Una lancha de la policía dirigió una luz hacia los pilotes alquitranados y el agua, y tornó blanco un escenario negro. La Habana, al otro lado de la bahía, resultaba invisible, salvo por una única fila de farolas a lo largo del malecón. Las estrellas volaban alto, las luces del ancla volaban bajo; por lo demás, el puerto constituía un estanque quieto en la noche.
Latas de refrescos, nasas de cangrejos, corchos de pesca, colchones, poliuretano con barbas de algas, cambiaban de sitio, en tanto un equipo de investigaciones de la Policía Nacional de la Revolución tomaba fotos con flash. Arkady aguardaba, envuelto en un abrigo de cachemira, junto a un tal capitán Arcos, un hombrecillo de pecho como un tonel que parecía muy tieso en su almidonado traje de faena militar, y su sargento Luna, corpulento, negro y anguloso. La detective Osorio, una mujer bajita y morena, con el uniforme azul de la PNR, dirigió a Arkady una estudiada mirada.
Un cubano llamado Rufo era el intérprete de la embajada rusa.
—Es muy sencillo —tradujo las palabras del capitán—. Usted mira el cuerpo, lo identifica y se va a casa.
—Suena sencillo.
Arkady intentaba ser amable, aunque Arcos se alejó como si el contacto con un ruso fuese contaminante.
Osorio combinaba los rasgos afilados de una ingenua con la expresión grave de un verdugo. Habló y Rufo explicó:
—La detective dice que es el método cubano, no el método ruso ni el método alemán. El método cubano. Ya lo verá.
Hasta el momento, Arkady había visto poco. Acababa de llegar al aeropuerto, en plena oscuridad, cuando Rufo se lo había llevado a toda prisa. Iban en taxi a la ciudad, cuando Rufo recibió una llamada en un teléfono móvil, llamada que los desvió hacia la bahía. Arkady ya tenía la sensación de no ser ni bienvenido ni popular.
Rufo lucía una holgada camisa hawaiana y un ligero parecido a un Mohamed Alí ya viejo y reblandecido.
—La detective dice que espera que no le importe aprender los métodos cubanos.
—Me encantará. —Más que nada, Arkady era un buen huésped—. ¿Puede preguntarle cuándo descubrieron el cuerpo?
—Hace dos horas, por el barco.
—La embajada me mandó un mensaje ayer, informándome que Pribluda tenía problemas. ¿Por qué me lo enviaron antes de que encontraran el cuerpo?
—Ella dice que se lo pregunte a la embajada. Ella no esperaba un investigador.
El honor profesional parecía estar en juego, y Arkady se sentía sumamente superado. Como Colón en cubierta, un impaciente capitán Arcos oteaba la oscuridad; Luna era como su corpulenta sombra. Osorio hizo colocar unos caballetes y una cinta que rezaba: prohibido el paso. Cuando llegó un policía en motocicleta con casco blanco y espuelas en las botas, ella lo echó con un grito que podría haber rayado el acero. En cuanto se desplegó la cinta, surgieron, de la nada, hombres en camiseta. ¿Qué tenía la muerte violenta que resultaba mejor que los sueños?, se preguntó Arkady. Los espectadores eran, en su mayoría, negros; La Habana era mucho más africana de lo que Arkady se había imaginado, si bien los logotipos en sus camisetas eran de Estados Unidos.
Junto a la cinta alguien llevaba una radio, que cantaba: «La fiesta no es para los feos. Qué feo es, señor. Superfeo, amigo mío. No puedes pasar aquí, amigo. La fiesta no es para los feos».
—¿Qué quiere decir? —preguntó Arkady a Rufo.
—¿La canción? —Rufo procedió a traducírsela.
«Y, sin embargo, heme aquí», se dijo Arkady.
Una huella de vapor muy por encima de ellos dejó destellos plateados, y los barcos anclados empezaron a aparecer donde, apenas unos momentos antes, pendían las luces. Al otro lado de la bahía, el malecón y las mansiones de La Habana surgieron del agua, los muelles se extendieron y, a lo largo de la bahía interior, las grúas de carga y descarga se alzaron.
