Con la reedición, tardía justicia pero justicia al fin, de su libro de aforismos El párpado temprano, vuelve a estar en boca de todos el nombre y el intelecto de don Ismael de Alfonso. Y por supuesto, la obra de quien fue tan insigne pensador, preclara luz de sabiduría entre tanta chatura y bizarría, vuelve a discutirse y estudiarse desde puntos de vista, ora sinceros, ora lúcidos, pero casi nunca cercanos a la verdadera dimensión humana de quien fue gigante de nuestro ideario nacional.
Yo creo que la misma estatura intelectual de don Ismael colaboró, sin quererlo, para que muchas personas ávidas de abrevar en sus conocimientos no se animasen a acercarse a su figura elegante y señorial, intimidados por la galanura de su verbo y el respeto casi rayano en la veneración que inspiraba su solo nombre.
Pero bastaría preguntarle a cualquiera de los que constituimos su grupo de amigos, grupo pequeño, hay que reconocerlo, sobre las características más íntimas y confidenciales de don Ismael de Alfonso, para desatar un aluvión de anécdotas, de sucesos, que gratificarían ampliamente la maravillosa madera que constituía la fibra afectiva de don Ismael, como lo llamábamos nosotros.
Me honró con su amistad, sí, me halaga el decirlo, y con el paso inflexible del tiempo, aún apenado por su desaparición física (sólo me consuela de vez en cuando releer sus máximas) me reconforta a veces el pensar que mi pequeña, humilde entrega amistosa entre tantos otros esclarecidos personajes de la noche rosarina, alegró la madurez del autor de El párpado temprano, Ventana a mí mismo y tantas otras obras de cuño mayor.
Éramos una «barra» alegre y dicharachera y sería injusto dejar de mencionar a Carlitos Abramhian (el Negro Abramhian), don Faustino Guirnalda (amador y romántico a la vieja usanza, delicioso acuñador de piropos), Gastón Murialdo Tevez (ese maravilloso poeta que tan joven nos robó una aguda tendinitis), el Gordo Garcilazo (un pintor que por pudor, casi olvidada virtud, nunca mostró sus óleos y a quien nadie conoció en el más brillante de sus rasgos: el de endiablado bailarín de tangos de Le Pera) y Marcelito Agustín Cantero, Lito para nosotros, dotado de esa maravillosa voz de tenor que en tantas tenidas intelectuales nos deleitaba recitando a pura memoria fragmentos de La Tricota u otros poemas épicos.
Pero era don Ismael de Alfonso quien nos convocaba con la magia de sus conceptos y sus silencios cargados de significaciones.
Y de su severidad tan mentada… ¡Valgan algunas anécdotas para comprobar si era tan cierta, o si sólo pretendía encubrir una cristalina sensibilidad, una provinciana timidez, y una singular propensión a la neumonía!
Recuerdo que muchas veces en que yo solía llamarlo por teléfono (lo hacía casi todos los días con el solo motivo de escuchar su voz enriquecida por la carraspera) me atendía él en persona pero fingía la voz de su tía Edelweiss (que lo acompañó en toda su senectud) para decirme:
—Don Ismael de Alfonso ha ido a las aguas termales. —Yo podía reconocerlo por su tos y por el simple hecho de que su tía tenía un marcado acento alemán, pero aun alguien como yo, tan entrañablemente ligado a don Ismael, hubiese podido confundirse ante lo prodigiosamente exacto de la imitación. Y ésta era una particularidad de don Ismael muy poco conocida entre sus estudiosos y seguidores, dado que sólo la manifestaba en rueda de amigos y que conmigo, más que nada, se solazaba en practicar.
De su sentido del humor, ya dan buena cuenta sus aforismos, donde el humor se trasluce, se mimetiza bajo una aparente pátina austera y hasta pomposa.
Pero ése, el de sus libros, era un sentido del humor sopesado y técnico, que manejaba como muy pocos lo han manejado en la literatura latinoamericana, y yo quisiera referirme a ese otro humor espontáneo, fresco, «de esquina» como él mismo solía definirlo. El humor de «salidas» rápidas, chispeantes, donde el retruécano y el chascarrillo restallaban en la réplica veloz e intencionada.
Recuerdo que una tarde llegué a «El Botalón», aquel querido y recordado «boliche» de Pasco y Sarmiento que luego el nefasto y mal entendido progreso echó por tierra para transformarlo en un sanatorio, y me acerqué a la mesa presuroso para obsequiar a don Ismael con un par de jabones de coco que había comprado en la estación de Sunchales. Ya estaba toda la «barra» reunida, un movimiento algo torpe mío hizo que una de las copas se volcase derramando su contenido. Y recuerdo con claridad que Don Ismael, sin mirarme dijo: «¡Pero mire que hay que ser pelotudo, González!». Él era así, siempre la frase oportuna, la ocurrencia a flor de labios.
