6

El viento soplaba con furia, arrojándoles al rostro ramitas, arena y grava. Juana y Kino se envolvieron mejor en sus ropas y echaron a andar mundo adelante. El cielo había quedado limpio y terso y la luz de las estrellas era fría y lechosa. Los dos andaban con grandes precauciones, evitando el centro de la ciudad, donde algún vagabundo dormido en un portal podía verlos pasar. La ciudad se encerraba en sí misma durante la noche y todo el que se moviera en la oscuridad era descubierto al instante. Kino rodeó la periferia de la ciudad y torció hacia el Norte, guiado por las estrellas, y encontró el camino arenoso que atravesando campos yermos llevaba hasta Loreto, donde la milagrosa Virgen María tenía su sede.

Kino sentía en las piernas el golpe de la arena volandera y se alegraba por la seguridad de que no dejarían huellas. La luz de las estrellas le ayudaba a no perder el camino, y oía tras él los pasos apresurados de Juana.

Algo ancestral revivía en su pulso. Por debajo del miedo a los espíritus malignos de la noche sentía hervir un extraño sentimiento de alegría; algo animal salía a la vida en su interior haciéndole cauteloso, furtivo y amenazador; revivía en él una antigua característica de su pueblo. El viento soplaba a sus espaldas y la familia proseguía su marcha lenta, hora tras hora, sin tropezarse con nadie ni aun de lejos. Por fin, a su derecha se elevó la luna y con ella cesó el viento, quedando inmóvil y desamparado el páramo.

Ahora veían claramente el camino, herido profundamente por huellas de carros. Sin la ayuda del viento sus pisadas se harían visibles, pero ya se hallaban a considerable distancia de la ciudad y tal vez pasaran inadvertidas. Kino andaba sobre una de las huellas de ruedas, y Juana lo imitaba. Cuando, por la mañana, un carro se dirigiese a la ciudad borraría toda señal de su paso.

Anduvieron toda la noche sin disminuir la marcha. Coyotito se despertó una vez y Juana hubo de pasarlo a sus brazos y acunarlo hasta que volvió a dormirse. Los genios malos de la noche danzaban en torno suyo. Los coyotes aullaban y reían en las espesuras y los mochuelos silbaban y gritaban desde los árboles. En una ocasión pasó a lo lejos una bestia grande pisoteando la maleza. Kino empuñó el gran cuchillo y al hacerlo le pareció sentirse a salvo de todo.

La música de la perla triunfaba en su mente, bajo ella la tranquila melodía de la familia, ambas a compás con sus pasos sobre el polvo. Al llegar la aurora, Kino miró a un lado y otro en busca de refugio para el día. Lo halló en una plazoleta natural que debió haber sido refugio de ciervos, completamente escondida tras una espesa arboleda.

Cuando Juana se sentó y se dispuso a amamantar a su hijo, Kino volvió al sendero. Desgajó una rama y con ella barrió las huellas de sus sandalias, en el punto en que habían abandonado el camino. A los primeros rayos del sol oyó aproximarse un carro, se escondió en la cuneta y lo vio pasar, arrastrado por cansinos bueyes. Cuando se hubo perdido de vista volvió a salir y se cercioró de que sus huellas habían quedado aplastadas. Borró las que acababa de hacer y regresó junto a Juana.

Esta le entregó las tortas que Apolonia les había preparado y poco después se quedó dormida. Kino se sentó en el suelo y se puso a mirar los ordenados viajes de las hormigas. Marchaban en columna y con el pie les interrumpió el paso; entonces ellas treparon sobre el pie y prosiguieron su camino.

El sol se levanta abrasador. Echábase de menos la proximidad del Golfo porque el aire era tan seco que los matorrales crujían por efecto del calor y desprendían un fuerte olor resinoso. Cuando Juana despertó, el día estaba muy avanzado.

—Hay que tener mucho cuidado con aquel árbol que ves allí —le explicó su marido—. No se puede tocar porque si luego te llevas la mano a los ojos quedas ciego. También hay que precaverse del árbol que sangra. Es aquel de más allá. Si lo cortas se pone a sangrar y trae mala suerte.

Ella asentía a todo sonriendo, pues ya lo sabía de tiempo atrás.

—¿Nos seguirán? —fue lo que preguntó—. ¿Crees que procurarán dar con nosotros?

