Capítulo 7

Roanoke giraba en torno a su sol cada trescientos veintitrés de sus días. Decidimos dar al año de Roanoke once meses, siete con veintinueve días y cuatro con treinta. Pusimos a cada mes el nombre de cada uno de los mundos de donde procedían nuestros colonos, más uno por la Magallanes. Decidimos que el primer día del año sería el día en que llegamos a la órbita de Roanoke, y llamamos «magallanes» al primer mes. La tripulación de la Magallanes se sintió conmovida, pero para cuando le pusimos nombre a los meses, ya era veintinueve de magallanes. Su mes ya se había pasado. Y eso no acabó de gustarles.

Poco después de nuestra decisión de permitir que los colonos empezaran a fundar granjas, Hiram Yoder me solicitó una reunión en privado. Estaba claro, dijo, que la mayoría de los colonos no estaban cualificados para ser granjeros; todos habían sido entrenados con equipo moderno y tenían dificultades con el equipo operado manual y mecánicamente con el que los menonitas estaban familiarizados. Nuestros silos de semillas genéticamente modificadas para crecer rápido nos permitirían empezar a cosechar dentro de dos meses… pero sólo si sabíamos lo que estábamos haciendo. No lo sabíamos, y nos enfrentábamos a una hambruna potencial.

Yoder me sugirió que permitiéramos a los menonitas cultivar cosechas para toda la colonia, asegurando así que ésta no se convertiría en una escabechina caníbal dentro de tres meses; los menonitas tomarían como aprendices a los otros colonos para que ese trabajo les sirviera de entrenamiento. Accedí rápidamente: a la segunda semana de albión, los menonitas habían cogido nuestros estudios sobre el suelo y los habían usado para plantar campos de trigo, maíz y otras cosas, habían despertado a las abejas de su sueño para que empezaran a hacer su danza de la polinización, habían preparado los pastos para el ganado y le estaban enseñando a los colonos de otros nueve mundos (y una nave) las ventajas de los cultivos intensivos y en cooperación de la agricultura del carbono y la caloría, y la forma de maximizar el rendimiento del más mínimo espacio. Yo empecé a relajarme un poco; Savitri, que había empezado a hacer chistes sobre la carne humana, encontró algo nuevo de lo que burlarse.

En umbría, los puñefeotes descubrieron que las patatas de crecimiento rápido estaban sabrosas, y perdimos varios acres en sólo tres días. Tuvimos nuestra primera plaga agrícola. También completamos la enfermería, con todo su equipo, dentro de su propia caja negra. La doctora Tsao estuvo encantada cuando pocas horas después utilizó el quirófano para volver a pegarle un dedo a un colono que se lo había amputado sin querer con una sierra mientras levantaba un granero.

En la primera semana de zhong guo, presidí la primera boda de Roanoke, entre Katerine Chao, antiguamente de Franklin, y Kevin Jones, antiguamente de Rus. Hubo mucha alegría. Dos semanas más tarde presidí el primer divorcio de Roanoke, afortunadamente no el de Chao y Jones. Beata finalmente se hartó de discutir con Jann Kranjic y lo dejó libre. Hubo mucha alegría.

El diez de erie, terminamos nuestra primera cosecha. Lo declaré fiesta nacional y Día de Acción de Gracias. Los colonos lo celebraron construyéndole a los menonitas una casa de reuniones, para lo cual necesitaron pedir consejo a los menonitas mismos. La segunda cosecha estuvo plantada menos de una semana más tarde.

En jartún, Patrick Kazumi fue con sus amigos a jugar junto al arroyo tras la muralla oeste de Croatoan. Mientras corría por la ribera, resbaló, se golpeó la cabeza con una piedra y se ahogó. Tenía ocho años. La mayor parte de la colonia asistió a su funeral. El último día de jartún, Anna Kazumi, la madre de Patrick, le robó un abrigo grueso a una amiga, se metió piedras en los bolsillos y se internó en el arroyo para seguir a su hijo. Lo consiguió.

En kioto, llovió copiosamente cuatro días de cada cinco, arruinando las plantaciones e interfiriendo con la segunda cosecha del año. Zoë y Enzo tuvieron una ruptura algo dramática, como suele pasar cuando los primeros amores acaban atacando los nervios del otro. Hickory y Dickory, estimulados en exceso por la angustia de Zoë, empezaron a discutir abiertamente cómo resolver el problema de Enzo. Zoë finalmente les dijo que lo dejaran, que le estaban dando miedo.

En elysium, los yotes, los depredadores parecidos a coyotes que habíamos descubierto en nuestra barrera, regresaron a la colonia, y trataron de hacerse con el rebaño de ovejas, una fuente de alimento segura. Los colonos empezaron a desquitarse con los depredadores. Savitri cedió después de tres meses y accedió a salir con Beata. Al día siguiente Savitri describió la velada como un «interesante fracaso» y se negó a seguir discutiendo del tema.

