Estudios etológicos del profesor Erwin Haselblad

Cuando aquella soleada mañana primaveral, Erwin Haselblad dejó su estudio de 7a. Avenida y 34 North, nunca imaginó que un águila embravecida caería sobre él y le arrancaría un ojo.

A pesar de esta abrupta disminución de su vista, el profesor Haselblad no le dio al suceso más importancia que la que puede dársele a cualquier otro contratiempo callejero.

Sin embargo, debió rever su actitud cuando, días más tarde, se descalabró la cadera derecha al resbalar sobre un helado de limón que estaba siendo trabajosamente transportado por una hormiga colorada, de las vulgarmente llamadas «rojas».

Estas dos enojosas alternativas movieron al eminente estudioso germano a abordar de lleno la temática del comportamiento de los animales. No era Haselblad un desconocedor del tema y de él puede recordarse su libro titulado La más terrible de las aves de rapiña: el pingüino, tratado que levantó encrespadas polémicas entre los etólogos de todo el mundo quienes no pudieron ponerse de acuerdo sobre si dicho libro era la primera o la segunda edición.

«Para profundizar en la temática de aquel volumen —recuerda Haselblad—, debí convivir durante tres largos meses con Meredith, un pingüino de tan sólo dos años, soportando temperaturas de hasta 25° bajo cero. Ni un solo día abandonamos, Meredith y yo, la cámara frigorífica que me había facilitado para mi trabajo la firma Foxes & Foxes de Oklahoma. Allí, rodeados de todo tipo de pieles que dicho emporio peletero preserva para su posterior exportación, me aboqué a la indagación científica que confirmara mi teoría (largamente combatida) referida a que los desaprensivamente llamados “pájaros bobos” son las rapaces depredadoras más sanguinarias del planeta».

Mucho se le criticó a Erwin Haselblad el hecho de no haber profundizado sobre las costumbres del pingüino en el hábitat natural de éste, pero así explica su opción por la cámara frigorífica el calificado etólogo alemán: «La conformación social de estos palmídedos es de un círculo familiar cerrado y respetuoso. Pongan ustedes a dos pingüinos machos frente a frente y lo verán. No pasarán más de dos minutos antes que ambas aves se miren con detención y se marchen a nadar. Por eso los ritos de sumisión familiar son muy acendrados entre los pingüinos. Por lo general, el jefe de la pingüinera es el más viejo de la colonia y por lo tanto, el que mejor conoce dónde se pueden encontrar los mejores cardúmenes de sardinas, las más eficaces protecciones contra el viento helado del sur, e incluso la ubicación de las mejores pistas de ski de los ventisqueros. La familia tipo de estos esfenisciformes se compone de un pingüino macho, un pingüino hembra, un pingüino propiamente dicho, los pingüinos niños que nunca superan el número de catorce, otro pingüino hembra que realiza las tareas de cuidado de los pequeños y otro pingüino cuya presencia no es constante, sino que va y que viene. Se lo conoce como “pingüino comodín” y en algunos casos, dadas sus prolongadas ausencias, casi no se lo conoce».

«Todo esto da una aproximada idea de lo precavido y hostil que es este animal hacia el mundo externo y del natural rechazo que manifiestan por las especies que le son ajenas. No se conocen casos de focas o caribúes que hayan podido integrarse a familias de pingüinos. Por lo tanto, la peregrina idea de poder aproximarse a tan desconfiadas aves en su medio natural, es sencillamente, una utopía. Incluso las especies inferiores tienen un enorme desarrollo de instinto que les avisa cuando un ser extraño intenta introducirse en sus colonias.

»El caso del profesor sueco Hans Bgorn es tan demostrativo como patético. Empeñado en develar la vida de relación entre los gusanos de las palmeras, crisálidas fusiformes que moran a la sombra de los promontorios construidos por los escarabajos piojeros de Nambú, aldea del sur de África, pergeñó un revestimiento para su propio cuerpo hecho en una tela gomosa de flexible consistencia con el cual se envolvió. Con tan perfecto disfraz (la propia madre de Bgorn desconoció a éste mientras el profesor se arrastraba por el jardín de su casa, lo que casi cuesta la vida del sueco), Bgorn confiaba en burlar el certero sentido táctil y papilar que los gusanos datileros: «tienen localizado entre sus dos antenas, sobre la pequeña boca, bajo lo que sería su testuz insectívoro, algo detrás de un occipucio notoriamente desarrollado y que tanto atrae al gracejo gris, una especie de avutarda que no vive en la zona pero que la conoce.

»No dejando nada librado al azar. Bgorn impregnó su curiosa vestimenta en una gelatina pringosa, la misma que recubre las larvas de dichos nematelmintos al abandonar los huevos maternos en cantidades aproximadas a 238 millones por parto.

