Osorio sorteó los baches de la calle en un Lada blanco de la policía. Hablaba como conducía, rápido y con seguridad; borraba cualquier «s» del ruso que le pareciera superflua. Puesto que el español de Arkady consistía en «gracias» y «por favor», no se sentía inclinado a criticarla, aunque se hubiese presentado a primeras horas de la tarde y le metiera prisas.
—Quería ver el apartamento de su amigo y eso haremos —le dijo.
—Es lo único que pedí.
—No, pidió mucho más. Creo que se niega a identificar a su amigo porque piensa que puede obligarnos a investigar.
—Doy por sentado que quieren estar seguros de que mandan el cuerpo indicado a Moscú.
—¿Cree que es imposible que estuviese en el agua como lo encontramos? ¿Como un cubano?
—Se me antoja insólito.
—Lo que a mí me parece insólito es que cuando recibe un mensaje de una embajada en La Habana, lo deja todo para venir. Eso es insólito. Debe de ser muy costoso.
El viaje de ida y vuelta le había costado la mitad de sus ahorros. Por otro lado, ¿para qué ahorraba? En todo caso, todo en La Habana le parecía insólito, incluyendo esta detective, aunque había algo entrañable en su baja estatura y su arrogancia. Sus rasgos eran delicados y bien definidos; la suspicacia oscurecía aún más sus oscuros ojos, como si fuese un aprendiz de diablo a quien entregaban un alma difícil. También le agradaba su deportiva gorra con visera de plástico, la gorra de la PNR.
—Hábleme de este amigo suyo —pidió ella.
—¿Le interesa? —No recibió respuesta. Desde luego, estaba tanteando a ver qué sacaba—. Serguei Sergueevich Pribluda. Familia obrera de Sverdlovsk. Al salir del ejército entró a trabajar en el comité para la seguridad estatal. Estudios superiores en la escuela del partido Frunze. Apostado ocho años en Vladimir, dieciocho en Moscú, alcanzó el rango de coronel. Héroe del Trabajo, recibió honores por su valentía. Esposa, muerta desde hace diez años; un hijo, administrador de un establecimiento norteamericano de comida rápida en Moscú. Yo no sabía que lo hubiesen mandado al extranjero ni que hablara español. Políticamente reaccionario, miembro del Partido. Intereses: el equipo de hockey sobre hielo del Ejército Central. Salud vigorosa. Afición: la jardinería.
—¿No le daba a la bebida?
—Fabricaba vodka con sabores. Forma parte de la jardinería.
—¿La cultura, las artes?
—¿Pribluda? De eso nada.
—¿Trabajaban juntos?
—En cierto modo. Intentó matarme. Era una amistad complicada. —Arkady le explicó la versión corta—. Hubo un asesinato en Moscú que tenía que ver con la política. De hecho, él sospechaba de una disidente. Como yo la creía inocente, me convertí en sospechoso y a Pribluda le encomendaron la tarea de entregarme una carta de nueve gramos en la nuca, como nosotros lo llamamos. Pero para entonces habíamos pasado mucho tiempo juntos, suficiente para que descubriera que había en él algo extrañamente honrado y para que él decidiera que había en mí algo de idiota, como usted lo llama. Cuando le ordenaron matarme, no lo hizo. No sé si podría llamarse amistad, pero nuestra relación se basaba en esto.
—¿Desobedeció una orden? No hay ninguna excusa para eso.
—Sólo Dios lo sabe. Le agradaba cultivar sus propias verduras. Cuando su esposa murió, yo iba de vez en cuando a su apartamento, bebía su vodka y comía sus pepinos, y él me recordaba que no todos los huéspedes tienen el privilegio de comer con su verdugo. Tomate rojo en salmuera, tomate verde en salmuera, pimientos y pan negro para comer. Hierba de limón para dar sabor al vodka.
—Ha dicho que él era comunista.
—Un buen comunista. Habría participado en el golpe del partido si no lo hubiesen encabezado lo que él llamó imbéciles. En lugar de eso, bebió hasta que la situación se estabilizó y a partir de entonces empezó su declive. Decía que ya no éramos verdaderos rusos, sino eunucos; que el último ruso, el último comunista auténtico era Castro —cosa que en su momento Arkady tomó por desvaríos de borracho, aunque no pensaba compartir este detalle con Osorio—. Dijo que buscaba un cargo fuera de Moscú. No supe que se refería a Cuba.
—¿Cuándo fue la última vez que usted vio al coronel?
—Hace más de un año.
—Pero eran amigos.
—A mi esposa no le simpatizaba.
—¿Por qué?