Con el otoño de Roanoke en pleno apogeo, la última de las tiendas temporales fue plegada de manera definitiva. Todas las tiendas habían sido sustituidas por cabañas sencillas en Croatoan y por granjas fuera de sus murallas. La mitad de los colonos todavía vivían en Croatoan, aprendiendo de los menonitas; la otra mitad levantó sus granjas y esperó al nuevo año para plantar sus campos y recoger sus propias cosechas.

El cumpleaños de Savitri (medido según Huckleberry, traducido a fechas de Roanoke), tuvo lugar el veintitrés de elysium; le regalé un baño para su casita, conectado a una pequeña fosa séptica fácil de secar. Savitri hasta soltó una lagrimita.

El trece de rus, Henri Arlien le pegó a su esposa Therese porque creía que ella tenía un lío con un antiguo compañero de tienda. Therese respondió golpeando a su marido con una sartén, rompiéndole la mandíbula y haciéndole perder tres dientes. Tanto Henri como Therese visitaron a la doctora Tsao; Henri visitó luego la cárcel montada rápidamente, antaño un establo. Therese pidió el divorcio y luego se fue a vivir con el antiguo compañero de tienda.

Dijo que no había estado liada con él anteriormente, pero que le parecía una idea cojonuda.

El compañero de tienda era un tipo llamado Joseph Loong. El veinte de fénix, Loong desapareció.

* * *

—Lo primero es lo primero —le dije a Jane, después de que Therese Arlien viniera a informarle de la desaparición de Loong—. ¿Dónde ha estado Henri Arlien recientemente?

—Tiene que trabajar durante el día —dijo Jane—. El único momento que se le permite estar solo es cuando tiene que orinar. De noche, vuelve a su establo en la cárcel.

—El establo no está hecho precisamente a prueba de huidas —dije. Anteriormente albergaba a un caballo.

—No —respondió Jane—. Pero el corral sí lo está. Tiene una puerta con un cerrojo, y se cierra por fuera. No puede ir a ninguna parte de noche.

—Podría haber hecho que un amigo visitara a Loong.

—No creo que Arlien tenga amigos. Chad y Ari tomaron declaración a sus vecinos. Casi todos ellos dijeron que Henri había recibido lo que se merecía cuando Therese lo golpeó con esa sartén. Haré que Chad haga una comprobación, pero no creo que encuentre gran cosa.

—¿Qué piensas, entonces?

—La granja de Loong está junto al bosque —dijo Jane—. Therese dijo que los dos salían a pasear por allí. Los fantis están migrando por la zona, y Loong quería verlos de cerca.

Los fantis eran los animales grandotes que alguna gente había visto en la periferia del bosque poco después de que aterrizáramos; al parecer migraban, buscando alimento. Habíamos pillado la cola cuando llegamos; ahora veíamos la cabeza. Yo pensaba que se parecían tanto a los elefantes como yo mismo, pero se habían quedado con ese nombre, me gustara o no.

—Así que Loong sale a ver a los fantis y se pierde —dije.

—O lo aplastan —repuso Jane—. Los fantis son animales grandes.

—Bueno, entonces montemos una partida de búsqueda. Si Loong se ha perdido y tiene algo de sentido común, se quedará quieto y esperará a que lo encontremos.

—Si tuviera sentido común, de entrada no habría ido a perseguir a los fantis.

—No serías nada divertida en un safari —dije.

—La experiencia me enseña a no apartarme del camino para cazar criaturas alienígenas —dijo Jane—. Porque a menudo son ellas las que acaban por cazarte a ti. Tendré listo el grupo de búsqueda en una hora. Deberías venir.

* * *

El grupo empezó la búsqueda justo antes de mediodía. Constaba de ciento cincuenta voluntarios; Henri Arlien puede que no fuera popular, pero Therese y Loong tenían un montón de amigos. Therese vino a unirse a la partida pero la envié a casa con dos de sus amigas. No quería correr el riesgo de que se encontrara con el cadáver de Joe. Jane dividió la zona en grupos pequeños y exigió que cada grupo mantuviera contacto de voz con los demás. Savitri y Beata, que se habían hecho amigas a pesar del «interesante fracaso» de su cita, buscaron conmigo, Savitri agarrando con fuerza una anticuada brújula que le había cambiado por otra cosa a un menonita algún tiempo atrás. Jane, más adelante, iba acompañada por Zoë, Hickory y Dickory. No me entusiasmaba precisamente que Zoë fuera parte de la partida de búsqueda, pero entre Jane y los obin probablemente estaba más segura en el bosque que en la casa de Croatoan.

Tres horas después, Hickory llegó corriendo, oculto por su traje de nanomalla.

—La teniente Sagan desea verle —dijo.

—Muy bien —contesté, e indiqué a Savitri y Beata que me acompañaran.

—No —dijo Hickory—. Sólo usted.

—¿Qué ocurre?

—No puedo decirlo. Por favor, mayor. Debe venir ahora.

—Entonces nos quedamos aisladas en el bosque oscuro —me dijo Savitri.