Me desconcertaba, además, con su versatilidad, su profundo conocimiento sobre temas de diametral diversidad, incluso algunos muy alejados de su específica visión espiritualista de las cosas. Pero está comprobado que para un pensador de su valía, ninguna temática quedaba fuera de su investigación clarificante.
En muchas ocasiones, yo mismo, al llegar a la amigable mesa de «El Botalón», sorprendía a don Ismael discutiendo con Lito Cantero sobre la masa específica del plomo, la densidad plúmbica, sus propiedades y características. Recuerdo que a veces, continuaban hablando de ese tema, enfrascados en la discusión, sin mirarme. Incluso a veces, estallaban en carcajadas, con esa peculiar habilidad que tenía don Ismael para impregnar de humor aun charlas en apariencia tan carentes de humanismo, como ésas.
Pero, hasta en rueda de amigos, don Ismael tenía su disciplina de trabajo y sabía hacerse tiempo para rescatar, incluso de momentos que parecían tan sólo de solaz y esparcimiento, conclusiones profundas y de sorprendente sencillez. Muy a menudo, cuando ya todos se habían marchado y yo me quedaba a los efectos de no dejarlo solo, don Ismael me decía: «Perdoname, González, pero tengo que pensar».
Se repantigaba entonces en alguno de los sillones que tenía «El Botalón», cerraba los ojos y comenzaba su fecundo discurrir por el mundo de sus máximas. Puedo decir que a mí solo me concedía ese raro privilegio de asistir al nacimiento de nuevas conclusiones, nuevos pensamientos que acercarían a tantos argentinos a las verdades absolutas.
Pero a veces mi vigilia tenía su premio. Tras pasar una o dos horas sentado junto a él, escuchando cada tanto esa suerte de ronco gorgoteo que (luego me explicaba) acompañaba a la aprehensión de certeras definiciones, abría sus ojos enrojecidos por el esfuerzo y me decía cosas como: «¿Qué hora es?» con esa permanente curiosidad por lo que lo rodeaba.
Lo que sí puedo consignar es que Don Ismael de Alfonso era un hombre de carácter variable, cosa lógica entre aquellos a quienes su sensibilidad transporta desde las cúspides más elevadas de la euforia a los pozos más oscuros de la depresión.
No era ajeno a mi costumbre averiguar en dónde se llevaban a cabo las reuniones a las que concurría don Ismael, y allegarme a ellas. Vuelve a mi memoria una en casa del pobre don Faustino Guirnalda. Desde la puerta pude comprobar que Don Ismael se hallaba de un humor excelente, rodeado de gente; hablaba casi a los gritos, cantaba estrofas sueltas de La Verbena de la Paloma y hasta aventuró unos pasos de sardana antes de enredarse con una cortina. Cuando me acerqué yo, para darle un frasco de alcaparras en vinagre que había comprado para él, ya había cambiado de ánimo. Cayó en una depresión malhumorada, no habló una palabra más, podía escuchársele maldecir por lo bajo, y eso a pesar de que yo me mantuve toda la noche a su lado consciente de que algún quizás remoto problema del mundo se le había cruzado por la mente y en esas ocasiones había que apuntalarlo.
Tenía actitudes, dentro de su aparente lejanía (que han solido confundir con frialdad) que podían llegar a conmoverme. En una ocasión me regaló una caja de madera con puros. Unos cigarros excelentes, de hoja cubana, que para ese entonces debieron costarle sus buenos pesos. En virtud de nuestra amistad no podía cometer la descortesía de no fumarlos, a pesar de que yo nunca había llevado ni un simple cigarrillo a mis labios. Fumé tres al hilo en su presencia ante la atenta admiración (y quizás envidia) del resto de la barra. Hasta que uno de aquellos cigarros estalló y aparte de chamuscarme totalmente el bigote y la patilla del costado derecho (se usaba larga), me redujo la ceja de ese flanco a un matorral calcinado que aún conservo. Todos reímos mucho y don Ismael me confió que solamente a mí podía haberme hecho esa inocente broma, ya que el resto de los muchachos no tenía sentido del humor, ni mi amplitud de criterio como para comprenderla.
Desgraciadamente, no pude estar presente en el momento de su deceso.
Averigüé la dirección de la clínica donde se hallaba internado pero por una falla en la información fui a dar a la otra punta de la ciudad con mi ramo de flores y un fuentón de loza esmaltada que le llevaba de regalo. Así y todo, supe (con lágrimas en los ojos) que sus últimas palabras fueron para mi humilde persona: «No le avisen a González» me contaron que dijo cuando vio que la sombra de la muerte se lo llevaba. Era su postrer voluntad para evitarme el dolor al conocer la noticia.