—Una cuenta que tenían pendiente. ¿Por qué rechazó el capitán la foto de Pribluda y sus amigos?
—Seguro que tiene sus razones. —El tono de Osorio daba a entender que ella tampoco las entendía.
El jazmín cubría las paredes, cual nieve. De los contenedores de basura rebosaba el dulce hedor de pieles de frutas.
El océano ceñía lo que Osorio llamaba el malecón, que protegía un bulevar de seis carriles y una primera línea de mar de edificios de tres pisos. El mar estaba negro, y el tráfico en el bulevar consistía en faros de coches que avanzaban separados unos de otros por un centenar de metros. Los edificios eran el grupo chillón que Arkady había visto al amanecer desde el otro lado de la bahía; sin sus colores, tenuemente iluminados por lámparas, constituían ruinas ocupadas. A la sombra de una larga arcada, Osorio abrió una puerta de la fachada y lo precedió, desgastadas escaleras de piedra arriba, hasta una puerta de hierro que dio paso a una sala de estar que bien podrían haber llevado entera desde Moscú; lámparas amortiguadas, cadena musical, tablero y fichas de ajedrez, tapiz en la puerta de entrada, cortinas de encaje en la puertaventana del balcón. El hogareño símbolo de la hoz y el martillo sobre seda sujeto a la pared con chinchetas. Una mesa y una bandeja con vasos para agua, un platito con sal. Objetos de nostálgico recuerdo tallados en madera —gallos, osos, la catedral de San Basilio— en los estantes. Adornos de hiedra y claveles de plástico en una reducida cocina con una cocina económica de dos fuegos, una nevera, bombonas de butano. Debajo del fregadero, botellas de ron Habana Club y vodka Stolichnaya.
El único elemento fuera de lugar era un negro con camisa blanca, pañuelo rojo en la frente y zapatillas de baloncesto Reebok, sentado en una silla en un rincón con un largo y rígido bastón en mano. Arkady tardó un momento sin aliento en darse cuenta de que se trataba de una efigie de tamaño natural. Las toscamente moldeadas cejas, nariz, boca y orejas hacían resaltar aún más el brillo de los ojos.
—¿Qué es eso?
—Chango.
—¿Chango?
—Un espíritu de la santería.
—De acuerdo. ¿Y por qué iba a tenerlo Pribluda?
—No lo sé. No hemos venido a esto.
Al parecer, lo que habían ido a ver era el esmero con que Osorio había buscado huellas en el apartamento: cada puerta, cada jamba, cada pomo y cada tirador estaban cubiertos de polvo. Habían levantado algunas huellas, dejando las de la cinta. Pero muchas más eran visibles en forma de remolinos marrones cepillados con pericia.
—¿Usted hizo todo esto? —preguntó Arkady.
—Sí.
—¿Polvo marrón? —Arkady nunca había visto nada igual.
—Polvo cubano para huellas dactilares. En este período especial, los polvos importados son demasiado caros. Fabricamos el polvo a partir de follaje de palmeras quemado.
No se le había escapado una sola oportunidad. Debajo de la lámpara había una pequeña y obtusa tortuga en su armadura, dentro de un cuenco de arena. Un perfecto animal de compañía para un espía, pensó Arkady. El caparazón llevaba la marca de una huella marrón.
—Pribluda habría podido conseguir una casa de protocolo —explicó Osorio—, pero alquiló este apartamento ilegalmente al cubano que vive abajo.
—¿Por qué cree que lo hizo?
Por toda respuesta, la detective abrió las dos partes de la puertaventana del balcón, cuyas cortinas se desplegaron, cual alas, con la brisa que entró a raudales. Arkady salió entre dos sillas de aluminio, se apoyó en la balaustrada de mármol y miró hacia la bóveda del cielo nocturno y el malecón, que se veía como una elegante curva de farolas de bulevar. Más allá del malecón distinguió el parpadeo del faro y las luces de cubierta de un buque de carga y de un barco del práctico que entraban en la bahía. Cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad vislumbró las más tenues luces de regala de barcos de pesca y, más cerca, un extenso brillo como de bujías.
—Neumáticos —manifestó Osorio.
Arkady se las imaginó, una flota de cámaras de neumático surcando las olas.
—¿Por qué no hay sello de policía en la puerta del apartamento?
—Porque no estamos investigando.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
—Tranquilizarlo a usted.