—Podéis volver si queréis —dije yo—. Pero decídselo a los grupos de cada lado para que puedan estrechar el cerco.

Y después eché a correr detrás de Hickory, que mantenía un paso enérgico.

Varios minutos después llegamos a donde estaba Jane. Se hallaba con Marta Piro y otros dos colonos; todos tenían expresiones neutras y aturdidas en el rostro. Tras ellos se alzaba el enorme cadáver de un fanti, repleto de diminutos insectos voladores, y un cadáver bastante más pequeño algo más allá. Jane me vio y le dijo algo a Piro y los otros dos; me miraron, asintieron a lo que Jane estaba diciendo y luego regresaron a la colonia.

—¿Dónde está Zoë? —pregunté.

—La mandé de vuelta con Dickory —dijo Jane—. No quería que viera esto. Marta y su equipo encontraron algo.

Señalé al cadáver más pequeño.

—Joseph Loong, según parece.

—No sólo eso —dijo Jane—. Ven aquí.

Nos acercamos al cadáver de Loong. Era un despojo ensangrentado.

—Dime qué ves.

Me agaché y eché un buen vistazo, deseando poder mantenerme neutral.

—Se lo han comido —dije.

—Eso es lo que le dije a Marta y los otros —contestó Jane—. Y eso es lo que quiero que crean por ahora. Mira con más atención.

Fruncí el ceño y miré de nuevo el cadáver, tratando de ver qué era lo que estaba pasando por alto. De repente todo encajó en su sitio.

Me quedé helado.

—Dios santo —dije, y me aparté de Loong.

Jane me miró intensamente.

—Tú también lo ves —dijo—. No ha sido devorado. Lo han destripado.

* * *

El Consejo se apretujaba incómodo en la enfermería, acompañado por la doctora Tsao.

—Esto no va a ser agradable —les advertí, y retiré la sábana de lo que quedaba de Joe Loong. Sólo Lee Chen y Marta Piro parecieron a punto de vomitar, lo cual fue un porcentaje menor de lo que esperaba.

—Cristo. Algo se lo ha comido —dijo Paulo Gutiérrez.

—No —respondió Hiram Yoder. Se acercó a Loong—. Mirad —dijo, señalando—. Los tejidos están cortados, no desgarrados. Aquí, aquí y aquí —miró a Jane—. Por eso tenía que enseñárnoslo.

Jane asintió.

—¿Por qué? —dijo Gutiérrez—. No entiendo. ¿Qué nos está mostrando?

—Han destripado a este hombre —dijo Yoder—. Quien lo hizo, utilizó una especie de herramienta cortante para quitarle la carne. Un cuchillo o un hacha, probablemente.

—¿Cómo sabe eso? —le preguntó Gutiérrez a Yoder.

—He realizado suficientes matanzas de animales para saber cómo son —respondió Yoder, y nos miró a Jane y a mí—. Y creo que nuestros administradores han visto suficiente violencia en la guerra para conocer qué clase de agresión era ésta.

—Pero no pueden estar seguros —dijo Marie Black.

Jane miró a la doctora Tsao y asintió.

—Hay estrías en el hueso que indican que se empleó un utensilio cortante —dijo la doctora—. Están situadas con precisión. No se parecen a las que suelen encontrarse cuando un animal ha roído un hueso. Esto lo ha hecho alguien, no algo.

—Así que están diciendo que hay un asesino en la colonia —dijo Manfred Trujillo.

—¿Asesino? —dijo Gutiérrez—. Y una mierda. Tenemos un maldito caníbal suelto.

—No —dijo Jane.

—¿Disculpe? —dijo Gutiérrez—. Usted misma lo ha dicho. Han abierto a este hombre como si fuera una res. Tuvo que haberlo hecho uno de nosotros.

Jane me miró.

—Muy bien —dije—. Tendré que empezar con las formalidades. Como administrador de la colonia de Roanoke de la Unión Colonial, declaro que todos los presentes están comprometidos por el Acta de Secretos de Estado.

—Estoy de acuerdo —dijo Jane.

—Eso significa que nada de lo que se diga o haga aquí y ahora puede ser compartido con nadie fuera de esta habitación, bajo pena de traición —dije.

—No me diga.

—Sí le digo. No es broma. Hable de esto antes de que Jane y yo estemos listos para hacerlo, y se habrá metido en un buen lío.

—Defina un buen lío —dijo Gutiérrez.

—Le fusilaré —dijo Jane. Gutiérrez sonrió inseguro, esperando a que Jane indicara que estaba bromeando. Siguió esperando.

—Muy bien —dijo Trujillo—. Comprendido. Ni una palabra.

—Gracias —dije—. Los hemos traído aquí por dos motivos. El primero era para enseñárselo —señalé a Loong, a quien la doctora Tsao había vuelto a ocultar bajo la sábana—, y el segundo para mostrarles esto.

Extendí la mano, saqué un objeto de debajo de una toalla y se lo entregué a Trujillo.