—Lo intentarán —contestó Kino—. El que nos encuentre tendrá la perla. Ya lo creo que lo intentarán.

Juana aventuró:

—Podría ser que los traficantes tuvieran razón y la perla no valga nada.

Quién sabe si todo no ha sido más que una ilusión.

Kino rebuscó entre sus ropas y extrajo la perla. Dejó que el sol jugueteara con ella hasta que le dolieron los ojos de mirarla.

—No —rechazó—, no habrían tratado de robarla si no tuviera valor.

—¿Sabes quién te atacó? ¿Los traficantes?

—No lo sé; no pude verlos.

Clavó la mirada en la perla para recordar sus primeras visiones.

—Cuando por fin la venda, tendré un rifle —dijo en voz alta, y miró la reluciente esferilla en busca de su rifle, pero no vio más que un cuerpo tendido en el suelo y manando sangre de una herida en la garganta.

Entonces dijo rápidamente:

—Nos casaremos en la iglesia. —Y en la perla vio a Juana con la huella de su mano en el rostro arrastrándose por la playa—. Nuestro hijo aprenderá a leer —exclamó con frenesí, y en la perla surgió el rostro infantil hinchado y febril por efecto de la extraña medicina.

Kino volvió a guardar la perla, porque su música se había hecho siniestra y tenía extraño parentesco con la música del mal.

Los rayos del sol les obligaron a buscar la sombra de los árboles, ahuyentando a unos pajarillos grises. Kino se cubrió la cabeza con la manta y se quedó dormido.

Juana no podía imitarle. Estaba sentada con la inmovilidad de una roca; tenía la boca hinchada por efecto del puñetazo de Kino, y las moscas revoloteaban sobre ella. Parecía un centinela, y cuando Coyotito se despertó lo sentó en el suelo frente a ella y estuvo mirando cómo agitaba brazos y piernas, sonriendo y haciéndola sonreír. Con una ramita que cogió del suelo le hizo cosquillas, y luego le dio a beber agua del odre que llevaban.

Kino se agitó en sueños, gritando con voz gutural, mientras su mano se movía en un simulacro de lucha. De pronto lanzó un gemido y se incorporó con los ojos muy abiertos. Trató de escuchar algo pero sólo oyó el crepitar de los vegetales y el viento silbando en la lejanía.

—¿Qué pasa? —interrogó Juana.

—Cállate —ordenó él.

—Soñabas.

—Puede ser. —Pero estaba inquieto, y dejó de masticar la torta que ella le había dado, para escuchar otra vez. Estaba nervioso, intranquilo, no dejaba de mirar por encima de su hombro; desenvainaba el gran cuchillo y probaba su filo. Cuando Coyotito balbució algo, Kino ordenó—: Hazlo callar.

—Pero ¿qué ocurre? —insistió Juana.

—No lo sé.

Volvió a escuchar, con los ojos luminosos cual los de un animal en acecho.

Se puso en pie silenciosamente y, doblado por la cintura, echó a andar por entre los matorrales hacia el camino. No puso los pies en este; se tumbó a la sombra de una encina y oteó el camino hacia la dirección por donde había venido.

Entonces los vio avanzar. Se le puso rígido todo el cuerpo y la cabeza se ocultó instintivamente tras unas ramas caídas. A lo lejos veía tres figuras, dos a pie y otra a caballo. Sabía quiénes eran, y el terror se adueñó de su espíritu. Desde tan lejos veía moverse lentamente a los de a pie, encorvados sobre el suelo. De vez en cuando uno se detenía y llamaba al otro. Eran los ojeadores, los tramperos, capaces de seguir la pista de una cabra montés en las rocosas montañas. Eran sagaces como perros. Sin duda, él o Juana se habían salido un momento de la huella del carro y aquellos cazadores acababan de descubrirlo. Tras ellos, a caballo, iba un hombre envuelto en una manta; sobre la silla un rifle brillaba al sol.

Kino estaba tan quieto como las ramas del árbol. Apenas respiraba, y sus ojos se dirigían al lugar donde había barrido el rastro. Hasta las huellas barridas podían tener significado para aquellos ojeadores. Los conocía bien; en un país donde había poquísima caza se las arreglaban para vivir cazando, y ahora la presa era él. Leían en el suelo como en un libro y el jinete esperaba pacientemente.