Con un ademán, Osorio indicó a Arkady que la siguiera a través del vestíbulo, hacia un pasillo. Pasaron frente a un lavadero y entraron en un despacho que contenía un antiguo escritorio de madera, un ordenador, una impresora y estanterías repletas de carpetas del ministerio cubano del azúcar y álbumes de fotos. Debajo de la impresora, dos portafolios, uno de piel marrón y el otro de plástico de un verde extraordinariamente feo. Las paredes estaban cubiertas de mapas de Cuba y La Habana. Arkady se percató de que Cuba era una isla grande, de mil doscientos kilómetros de largo; el mapa estaba marcado con equis. Arkady abrió un álbum y vio fotos de lo que parecían bambúes verdes.
—Cañaverales —explicó Osorio—. Pribluda los habría visitado porque dependíamos tontamente de Rusia para las cosechadoras.
—Entiendo. —Arkady dejó el álbum y se acercó al mapa de La Habana—. ¿Dónde estamos?
—Aquí. —Osorio señaló el lugar donde el malecón giraba hacia el este, rumbo al castillo de San Salvador; allí acababa La Habana vieja y empezaba la bahía. Al oeste se hallaban los barrios llamados Vedado y Miramar, donde Pribluda había garabateado «embajada rusa»—. ¿Por qué lo pregunta?
—Me gusta saber dónde estoy.
—Se va esta noche. Da igual que sepa dónde está.
—Cierto. —Arkady comprobó que hubiesen levantado huellas del botón de encendido del ordenador—. ¿Ha acabado aquí?
—Sí.
El ruso encendió el ordenador y el monitor; la pantalla pulsó con un expectante azul eléctrico. Arkady no se consideraba un experto en ordenadores, pero en Moscú los asesinos avanzaban con los tiempos y se había convertido en requisito que los investigadores fueran capaces de abrir los archivos electrónicos de los sospechosos y las víctimas. A los rusos les encantaban el correo electrónico, el Windows, las hojas de cálculo; los documentos en papel los quemaban de inmediato, pero dejaban intacta la información electrónica que pudiera delatarlos, bajo fantasiosas contraseñas: el nombre de una primera novia, una actriz preferida, un perro de compañía. Cuando Arkady pulsó el icono de Programas, la pantalla pidió una contraseña.
—¿La conoce? —inquirió Osorio.
—No. Un espía que se precie ha de usar una cifra aleatoria. Podríamos pasarnos una eternidad tratando de adivinarla.
Arkady registró los cajones del escritorio, en cuyo interior halló una variedad de bolígrafos, papel de carta y cigarros puros, mapas y lupas, cuchillos, lápices y sobres de papel de estraza atados con cuerda, especiales para la valija diplomática. Ninguna contraseña escondida en una caja de cerillas.
—¿Hay teléfono, pero no fax?
—Las líneas telefónicas de esta zona son de antes de la revolución. No son lo bastante claras para la transmisión de faxes.
—¿Las líneas telefónicas tienen cincuenta años?
—Gracias al embargo de Estados Unidos y al período especial…
—Causado por Rusia, lo sé.
—Sí. —Osorio apagó el ordenador y cerró el cajón—. Basta ya. No está aquí para investigar. Está aquí únicamente para verificar que el apartamento se ha examinado meticulosamente en busca de huellas dactilares.
Arkady reconoció la pista de huellas en las jambas de la puerta y en las superficies del escritorio, en el cenicero y en el teléfono. Osorio le indicó que la siguiera pasillo abajo, a un dormitorio que contenía una cama estrecha, una mesita de noche, una lámpara, una cómoda, una radio portátil, una librería y, en la pared, un retrato de la difunta señora Pribluda. Al lado de éste, el del hijo con mandil y con la vista clavada en un disco de masa de pizza suspendido en el aire. En el cajón superior de la cómoda había un marco para foto. Estaba vacío.
—¿Había una foto aquí?
Osorio se encogió de hombros. El material de lectura en el dormitorio consistía en diccionarios bilingües ruso-español, guías de viaje, unos números de Estrella Roja y Pravda; reflejaban los intereses de un saludable comunista no reformado. La superficie de la cómoda estaba vacía, aunque se veían pistas de la recogida de huellas. En el armario había ropa, una tabla de planchar y una plancha, también con huellas levantadas. En buen orden, en el suelo, sandalias de caucho, zapatos de trabajo y una maleta vacía. Arkady se detuvo un momento al oír que alguien tocaba el tambor en el apartamento de abajo, un movimiento tectónico con ritmo latino.
Osorio abrió la puerta al fondo del pasillo, que daba a un cuarto de baño de azulejos irregulares aunque inmaculados. Una esponja vegetal y jabón, colgados con cordón de la varilla de la cortina de la ducha. Una esquina del botiquín lucía una huella dactilar entera y otra se asomaba por debajo de la palanca de la cisterna del retrete.