—El capitán es muy sensible —comentó Rufo—. Pero, tuvieran o no razón acerca del mensaje, usted está aquí y el cuerpo está aquí.
—Así que no pudo haber resultado mejor, ¿no?
—Por así decirlo.
Osorio ordenó a la lancha que se alejara, para que su estela no moviera el cuerpo. Una combinación de luz de la embarcación y de la frescura creciente del cielo arrancaba un brillo a la cara de Osorio.
—A los cubanos no les gustan los rusos —explicó Rufo—. No es usted; es sólo que éste no es un buen lugar para los rusos.
—¿Cuál es un buen lugar?
Rufo se encogió de hombros.
De este lado, el puerto, ahora que Arkady lo distinguía, era como un pueblo. Una loma de bananeros dominaba unas casas abandonadas cuya fachada daba a lo que, más que un malecón que se extendía desde un muelle de carbón a un embarcadero de transbordador, era una curva de hormigón. Una pasarela de madera equilibrada sobre pilotes negros capturaba todo lo que entraba flotando. El día iba a ser caliente. Arkady lo sabía por el olor.
«Vaya a cambiar su cara, amigo. Feo, feo, feo como horror, señor».
En Moscú, en enero, el sol habría aparecido discretamente, como una bombilla tenue detrás de papel de arroz. Aquí, era una antorcha impetuosa que convertía el aire y la bahía en espejos, primero de níquel y luego de un rosa vibrante y ondulante. Un pintoresco transbordador avanzaba hacia el embarcadero. De repente muchas cosas resultaron visibles. Pequeñas barcas de pesca ancladas casi al alcance de sus brazos. Arkady se fijó en que había más palmeras en la aldea, a sus espaldas; el sol encontraba cocos, hibiscos, árboles rojos y amarillos. El agua en torno a los pilotes empezó a revelar el brillo color pavo real del petróleo.
La orden que dio la detective Osorio de que la cámara de vídeo empezara a filmar fue como una señal para que los espectadores se apretujaran contra la cinta. El embarcadero se llenó de personas esperando el transbordador; sus rostros, todos, se volvieron hacia los pilotes, donde, bajo la creciente luz, flotaba un cuerpo tan negro y tan hinchado como la cámara de neumático sobre la cual descansaba. La expansión del cuerpo había rasgado la camisa y los shorts. Las manos y los pies se rezagaban en el agua; una aleta colgaba, desenfadada, de un pie. La cabeza, sin ojos, se encontraba tan inflada como un globo negro.
—Un neumático —dijo Rufo a Arkady—. Un neumático es un pescador que pesca desde una cámara de neumático… bueno, desde una red estirada sobre la cámara de neumático. Como una hamaca. Es muy ingenioso, muy cubano.
—¿La cámara de neumático es su barca?
—Mejor que una barca. Una barca necesita gasolina.
Arkady reflexionó al respecto.
—Mucho mejor.
Un buzo enfundado en su traje se bajó de la lancha de la policía mientras un oficial con botas impermeables se dejaba caer desde el malecón. Gatearon tanto como vadearon por encima de las nasas de cangrejo y los muelles de colchones, cuidándose de los clavos ocultos y el agua séptica, y arrinconaron la cámara de neumático para que no se escapara flotando. Alguien echó una red por encima del malecón para que la tendieran debajo del neumático a fin de levantarlo junto con el cuerpo. Hasta ese momento, Arkady no habría hecho nada distinto. A veces, los acontecimientos son pura suerte.
El buzo metió el pie en un agujero y se hundió. Jadeando, salió, se aferró primero a la cámara de neumático y luego a uno de los pies colgantes. El pie se desprendió. La cámara de neumático se apretó contra la punta de un muelle de colchón, explotó y empezó a desinflarse. Mientras el pie se convertía en gelatina, la detective Osorio gritó al oficial que lo echara a la playa. Un clásico enfrentamiento entre la autoridad y la muerte vulgar, pensó Arkady. A lo largo de la cinta, los espectadores aplaudieron y rieron.
