Testimonios III

«Yo fui amante del Yeti»

(N.N. es ya una mujer madura. Algo entrada en carnes, quizás. Pero sus ojos tienen el brillo de quien ha conocido lo bueno. Durante muchas semanas eludió mi requerimiento periodístico pero finalmente ayer, llamó a mi oficina y me dijo muy simplemente: «He decidido contar todo». Ahora está frente a mí, sentada en la sencillez de su habitación y fumando)

N.N.: A veces pienso que hubiese sido mejor no aceptar aquella invitación de Demián a escalar el Himalaya. Pero Demián era insistente y en verdad a mí en esos momentos las cosas no me iban muy bien. Yo soy peluquera, incluso he dado pequeños cursos sobre el tratamiento de las raíces del cabello, pero en esos días acababa de poner un negocio de venta de plantas de plástico y pienso que el excesivo riego las pudrió por completo.

La oferta, por otra parte, era prometedora. Yo no confiaba demasiado en Demián, pues era muy alocado, pero me dijo que gastaría en el proyecto más de la mitad de su fortuna. Yo sabía que en eso era un experto, pues era la tercera fortuna que dilapidaba. Armaríamos un lindo grupo, junto a Chian Tsú, un coreano que había escalado el monte Pelé y Pierre Debussy, un antillano que nunca había hecho alpinismo pero era un excelente cocinero. Y Demián pensaba que para esos fríos nada mejor que una comida caliente. Yo tenía cierto temor ante aquel desafío. Nunca había estado tan alto. Subí una vez a la punta de la torre Eiffel pero Demián me alertó de que no podía compararse. No haré muy largo el relato del ascenso porque sé muy bien que no es ése el motivo central de la entrevista, pero todo fue muy bien hasta los primeros 5000 metros.

Allí decidimos acampar debido a que se desató una tormenta de nieve. Yo nunca había visto la nieve y estaba deslumbrada. No sabía que era tan blanca. Varias veces intenté salir de la carpa para construir muñecos con ella pero Demián me retó. Decía que afuera hacía fríos que podían congelarme en segundos, que el viento era capaz de volarme y no sé cuántas otras cosas. Eran todas tonterías. Pero Demián insistía en que yo me quedase en la carpa. Allí fue cuando comencé a comprender cuáles eran sus verdaderos propósitos. Ya alguna vez en París lo había sorprendido contemplándome con ojos extraños. Hubo varias ocasiones en que me invitó a tomar café a Montparnasse y hasta debí reprenderlo una vez que me tocó las nalgas. Era notorio que yo le gustaba. Ahora que ato cabos comprendo por qué me invitaba siempre a ver espectáculos pornográficos.

Comprendí ahí, entonces, en plena ladera del Himalaya, que toda la expedición, toda la organización de aquel viaje no era nada más que una excusa para estar a solas conmigo. Incluso Chian Tsú y Pierre estaban confabulados con Demián. Apenas armábamos la tienda para acampar, Chian y Pierre decían que tenían cosas que hacer afuera y se marchaban. Yo sabía que eso era mentira porque afuera hacía un tiempo terrible y a cada momento había aludes que arrasaban con todo. Pero sin duda eso era lo que habían concertado con Demián.