—No pasa nada por alto —comentó él—. Pero me pregunto por qué se molestó en hacerlo.
—¿Acepta usted que éste es el apartamento de Pribluda?
—Parece serlo.
—¿Y que las huellas dactilares que encontramos aquí son las de Pribluda?
—No las hemos comprobado en realidad, pero digamos que sí.
—Acuérdese de que durante la autopsia le dijo al capitán Arcos que le parecía un modo extraño de pescar, para un ruso.
—¿En una cámara de neumático? Sí. Era la primera vez que veía algo así.
La detective lo llevó al lavadero y encendió una bombilla que colgaba del techo; en esta ocasión, aparte de una pila de piedra y una cuerda de tender, Arkady vio rollos de monofilamento, alambre y, sobre burdas estanterías hechas con cajas para naranjas, tarros que contenían una maraña de horribles anzuelos con lengüeta, ordenados por tamaño. Cada tarro había sido espolvoreado y estaba cubierto de huellas dactilares claras. La detective Osorio entregó a Arkady una ficha con las huellas levantadas. Arkady vio de inmediato una gran huella con una marcada espiral cruzada por una cicatriz idéntica a la de las huellas en los frascos. En un tarro distinguió la misma huella, cuidadosamente espolvoreada.
—¿Era diestro? —preguntó Osorio.
—Sí.
—Se nota por los ángulos cuando sostenía el tarro; las huellas en el tarro son de su pulgar e índice derechos y las del cristal son de su pulgar e índice izquierdos. Están en todas las habitaciones, puertas, espejos, por todas partes. Así que verá que su amigo ruso era un pescador cubano.
—El cuerpo, ¿cuánto tiempo llevaba muerto?
—Según el doctor Blas, unas dos semanas.
—¿Nadie ha entrado aquí desde entonces?
—Se lo pregunté a los vecinos. No.
—Pues la tortuga debe de estar muerta de hambre.
Arkady regresó a la habitación del frente; por costumbre memorizó la disposición del apartamento: balcón, sala de estar, lavadero, despacho, cuarto de baño, dormitorio. En la nevera había yogur, verduras, berenjenas, setas en salmuera, lengua de buey hervida y media docena de cajas de película de color de 35 mm. Dio eneldo a la tortuga y echó un vistazo al muñeco negro que llenaba la silla del rincón.
—He de reconocer que no conocía esta faceta de Pribluda. ¿Encontraron su coche?
—No.
—¿Sabe de qué marca era?
—Lada. —Osorio agitó la cabeza ligeramente para subrayar lo que iba a decir—. No importa. Su vuelo sale dentro de cuatro horas. Están preparando el cuerpo para el transporte. Usted lo acompañará. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí.
Osorio frunció el entrecejo, como si percibiera cierto matiz en la respuesta.
Camino de vuelta, Osorio preguntó:
—Dígame, siento curiosidad, ¿es usted un buen investigador?
—No especialmente.
—¿Por qué no?
—Por varias razones. Antes tenía un nivel bastante bueno de éxitos, como dice su capitán. Pero eso fue cuando los asesinatos en Moscú eran asunto de aficionados con tubos de acero y botellas de vodka. Ahora son cosa de profesionales con artillería pesada. Además, a la policía nunca se la pagó bien, pero se la pagaba y ahora, cuando hace seis meses que no han visto su sueldo, los hombres ya no trabajan con el mismo celo. Añada a esto el hecho de que, si uno hace progresos en un homicidio contratado, el hombre que ordenó el asesinato se lleva al fiscal a comer y le ofrece un piso en Yalta, con lo que se archiva el caso, de modo que mi proporción de éxitos ya no es como para sentirse orgulloso. Y sin duda mis capacidades ya no son las de antes.
—Hizo muchas preguntas.
—Por costumbre.
Haciendo lo que es debido, pensó Arkady, como si su cuerpo fuese un traje que se arrastraba hacia la escena del crimen, cualquier crimen, en cualquier lugar. Se sentía más irritado consigo mismo que con ella. ¿Por qué había empezado a husmear? ¡Basta ya! Osorio tenía razón. Sintió su mirada posada en él, pero sólo un momento, pues, ya que cruzaban un apagón, la mujer tuvo que conducir con tanto cuidado como si pilotara una lancha en la oscuridad. En la mente de Arkady, la jeringa lo llamaba, la aguja de una brújula.
Cuando se detuvieron para dejar pasar a unas cabras que atravesaban la carretera, los faros iluminaron una pared en la que estaba escrito el lema «¡Venceremos!». Arkady trató de pronunciar la palabra en silencio, pero Osorio lo pilló haciéndolo.