Los ojeadores lanzaron algunas exclamaciones como perros de caza excitados por el olor de liebre. Kino empuñó el cuchillo y se preparó para la acción. Sabía lo que tenía que hacer. Si los tramperos descubrían las huellas borradas tendría que saltar hacia el jinete, matarlo en un instante y apoderarse del rifle. Era la única oportunidad para él. Y a medida que los tres se acercaban por el sendero, Kino cavó unos pequeños pozos con las puntas de sus sandalias para poder saltar sin peligro de que los pies le resbalaran. Su campo visual, por debajo de la rama caída, era muy escaso.

Juana, desde su escondite, oyó el rumor de los cascos del caballo, y como Coyotito empezara a parlotear, lo tomó en brazos con presteza, lo escondió bajo su chal y le dio el pecho, con lo que se calló. Cuando los tramperos estuvieron cerca, Kino sólo veía sus piernas y las patas del caballo. Veía los pies oscuros y descalzos de los hombres y sus destrozados pantalones blancos, y oía el crujir del cuero de la silla y el tintineo de las espuelas. Los ojeadores se detuvieron en el lugar barrido y lo estudiaron, mientras el jinete se detenía.

El caballo sacudía la cabeza y mordía el bocado, que sonaba contra sus dientes. Luego dio un relincho. Al momento se volvieron los cazadores a mirarlo y observar la posición de sus orejas.

Kino no respiraba y su espalda estaba arqueada bajo una terrible tensión muscular; el sudor bañaba su labio superior. Durante interminables minutos estuvieron agachados los tramperos, y luego prosiguieron la marcha mirando al suelo, seguidos por el hombre a caballo. Kino sabía que no tardarían en volver. Describirían círculos, se detendrían, buscarían sin parar y al cabo de cierto tiempo estarían allí de nuevo.

Retrocedió con sigilo, pero no se tomó la molestia de borrar sus huellas. No podría; había demasiadas ramitas rotas, hierbas aplastadas, piedras cambiadas de lugar. Kino estaba dominado por el pánico, el pánico de la huida. Sabía que los ojeadores darían con él y no había más escapatoria que la huida. Corrió hasta el escondrijo de Juana, que lo miró interrogante.

—Tramperos —explicó—. ¡Vamos!

Una honda desesperación se adueñaba de él. Se le ensombreció el rostro y los ojos se le enturbiaron de tristeza.

—Tal vez fuera mejor entregarse.

Al momento se había puesto Juana de pie y había cogido su brazo.

—Tienes la perla —le recordó con voz aguda—. ¿Crees que te permitirían volver vivo para que fueras diciendo que te la habían robado?

Su mano fue temblorosa hacia el lugar en que la guardaba.

—Acabarán por encontrarnos —aseguró.

—Vamos —ordenó ella—. ¡Vamos! —Y como él no respondiese, siguió—: ¿Crees que a mí me iban a perdonar la vida? ¿Crees que se la iban a perdonar a nuestro hijo?

Al fin penetraron sus argumentos en su cerebro aturdido; sus labios dieron paso a un rugido de rabia y sus ojos recobraron su primitiva fiereza.

—Vamos —repitió—. Iremos a las montañas. Puede que en las montañas les hagamos perder la pista.

Recogió presuroso los odres y paquetes que constituían todos sus bienes.

En la mano izquierda llevaba un paquete, pero su derecha no empuñaba más que el largo cuchillo, con el que iba cortando los arbustos para abrir paso a Juana. Se dirigían apresurados al oeste, en busca de las altas montañas pétreas. Kino no intentaba disimular los vestigios de su paso, y al avanzar removía piedras, levantaba polvo, derribaba plantas y arrancaba hojas y brotes. El sol caía de plano sobre la campiña, y toda la vegetación protestaba con crujidos. Pero allí delante estaban las desnudas montañas de granito, erosionadas, monolíticas en el cielo azul. Kino casi corría hacia aquellas tierras altas, como hacen los animales al saberse perseguidos.

Era una tierra sin agua, cubierta de cactus y de maleza, fuertemente arraigados en un terreno de grandes piedras pulverizadas. Entre ellas crecía un poco de hierbecilla gris y seca, siempre sedienta y siempre moribunda.