Alertada de esto, comencé a fijarme en algunos detalles. Observé que Pierre se esmeraba en sus comidas. Recuerdo una noche en que afuera la tempestad rugía. No recuerdo en mi vida otra noche como aquella. Fuera de la tienda hacía 74 grados bajo cero. Nevaba, granizaba, llovía y el viento alcanzaba velocidades de hasta 230 kilómetros en la hora. La carpa se sacudía como si fuese a ser arrancada a cada instante. Incluso a mí me parecía escuchar aullando los lobos. Luego me dijeron que a esa altura no había lobos, ni osos, ni cabras ni nada. El que aullaba era Demián, pienso que para asustarme, mientras terminaba de arreglar la mesa plegadiza. Pierre había preparado un salmón tartufo a la Pequignousse que era una delicia y Chian abrió una botella de Borgoña Beaujolais. Demián conectó el grabador y comenzamos a escuchar música barroca. Fue una hermosa cena y yo recuerdo que me sentí un poco mareada. «Es la altura» me dijo Demián y vi que hizo una seña con las cejas a los otros dos. Entonces Pierre dijo que debía salir a buscar orégano, que no podía soportar el salmón tartufo sin orégano, y que el orégano se daba muy bien bajo las primeras capas de nieve. Se puso todos sus abrigos y salió. Al rato, Chian comenzó hablarnos a Demián y a mí. Nunca nos había hablado así, tan seria y largamente. Estuvo como media hora haciéndolo. Creo que nos hubiésemos conmovido de conocer su idioma. Se levantó y salió también. Comprendí el plan de Demián. Pobre Demián, era un niño. Siempre pensé que de habérmelo confesado abiertamente en París, hubiese conseguido más cosas de mí. No me resultaba intolerable. Y además yo no tenía compromisos. Pero me soliviantaba su falta de valentía para decirme que yo le apetecía. Todas esas vueltas. Esos rodeos. Como aquel asunto de ir a escalar el Himalaya.

Lo concreto es que me encontré con Demián, a solas dentro de una tienda de la cual no podíamos ni salir, en una noche de tormenta espantosa, escuchando música. Aun ebrio, Demián no se atrevía a franquearse. Puso música melódica y me pidió que bailáramos. Yo opté por llevarle la corriente en ese instante. Estuvimos bailando una media hora dentro de aquel habitáculo reducido. Pasado ese tiempo yo opté por salir del interior de mi bolsa de dormir porque me dificultaba enormemente los movimientos y los pasos de bolero. Creo que eso excitó a Demián. Bailábamos mejilla a mejilla y la de él estaba congelada. Hay que considerar que hacía dos meses que habíamos salido de París y Demián, que yo supiese, no había tenido ningún tipo de regocijo sexual. Comenzó a manosearme e intentó propasarse. Estaba como loco. Hablaba en alemán. Pude zafarme y escapé de la carpa. No sé cómo. Corrí en medio de la tormenta hasta que no pude más. Y me desmayé.

Cuando recuperé el conocimiento estaba en una pequeña cueva y a mi lado había fuego encendido. Fuera de la cueva (su boca estaba cubierta por rocas), escuchaba que la tormenta continuaba con toda su furia salvaje. Yo estaba semicongelada y pienso que eso colaboró para que tomase la situación con una frialdad desusada en mí, debido a que junto a mi cuerpo que yacía trémulo sobre el suelo se hallaba una criatura similar a un ser humano, enorme, con el cuerpo totalmente cubierto de pelos. De su rostro apenas podía verse algo la nariz, un poco achatada, digamos tipo Belmondo, y también sus ojos. Tenía ojos, muy bonitos, de enormes pupilas de las que podría llegar a decir que eran tristes. Pero el pelo le cubría la cara. Era un pelo lacio al tacto, un poco quebradizo y abierto en las puntas, no muy cuidado, que debía darle mucha dificultad al peinarlo. Me miraba arrobado y lo vi atarearse junto a mis pies. Alcé un poco mi cabeza y comprendí que la pobre bestia me estaba masajeando los tobillos. Se me habían congelado los pies y la criatura se había percatado de ello. Se incorporó y me señaló, luego se señaló sus hombros, quería decirme que me había llevado alzada hasta allí. Después, siempre con gestos, me explicó que nevaba afuera, que había un 15 por ciento de humedad, que él me había encontrado por casualidad en la nieve cuando había salido a buscar un pedazo de alambre para atar una estaca y que a él le gustaba mucho comer frutas de rosa mosqueta. No me pregunte cómo logró explicarme todo aquello con gestos, pero era una criatura de una mímica insuperable. Algo así como de teatro japonés. ¿Me entiende?

Cuando lo vi de pie pude apreciar su altura: casi dos metros. Era cargado de hombros, de brazos largos y unas manos formidables. Todo su cuerpo estaba cubierto de pelo. Me hacía recordar a un amigo mío belga que tiene un galgo afgano. Me hacía acordar al galgo afgano, no al belga. Y mire qué curioso, no sentía miedo. Me suelen ocurrir esas cosas.

