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No pensaba contárselo a Renko, desde luego, pero Ofelia Osorio había trabajado en un buque factoría cubano construido por los rusos y repleto de consejeros rusos, de modo que se había vuelto experta no sólo en cómo manejar a los autoritarios «hermanos mayores» del norte, sino también en cómo repelerlos con un cuchillo para limpiar pescado. Antes de eso, siendo una idealista joven pionera, fue delegada en una Conferencia Mundial de Juventudes celebrada en Moscú, donde visitó la tumba de Lenin y la Universidad de Lumumba, y viajó en metro. Se acordaba de cómo los pasajeros del metro hundían las mejillas, conteniendo el aliento, al ver a una negra. Los cubanos se limitaban a tocarse el antebrazo para indicar la presencia de algún moreno, pero los rusos se encogían como para protegerse de una serpiente. Al menos en tierra firme. En el mar, en cambio, estaban muy dispuestos a hacer experimentos.

No eran sólo los rusos. A La Habana acudían investigadores vietnamitas, y Ofelia entrenaba tanto a hombres como a mujeres. Cuando fue a Hanoi descubrió que a sus mejores alumnas las habían relegado a la mecanografía y que después de las cenas de solidaridad internacional lavaban dos veces los platos que ella había usado.

Lo interesante era que cuando los europeos y los asiáticos conocían a las cubanas en Cuba, eran como glotones en una tienda de caramelos. Decentes padres de familia se convertían en animales en cuanto aterrizaban en la isla. Unas caricaturas en las calles advertían a las chicas que se aseguraban de que los turistas llegaran con condones. Había brigadas contra el vicio, generalmente al mando de detectives que habían reunido su propio grupo de «jineteras». Buena palabra, ésta. Muy descriptiva: una chica montada a horcajadas sobre un cerdo que salta. Además de sus habituales casos de homicidio, Ofelia había montado una operación contra los policías corruptos con desganado apoyo oficial. En todo caso, estaba bien armada mentalmente para enfrentarse a un ruso, investigador y de visita, la peor de todas las combinaciones.

Ofelia vivía en un «solar», un callejón de apartamentos de una sola habitación y llamado así por el modo en que absorbían el calor del sol. Aunque era muy tarde, Muriel y Marisol, sus dos hijas, se encontraban tendidas lánguidamente en el fresco suelo muy concentradas en un programa televisivo acerca de los delfines. El oscuro cabello de las niñas de ocho y nueve años, respectivamente, estaba salpicado de mechones dorados; el brillo azul de la pantalla se proyectaba sobre su barbilla, como una manta. La madre de Ofelia se mecía en el balancín, fingiendo dormir en señal de silencioso reproche por la tardanza de la detective, dejando que el arroz y las alubias negras hirvieran a fuego lento en la cocina. ¡Qué escandaloso que la madre de una detective de la policía se pasara el día haciendo las compras de todos los inquilinos del solar, buscando cigarrillos para una casa, haciendo cola para un par de zapatos para otra!

—Hay que moverse o morirse de hambre —contestaba la anciana frente a las protestas de Ofelia—. Con tu gran salario y nuestras raciones, tus hijas comerían dos días de cada tres. Conoces el chiste, ¿verdad? «¿Cuáles son los tres logros de la Revolución? La salud, la educación y los deportes. ¿Cuáles son sus tres fracasos? El desayuno, el almuerzo y la cena». Dicen que el mismísimo Fidel lo cuenta. ¿Por qué será?

Ofelia discutía sólo hasta cierto punto, pues su madre tenía razón. Además, había muchos otros temas sobre los que discutir con ella. La semana anterior, Ofelia había llegado a casa para enterarse de que su madre había cambiado de sitio el retrato del Che, para poner en su lugar una foto de revista de Celia Cruz. ¿Quién podía ser capaz de desplazar al mayor mártir del siglo XX para reemplazarlo con una gorda y vieja traidora de Florida? Su madre, y sin vacilar.