Las lagartijas miraban pasar a la fugitiva familia y movían la cabeza. De vez en cuando una liebre, asustada, corría a esconderse detrás de la roca más próxima. El desértico paisaje se empapaba de sol, mientras las cercanas montañas parecían frescas y acogedoras.

Kino casi volaba, porque sabía lo que iba a ocurrir. En cuanto los ojeadores llevasen un rato siguiendo el camino se darían cuenta de que habían perdido la pista, y volverían sobre sus pasos, ojo avizor, hasta encontrar el lugar en que Kino y Juana habían descansado. Desde allí ya no tendrían dificultad en seguirlos: tantas piedras, hojas caídas y tallos cortados serían para ellos claro mensaje. Kino se los imaginaba siguiendo las huellas, haciendo excitados comentarios, y tras ellos, hosco y aparentemente desinteresado, el jinete con su rifle. Su trabajo vendría después, al encargarse de que no pudieran regresar. La música del mal palpitaba ahora dentro del cráneo de Kino, confundiéndose con el zumbido del calor en sus sienes y los silbidos de las culebras. El palpitar acelerado de su corazón daba ritmo a la melodía secreta y venenosa.

El camino empezaba a ascender, y al hacerlo las rocas eran cada vez mayores. Kino había logrado ya buena ventaja sobre sus perseguidores, y se tomó un descanso. Trepó sobre un repecho y oteó el soleado panorama, sin ver a sus enemigos, ni siquiera la figura más alta del jinete. Juana se dejó caer a la sombra del parapeto. Llevó la botella de agua a los labios de Coyotito y su seca lengüecita sorbió con avidez. Ella miró hacia Kino cuando lo vio volver a su lado y, al darse cuenta que le miraba las piernas, heridas por múltiples cortes de los espinos y aristas de las rocas, las ocultó rápidamente bajo la falda.

Pasó la botella a su marido, pero él negó con la cabeza y se humedeció los labios con la lengua.

—Juana —habló—. Yo me iré y tú te esconderás. Los obligaré a seguirme por las montañas, y cuando hayan pasado te vas al norte, a Loreto o a Santa Rosalía. Luego, si puedo escapar a su acoso, volveré a tu lado. Es el único recurso que nos queda.

Ella le miró fijamente a sus ojos.

—No —decidió—. Vamos contigo.

—Corro más yendo solo —protestó él con voz áspera—. Expones al pequeño viniendo conmigo.

—No —se limitó a decir Juana.

—Tiene que ser así. Es mi voluntad y lo único prudente.

—No —repitió Juana.

Él trató de hallar debilidad, miedo o vacilación en su rostro, pero no era así.

Sus pupilas brillaban. Entonces se encogió de hombros, desesperanzado, pero a la vez animado por la actitud de ella. Cuando reemprendieron la marcha ya no era una fuga regida por el pánico.

El terreno, a medida que se alzaba hacia las cumbres, cambiaba rápidamente. Las rocas graníticas eran muy grandes, agrietadas por la intemperie, y Kino aprovechaba sus duras superficies para caminar sin dejar huellas, siempre que le era posible. Sabía que cada vez que sus perseguidores perdían la pista tenían que entretenerse largo rato describiendo continuos zigzags, por lo que volvía a veces hacia el sur, dejando una huella bien visible y regresaba de nuevo en la dirección deseada sobre rocas encubridoras. La cuesta era ya muy acentuada y les hacía jadear.

El sol se zambullía por el firmamento hacia la línea dentada de las montañas, y Kino se encaminaba a un desfiladero sombrío que veía a lo lejos. Si en alguna parte del país había agua, sería sin duda allá donde se veía algo de vegetación. Además, aquel desfiladero será probablemente uno de los pocos pasos al otro lado de la sierra. Tenía su peligro, porque a los tramperos se les ocurriría lo mismo, pero la botella de agua vacía no dejaba lugar a esta consideración. Y así, mientras el sol resbalaba por la izquierda del cielo, Kino y Juana subían pesadamente por la empinada ladera.