—¿Ve? Nuestro nivel de competencia suele ser bastante alto, pero los rusos causan este efecto. El capitán nunca le va a perdonar esto.
La cámara siguió filmando el desastre mientras otro detective saltaba al agua. Arkady confiaba en que la cámara estuviera captando el modo en que el sol naciente se derramaba sobre las ventanas del transbordador. La cámara de neumático se hundía. Un brazo se separó. Gritos iban y venían de Osorio a la lancha de la policía. Cuanto más desesperadamente intentaban los hombres salvar la situación, tanto más empeoraba. El capitán Arcos colaboró con la orden de izar el cuerpo. En tanto el buzo estabilizaba la cabeza, la presión de sus manos licuó la cara e hizo que se despegara, cual la piel de una uva, del cráneo, que se separó limpiamente del cuello; era como tratar de levantar a un hombre que se desnudaba perversamente, por partes, sin avergonzarse por el hedor del avanzado estado de descomposición. Un pelícano los sobrevoló, rojo como un flamenco.
—Creo que la identificación será algo más complicada de lo que se imaginaba el capitán —manifestó Arkady.
El buzo atrapó la mandíbula, que se desprendía del cráneo, e hizo equilibrios con ambos; mientras tanto, los otros detectives metían como fuera las demás extremidades, negras e hinchadas, en el interior de la cámara de neumático que, por su parte, se iba encogiendo.
«Feo, tan feo. No puedes pasar aquí, amigo. Porque la fiesta no es para los feos».
El ritmo resultaba… ¿cuál era la palabra?, se preguntó Arkady. Implacable.
Al otro lado de la bahía, parecía que una cúpula dorada estallaba en llamas, y las casas del malecón empezaron a desplegar sus fantasiosos colores: amarillo limón, rosa, púrpura, aguamarina. Era realmente una ciudad hermosa, se dijo.
En la sala de autopsias del Instituto de Medicina Legal, desde las altas ventanas caía la luz sobre tres mesas de acero inoxidable. En la mesa de la derecha se encontraba el torso y otras partes sueltas del «neumático», ordenadas como si fueran una antigua estatua rescatada del mar. Contra las paredes había bargueños esmaltados, balanzas, un panel de rayos X, un lavabo, estanterías para especímenes, un congelador, una nevera, cubos. Arriba, en el nivel de los observadores, Rufo y Arkady disponían de un semicírculo de asientos para ellos solos. Arkady no había reparado antes en todas las cicatrices de las cejas de Rufo.
—El capitán Arcos prefiere que observe desde aquí. El forense es el doctor Blas.
Rufo esperó, a la expectativa, hasta que Arkady se dio cuenta de que debía reaccionar.
—¿El famoso doctor Blas?
—El mismísimo.
Blas lucía una cuidada barba española y llevaba guantes de goma, gafas de protección y bata verde. Hasta no quedar convencido de que tenía un cuerpo razonablemente entero, no empezó a medirlo y buscar minuciosamente marcas y tatuajes, tarea difícil, puesto que la piel tendía a deslizarse cuando la tocaba. Una autopsia podía tardar dos horas y hasta cuatro. En la mesa de la izquierda, la detective Osorio y un par de técnicos registraban la cámara de neumático desinflada y la red de pesca; habían dejado el cuerpo enredado en ésta, por temor a seguir alterándolo. El capitán Arcos se mantenía apartado y Luna, un paso detrás de él. A Arkady se le ocurrió que la cabeza de Luna era tan redonda y contundente como un puño negro con ojos enrojecidos. Osorio ya había hallado un fajo de dólares mojados y un llavero guardados en una bolsa de plástico agujereada. Las huellas digitales no habrían sobrevivido a la bolsa y despachó de inmediato las llaves con un oficial. Había algo atrayente en la energía y la meticulosidad de Osorio. Tendió la ropa interior, la camisa y los shorts mojados en un perchero.
Mientras Blas trabajaba hacía comentarios por un micrófono sujeto a la solapa de su bata.
—Quizá dos semanas en el agua —tradujo Rufo, y añadió—: Ha hecho calor y ha llovido mucho, mucha humedad. Hasta para aquí.
