezas en una única imagen desenfocada con unos números superpuestos entre las flechas.

—Los números representan las discrepancias entre las medidas del hombre desaparecido y las del cráneo cuando están exactamente superpuestos. Así probamos científicamente que es imposible que sean del mismo hombre.

Blas repitió el procedimiento, esta vez con el cráneo número 3, un chico que, con una camiseta de los Chicago Bulls, sonreía orgullosamente y sopesaba en una mano un balón de baloncesto. Blas recortó, amplió y resaltó la cabeza del chico, luego hizo aparecer el cráneo en la pantalla y lo situó adecuadamente. Las distancias entre los marcadores resultaron virtualmente idénticas, y cuando Blas superpuso las dos imágenes, los números bajaron precipitadamente a cero y una sola cara, muerta y viva a la vez, los miró desde la pantalla. Si existiera una foto de un fantasma sería ésta.

—Ahora nuestro desaparecido ya no está desaparecido y ahora ve que, aunque se supone que las cosas son imposibles en Cuba, las hacemos de todos modos.

—¿Para esto quería una foto de Pribluda?

—Para superponerla con el cuerpo que encontramos en la bahía, sí. Pero la fotografía que usted trajo no era apropiada y la embajada se niega a proporcionarnos otra.

Se produjo un silencio expectante hasta que Arkady captó el mensaje.

—Yo no necesito una nota diplomática para entrar en la embajada.

Blas actuó como si no se le hubiese ocurrido semejante idea.

—Si quiere. La Revolución siempre necesita voluntarios. Puedo apuntarle las señas de la embajada y cualquier coche lo llevará probablemente por dos dólares. Los dólares, si los tiene, son el mejor sistema de transporte del mundo.

A Arkady lo asombró la capacidad del médico para dar la vuelta a todo. Su atención se centró de nuevo en la pantalla.

—¿La tapa del contenedor?

—¿Con qué lo decapitaron? Con un machete. El corte del machete es muy fácil de distinguir. No hay marcas de serrado.

—¿Han identificado al asesino?

—Todavía no. Pero lo haremos —indicó Osorio.

—¿Cuántos homicidios ha dicho que tienen por año?

—¿En Cuba? Unos doscientos —contestó Blas.

—¿Cuántos cometidos al calor de la pasión?

—En conjunto, unos cien.

—Del resto, ¿cuántos son por venganza?

—Unos cincuenta.

—¿Por robo?

—Unos cuarenta.

—¿Por drogas?

—Cinco.

—Faltan cinco. ¿Cómo los caracterizaría usted?

—Del crimen organizado, no me cabe duda. Asesinos a sueldo.

—¿Qué tan organizado? ¿Qué armas usan en esos casos?

—En ocasiones una pistola. La Taurus de Brasil es muy popular, pero normalmente usan machetes o navajas o bien los estrangulan. Aquí no tenemos verdaderas bandas, nada como la mafia.

—¿Machetes?

A Arkady esto no le sonaba a homicidio moderno. Cierto, recordó los tiempos en que eran considerados astutos los asesinos rusos que se acordaban de limpiar su cuchillo después de cortarle a alguien el pescuezo, esos extrañamente inocentes tiempos antes de que la extensión mundial de las transferencias de dinero y de las bombas de control remoto. Lo cual hacía de Cuba, con respecto a la evolución criminal, el equivalente de las islas Galápagos. De repente vio en perspectiva al Instituto de Medicina Legal.

—Nuestro índice de solución de homicidios es del noventa y ocho por ciento —manifestó Blas—. El más alto del mundo.

—Disfrútenlo —respondió Arkady.