Muy arriba en el muro rocoso, bajo un agreste pico, brotaba un manantial alimentado por el deshielo. A veces estaba seco y crecía el musgo en el lecho de su cauce, pero casi siempre llevaba caudal, fresco y limpio. Cuando llovía formaba una alegre columna de agua espumeante que caía por el corte del desfiladero. Saltaba de escalón en escalón de piedra, formando sucesivos remansos que se iban llenando hasta rebosar por las márgenes y seguir cayendo hasta el llano, donde la tierra sedienta la hacía desaparecer, con la ayuda del aire cálido y las miríadas de raíces ávidas. Acudían animales desde muchas millas para abrevar en sus remansos, cabras monteses, ciervos, pumas y ratones campestres. Por la noche acudían los pájaros que de día revoloteaban sobre los matorrales de la llanura y junto al salvaje torrente, en todos los lugares en que se reunía suficiente tierra para sostener una raíz, crecían colonias vegetales, vides silvestres y palmeras del desierto, lotos, hiedra, altos tallos herbáceos y grisáceos cardos entre una masa de ortigas. En los remansos vivían ranas, salamandras y lombrices de agua que se arrastraban por el fondo limoso. Todo lo que necesitaba del agua acudía a vivir en aquellos oasis húmedos. Los gatos monteses iban allí a cazar y lavar sus dentaduras ensangrentadas por las heridas de sus víctimas. El agua hacía que aquellos rincones fuesen parajes de vida y a la vez de muerte.

El escalón más bajo, donde se recogía el agua antes de dar un salto de cien pies y desaparecer en el árido desierto, era una plataforma de piedra y arena. En la taza natural de la roca entraba sólo un hilo de agua, que bastaba a mantenerla llena y dar vida a las plantas de sus orillas. La arena de la diminuta plaza estaba removida por las pezuñas y las garras de los animales que acudían a beber y a cazar.

El sol había salvado la línea de las montañas cuando Kino y Juana llegaron por fin a aquel lugar. Desde allí dominaban el soleado desierto y la mancha azul del Golfo en la lejanía. Estaban exhaustos, y Juana se dejó caer de rodillas y lavó la cara de Coyotito antes de darle de beber. El pequeño empezó a protestar y lanzar gemidos, y entonces Juana le dio el pecho.

Kino se tendió de bruces y bebió largo rato en el remanso. Luego extendió sus músculos cansados un momento y después de mirar a Juana y a su hijo, se levantó y fue hasta el borde del escalón de piedra, a otear la distancia. Sus ojos se fijaron en un punto y todo él se puso rígido. Muy abajo, al comienzo de la ladera, vio a los tramperos; parecían dos diminutos pulgones seguidos por una hormiga.

Juana se había vuelto a mirarlo y se dio cuenta de la rigidez de su espalda.

—¿Lejos? —preguntó con voz reposada.

—Estarán aquí al caer la noche —contestó Kino, y alzó la mirada hacia lo alto de la cortadura de la sierra por la que descendía el torrente—. Hemos de ir al oeste declaró, y sus ojos escudriñaron la pared de piedra que se abría al desfiladero. A una altura de unos cien pies descubrió unas cuantas cavernas naturales. Quitándose las sandalias trepó hasta ellas, apoyándose en las irregularidades de la piedra con los pies desnudos. Las cuevas no tenían más que unos pies de profundidad, pero su suelo estaba inclinado hacia el interior. Kino, llegó hasta la mayor y se metió dentro, comprobando la imposibilidad de ser vistos desde fuera. Se apresuró volver junto a Juana.

—Hay que subir hasta allí. Es posible que no nos encuentren.

Sin oponer objeción alguna, ella llenó la botella de agua hasta arriba, y Kino la ayudó a encaramarse hasta la caverna, entregándole luego todos los paquetes. Juana se sentó a la entrada del agujero y observó lo que él hacía; no trataba de borrar las huellas de su paso junto al torrente. En lugar de ello subió, en dirección contraria al chorro de agua, arrancando a propósito maleza y arbustos, y luego volvió a descender. Estudió detenidamente el lienzo de roca que conducía a la cueva para cerciorarse de que no había huellas y por fin regresó al lado de Juana.

—Cuando suban —explicó— nosotros bajaremos otra vez al llano. Lo único que me da miedo es que el niño se ponga a llorar. Debes tener cuidado de que no lo haga.

—No llorará —aseguró ella, llevando hasta la suya la cara de la criatura y mirándolo a los ojos, que le devolvieron la mirada con aire solemne.

—Se da cuenta de todo —exclamó Juana.