Ofelia envolvió la funda de la pistola con el cinturón, se desvistió y colgó el uniforme, cuidadosamente doblado, en una percha. En su calidad de detective, podía ir de uniforme o de paisano, pero le agradaba la seguridad que le proporcionaban el pantalón azul, la camisa gris con el emblema de la PNR en el bolsillo, la gorra con su propio escudo en relieve. Además, con el uniforme gastaba menos su propia ropa, consistente básicamente en dos pantalones téjanos. Moviendo ligeramente una cortina que servía de puerta entró en una alcoba que hacía las veces de cuarto de baño, tocador y ducha, y encendió automáticamente un radiocasete portátil colgado de una cuerda. Habían hallado el aparato en un día de campo familiar en Playa del Este. Ofelia había dicho a sus hijas que no hicieran caso de las «parejas de amantes», o sea, jineteras y sus turistas; pero, después de que Muriel se topó con algo tan increíble como una radio del tamaño de una concha de almeja, ella y su hermana mayor registraban la playa como buitres en cuanto desaparecía una «pareja», dispuestas a remover la arena en busca de un tesoro.

El agua llegaba en riachuelos templados, pero con esto le bastaba. Le corría por la frente y el cuello, y se le escurría por las manos. Ofelia se sentía secretamente orgullosa de su cabello, corto y tan suave como un gorro de piel de cordero persa. La música resultaba insinuante: «Se te cayó el tabaco. Me dijiste que era muy bueno y que a todas las mujeres les gustaba tu puro grande. Apenas comenzamos a fumar se te cayó el tabaco.» Ofelia dejó que los hombros se le relajaran y se movieran al ritmo de la canción. Entre sus pies, el agua salía por el sumidero. En el espejo encima del lavabo vio una imagen que empezaba a cubrirse de vaho. Una mujer de treinta años que parecía todavía la hija de un negro cortador de caña de azúcar. Aunque no era vanidosa, odiaba las marcas del bronceado. Mejor estar toda morena. Se inclinó y dejó que el agua bajara por su cabello, cual hilos de cristal.

La detective que había en ella se preguntaba acerca del ruso que habían hallado muerto en la bahía. Habría esperado mucho más interés por parte de la embajada, y el hecho de que parecieran disponer de él como de un perro atropellado probaba que el tipo estaba tramando algo malo. Después de todo, la bahía constituía un lugar perfecto para hacer contrabando, infiltrarse, espiar los barcos y los transportes. Como decía el propio comandante, no hay peor enemigo que un hombre al que uno ha llamado amigo.

El nuevo ruso resultaba algo contradictorio. El lujoso abrigo era una clara señal de corrupción, mientras que el aspecto lastimoso del resto de su ropa indicaba una indiferencia total por las apariencias. Parecía un investigador razonablemente alerta y, de pronto, desaparecía en una corriente de pensamientos privados. Era pálido, pero de ojos hundidos en la sombra.

El jabón, un trocito de pastilla, era un regalo a la madre de Ofelia de una amiga que trabajaba en un hotel; algo tan lujoso que Ofelia alargó la ducha, el momento más íntimo de la jornada, pese a las voces que llegaban de otros apartamentos del solar. Normalmente sólo se daba el lujo de ducharse el tiempo que duraba una canción, a fin de no gastar la batería.

Vistiendo un jersey y téjanos, sirvió arroz para Muriel y alubias para Marisol, así como una fritura de algo con la consistencia de un cartílago y que su madre se negó a identificar. De la nevera sacó una botella de plástico de un refresco llamado Mirinda, pero ahora llena de agua bien fría.

—En el programa de cocina de hoy enseñaron cómo freír un bistec con cáscara de toronja —explicó su madre—. Convirtieron una cáscara de toronja en bistec. Asombroso, ¿verdad? Ésta es una revolución que se vuelve cada día más asombrosa.

—Estoy segura de que era bueno —contestó Ofelia—, dadas las circunstancias.

—Se lo comieron con gusto. Con gusto.

—Esto también es bueno. —Ofelia cortó la fritada—. ¿Qué dijiste que era?

—Mamífero. ¿Has conocido a algún tipo peligroso hoy, alguien que podría matarte y dejar a tus hijas sin madre?

—Uno. Un ruso.

Ahora le tocó a su madre exasperarse.