—¿Ya había presenciado alguna autopsia?
—No, pero siempre he sentido curiosidad. Y, por supuesto, había oído hablar del doctor Blas.
Llevar a cabo una autopsia en un cuerpo en avanzado estado de descomposición resultaba tan delicado como disecar un huevo pasado por agua. El sexo era obvio, pero no así la edad ni la raza; ni el tamaño, cuando las cavidades torácicas y estomacales estaban distendidas; ni el peso, cuando el agua en el interior del cuerpo lo hacía pandearse; ni las huellas dactilares, cuando las manos que habían permanecido una semana en el agua acababan en dedos que habían sido mordisqueados hasta quedar en los huesos. Además, había que tener en cuenta la presión gaseosa del cambio químico. Cuando Blas perforó el abdomen, un sonoro chorro flatulento salió disparado, y cuando hizo la incisión en forma de «Y» desde el pecho hasta las ingles, una oleada de agua negra y materia licuada inundó la mesa. Usando un cubo, un técnico atrapó con destreza las vísceras que salían flotando. Un hedor a podredumbre tomó posesión de la sala —como si hubiesen metido una pala en gas de pantano— e invadió la nariz y la boca de todos. Arkady se alegró de haber dejado su preciado abrigo en el coche. Tras el primer trauma causado por la pestilencia —cinco minutos, no más—, los nervios olfativos se saturaron e insensibilizaron, pero Arkady ya estaba cogiendo un cigarrillo.
—Eso apesta —dijo Rufo.
—Tabaco ruso. —Arkady se llenó los pulmones de humo—. ¿Quiere uno?
—No, gracias. Boxeé en Rusia cuando estaba en el equipo nacional. Odiaba Moscú. La comida, el pan y, más que nada, los cigarrillos.
—¿A usted tampoco le agradan los rusos?
—Me encantan los rusos. Algunos de mis mejores amigos son rusos. —Rufo se inclinó para obtener una mejor vista en tanto Blas abría y extendía el pecho para la cámara—. El doctor es muy bueno. Al paso que van, usted podrá tomar el avión. Ni siquiera tendrá que pasar la noche aquí.
—¿La embajada no armará alboroto por esto?
—¿Los rusos, aquí? No.
Blas echó la masa pulposa del corazón sobre una bandeja.
—Confío en que no crea que les falta delicadeza —comentó Rufo.
—Oh, no. —Para ser justos, Pribluda solía hurgar en los cuerpos con un entusiasmo digno de un jabalí en busca de nueces, según recordaba Arkady. «Imagina la sorpresa del pobre cabrón. Flotando, mirando las estrellas y luego, bang, está muerto», habría dicho Pribluda.
Arkady encendió un cigarrillo con otro e inhaló el humo con suficiente fuerza para que le picaran los ojos. Se le ocurrió que había llegado a un punto en que conocía a más muertos que vivos, en el lado equivocado de cierta línea.
—Aprendí un montón de idiomas cuando viajaba con el equipo —continuó Rufo—. Después de boxear, hacía de guía para la embajada de grupos de cantantes, músicos, bailarines, intelectuales. Echo de menos esos días.
La detective Osorio ordenó metódicamente los suministros que el muerto había llevado al mar: termo, caja de mimbre y bolsas de plástico con velas, rollos de cinta adhesiva, bramante, anzuelos y un sedal adicional.