Kino se había echado a la entrada de la cueva, apoyando la barbilla en los brazos cruzados y sin dejar de mirar el avance de la sombra azul de la montaña sobre la extensa llanura hasta las riberas del Golfo.

Los ojeadores tardaban en aparecer, como si tuvieran dificultades con el rastro que Kino había dejado. Era de noche cuando llegaron al arroyo. Los tres iban a pie, pues un caballo no podía trepar montaña arriba. Vistas desde lo alto eran tres figurillas exiguas que la noche se iba tragando poco a poco. El hombre del rifle se sentó a descansar y los ojeadores se echaron junto a él. En la oscuridad brillaban sus tres cigarrillos y Kino veía que comían y oía el murmullo de su conversación.

Por fin llegaron las tinieblas, negras y espesa en el corazón del desfiladero.

Los animales que frecuentaban los remansos empezaron a acercarse, pero al oler la presencia de hombres se retiraron de nuevo a la oscuridad.

Oyó un murmullo tras de sí. Juana susurraba «Coyotito», procurando que estuviese quieto y callado. El niño protestaba y su voz apagada indicaba que Juana le había cubierto la cabeza con el chal.

Al pie de la montaña brilló una cerilla y a su luz pudo ver que dos de los hombres dormían y el tercero montaba la guardia con el rifle sobre las rodillas.

Luego la luz se extinguió, pero dejó en la retina de Kino un cuadro imborrable. Veía a los dos hombres acurrucados como perros y el cabrillear de la llama en el cañón del rifle.

Kino se retiró en silencio al fondo de la cueva. Los ojos de Juana parecían chispas reflejando luz de una estrella. Kino se acercó a ella y pegó sus labios a su mejilla.

—Hay un medio de acabar con esto —le dijo.

—Pero te matarán.

—Si llego primero hasta el hombre del rifle, todo estará resuelto. Dos de ellos duermen.

La mano de ella salió de debajo del chal y cogió a su brazo.

—Verán tu traje blanco a la luz de las estrellas.

—No —arguyó él—. Además, lo haré antes de que salga la luna. —Buscó en su cerebro alguna palabra de ternura, pero no dio con ninguna—. Si me matan —se limitó a decir—, quédate quieta, y cuando se hayan ido, vete a Loreto.

La mano de ella tembló ligeramente.

—No hay otro camino —insistió él—. Si no lo hago así, por la mañana nos descubrirán.

—Ve con Dios —dijo Juana, con voz temblorosa.

Él la miró de muy cerca y vio sus grandes ojos abiertos. Alargó la mano y la apoyó unos momentos sobre la cabeza de Coyotito. Luego rozó con suavidad la mejilla de Juana, que contuvo el aliento.

Dibujada sobre el cielo en la entrada de la cueva vio Juana la silueta de Kino despojándose de sus ropas, que a pesar de lo sucias que estaban se verían demasiado blancas en la oscuridad de la noche. Su piel curtida y morena le protegería mejor. Luego vio cómo ataba el mango del cuchillo al collar que pendía sobre su pecho, dejando así sus dos manos libres. No volvió junto a ella; por un momento fue su cuerpo una mancha oscura en la entrada de la cueva, y luego desapareció.

Juana se adelantó hasta la abertura y miró hacia fuera. Miraba como un mochuelo desde su agujero en la montaña, y a su espalda dormía el niño sobre la manta. Juana murmuraba su extraña mezcla de oración y conjuro, sus Avemarías y sus imprecaciones contra aquellos lúgubres seres inhumanos.

La noche le parecía menos oscura al mirar desde allí, y al este del horizonte veía una cierta luminosidad reveladora de la próxima aparición de la luna. Y, al mirar hacia abajo, vio la luz del cigarrillo del hombre que seguía en vela.

Kino bordeó la cornisa de piedra como lo haría una lenta oruga. Había dado la vuelta a su collar para que el cuchillo pendiera a su espalda y no pudiera tintinear contra la pared de piedra. Sus dedos extendidos tanteaban las montañas, sus pies hallaban apoyo en los salientes de la roca y su pecho resbalaba sobre el muro en lento avance.