—¡Venceremos! Significa que ganaremos, a pesar de Estados Unidos y de Rusia.
—¿A pesar de la historia, la geografía, la ley de la gravedad?
—¡A pesar de todo! En Moscú ya no tienen letreros y carteles como éste, ¿verdad?
—Tenemos letreros y carteles. Ahora dicen Nike y Absolut —comentó Arkady, refiriéndose a las zapatillas de deporte y a una popular marca de vodka.
Osorio le lanzó una ojeada que no era peor que la llama de un soplete. Al llegar al apartamento de la embajada, la detective le informó que un chófer lo recogería al cabo de dos horas para llevarlo al aeropuerto.
—Y tendrá la compañía de su amigo.
—Esperemos que de veras sea el coronel.
El comentario ofendió más a Osorio de lo que él pretendía.
—Un ruso vivo, un ruso muerto, cuesta distinguirlos.
—Tiene razón.
Arkady subió solo. Se oía una rumba en la casa o fuera de ella, ya no era capaz de distinguirlo; sólo sabía que la constante música lo agotaba.
Giró la llave de la puerta y encendió un cigarrillo, con cuidado de no dejar caer ascuas sobre su manga. Era un abrigo de cachemira que Irina le había obsequiado como regalo de bodas, un abrigo negro, suave y envolvente que, según Irina, le daba un aire de poeta. Con los zapatos de suela delgada y el pantalón casi raído que insistía en ponerse, lo tomaban aún más por artista. Era un abrigo de buena suerte: las balas no lo penetraban. Arkady había atravesado el tiroteo en la calle Arbat como un santo con armadura; más tarde se dio cuenta de que nadie le había disparado precisamente porque con su milagroso abrigo no tenía aspecto ni de gángster ni de policía.
Es más, el abrigo guardaba una débil traza del perfume de Irina, una secreta sensación táctil de Irina; y, cuando pensar en ella le resultaba insoportable, este aroma constituía un aliado contra su pérdida.
Qué extraño, eso de que Osorio le preguntara si era buen policía. Lo que no le había dicho era que en Moscú su trabajo padecía lo que se denominaba oficialmente «falta de atención». Y esto cuando se presentaba a trabajar. Permanecía acostado días enteros, con el abrigo como manta, y se levantaba de vez en cuando a hervir agua para un té. Esperaba la noche para ir a comprar cigarrillos. Hacía caso omiso de los colegas que llamaban a su puerta. Las grietas en el yeso del techo de su apartamento en Moscú formaban vagamente el perfil de África occidental, y, cuando miraba hacia arriba, captaba el momento en que la luz que entraba por la ventana era lo bastante oblicua para convertir las protuberancias en montañas de yeso y las grietas en una red de ríos y afluentes. Con el abrigo negro como pabellón, su embarcación navegaba hacia cada puerto de escala.
La falta de atención era el peor de todos los crímenes. Arkady había visto toda clase de víctimas, desde cuerpos casi naturales en su cama, hasta muertos descuartizados, monstruosamente alterados, y tenía que reconocer que en general todavía estarían roncando o riendo un chiste bien contado si alguien hubiese prestado más atención a una navaja que se acercaba, o a un rifle o a una jeringa. Ni siquiera todo el amor del mundo compensaba la falta de atención.
Digamos que uno se encuentra en la cubierta de un transbordador que cruza un estrecho; que pese a la corta distancia, el viento y las olas se desatan y el barco zozobra. Uno cae al agua, y la persona a la que más quiere se encuentra a su alcance. Lo único que ha de hacer para salvarla es no soltarla.
Entonces uno mira, y la mano está vacía. Falta de atención. Debilidad. Bueno, los que se condenan a sí mismos viven noches más largas, y con razón. Porque se pasan la vida tratando de invertir el tiempo, de regresar a ese fatídico momento para no soltar a la persona amada. De noche, cuando pueden concentrarse.