Él lo examinó.

—Parece la punta de una lanza —dijo.

—Eso es lo que es —respondí—. La encontramos junto al cadáver del fanti cuando hallamos a Loong. Sospechamos que se la arrojaron al fanti y el fanti consiguió sacarla y romperla, o tal vez la rompió y luego la sacó.

Trujillo, que estaba a punto de entregar la punta de lanza a Lee Chen, se detuvo y le echó otro vistazo.

—No estará sugiriendo en serio lo que creo que está sugiriendo.

—No han destripado sólo a Loong —dijo Jane—. También al fanti. Había huellas alrededor de Loong, la de Marta y su equipo de búsqueda y las mías y las de John. Había huellas también alrededor del fanti. No eran nuestras.

—El fanti fue abatido por varios yotes —dijo Marie Black—. Los yotes se mueven en manadas. Así que es posible.

—No me está escuchando —dijo Jane—. El fanti fue destripado. Quien lo hizo, probablemente hizo lo mismo con Loong. Y quien destripó al fanti no era humano.

—¿Está diciendo que hay algún tipo de especie aborigen inteligente aquí, en Roanoke? —dijo Trujillo.

—Sí —contesté yo.

—¿Cómo de inteligente?

—Lo suficiente para fabricar eso —dije yo, señalando la lanza—. Es una lanza sencilla, pero sigue siendo una lanza. Y son lo bastante inteligentes para hacer cuchillos de carnicero.

—Llevamos en Roanoke casi un año —dijo Lee Chen—. Si esos seres existen, ¿por qué no los hemos visto antes?

—Creo que lo hemos hecho —respondió Jane—. Creo que ellos son los que trataron de entrar en Croatoan poco después de nuestra llegada. Cuando no pudieron escalar la barrera, trataron de cavar por debajo.

—Creía que habían sido los yotes —dijo Chen.

—Matamos a un yote en uno de los agujeros. Eso no quiere decir que lo excavara.

—Los agujeros aparecieron la primera vez que vimos a los fantis —dije—. Ahora los fantis han vuelto. Tal vez esos seres siguen a la manada. No hay fantis, no hay cavernícolas de Roanoke —señalé a Loong—. Creo que esos seres estaban cazando a un fanti. Lo mataron y lo estaban destripando cuando Loong apareció. Tal vez lo mataron por miedo, y lo destriparon después.

—Lo consideraron una presa —dijo Gutiérrez.

—Eso no lo sabemos.

—Vamos —dijo Gutiérrez, señalando a Loong—. Los hijos de puta lo convirtieron en puñeteros filetes.

—Sí. Pero no sabemos si lo cazaron. Prefiero no precipitarme a ninguna conclusión. Y prefiero que no empecemos a dejarnos llevar por el pánico sobre lo que son esos seres o cuáles son sus intenciones hacia nosotros. Por lo que sabemos, no tienen ninguna intención. Esto podría haber sido un encuentro casual.

—No estará sugiriendo que han matado y devorado a Joe —dijo Marta Piro—. Eso es ya imposible. Jun y Evan lo saben, porque estaban conmigo cuando lo encontramos. Jane nos dijo que guardáramos silencio, y lo hemos hecho hasta ahora. Pero esto no es algo que se pueda mantener en secreto eternamente.

—No necesitamos ocultar esa parte —dijo Jane—. Puede explicar eso a su gente cuando se marche de aquí. Tiene que callarse lo referente a las criaturas que lo hicieron.

—No voy a fingir ante mi gente que esto ha sido sólo un ataque animal casual —dijo Gutiérrez.

—Nadie está diciendo que deba hacerlo —contesté—. Dígale a su gente la verdad: que hay depredadores siguiendo la manada de fantis, que son peligrosos y que hasta nueva orden nadie vaya al bosque, ni salga solo de Croatoan si pueden evitarlo. No hay que decirles nada más por ahora.

—¿Por qué no? —dijo Gutiérrez—. Esos seres representan un verdadero peligro para nosotros. Ya han matado a uno de los nuestros. Se han comido a uno de los nuestros. Nuestra gente tiene que estar preparada.

—El motivo es que la gente actuará de modo irracional si creen que algo con cerebro puede cazarlos —dijo Jane—. Como está actuando usted ahora.

Gutiérrez se quedó mirando a Jane.

—No me gusta la sugerencia de que estoy actuando irracionalmente —dijo.

—Entonces no actúe irracionalmente —replicó Jane—. Porque habrá consecuencias. Recuerde que está bajo el Acta de Secretos de Estado, Gutiérrez.

Gutiérrez se apaciguó, aunque quedó claro que no estaba satisfecho.

—Miren —dije—. Si esos seres son inteligentes, entre otras cosas creo que tenemos responsabilidades hacia ellos, sobre todo no aniquilarlos por lo que puede haber sido un malentendido. Y si son inteligentes, entonces tal vez podamos encontrar un modo de hacerles saber que sería mejor que nos evitaran.