Por lo general, el forense cortaba la piel en el nacimiento del cabello y pelaba la cara desde la frente para alcanzar el cráneo. Puesto que en este caso tanto la frente como la cara ya se habían desprendido en la bahía, Blas procedió directamente a descubrir el cerebro mediante el uso de una sierra rotativa, el cual resultó estar lleno de gusanos que a Arkady le recordaron los macarrones servidos por Aeroflot. Al aumentar la sensación de náusea, pidió a Rufo que lo llevara a un diminuto lavabo, cuyo retrete se vaciaba aún con cadena, donde vomitó, así que quizá no se hubiese vuelto tan inmune, después de todo, pensó. Acaso había llegado a su límite. Rufo había desaparecido y, al regresar a solas a la sala de autopsias, Arkady pasó frente a una habitación perfumada por bombonas de formol y decorada con gráficos anatómicos. En una mesa, dos pies con uñas amarillas sobresalían de debajo de una sábana. Entre las piernas había una jeringa descomunal conectada mediante un tubo a una tina que se hallaba en el suelo, llena de líquido para embalsamar; esta técnica se utilizaba en las aldeas rusas más pequeñas y primitivas cuando fallaban las bombas eléctricas. La aguja de la jeringa era especialmente larga y fina a fin de caber en una arteria, que era más fina que una vena. Entre los pies se hallaban unos guantes de goma y otra jeringa en una bolsa de plástico cerrada. Arkady se metió la bolsa en el bolsillo.
Cuando Arkady regresó a su asiento, Rufo lo esperaba con un cigarrillo cubano para que se recuperara. Para entonces, ya habían pesado y apartado el cerebro, y el doctor Blas encajaba la mandíbula a la cabeza.
Si bien el encendedor de Rufo era de los desechables, de plástico, le dijo que lo había llenado veinte veces.
—El récord cubano es de más de cien veces.
Arkady mordió el cigarrillo e inhaló.
—¿De qué marca es?
—Popular. Tabaco negro. ¿Le gusta?
—Es perfecto.
Arkady dejó escapar una voluta de humo tan azul como el del escape de un coche con problemas.
Rufo dio un masaje al hombro de Arkady.
—Relájese. Está en los huesos, amigo.
El oficial a quien Osorio había dado las llaves regresó. En la otra mesa, después de medir el cráneo verticalmente y a lo ancho en la frente, Blas extendió un pañuelo y lavó, diligente, la dentadura con un cepillo de dientes. Arkady entregó a Rufo un diagrama dental que había traído de Moscú (precaución propia de un investigador), y el chófer bajó corriendo con el sobre marrón y se lo dio a Blas, que comparó sistemáticamente la sonrisa, ahora brillante, del cráneo, con los círculos numerados del diagrama. Cuando acabó, habló con el capitán Arcos, que gruñó, satisfecho, y llamó a Arkady para que bajara a la sala.
Rufo interpretó:
—El ciudadano ruso Serguei Sergueevich Pribluda llegó a La Habana hace once meses como agregado de la embajada rusa. Sabíamos, claro, que era un coronel del KGB… Disculpe, del nuevo servicio de seguridad federal, el SVR.
—Es lo mismo —manifestó Arkady.
El capitán —y, detrás de él, Rufo— continuó:
—Hace una semana, la embajada nos informó que Pribluda había desaparecido. No esperábamos que invitaran a uno de los principales investigadores de la oficina del fiscal de Moscú. Quizás un miembro de la familia, nada más.
Arkady había hablado con el hijo de Pribluda, que se había negado a ir a La Habana. Administraba una pizzería, cosa de gran responsabilidad.
—Por suerte —prosiguió Rufo—, la identificación llevada a cabo hoy ante sus propios ojos es sencilla y definitiva. El capitán dice que una llave encontrada entre las pertenencias se llevó al apartamento del hombre desaparecido y se usó para abrir la puerta. Tras un examen del cuerpo sacado de la bahía, el doctor Blas concluye que se trata de un varón caucásico de entre cincuenta y sesenta años, de un metro sesenta y cinco de estatura, noventa kilos de peso, en todos los aspectos como el desaparecido. Es más, el diagrama dental del ciudadano ruso Pribluda que usted mismo ha traído muestra una muela inferior empastada. Esa muela, en la mandíbula recuperada, es de acero que, en opinión del doctor Blas, según dice el capitán, es típica de la odontología rusa. ¿Está de acuerdo?
—Por lo que he visto, sí.
—El doctor Blas dice que no encontró heridas ni huesos rotos, ninguna señal de violencia o de juego sucio. Su amigo murió de causas naturales, tal vez una apoplejía, un aneurisma o un ataque cardíaco. En estas condiciones sería casi imposible determinar cuál de éstos. El doctor cree que no sufrió demasiado.