Cualquier ruido, un guijarro que rodase, un suspiro, una involuntaria palmada sobre la roca, despertaría a los tramperos dormidos. Todo lo que fuera insólito en la noche los pondría sobre aviso. Pero la noche no era silenciosa: las ranas arbóreas que vivían cerca del arroyo charlaban como pájaros, el desfiladero se llenaba con el chirriar incesante de las cigarras. En la cabeza de Kino había otra música, la del enemigo, palpitante, al acecho, y sobre ella La canción familiar se había hecho intensa y aguda como el maullido de un puma hembra. La canción de la familia vivía con intensidad y lo impulsaba hacia el enemigo. Las cigarras parecían haberse apropiado la melodía y las ruidosas ranas repetían de vez en cuando fragmentos de su música.

Kino resbalaba por la ladera silencioso como una sombra. Un pie desnudo avanzaba unas pulgadas hasta que los dedos se afianzaban en el escalón de piedra, luego descendía el otro pie, y la palma de una mano le seguía. Después la otra y al final el cuerpo entero, sin que pareciera haberse movido, estaba más abajo. Kino llevaba la boca abierta para que su respiración no fuera ruidosa, porque sabía que no era invisible. Si el centinela, al oír algo, levantaba la vista hacia la pared desnuda, lo vería. Por ello tenía que moverse muy lentamente. Tardó muchísimo en llegar al pie de la pared granítica y entonces se escondió tras de una palmera enana. El palpitar de su corazón era como un trueno en el pecho y el sudor bañaba su cara y sus manos. Se tendió cuan largo era y respiró hondo para aquietar sus nervios.

Sólo le separaban veinte pies de sus enemigos y trataba de recordar la topografía de aquel espacio. ¿Había alguna piedra que pudiera detenerlo en mitad de su carrera? Se frotó las piernas para evitar calambres y se dio cuenta de que sus músculos estaban deshechos por efecto de la prolongada tensión. Entonces miró temeroso hacia Oriente. La luna saldría dentro de pocos minutos y él tenía que atacar antes de que saliese. Veía la silueta del centinela, pero los que dormían quedaban fuera de su área visual. Era el despierto el que tenía que caer bajo su ataque, rápida y decididamente.

Silenciosamente desprendió del collar el gran cuchillo, pero era demasiado tarde.

Al levantarse de su escondite asomó al borde del horizonte el disco lunar, y Kino volvió a dejarse caer.

Era una luna reducida y opaca, pero llenaba de luces y sombras todo el desfiladero.

Kino veía ahora con toda claridad la figura del hombre acurrucado junto al arroyo. Estaba mirando a la luna; encendió un cigarrillo y la cerilla iluminó su rostro un instante. No podía haber espera; cuando volviese la cabeza, Kino saltaría. Sus piernas estaban contraídas como muelles de acero.

Y entonces llegó desde arriba un lamento ahogado. El vigilante volvió la cabeza para escuchar y luego se puso en pie, y uno de los durmientes se agitó, incorporóse y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—No lo sé —confesó el otro—. Parecía llanto, como el de un niño.

El que acababa de despertarse contestó:

—No puede asegurarse. He oído a coyotes llorar como criaturas.

El sudor caía en forma de gruesas gotas por la frente de Kino hasta sus ojos, que le escocían. El débil lamento se repitió y el centinela miró hacia la cueva, en la pared del norte.

—Es posible que sea un coyote —dijo, y Kino oyó el ligero ruido del cerrojo del rifle.

—Si es un coyote con esto se callará —observó el desconocido, levantando el rifle.

Kino había saltado ya cuando sonó el disparo y el fogonazo se reflejó en sus negras pupilas. El gran cuchillo describió un círculo en el aire en busca de su presa y se hundió con sordo ruido entre cuello y pecho. Kino era una terrible máquina. Se apoderó del rifle en el momento en que soltaba el cuchillo, lo alzó en el aire y lo descargó con fuerza sobre la cabeza del hombre sentado, rompiéndola como si fuera un melón. El tercero huyó de espaldas, como un cangrejo, se cayó dentro del remanso y trató de encaramarse a la orilla opuesta con movimientos frenéticos. Sus manos hacían gestos desesperados por alcanzar los sarmientos de vid silvestre y sus labios emitían gritos ahogados de terror. Pero Kino tenía ahora la dureza y frialdad del acero. Se echó el rifle a la cara con deliberación, apuntó e hizo fuego. Vio a su enemigo caer de espaldas en el agua y se acercó a él en dos zancadas. A la luz de la luna, vio sus ojos aterrorizados con algo de vida, y volvió a disparar entre ellos.