Indiqué la punta de lanza. Trujillo me la entregó.

—Están usando esto, por el amor de Dios —dije, agitando la lanza—. Incluso con las armas antiguas que tenemos aquí podríamos aniquilarlos un centenar de veces. Pero me gustaría no hacerlo si podemos evitarlo.

—Déjeme expresarlo de otra manera diferente —dijo Trujillo—. Nos está pidiendo que ocultemos información clave a nuestra gente. Me preocupa, y creo que a Paulo también, que retener esa información haga que nuestra gente esté menos segura por no conocer a qué se enfrentan. Mire dónde estamos ahora. Estamos todos metidos dentro de una bodega de carga recubierta de tejido aislante para mantenernos ocultos, y todo porque nuestro gobierno nos ocultó información crítica. El gobierno colonial nos tomó por tontos, y por eso vivimos como lo hacemos ahora. No se ofenda —le dijo a Hiram Yoder.

—No se preocupe —dijo Yoder.

—Mi argumento es que nuestro gobierno nos jodió con sus secretos —dijo Trujillo—. ¿Por qué íbamos a hacer lo mismo con nuestra gente?

—No quiero mantenerlo en secreto eternamente —contesté—. Pero ahora mismo carecemos de información, no sabemos si esa gente son una amenaza auténtica, y me gustaría poder averiguarlo sin que todo el mundo se vuelva loco de miedo por si hay Neandertales de Roanoke deambulando por los bosques.

—Presupone que la gente se volverá loca —dijo Trujillo.

—Ojalá me equivoque. Pero por ahora equivoquémonos siendo cautelosos.

—Puesto que no podemos elegir, equivoquémonos —dijo Trujillo.

—Cristo —intervino Jane. Advertí un tono desacostumbrado en su voz: exasperación—. Trujillo, Gutiérrez, usen sus malditas cabezas. No teníamos por qué haberles dicho nada de esto. Marta no sabía lo que estaba viendo cuando encontró a Loong; el único que supo interpretarlo fue Yoder, y sólo porque lo vio aquí. Si no se lo hubiéramos contado todo, ustedes no lo habrían sabido nunca. Podría haber resuelto todo esto y ninguno de ustedes se habría enterado. Pero no queríamos eso: sabíamos que teníamos que decírselo. Hemos confiado en ustedes lo suficiente para compartir algo que no teníamos por qué compartir. Confíen en nosotros cuando decimos que necesitamos tiempo antes de comunicárselo a los colonos. No es pedir demasiado.

* * *

—Todo lo que voy a decirle está protegido por el Acta de Secretos de Estado —dije.

—¿Tenemos un Estado? —preguntó Jerry Bennett.

—Jerry…

—Lo siento. ¿Qué ocurre?

Le conté a Jerry lo de las criaturas y lo puse al día sobre la reunión del Consejo de la noche anterior.

—Es bastante fuerte —dijo él—. ¿Qué quiere que haga?

—Repase los archivos que nos dieron sobre este planeta. Dígame si ve algo que nos dé alguna pista sobre si la Unión Colonial sabía algo de esos tipos. Y me refiero a cualquier cosa.

—No hay nada de ellos directamente —respondió Jerry—. Eso lo sé. Fui leyendo los archivos a medida que los iba imprimiendo.

—No busco referencias directas. Me refiero a cualquier cosa que sugiera que esos tipos estaban aquí.

—¿Cree que la UC borró el dato de que en este planeta había una especie inteligente? —preguntó Bennett—. ¿Por qué iban a hacer eso?

—No lo sé. No tendría ningún sentido. Pero enviarnos a un planeta completamente distinto al que se suponía que íbamos y luego aislarnos por completo tampoco lo tiene, ¿no?

—Hermano, ahí lleva razón —dijo Bennett, y reflexionó un momento—. ¿Hasta dónde quiere que llegue?

—Hasta lo más hondo que pueda. ¿Por qué?

Bennett recogió una PDA de su mesa y recuperó un archivo.

—La Unión Colonial utiliza un formato de archivos estándar para todos sus documentos —dijo—. Texto, imágenes, audio, todo va en el mismo tipo de archivo. Una de las cosas que se pueden hacer con el formato es usarlo para seguir la pista de los cambios realizados. Escribes un borrador de algo, lo envías a la jefa, ella hace cambios, y el documento vuelve a ti y puedes ver dónde y cómo hizo tu jefa los cambios. Registra todos los datos… almacena el material borrado en metadatos. No lo ves a menos que conectes el seguimiento de cada versión.

—Así que cualquier corrección que se hubiera hecho estaría aún en el documento.

—Podría ser —dijo Bennett—. Es norma de la UC que se elimine de los documentos finales esta clase de metadatos. Pero una cosa es ordenarlo, y otra cosa que la gente se acuerde de hacerlo.

—Adelante, entonces —dije—. Quiero que lo examine todo. Lamento darle el coñazo.