—Qué amable. —Aunque el médico parecía más satisfecho consigo mismo que comprensivo.
—El capitán, por su parte, pregunta si acepta usted las observaciones de la autopsia.
—Quisiera meditarlo.
—Pero ¿acepta la conclusión de que el cuerpo recobrado es el del ciudadano ruso Pribluda?
Arkady se volvió hacia la mesa de reconocimiento. Lo que había sido un cuerpo hinchado estaba ahora cortado y destripado. De todos modos, no había ni cara ni ojos que identificar, y los huesos de los dedos nunca producían huellas, pero alguien había vivido en ese cuerpo echado a perder.
—Creo que una cámara de neumático en la bahía es un lugar extraño en el que encontrar a un ciudadano ruso.
—El capitán dice que todos piensan lo mismo.
—Entonces, ¿habrá una investigación?
—Depende.
—¿De qué?
—De muchos factores.
—¿Como cuáles?
—El capitán dice que su amigo era un espía. Lo que hacía cuando murió no era inocente. El capitán opina que su embajada nos pedirá que no hagamos nada. Somos nosotros los que podríamos convertir esto en un incidente internacional, pero, francamente, no vale el esfuerzo. Lo investigaremos cuando nos convenga, a nuestro modo, aunque en este período especial el pueblo cubano no puede desperdiciar recursos en gentes que se han revelado como enemigos nuestros. ¿Ahora entiende a qué me refiero? —Rufo se interrumpió mientras Arcos se tomaba un segundo para controlarse—. El capitán dice que una investigación depende de muchos factores. La posición de nuestros amigos de la embajada rusa ha de tenerse en cuenta antes de tomar medidas prematuras. Aquí lo único que importa es la identificación de un ciudadano extranjero que ha muerto en territorio cubano. ¿Acepta usted que es el ciudadano ruso Serguei Pribluda?
—Podría serlo —aceptó Arkady.
El doctor Blas suspiró, Luna inhaló hondo y la detective Osorio pesó las llaves con la palma de la mano. Arkady no pudo evitar sentirse como un actor difícil.
—Probablemente lo sea, pero no puedo decir terminantemente que este cuerpo sea el de Pribluda. No hay cara, ni huellas dactilares y dudo realmente que puedan descubrir su tipo sanguíneo. Lo único que tienen es un diagrama dental y una muela de acero. Podría ser otro ruso. O uno de los miles de cubanos que fueron a Rusia. O un cubano que se hizo arrancar una muela por un dentista que estudió en Rusia. Es probable que tengan razón, pero no me basta. Abrieron la puerta de Pribluda con una llave. ¿Miraron dentro?
El doctor Blas preguntó, en preciso y cortante ruso:
—¿Ha traído alguna otra identificación de Moscú?
—Sólo esto. Pribluda lo mandó hace un mes.
Arkady extrajo de la funda de su pasaporte una foto de tres hombres de pie en una playa que miraban la cámara con ojos entornados. Uno era tan negro que podría haber sido esculpido en azabache. Exhibía un pez, un brillante arco iris, para la admiración de dos blancos, uno que compensaba su baja estatura con una torre de cabello estropajoso y, parcialmente oculto por los otros, Pribluda. A sus espaldas había agua, un trocito de playa y palmeras.
Blas estudió la fotografía y leyó los garabatos en el reverso.
—El Club de Yates de La Habana.
—¿Existe este club de yates? —preguntó Arkady.
—Existía antes de la Revolución —contestó Blas—. Creo que su amigo estaba haciendo una broma.
—A los cubanos les encantan los títulos grandiosos —interpuso Rufo—. Una «sociedad de bebedores» puede ser un grupo de amigos en un bar.
—Los otros no me parecen rusos. Puede sacar copias de la foto y hacerlas circular.
La foto dio la vuelta, hasta llegar a Arcos, que volvió a ponerla en manos de Arkady, como si fuese tóxica.