En la oscuridad de la habitación Arkady visualizó la policlínica en una calle perpendicular a la Arbat, donde él, el amante solícito, había llevado a Irina para que le trataran una infección. Ella había dejado de fumar —los dos lo habían dejado, juntos— y, con los nervios típicos de una sala de espera, le pidió que fuera al quiosco a comprarle una revista, Elle o Vogue, daba igual que fuera un número antiguo. Recordó el taconeo fatuo de sus zapatos al cruzar la sala y, afuera, los volantes de los vendedores sujetados con grapas a los árboles: «¡Se venden! ¡Las mejores medicinas!», lo que explicaría por qué los fármacos escaseaban en la clínica. Semillas de álamo se levantaban en la luz de esa tarde veraniega. De pie, satisfecho consigo mismo, en los escalones de la clínica, ¿en qué estaría pensando? ¿Que finalmente habían conseguido una vida normal, una bendita burbuja por encima del caos general? Mientras tanto, la enfermera llevaba a Irina a la sala de reconocimiento. (Desde entonces, Arkady se había vuelto más tolerante con los asesinos. Las emboscadas tan cuidadosamente planeadas, la pintoresca colocación de los cables, el coche repleto de Semtex, el trabajo que todo esto suponía. Ellos, al menos, mataban adrede). El médico explicó a Irina que la clínica sufría de escasez de Bactrim, el tratamiento habitual. ¿Era alérgica a la ampicilina, a la penicilina? Sí. Irina se aseguraba siempre de que este hecho quedara resaltado en su historial. En ese momento, el bolsillo del médico pitó y él salió al pasillo a hablar en su móvil con su agente de bolsa acerca de un fondo rumano que prometía unos réditos del tres por uno. Unos minutos antes, en la sala de reconocimiento, la enfermera se había enterado de que el municipio había vendido su apartamento a una empresa suiza, que lo utilizaría como oficina. ¿A quién podía quejarse? Había captado la palabra «ampicilina» y, puesto que la clínica ya no tenía dosis administradas por vía oral, aplicó a Irina una inyección intravenosa y salió de la sala. Así de sumarias y completas deberían ser las ejecuciones.
Una vez comprada la revista, Arkady siguió las semillas, que parecían un riachuelo de encaje, de vuelta a la clínica. Para entonces, Irina había muerto. Las enfermeras trataron de evitar que entrara en la sala de reconocimiento. Un error. Los médicos trataron de impedirle el paso hacia la sábana que cubría la camilla y eso también fue un error, que acabó con mesas volcadas, bandejas desperdigadas, las gorras blancas del personal médico pisoteadas y, finalmente, una llamada a la policía para que sacaran al demente.
Fue un melodrama. Irina detestaba el melodrama, los excesos demoníacos de una Rusia en la que la mafia vestía ropa de etiqueta con chalecos antibalas, donde las novias se casaban con vestidos de encaje transparente, donde lo que más atraía de los cargos públicos era que suponían inmunidad judicial. Irina lo odiaba y seguro que se sintió avergonzada al morir en pleno melodrama ruso.
Faltaban cinco horas para que saliera el avión. Arkady se dijo que el problema de las líneas aéreas era que no dejaban que los pasajeros embarcaran con pistolas. De lo contrario, habría podido traer la suya y volarse la tapa de los sesos frente a una vista tropical de oscuras azoteas aparejadas con ropa tendida, como si navegaran a toda vela, como si fuesen constelaciones nuevas.
¿Cuál fue la última imagen que vio Irina en la clínica? ¿Los ojos de una enfermera que se abrían como platos al entender la enormidad de su equivocación? No tan profunda, apenas intravenosa, pero con eso bastaba. Ambas debieron de entenderlo. En pocos segundos, el brazo de Irina habría mostrado un rosáceo círculo levantado y los ojos habrían empezado a escocerle. Más tarde, a Arkady se le permitió leer declaraciones de la enfermera, por cortesía profesional. «Irina Asanova Renkova abrió la puerta del pasillo, interrumpió la conversación del médico y le enseñó una ampolla vacía». Su respiración ya se había convertido en resoplido. Mientras el médico pedía «un carrito de urgencias», Irina temblaba y sudaba; su corazón se aceleró, cambió de ritmos como una cometa golpeada por ráfagas de viento. Para cuando encontraron un carrito y lo metieron en la sala, Irina se encontraba «en profundo shock anafiláctico»; la tráquea se le había cerrado y su corazón latía violentamente, se detenía, latía violentamente. Sin embargo, «la adrenalina, que supuestamente debía encontrarse en el carrito», la inyección que habría acompasado su corazón como si fuese un reloj, que habría aliviado la constricción de su garganta, no estaba, la habían extraviado: un error inocente. Presa del pánico, el médico trató de abrir el botiquín y «rompió la llave en la cerradura». Lo que equivalió al golpe de gracia.