—Tranquilo —dijo Bennett—. El procesamiento por lotes hace más fácil la vida. Después, todo es cuestión de dar los parámetros de búsqueda adecuados. Eso es lo que haré.

—Le debo una, Jerry.

—¿Sí? Si lo dice en serio, consígame un ayudante. Ser el técnico de toda una colonia da un montón de trabajo. Y me paso todo el día dentro de una caja. Estaría bien tener compañía.

—Me pondré a ello —dije—. Usted empiece con eso.

—Marchando —dijo Bennett, y me acompañó a la puerta de la caja.

Cuando salí, Hiram Yoder y Jane se me acercaron.

—Tenemos un problema —dijo Jane—. Un problema gordo.

—¿Qué pasa?

Jane hizo un gesto a Hiram.

—Paulo Gutiérrez y otros cuatro hombres han pasado junto a mi granja —dijo Hiram—. Llevaban rifles y se dirigían al bosque. Le pregunté qué estaba haciendo y me dijo que sus amigos y él iban de caza. Le pregunté qué iba a cazar y me dijo que yo debería saberlo. Me preguntó si quería acompañarlos. Le dije que mi religión me prohibía quitar ninguna vida inteligente, y le pedí que reconsiderara lo que estaba haciendo, porque iba contra los deseos de usted y planeaba asesinar a otra criatura. Él se rió y se encaminó hacia los árboles. Ahora están en el bosque, administrador Perry. Creo que pretenden matar a tantas criaturas como puedan encontrar.

* * *

Yoder nos acompañó hasta el lugar por donde vio entrar a los hombres en el bosque y nos dijo que nos esperaría allí. Jane y yo avanzamos y empezamos a buscar sus huellas.

—Aquí —dijo Jane, señalando la marca de botas en el suelo. Paulo y sus muchachos no hacían ningún intento por mantenerse ocultos o, si lo hacían, eran muy malos.

—Idiota —dijo Jane, y echó a andar tras él, moviéndose sin darse cuenta a su nueva y mejorada velocidad. Corrí tras ella, ni tan rápido ni tan silenciosamente.

La alcancé un kilómetro más adelante.

—No vuelvas a hacer eso —dije—. He estado a punto de quedarme sin pulmones.

—Silencio —dijo Jane. Me callé. El sentido del oído de Jane sin duda había mejorado igual que su velocidad. Traté de insuflar oxígeno en mis pulmones lo más silenciosamente posible.

Ella echó a andar hacia el oeste y entonces oímos un disparo, seguido de otros tres más. Jane echó a correr de nuevo, en dirección hacia los disparos. Yo la seguí lo más rápido que pude.

Otro kilómetro más tarde llegué a un claro. Jane estaba arrodillada junto a un cuerpo tendido en un charco de sangre; había otro hombre sentado cerca, apoyado contra el tocón de un arbusto. Corrí hacia Jane y el cuerpo, cuya parte delantera estaba cubierta de sangre. Ella apenas alzó la cabeza.

—Ya está muerto —dijo—. Alcanzado entre las costillas y el esternón. Le atravesó el corazón, y salió por la espalda. Probablemente ya estaba muerto antes de caer al suelo.

Miré el rostro del hombre. Tardé un momento en reconocerlo: Marco Flores, uno de los colonos de Jartún. Dejé a Flores con Jane y me acerqué al otro hombre, que miraba al frente, aturdido. Era otro colono de Jartún, Galen DeLeon.

—Galen —dije, agachándome para mirarlo a los ojos. No oyó el saludo. Chasqueé los dedos un par de veces para llamar su atención—. Galen —repetí—. Dígame qué ha pasado.

—Le disparé a Marco —dijo DeLeon, con tono débil y contrito. Miraba más allá de mí, a nada en particular—. Fue sin querer. Salieron de la nada, y le disparé a uno, y Marco se puso en medio. Le di. Cayó —DeLeon se llevó las manos a la cabeza y empezó a tirarse del pelo—. No era mi intención. Aparecieron de repente.

—Galen —dije—. Vinieron aquí con Paulo Gutiérrez y otro par de hombres. ¿Adónde han ido?

DeLeon agitó una mano en dirección al oeste.

—Salieron corriendo. Paulo y Juan y Deit fueron tras ellos. Yo me quedé. Para ver si podía ayudar a Marco. Para ver… —volvió a guardar silencio. Me levanté.

»No pretendía dispararle —dijo DeLeon, todavía con aquel tono lastimero—. Aparecieron sin más. Y se movían muy rápido. Tendría que haberlos visto. Si los viera, sabría por qué tuve que disparar. Si viera su aspecto…

—¿Qué aspecto tienen? —pregunté.

DeLeon sonrió trágicamente y me miró por primera vez.

—Como de hombres lobo.

Cerró los ojos y volvió a llevarse las manos a la cabeza.

Regresé junto a Jane.

—DeLeon sufre un shock —dije—. Uno de nosotros debería llevarlo de vuelta.

—¿Ha dicho qué pasó?