—El capitán dice que su amigo era un espía —indicó Rufo—, que los espías acaban mal, que reciben su merecido. Esto es típico de un ruso, tratar de ayudar y luego apuñalar a Cuba por la espalda. La embajada rusa manda a su espía y, luego, cuando desaparece, nos piden que lo encontremos. Cuando lo encontramos, usted se niega a identificarlo. En lugar de colaborar, piden una investigación, como si todavía fuesen los amos y Cuba, el títere. Como ya no es así, puede llevarse su foto a Moscú. El mundo entero sabe que Rusia traicionó al pueblo cubano y… bueno, dice más cosas por el estilo.
Arkady se lo imaginó. El capitán parecía a punto de escupir.
Rufo dio un empujón a Arkady.
—Creo que ha llegado el momento de marcharnos.
La detective Osorio, que había seguido la conversación en silencio, reveló de pronto que hablaba ruso con soltura.
—¿Había una carta con la foto?
—Sólo una tarjeta postal de saludo. La tiré.
—Idiota —exclamó Osorio y nadie se molestó en traducirlo.
—Es una suerte que se vaya a casa; no tiene muchos amigos aquí —manifestó Rufo—. La embajada dijo que lo alojáramos en un apartamento hasta el vuelo.
Condujeron pasando frente a casas de piedra de tres pisos transformadas por la revolución en un fondo mucho más colorido de ruina y decadencia: columnatas de mármol cubiertas con cualquier color disponible —verde, ultramarino, amarillo verdoso—, y no cualquier verde, sino un vibrante espectro —verde mar, verde lima, verde palmera y verdigris—. Las casas eran tan azules como turquesa en polvo, estanques de agua, cielos pelados; ornamentados balcones de hierro —embellecidos a su vez con jaulas de canarios, rojos gallos, bicicletas colgadas— daban vida a los niveles superiores. Hasta los desvencijados automóviles rusos lucían una variedad de colores, y, si la ropa de la gente resultaba monótona, todos poseían en general la lenta gracia y el color de un gran felino. Se detenían en diversas mesas que ofrecían dulce de guayaba, pastelillos, tubérculos y frutas. Una chica que raspaba hielo estaba manchada de jarabe rojo y verde; otra vendía dulces bajo una tienda de estopilla. Un cerrajero daba vueltas a los pedales de una bicicleta que accionaba un torno de llaves; pedaleaba sin ir a ningún sitio y se protegía los ojos de las chispas y las virutas con gafas de protección. Impregnaba el aire la música de una radio colgada del pomo de la sombrilla de una carreta.
—¿Por aquí se va al aeropuerto? —preguntó Arkady.
—El vuelo es mañana. Normalmente hay un solo vuelo por semana de Aeroflot a Moscú y no quieren que lo pierda. —Rufo bajó la ventanilla—. Pfuag, apesto más que un pescado.
—Las autopsias lo impregnan todo. —Arkady había dejado su abrigo fuera de la sala de autopsias y ahora lo separó de la bolsa de papel que contenía los efectos de Pribluda—. Si el doctor Blas y la detective Osorio hablan ruso, ¿por qué me acompañó usted?
—Hubo un tiempo en que se prohibía hablar inglés. Ahora el ruso es tabú. En todo caso, la embajada quería que alguien lo acompañara cuando estuviera con la policía, pero alguien que no fuera ruso. ¿Sabe?, nunca había visto a nadie que se hiciera tan impopular en tan poco tiempo como usted.
—Es una especie de mérito, ¿no?
—Pero, ahora que está aquí, debería divertirse. ¿Quiere ver la ciudad, ir a un café, al Habana Libre? Antes era el Hilton. Tienen un restaurante en el tejado con una vista fantástica. Y sirven langosta. Sólo los restaurantes del Estado tienen permiso para servir langosta, que son capital del Estado.
—No, gracias.
La idea de cascar bogavante después de una autopsia no sentaba nada bien.
—O un «paladar», un restaurante privado. Son pequeños, sólo tienen derecho a doce sillas, pero la comida es superior, con mucho. ¿No?
Quizá Rufo no tuviese ocasión de comer a menudo fuera de casa, pero Arkady no creía poder mirar siquiera a alguien comer.