—Un ruso. Peor que una piel de toronja. ¿Por qué te metiste en la policía? Todavía no lo entiendo.

—Para ayudar a la gente.

—La gente de aquí te odia. Los de La Habana no se meten en la policía. Sólo se meten los de fuera. Éramos felices en Hershey.

—Es un pueblo de ingenio.

—¡En Cuba! ¡Qué sorpresa!

—No se puede uno mudar a La Habana sin permiso. Soy experta en cuestiones de policía. Me quieren aquí, yo quiero estar aquí y las niñas también.

En esta cuestión Ofelia sabía que sus hijas la apoyarían siempre.

—Queremos estar aquí.

—Nadie quiere estar en Hershey. Es un pueblo de ingenio.

—La Habana está llena de chicas que vienen de ingenios sin permisos oficiales y todas ganan dólares boca arriba. Un día de éstos voy a tener que buscar condones para mis nietas.

—¡Abuela!

La madre de Ofelia se ablandó y, en silencio, todas cortaron la carne en sus platos, hasta que la anciana preguntó: —¿Y cómo es el ruso? A Ofelia se le ocurrió de pronto.

—Una vez, en Hershey, me señalaste a un cura que había tenido que colgar los hábitos porque se había enamorado de una mujer.

—Me sorprende que lo recuerdes; eras muy chiquitica. Sí, era una mujer muy bonita, muy religiosa, y fue una cosa muy triste.

—Pues el ruso es así.

Su madre reflexionó.

—Me cuesta creer que lo hayas recordado.

Justo cuando Ofelia creía que la tensión se había aplacado lo bastante para que la cena, aunque tardía, resultara agradable, sonó el teléfono. El suyo era el único teléfono del solar y Ofelia sospechaba que su madre lo usaba para la lotería del barrio. La ilegal lotería cubana se compaginaba con la lotería legal venezolana, y los corredores de apuestas con teléfono poseían una ventaja. Ofelia se levantó, rodeó lentamente las sillas de las niñas y se dirigió hacia el teléfono en la pared, siempre poco a poco, para que su madre supiera que no pensaba correr por los nefastos negocios de nadie. Su madre mantuvo una expresión inocente hasta que Ofelia colgó.

—¿Qué era?

—Tiene que ver con el ruso. Ha matado a alguien.

—¡Ah! Están hechos el uno para el otro, él y tú.

Cuando Ofelia llegó al apartamento, el capitán Arcos colgaba violentamente el teléfono y decía a Renko:

—Su embajada no puede protegerlo. El pueblo cubano va a expresar su rabia contra los que lo vendieron, contra los que nos dieron el beso de Judas por treinta monedas de plata. Si de mí dependiera, no dejaría salir a un solo ruso a la calle. No puedo garantizar la seguridad de un ruso, ni siquiera en la capital más segura del mundo, porque la rabia de los cubanos es muy profunda. Ustedes se arrastran hacia el territorio del enemigo y advierten a los cubanos que deben hacer lo mismo. Esa historia ha quedado atrás. ¡No! Cuba es amo de su propia historia. Cuba tiene más historia que hacer y no necesitamos instrucciones de los antiguos camaradas. Eso es lo que le dije a su embajada.

Arcos estaba tan furioso que su cara se había contraído como un puño. Su sargento, Luna, un negro, se hallaba cerca, con los hombros caídos y aspecto a la vez ominoso y aburrido. Renko permanecía sentado, tranquilo, envuelto en su abrigo. Rufo se encontraba tendido en el suelo, en su chándal plateado, clavada la vista en la jeringa que aferraba con la mano izquierda. Lo que asombró a Ofelia fue la falta de técnicos. ¿Dónde estaba el habitual ajetreo de técnicos de vídeo y de luz, los forenses y los detectives? Aunque no ponía en tela de juicio la autoridad de los dos hombres del ministerio se puso ostentosamente los guantes de látex.

—El capitán habla ruso también —comentó Renko a Ofelia—. Es una noche llena de sorpresas.