—Dice que salieron de la nada y que se fueron por ahí —dije, señalando hacia el oeste—. Gutiérrez y los demás los persiguieron.

Entonces me di cuenta.

—Se dirigen a una emboscada —dije.

—Vamos —dijo Jane, y señaló el rifle de Flores—. Coge eso.

Echó a correr. Cogí el rifle, comprobé el cargador y una vez más corrí detrás de mi esposa.

Hubo otro disparo de rifle, seguido por el sonido de hombres gritando. Avivé el paso y llegué a un promontorio donde encontré a Jane en un bosquecillo, arrodillada sobre la espalda de un hombre, que aullaba de dolor. Paulo Gutiérrez la apuntaba con su rifle y le ordenaba que soltara al hombre. Jane no cedía. Había un tercer hombre a un lado, con aspecto de estar a punto de mearse en los pantalones.

Apunté a Gutiérrez.

—Suelte el rifle, Pablo —dije—. Suéltelo o tendré que dispararle.

—Dígale a su esposa que suelte a Deit.

—No. Suelte el arma ahora.

—¡Le está rompiendo el puñetero brazo!

—Si quisiera romperle el brazo, ya lo tendría roto —respondí—. Y si quisiera matarlos a todos ustedes, ya estarían muertos. Paulo, no voy a repetirlo. Suelte el rifle.

Paulo soltó el rifle. Miré al tercer hombre, que sería el tal Juan; también soltó el suyo.

—Abajo —les dije a ambos—. Las rodillas y las palmas sobre el suelo.

Ellos se agacharon.

—Jane —dije.

—Este me disparó.

—¡No sabía que era usted! —dijo Diet.

—Silencio —dijo Jane. Él se calló.

Me acerqué a los rifles de Juan y Gutiérrez y los recogí.

—Paulo, ¿dónde están sus otros hombres?

—Están detrás de nosotros, en alguna parte —respondió Gutiérrez—. Esos bichos salieron de la nada, empezaron a correr hacia aquí y los perseguimos. Marco y Galen probablemente se fueron en otra dirección.

—Marco está muerto.

—Esos cabrones se lo han cargado —dijo Deit.

—No —contesté—. Galen le pegó un tiro. Igual que ha estado a punto de hacer usted con ella.

—Santo Dios —dijo Gutiérrez—. Marco.

—Exactamente por esto quería mantener este asunto en secreto —le dije a Gutiérrez—. Para impedir que algún idiota hiciera algo así. Gilipollas… no tenían ni la menor idea de lo que estaban haciendo y ahora uno de ustedes ha muerto, uno de ustedes lo mató, y los demás corren hacia una emboscada.

—Oh, Dios —dijo Gutiérrez. Trató de sentarse, pero como estaba a cuatro patas sobre el suelo, perdió el equilibrio y se desplomó hecho una piltrafa.

—Vamos a marcharnos de aquí ahora mismo, todos —dije, acercándome a Gutiérrez—. Vamos a regresar por donde hemos venido, y por el camino recogeremos a Galen y Marco. Paulo, lo siento…

Capté un movimiento por el rabillo del ojo: era Jane, diciéndome que me callara. Estaba prestando atención a algo. La miré. ¿Qué pasa?, silabeé.

Jane miró a Deit.

—¿En qué dirección se fueron esos bichos que perseguían?

Deit señaló hacia el oeste.

—Por ahí. Los estábamos persiguiendo y entonces desaparecieron, y luego llegó usted corriendo.

—¿Qué quiere decir con que desaparecieron?

—Un momento los vimos y al siguiente no —dijo Deit—. Esos cabrones son rápidos.

Jane se apartó de él.

—Levántese. Ahora —dijo. Me miró—. No corrían hacia una emboscada. Esto es la emboscada.

Entonces oí lo que Jane había estado oyendo: un suave rumor de chasquidos, procedente de los árboles. Venían directamente de encima de nosotros.

—Oh, mierda.

—¿Qué demonios es eso? —dijo Gutiérrez, y alzó la cabeza cuando la lanza caía, descubriendo su cuello ante la punta, que aprovechó ese pequeño espacio de la parte superior de su esternón para hundirse en sus vísceras. Di un rodeo para evitar la lanza que se me venía encima a mí, y miré hacia arriba mientras lo hacía.

Estaban lloviendo hombres lobo.

Dos cayeron cerca de mí y Gutiérrez, que todavía estaba vivo y trataba de extraerse la lanza que tenía clavada. Un hombre lobo agarró el arma por el extremo, la clavó más en el pecho de Gutiérrez y la sacudió violentamente. Gutiérrez escupió sangre y murió. El segundo hombre lobo me acuchilló con sus garras mientras yo rodaba, rasgando mi chaqueta pero sin alcanzar la carne. Yo había conservado mi rifle y lo alcé con una mano: el bicho agarró el cañón con sus dos garras o zarpas o manos y se dispuso a arrancármelo. No parecía saber que un proyectil iba a salir por la punta; lo instruí sobre el tema. La criatura que maltrataba a Gutiérrez murmuró un agudo chasquido que esperé fuera de terror y saltó hacia el este; llegó hasta un árbol, lo escaló y luego se lanzó a otro árbol. Desapareció entre el follaje.