Una vez me quedé a solas encerrada durante dos horas en una sala de museo junto con un tejón embalsamado y tampoco temí.

No hablaba. Hacía sonidos ininteligibles. Como si hubiese hablado alguna vez. Se rascaba mucho también. Presumo que le molestaba el pelo. Sucede así a veces con los hombres de barba dura. Continuó masajeándome los pies, cada vez con mayor vigor. Yo comencé a sentirme mejor. La circulación volvía a mis arterias. Luego prosiguió con las piernas. Y es difícil de explicar lo que sucedió y cómo sucedió. Supongo que la criatura entendió que debía darme calor con su propio cuerpo y se me echó encima. Olía a perro recién bañado, pero no es un olor que disguste a nadie. Recuerdo que entramos en calor y finalmente, no lo prolonguemos más, hicimos el amor. No es fácil de contar y usted pensará que yo soy una mujer que me entrego a cualquiera. Sin ir más lejos a él hacía apenas minutos que lo conocía, pero yo no soy una persona que dude demasiado si encuentro a alguien que me cae bien.

Me quedé una semana en la cueva de Claude, como empecé a llamarlo. Y me hizo bien estar con alguien simple, sin demasiadas complicaciones, que no me hacía planteos intelectuales ni existenciales. Él era una criatura que al pan pan y al vino vino. Si quería aullar por las noches, salía afuera y lo sentía aullar como un loco. Después entraba lo más campante y siempre me traía algún bicho para comer, alguna hierba o una raíz.

Creo que lo dejé a tiempo. Cuando empezó a molestarme su permanente rasquiña o su costumbre de hacer sus necesidades en el fondo de la cueva me di cuenta que la rutina pendía sobre nosotros. Me ha pasado antes ¿sabe? y no quise repetir la experiencia. Es muy desgastante. Pero fue muy lindo.

Una mañana que él había salido a cavar un pozo para enterrar unos huesos yo abandoné la cueva y escapé. Encontré días después a algunos servidores de la expedición de Demián y a la semana estaba de nuevo en París.

Demián me pidió perdón por su actitud y a poco comenzamos a salir juntos. A pesar de que aquella noche en el Himalaya yo lo suplanté por otro, comprendí que es preferible compartir cosas con alguien que sea más similar a una aun siendo menos excitante.

Pero debieron pasar dos años para que me animase a contarle lo de la extraña criatura a Demián, y pienso que a eso me llevó mi análisis. Demián tuvo un ataque de nervios cuando lo supo y me dijo que no podría nunca perdonarme esa infidelidad. Luego me perdonó. Después de todo, cuando yo lo hice, aún no salía con él. Pero Demián me dijo después que sin duda yo había dado, sin saberlo, con el famoso Yeti, el «Abominable Hombre de las Nieves». Tuvimos una nueva pelea porque yo no podía permitirle que llamara «abominable» a esa criatura. Demián me exigió que iniciáramos una nueva expedición al Himalaya a buscar al Yeti, para poner las cosas en claro. Yo me negué. Temía que Demián lo hiciese sólo para tomarse venganza. Por otra parte, debo confesar que yo no estaba muy segura de cuál iba a ser mi reacción si me encontraba de nuevo frente a él. Juro que esas noches del Himalaya fueron inolvidables. Demián me insultó. Me dijo que no podía tenerme confianza. Que cualquier día se me cruzaba otro yeti y yo no vacilaría en irme tras él. «Ves algo peludo y te enloquecés» me agredió. Finalmente optó por dejarme y hoy vive con una experta en acupuntura.

Tal vez no debí confesarle nunca a Demián lo que pasó en el Himalaya. Pero soy una mujer sincera y no podía vivir con ese recuerdo oculto. Que por otra parte no es un recuerdo del que me avergüence. No, no. Lo haría de nuevo, una y mil veces, si se congelara mi cuerpo en el Himalaya.