Arcos contaba cuarenta y pico de años, pensó Ofelia; era de la generación que había perdido el tiempo aprendiendo ruso y que desde entonces se sentía amargada. Pero no pensaba compartir esta conclusión con Renko.

—Pero tiene razón —añadió Renko—. Mi embajada no parece inclinada a ayudarme.

—Ésta es su increíble declaración —manifestó Arcos—. Que Rufo Pinero, un hombre sin antecedentes delictivos, un deportista cubano, un orgullo para su patria, chófer e intérprete de la embajada del propio Renko, lo abordó con la intención de venderle puros; se le dijo que no y, de todos modos, regresó a este apartamento, sin advertencia previa y sin provocación, asaltó a Renko con dos armas, una navaja y una jeringa, y en la lucha se clavó accidentalmente la aguja en la cabeza.

—¿Hay testigos? —inquirió Ofelia.

—Todavía no —respondió Arcos, como si aún pudiese encontrar uno.

Ofelia nunca había trabajado con el capitán, aunque reconoció el tipo: más vigilante que competente y ascendido más allá de su capacidad natural. De Luna no podía esperar ayuda, pues el sargento parecía tratar a todos, incluso a Arcos, con la misma hosca indiferencia.

Bajó la cremallera del chándal de Rufo y vio que debajo de éste vestía todavía la camisa y el pantalón que llevaba por la mañana en el Instituto de Medicina Legal. Esto no tenía sentido en un clima caliente. En el bolsillo de la camisa había un forro de plástico y, dentro de éste, un documento de identidad del tamaño de un pasaporte, en el cual leyó: «Rufo Pérez Pinero; Fecha de Nacimiento: 2/6/56; Profesión: traductor; Casado: No; Número de habitación: 155 Esperanza, La Habana; Condición Militar: reserva; Hemotipo: B». Pegada en un rincón, una foto de Rufo, más joven y más delgado. En el forro se hallaba asimismo la tarjeta de racionamiento, con columnas para los meses y filas para el arroz, la carne y las alubias. Ofelia vació los bolsillos de Rufo: dólares, pesos, llaves de coche y de casa, y lo cogió todo por la punta. Le pareció recordar que también tenía un encendedor. Los cubanos se fijaban en esos detalles. Y algo le decía que el ruso ya había registrado los bolsillos de Rufo, que no iba a encontrar nada que él no hubiese encontrado.

—¿Ya se ha iniciado la investigación? —quiso saber Renko.

—Habrá una investigación —le prometió Arcos—, pero de qué, ésa es la pregunta. Todo lo que usted hace es sospechoso: su actitud frente a la autoridad cubana, su renuencia a identificar el cuerpo como el de un colega ruso, y ahora su asalto a Rufo Pinero.

—¿Mi asalto a Rufo?

—Rufo es el muerto —le recordó Arcos.

—¿El capitán cree que he venido de Moscú a asaltar a Rufo? —preguntó Renko a Ofelia—. Primero Pribluda y ahora yo. Asesinato y asalto. Si no investigan esto, ¿qué es, exactamente, lo que investigan?

Ofelia se sentía disgustada, porque el protocolo normal consistía en revisar pronto la escena de un crimen y Luna no había hecho nada. Dio unos pasos atrás a fin de obtener una mejor vista y vio un cuchillo clavado en el panel lateral de una vitrina de madera, a nivel del pecho de un hombre; sin embargo, ni un solo libro se había movido, ni siquiera Fidel y el arte, un pesado libro de regalo con valiosas ilustraciones. No había ni una silla rota ni un cardenal en Renko, como si el enfrentamiento hubiese terminado en un instante.

—Su amigo era un espía y usted, un asesino —dijo Luna a Renko—. ¡Esto es intolerable!

Sin extraerlo, Ofelia examinó el cuchillo clavado en la vitrina. Era un arma de fabricación brasileña, con resorte, mango de marfil y plata, y hoja de doble filo tan afilada como una navaja de afeitar. Alojado en la madera había un hilo negro.

—A los de la embajada les dije que Renko es como cualquier otro visitante, que no tiene derecho a protección diplomática —afirmó Arcos—. Este apartamento es como cualquier otro apartamento cubano, no goza de protección extraterritorial. Esto es un asunto cubano, y sólo nos compete a nosotros.