»El profesor Bgorn, disimulado en su cobertor, munido de un grabador de enorme fidelidad con la intención de registrar el desconocido idioma de los alveolados, se enterró bajo una de las construcciones de los escarabajos piojeros el 2 de marzo de 1973. Nunca más se supo de él.»

Con este estremecedor relato, Erwin Haselblad justifica más que sobradamente, las razones que lo llevaron a encerrarse con Meredith en la cámara frigorífica facilitada por la Foxes & Foxes. No pueden desdeñarse tampoco, los temores que abrigaba Haselblad con respecto a esta especie de aves polares. Aves que, no se cansaba de repetir Haselblad, de conocerse sus aterradoras costumbres «nadie llevaría su imagen desaprensivamente bordada sobre el bolsillo de su remera».

Tras los tres meses de reclusión voluntaria con Meredith en la cámara frigorífica, así resume el etólogo alemán sus experiencias:

«Meredith se mostraba calmo y hasta paciente. Soportaba con cierta indiferencia que yo hurgase entre sus plumas con la punta de mi estilográfica. Casi ni me miraba. Pero yo sabía que estaba ante un ave de alta peligrosidad. No creo que Meredith extrañara sus hielos natales. Se lo veía experto y confiado en la cámara frigorífica e incluso las pieles de visones o zorros, lo hacían ocultarse a veces, precavido, con el temor propio de las especies preferidas por la voracidad de los plantígrados. Comía sin desconfianza lo que yo le daba e incluso llegó a picotear el esmalte de la puerta de metal que daba al exterior. Tras los primeros días en que procuré estrechar mi amistad con el animal, procedí a ocultarme. Desde mi escondite, la abrigada protección de un sacón de nutria colorada del Yukón, talle médium, lo observé durante días. Mi filmadora tampoco perdía detalle de los pausados movimientos de Meredith, su paso oscilante y torpe, que podría llamar a engaño a más de un especialista. Yo sabía que en cualquier momento su instinto de rapaz depredador lo perdería.

»Debo admitir que no lo hizo. En los tres meses de convivencia, ni tan sólo un instante abandonó su postura pasiva ni su particular introspección».

Sin embargo Haselblad no abandona por eso su audaz teoría con respecto al pingüino. «De cualquier manera, debo consignar —nos continúa contando— que si bien Meredith no actuó de la forma en que yo arriesgaba que debía hacerlo, podía leerse claramente en sus ojos que se moría de ganas de atacar. Vaya a saber qué extraño e instintivo sistema de autocontrol reprimía su impulso y lo llevaba a comportarse con la mansedumbre de un simple tejón pirineo alsaciano. Tras la experiencia de la cámara frigorífica —reconoce Haselblad— no quedó perfectamente explícita mi teoría frente a muchos escépticos científicos del mundo. Pero un nuevo aporte se incorporó a la aún escasa sapiencia que tiene el Hombre con respecto al Mundo Animal: no hay mamífero de sangre caliente que tenga el poder de simulación del pingüino».

Esta enseñanza fue recopilada por el etólogo alemán en su libro: El gran simulador (The Great Pretender) donde compara las costumbres esquivas del pájaro bobo con las de otro experto en timos y camouflages: el camaleón.

«Xester era un camaleón viejo de las Aleutas —narra Haselblad—. Debí esperar tres años para que una expedición arqueológica sueca pudiese atrapar uno en la más pequeña de aquellas islas y me lo remitiese en valija diplomática. Es sabido que está totalmente prohibida la venta de camaleones con fines comerciales, más que nada tras la depredación que sobre dicha especie ha ejercido la industria textil japonesa, que los emplea para la elaboración de anilinas colorantes.

»El primer día que Xester deambuló por mi laboratorio, me fascinó su facilidad para adoptar la coloración de los objetos frente a los cuales pasaba. Fue entonces cuando pasó frente a un translúcido cristal y nunca más volví a encontrarlo».

Este inesperado contratiempo retrasó considerablemente los estudios que Haselblad llevaba a cabo con el paciente Meredith. Pese a eso el etólogo alemán aprovechó la circunstancia para abismarse en otro tema que siempre ha confundido a los estudiosos: la falta de certeza sobre si los perros (cánidos) diferencian o no los colores.