Cuando Arkady arrancó la sábana de la camilla en la policlínica se asombró al ver todo lo que habían hecho a Irina en el tiempo que él tardó en ir al quiosco y comprar una revista. Su cara retorcida descansaba en una maraña de cabello que de repente lució mucho más oscuro, tanto que parecía ahogada, como inmersa en agua durante un día. Arrugada y desabrochada hasta la cintura, su vestido revelaba el pecho magullado de tanto aporrearlo. Sus manos eran puños de agonía y su cuerpo se hallaba caliente todavía. Arkady le cerró los ojos, le apartó el cabello de la frente y le abrochó el vestido, pese a la insistencia del médico de que «no tocara el cuerpo». Por toda respuesta, Arkady alzó al médico y lo utilizó para romper un cristal garantizado como «a prueba de balas». El impacto hizo estallar varias vitrinas, que escupieron su instrumental, e hizo chorrear el alcohol, que volvió el aire plateado y aromático. Cuando hubo echado al personal y dominó la sala de reconocimiento formó una almohada con su abrigo y lo puso debajo de la cabeza de Irina.
Arkady nunca se había considerado melancólico, no a nivel ruso. La suya no era una familia de suicidas, con excepción de su madre, pero ella había sido siempre muy dramática y directa. Bueno, su padre también, pero su padre había sido siempre un asesino. Arkady se resistió a la idea del suicidio, no por razones morales, sino por cortesía, por no querer armar un alboroto y ensuciarlo todo. Además, estaba la cuestión práctica de cómo hacerlo. Ahorcarse no siempre daba resultados y no le apetecía dejar que alguien descubriera algo tan desagradable. Un tiro se anunciaba con un disparo demasiado fanfarrón. El problema era que los expertos en suicidio sólo podían enseñar con el ejemplo, y él había visto suficientes intentos fallidos para saber que a menudo la mano se desviaba entre el vaso y los labios. Lo mejor sería desaparecer, sencillamente. Estando en La Habana ya se sentía medio desaparecido.
Antes era una persona mejor. Antes le importaba la gente. Siempre había considerado que los suicidas eran unos egoístas que dejaban su cuerpo para que, al encontrarlo, la gente se espantara, para que otros tuvieran que limpiar su inmundicia. Arkady sabía que podría volver a empezar, dedicarse a una causa digna, permitirse sanar. El problema era que no deseaba que el recuerdo se desvaneciera. Ahora, mientras todavía la recordaba, recordaba su aliento al dormir, la calidez de su espalda, su modo de volverse hacia él por la mañana, mientras todavía era lo bastante loco para creer que despertaría a su lado, o la oiría en la habitación de al lado o la vería en la calle, ahora era el momento. Si eso suponía una molestia para otra gente, pues se disculpaba.
Del bolsillo de la americana sacó la jeringa estéril que había robado en la sala de embalsamamiento. La había robado llevado por un impulso, sin ningún plan consciente, o como si otra parte de su cerebro aprovechara la oportunidad y preparara un plan que él iba descubriendo a medida que se desarrollaba. Todos sabían que Cuba carecía de suministros médicos y hete aquí que él los robaba. Abrió la bolsa y colocó el contenido —una jeringa de embalsamamiento de cincuenta centímetros cúbicos y una aguja— sobre la mesa. La aguja era de diez centímetros de largo. La enroscó a la jeringa y tiró del émbolo para llenar el cilindro de aire. Las patas de su silla eran desiguales y debía quedarse quieto para que no se moviera. Se arremangó la manga izquierda del abrigo y de la camisa y se dio unas palmadas en la parte interior del codo a fin de resaltar la vena. Después de que el aire se introdujera en la corriente sanguínea el corazón tardaría aproximadamente un minuto en pararse. Sólo un minuto, no los cinco que Irina tuvo que sufrir. Hacía falta suficiente aire, no una mera cadena de burbujas, sino un buen gusano de aire, porque el corazón bombearía y bombearía antes de rendirse. Los postigos se agitaron y se abrieron hacia adentro. Perfeccionista como era, Arkady se levantó a cerrarlos de un empujón y recuperó su lugar a la mesa. Por última vez se frotó la mejilla con el abrigo, cuya cachemira era tan suave como el pelo de un gato; luego apartó la manga, volvió a darse una palmada en el brazo y, cuando el cordón verde se tensó, introdujo la aguja a fondo. Un capullo de sangre entró en el cilindro.
Por encima del violento latido de su corazón oyó a alguien llamar a la puerta.
—¡Renko! —gritó Rufo.
Todavía faltaba empujar el émbolo y lo que Arkady no deseaba era que alguien lo oyera caer. La muerte que había elegido era como la que sufren los buzos, y las convulsiones hacían mucho ruido. Como un buzo oculto bajo la superficie, aguardó a que el visitante se marchara. Cuando las llamadas se volvieron más insistentes gritó:
—¡Váyase!
—Abra la puerta, por favor.
—Váyase.
—Déjeme entrar. Por favor, es importante.
Arkady extrajo la aguja, se ató un pañuelo en el brazo, dejó caer la manga y metió la jeringa en el bolsillo del abrigo, antes de ir a abrir, apenas, la puerta.