—Bien —dijo Renko—. Fue un cubano el que trató de matarme.

—No se ponga difícil. Puesto que los hechos de este asunto son tan poco claros y usted está vivo y no tiene heridas, tendrá suerte si lo dejamos salir de La Habana.

—Quiere decir salir vivo de La Habana. Bueno, pues he perdido el vuelo de esta noche.

—Habrá otro en una semana. Entretanto, seguiremos investigando.

—¿Usted considera esto una investigación? —preguntó el ruso a Ofelia.

Ella vaciló porque había hallado, en la solapa del abrigo negro de Arkady, un fino corte, en un lugar que no correspondía a un ojal. Su silencio indignó a Arcos.

—Ésta es mi investigación y la llevaré como a mí me parezca, teniendo en cuenta muchos factores, como el de usted sorprendió a Rufo, le clavó la aguja y, cuando estaba muerto, se la puso en la mano. Todavía puede tener sus huellas dactilares.

—¿Eso cree?

—El rigor mortis no ha llegado aún. Lo miraremos.

Antes de que Ofelia pudiese detenerlo, Arcos se arrodilló y trató de apartar los dedos de Rufo de la jeringa. Rufo se aferró a ella, como hacen a veces los muertos. Luna agitó la cabeza y sonrió.

—Informe al capitán de que no se trata de rigor mortis sino de un espasmo del muerto —pidió Renko a Ofelia—, que ahora tendrá que esperar a que el rigor venga y desaparezca. Dependiendo de cuántas ganas tenga de luchar con Rufo, claro.

Lo que tuvo por efecto que Arcos tirara con mayor fuerza aún de los dedos del difunto.

Ofelia llevó a Renko al apartamento de Pribluda en el Malecón, puesto que no había otro lugar donde pudiera alojarse. Renko no tenía dinero para un hotel, el apartamento de la embajada era ahora el escenario de un crimen y hasta que identificara oficialmente a Pribluda se estaría alojando en el apartamento de un amigo ausente.

Durante un minuto, ella y Renko observaron, desde el balcón, un solitario coche recorrer el bulevar y las olas romper contra el muro del Malecón. En el agua, la luz de las farolas se derramaba de los botes y de los neumáticos de pescadores.

—¿Ya ha estado en el océano? —inquirió Ofelia.

—En el mar de Bering. No es lo mismo.

—No tiene por qué sentir lástima por mí —espetó ella—. El capitán sabe lo que hace.

Incluso a Ofelia esto le sonó poco convincente, pero Renko cedió.

—Tiene razón.

Estaba envuelto en su abrigo negro, como un náufrago contento con el único objeto salvado. Ofelia tuvo la sensación de que había una suerte de conspiración entre ellos porque él no había mencionado a Arcos y a Luna la visita que habían hecho antes al apartamento de Pribluda.

—El capitán no suele investigar homicidios, ¿verdad?

—No.

—Recuerdo los noticiarios del primer viaje de Castro a Rusia. Un apuesto y dinámico revolucionario con boina y traje de faena militar, cazando osos mientras los miembros de nuestro Politburó, el del Kremlin, lo seguían a trompicones, como una manada de furcias viejas, gordas y enamoradas. Era un romance que debía durar eternamente. Cuesta creer que a los rusos los acosan ahora en La Habana.

—Creo que está usted confundido. Su amigo muere y ahora lo atacan a usted. Esto podría darle una visión muy distorsionada de la vida cubana.

—Es posible.

—Y podría perturbarlo.

—Ciertamente me desazona.

Ofelia no supo qué quería decir con esto.

—¿No había más testigos?

—No.

—Usted abrió la puerta y Rufo lo atacó sin previo aviso.

—Así es.

—¿Con dos armas?

—Sí.

—Suena inverosímil.

—Eso es porque usted es una buena detective. Pero ¿sabe lo que he aprendido?

—¿Qué ha aprendido?

—De mi propia experiencia he aprendido que, en ausencia de otros testigos, resulta difícil descubrir una mentira sencilla, a la que uno se aferra con resolución.