«Mi propuesta fue tan simple como efectiva» explica Haselblad. «En uno de mis gabinetes reuní a 43 perros de distintas razas y convicciones. Debí interrumpir para ello un apasionante experimento que estaba llevando a cabo empleando una piraña del Orinoco y un tubo de dentífrico. Tras las primeras horas en que los perros procedieron a reconocerse coloqué frente a ellos un aparato de televisión en cuya pantalla podía apreciarse un match de fútbol americano entre conjuntos americanos cuyos equipos vestían totalmente de amarillo el uno y el otro totalmente de azul. No pasaron más de quince minutos antes de que los perros se hubiesen dividido en dos bandos claramente reconocibles menudeando las escaramuzas y los tarascones. Tres de los más agresivos llegaron, incluso, a orinarme. Fue una experiencia imborrable, aunque no recuerde ahora el resultado final del match. Y lo más significativo de todo es que el televisor no era color, sino blanco y negro».

Pero lo que definitivamente impulsó a un segundo plano el estudio sobre la esquizofrénica personalidad de Meredith fue el episodio al que debió abocarse Haselblad en enero de 1971. Miriam Smithers, catedrática en apicultura de la Universidad de Canberra (Australia) consultó a Haselblad sobre un extraño caso de adopción maternal: Herbie, un hipopótamo recién nacido estaba siendo amamantado por una gallina Pilkentown, o gallina de Guinea. A pesar de que Haselblad poseía en sus archivos un abultado dossier relacionado con casos de adopción en el mundo animal (el mismo Haselblad fue criado por una tía) hubo algo que le sonó extraño en el relato de la profesora Smithers.

«No vacilé en trasladarme a Sidney» informa Haselblad «a estudiar el caso».

Herbie era un pequeño hipopótamo de sólo días y compartía un gallinero experimental de la NASA en las afueras de la ciudad. Cada tanto las aves allí estudiadas y cuidadas con particular esmero eran empleadas para detectar la fuerza del impacto de los pájaros sobre los cristales de los aviones en las proximidades de los aeropuertos, un verdadero problema mundial. En un túnel de viento, las gallinas eran disparadas con una catapulta de aire comprimido contra una ventana.

«A pesar de su poca edad —continúa narrando Haselblad—, Herbie se había hecho un lugar dentro de la cría de Samantha, la gallina de Guinea, otros quince polluelos que pugnaban por arrojarlo lejos de la protección de las alas de su madre. La empresa no era fácil, ya que Herbie pesaba a la sazón, cerca de 140 kilos».

El caso, se sumó a otros tantos estudios que el eminente etólogo alemán ya tenía sobre estos extraños episodios de transmutaciones naturales.

«No pude dejar de recordar —confía Haselblad— todo lo que habíamos hecho en una granja de Dakar (Costa de Marfil)[1] para que se concretase el apareamiento entre un rinoceronte y una coneja empeñados en llevar a cabo aquella experiencia marital. Sabemos que la naturaleza suele ser bastante inflexible con ese tipo de desviaciones, pero como bien sostenía el presbítero anglicano Ernest Foster (a cargo de esa colonia animal), el amor no sabe de limitaciones, conclusión a la que llegó luego de leer El cielo no tiene favoritos

Samantha, la gallina de Guinea, parecía no hacer distingos entre sus polluelos y Herbie. Repartía entre ellos con la misma maternal satisfacción las lombrices o restos de alambre que localizaba en la zona y cada tanto reprendía con un picotazo a Herbie la particular predilección de éste por defecar sobre alguno de sus hermanos.

«La lógica tendencia del pequeño hipopótamo —explicita Haselblad— de proteger sus horas de sueño bajo las alas de su madre adoptiva, traía ciertos problemas a ésta, como así también el sentido imitativo de Herbie (el impulso ímitofestivo está enormemente desarrollado en los hipopótamos y es notable oírlos remedando casi a la perfección el silbo de los mirlos) que lo hacía intentar dormitar encaramado a alguno de los palos del gallinero. Pero el mayor de los inconvenientes para Samantha comenzó en su nueva etapa de apareamiento, cuando Herbie pisó y redujo a planchuelas a dos gallos machos de la especie que se habían acercado a su madrastra».

El estudio sobre el comportamiento de Herbie, Samantha y sus polluelos quedó trágicamente trunco cuando el hipopotamito fue atrapado y elevado a las alturas por un zopilote mocho de cuello blanco, ave de presa similar al caranchillo enjuto de Tasmania.

Pero dejemos que el mismo Haselblad resuma así aquel capítulo: «Sin duda el zopilote confundió a Herbie con uno de los polluelos. Debemos reconocer que Herbie, para ese entonces, tenía ya actitudes y costumbres propias de las aves de corral».

Las ansias investigadoras de Haselblad lo llevarían luego a nuevas intentonas relacionadas con el desarrollo del instinto lúdico en las tortugas, el carácter más bien sedentario de los baobabs y la escasa formación política de las sardinas del Báltico.