—No. El capitán y el sargento llevaban uniforme verde, y la detective uno gris y azul. ¿Por qué?
—Ella es policía y ellos son del Ministerio del Interior. Lo llamamos el minint. La policía está bajo el minint.
Arkady asintió con la cabeza; en Rusia la milicia estaba bajo el mismo ministerio.
—Pero Arcos y Luna no suelen ocuparse de homicidios, ¿verdad?
—No lo creo.
—¿Por qué despotricó tanto el capitán contra la embajada rusa?
—Tiene cierta razón. En los viejos tiempos, los rusos actuaban como señores feudales. Incluso ahora, para que la policía cubana plantee preguntas a la embajada necesita una nota diplomática. A veces la embajada colabora, y a veces no.
El tráfico consistía principalmente en Ladas y Moskoviches rusos, que soltaban humo, y algunos coches norteamericanos de antes de la revolución que avanzaban tan laboriosamente como un dinosaurio. Rufo y Arkady se apearon frente a un edificio de dos pisos decorado como una tumba egipcia azul con escarabajos, cruces egipcias y flores de loto grabadas en el estuco. Un coche sobre bloques de hormigón parecía tener su residencia permanente en el porche.
—Un Chevrolet del 57. —Rufo miró el interior destripado del vehículo y pasó la mano por la pintura desconchada, desde atrás—: Aletas —hasta el frente—, y tetas —añadió.
Gracias a la llave en la bolsa de pertenencias de Pribluda, Arkady sabía que éste poseía un Lada. No había pechos en los coches rusos.
Entraron y, mientras subían, la puerta del apartamento de la planta baja se abrió lo suficiente para que una mujer en bata de casa siguiera su avance.
—¿Una portera? —inquirió Arkady.
—Una chismosa. No se preocupe. De noche ve la tele y no oye nada.
—Regreso a casa esta noche.
—Es cierto. —Rufo abrió la puerta de arriba—. Éste es un apartamento de protocolo que la embajada utiliza para los dignatarios que vienen de visita. Bueno, los dignatarios de menor rango. No creo que hayamos tenido a nadie aquí desde hace más de un año.
—¿Va a venir alguien de la embajada a hablar acerca de Pribluda?
—El único que quiere hablar de Pribluda es usted. ¿Le gustan los cigarros puros?
—Nunca he fumado uno.
—Hablaremos de eso después. Regresaré a medianoche para llevarlo al avión. Si cree que el vuelo a La Habana fue largo, espere a ver el de regreso a Moscú.
El apartamento estaba amueblado con unas sillas de comedor color crema y dorado, un aparador con un servicio de café, un sofá lleno de bultos, un teléfono rojo, una estantería con títulos como La amistad ruso-cubana y Fidel y el arte, sostenidos por sujetalibros eróticos de caoba. En una nevera desconectada un paquete de pan Bimbo lucía manchas de moho. El aire acondicionado estaba apagado y se veían en él las manchas de carbón de un cortocircuito con incendio. Arkady pensó que probablemente él también luciera algunas manchas de carbón.
Se despojó de la ropa y se duchó en una ducha de azulejos que chorreaba agua por cada poro y le quitó de la piel y del cabello el olor de la autopsia. Se secó con una diminuta toalla provista; se tumbó en la cama, debajo del abrigo, y escuchó en la oscuridad las voces y la música que se filtraban a través de las persianas cerradas de la ventana. Soñó que flotaba entre los juguetones peces de la bahía de La Habana. Soñó que volaba de regreso a Moscú y no aterrizaba, sino que daba vueltas en círculo en la noche.
A veces los aviones rusos hacían eso, si eran viejos y sus instrumentos fallaban. Aunque también podía haber otros factores: si un piloto hacía un segundo intento de aterrizaje podían cobrarle la gasolina adicional gastada, de modo que hacía un solo aterrizaje, bueno o malo. O bien el aparato iba sobrecargado o escaso de combustible.
Lo mismo que le ocurría a Arkady: sobrecarga y escasez de combustible.
Sobrevolar en círculos le parecía bien.