Luego Kino se detuvo, incierto. Algo no había salido bien, una idea desconocida e inquietante trataba de abrirse paso hacia su conciencia.

Ranas y cigarras habían callado. El cerebro de Kino se despejó un poco y se dio cuenta del sonido: el agudo, lloroso, histérico grito de dolor ante la muerte.

En La Paz todo el mundo recuerda el regreso de la familia; puede que sólo unos viejos lo vieran, pero también lo recuerdan aquellos que lo oyeron de labios de sus padres y abuelos. Es un suceso que parece haber ocurrido, a todos y cada uno.

Estaba ya muy avanzada la tarde áurea cuando los primeros chiquillos llegaron corriendo a la ciudad con la nueva de que Kino y Juana regresaban. Todos salieron a recibirlos. El sol se encaminaba hacia las montañas del Poniente y las sombras eran desmesuradamente largas sobre el polvo. Tal vez fuera este el detalle que más impresión les produjera.

Entraban los dos en la ciudad por el camino del interior, y no iba Juana detrás de Kino como siempre, sino a su lado. Tenían el sol a la espalda y parecían empujar ante sí largas tiras de sombra. Kino llevaba un rifle al brazo y Juana un chal formando una pelota a la espalda. El chal estaba manchado de sangre seca y oscilaba con el paso de ella, cuyo rostro estaba endurecido por la fatiga y por la tensión con que intentaba dominar a aquella. Sus grandes ojos miraban al vacío. Los labios de Kino estaban apretados, como sus mandíbulas, y explican los testigos que el miedo iba con él, peligroso como una tormenta en ciernes. Relatan los mismos que ambos parecían distantes de cuanto existía de humano; habían atravesado la tierra del dolor y alcanzado la margen opuesta; había algo mágico en torno a ellos. Los que habían acudido a recibirlos se apartaban sin dirigirles la palabra.

Kino y Juana atravesaron la ciudad como si no existiera. Sus ojos no dejaron un momento de mirar adelante, sus piernas se movían mecánicamente, como si lo hubieran aprendido demasiado bien, y su rigidez era terrible. La ciudad se asomaba a las puertas y ventanas de sus paredes encaladas a mirarlos. Kino y Juana descendieron de la ciudad al arrabal de los pescadores, y sus vecinos les abrieron paso. Tomás alzó la mano en un saludo que no llegó a aflorar a sus labios y la mano permaneció vacilando un momento en el aire.

En los oídos de Kino La canción familiar era aguda como un grito, y era un grito de batalla.

Atravesaron la requemada plazuela que había ocupado su choza y no se dignaron mirarla. Bordearon los chaparrales que crecían frente a la playa y se acercaron al agua, sin mirar la destrozada canoa de Kino.

Al llegar al agua se detuvieron y miraron hacia el Golfo. Kino dejó en el suelo su rifle, rebuscó entres sus ropas extrajo la gran perla. Contempló su superficie gris y suave. Ante sus ojos desfilaban rostros malignos entre resplandor de llamas. En la nacarada superficie veía los ojos agónicos del trampero ahogándose y a Coyotito en el fondo de la caverna con la cabeza partida de un balazo. La perla era fea, gris, maligna. Kino oía su música, melodía de locura.

Temblándole la mano se volvió hacia Juana enseñándole la joya. Ella seguía a su lado con el sanguinolento saco al hombro; miró la perla en la mano de él, luego a sus ojos y dijo en voz baja:

—No, tú.

Kino echó atrás el brazo y lanzó la perla con toda su fuerza. La vieron brillar unos instantes a la luz del sol y luego la salpicadura en el mar a lo lejos.

Permanecieron largo rato con la mirada puesta en el mismo punto.

La perla entró en el seno de las aguas verdosas y descendió lentamente hasta el fondo.

Los ondulantes tallos de las algas la atrajeron y ella se dejó abrazar. Las luces verdes del mar se repetían con gran belleza en su superficie.

Por encima, el agua era un espejo ondulante. Un cangrejo que se arrastraba entre el limo levantó una nube de arena y cuando el agua recobró su nitidez la perla había desaparecido.

Y su música se convirtió en un murmullo que no tardó en extinguirse.