—Se ha adelantado.
—Acuérdese de que hablamos de puros. —Rufo acertó a adentrarse en la habitación, primero un pie, luego la pierna y después un brazo. Se había cambiado y llevaba un chándal de una pieza y, en la mano, una caja de madera pálida sellado con un imponente diseño de espadas entrelazadas—. Montecristos. Hechos a mano con la mejor hoja de tabaco del mundo. Para los fumadores de puros esto es como el santo grial.
—No fumo puros.
—Entonces, véndalos. En Miami podría vender esta caja por mil dólares. Quizá más en Moscú. Para usted, cien dólares.
—No me interesa y no tengo cien dólares.
—Cincuenta dólares. Normalmente no los suelto por tan poquito, pero… —Rufo extendió las manos como un millonario que se ha quedado sin cambio.
—De veras que no me interesa.
—De acuerdo, de acuerdo. —Rufo se mostró decepcionado pero flexible—. ¿Sabe?, creo que cuando vine antes dejé mi encendedor. ¿Lo ha visto?
Arkady se sentía como si estuviese intentando saltar desde un avión y la gente se lo impidiera. No había ningún encendedor en la sala de estar. Arkady buscó en el cuarto de baño y en el dormitorio. Nada de encendedor. Cuando regresó a la sala, Rufo registraba la bolsa con las posesiones de Pribluda.
—Aquí no hay ningún encendedor.
—Quería asegurarme de que lo tuviera todo. —Rufo levantó el encendedor—. Lo he encontrado.
—Adiós, Rufo.
—Mucho gusto. Regresaré en una hora. No lo molestaré antes.
Rufo retrocedió hacia la puerta.
—No es molestia, pero adiós.
En cuanto Rufo bajó, Arkady volvió a arremangarse la manga del abrigo y con el pulgar encontró la vena y le dio un golpe con un dedo. El impulso de acabar se había vuelto tan fuerte que permaneció junto a la puerta abierta para hacerlo. La luz en la escalera se apagó. ¿Ves? Ahora sí que necesitaba un encendedor. Típico apagón socialista, una bombilla aquí, otra allá. A la luz de la sala su brazo desnudo semejaba mármol. Una samba le llegó desde otro apartamento. Si Cuba se hundía en el mar, la música se filtraría a través del agua. Sentía la garganta seca, rasposa. Se apoyó en la pared, sacó la larga jeringa del bolsillo del abrigo, tocó la vena con la aguja y un lunar rojo apareció y le envolvió la muñeca; se lo limpió para que la cachemira no se ensuciara. Pero oyó a alguien subir por la escalera y, decidido a no acabar haciendo un espectáculo, se deslizó, jeringa en mano, hacia el otro lado de la puerta y se apoyó en ella. Unos pasos se detuvieron frente a ésta.
—¿Sí? —preguntó Arkady.
—Olvidé los puros —dijo Rufo.
—Rufo…
En cuanto Arkady abrió, Rufo lo empujó y lo arrastró más allá de las sillas color crema y oro, hasta las obras completas de Fidel de la pared del fondo; con un antebrazo en su garganta lo apretó contra la vitrina. Puede que Rufo fuera corpulento, pero era más rápido de lo que Arkady se había imaginado. Lo mantuvo quieto con un brazo y tiró del otro hasta que Arkady se dio cuenta de que su abrigo estaba clavado a la vitrina con una navaja que Rufo intentaba arrancar a fin de darle otra puñalada. El abrigo, al moverse, había hecho que Rufo fallara. El otro problema de Rufo era la jeringa de embalsamamiento que sobresalía de su oreja izquierda, lo que significaba que seis centímetros de jeringa de acero se habían enterrado en su cerebro. Arkady había contraatacado sin pensar, de tan repentino que había sido el asalto. La protuberancia en su cabeza llamó poco a poco la atención del cubano, cuyos ojos se alzaron, vislumbraron de soslayo el cilindro y regresaron, perplejos, hacia Arkady. Rufo dio un paso atrás para aferrar la jeringa como un oso molestado por una abeja; giraba la cabeza y daba vueltas, se iba bajando de lado, cada vez más, hasta que cayó sobre una rodilla, empujó con el otro pie y, por fin, consiguió extraerse la aguja. Con los ojos llorosos, parpadeando, miró la enrojecida aguja y alzó la mirada pidiendo una explicación.
—Sólo hacía falta que esperara —le respondió Arkady.
Rufo rodó sobre sí mismo y quedó boca arriba, con la vista fija aún en la jeringa, como si ésta contuviera su último pensamiento.