Miré alrededor. Se habían ido. Todos se habían ido.

Algo se movió. Lo apunté con el rifle. Era Jane. Estaba arrancando un rifle de uno de los hombres lobo. Otro hombre lobo yacía cerca. Busqué a Juan y Deit y los encontré en el suelo, sin vida.

—¿Estás bien? —me preguntó Jane. Asentí. Jane se puso en pie, sujetándose el costado: manaba sangre entre sus dedos.

—Estás herida.

—Estoy bien. Parece peor de lo que es.

En la distancia se oyó un grito muy humano.

—DeLeon —dijo Jane, y echó a correr, todavía sujetándose el costado. La seguí.

La mayor parte de DeLeon había desaparecido. Algo quedaba atrás. Donde quiera que estuviera el resto de él, seguía vivo y gritando. Un reguero de sangre corría desde donde estaba sentado junto a uno de los árboles. Hubo otro grito.

—Se lo llevan hacia el norte —dije—. Vamos.

—No —replicó Jane, y señaló. Al este había movimiento entre los árboles—. Están utilizando a DeLeon como cebo para alejarnos. La mayoría se dirigen al este. A la colonia.

—No podemos dejar a DeLeon —dije—. Todavía está vivo.

—Iré a por él —dijo Jane—. Tú vuelve. Ten cuidado. Vigila los árboles y el suelo.

Y se marchó.

Quince minutos más tarde, llegué a la linde del bosque y estaba a punto de entrar en la colonia cuando encontré a cuatro hombres lobo en semicírculo y a Hiram Yoder de pie en el centro, en silencio. Me tiré al suelo.

Los hombres lobo no repararon en mí: estaban plenamente concentrados en Yoder, quien continuaba inmóvil. Dos de los hombres lobo lo apuntaban con lanzas, dispuestos a atravesarlo si se movía. No lo hizo. Los cuatro chasqueaban y siseaban, los siseos escapaban de mi alcance sónico: por eso Jane los oía antes que los demás.

Uno de los hombres lobo avanzó hacia Yoder, siseándole y chasqueando, fuerte y musculoso mientras que Yoder era alto y delgado. Tenía un sencillo cuchillo de piedra en una mano. Extendió una zarpa y golpeó con fuerza a Yoder en el pecho: Yoder lo aceptó y permaneció allí de pie, en silencio. La criatura le agarró el brazo derecho y empezó a olfatearlo y examinarlo; Yoder no ofreció ninguna resistencia. Yoder era menonita, pacifista.

El hombre lobo golpeó de pronto a Yoder en el brazo, quizá poniéndolo a prueba; Yoder se tambaleó un poco por el golpe pero se mantuvo firme. El hombre lobo emitió una rápida serie de trinos y los otros lo imitaron; sospecho que se estaban riendo.

El hombre lobo pasó las garras por el rostro de Yoder, arañándole la mejilla izquierda; pudo oírse cómo se desgarraba la piel. La cara de Yoder se llenó de sangre; involuntariamente, se llevó la mano a la mejilla. El hombre lobo ronroneó y miró a Yoder, sus cuatro ojos sin parpadear, esperando a ver qué hacía.

Yoder retiró la mano de su rostro destrozado y miró directamente al hombre lobo. Lentamente, volvió la cabeza para ofrecerle la otra mejilla.

El hombre lobo se apartó de Yoder y volvió con los suyos, trinando. Los que habían apuntado a Yoder con sus lanzas las bajaron levemente. Suspiré aliviado y agaché la cabeza un segundo, advirtiendo mi propio sudor frío. Yoder había aguantado al no ofrecer resistencia: las criaturas, fueran lo que fuesen, eran lo bastante inteligentes para ver que no era una amenaza.

Alcé de nuevo la cabeza para ver que uno de los hombres lobo me miraba directamente.

Emitió un grito agudo. El hombre lobo más cercano a Yoder me miró, rugió y le clavó su cuchillo de piedra. Yoder se envaró. Yo alcé mi rifle y alcancé al hombre lobo en la cabeza. Cayó. Los otros hombres lobo salieron disparados hacia el bosque.

Corrí junto a Yoder, que se había desplomado en el suelo, y agarraba torpemente el cuchillo de piedra.

—No lo toque —dije. Si el cuchillo había cortado alguna arteria importante, sacarlo haría que se desangrase.

—Duele —dijo Yoder. Me miró y sonrió, apretando los dientes—. Bueno, casi funcionó.

—Funcionó —dije—. Lo siento, Hiram. Esto no habría ocurrido de no ser por mí.

—No es culpa suya —dijo Hiram—. Le vi tirarse al suelo y esconderse. Vi que me daba una oportunidad. Hizo lo adecuado —extendió la mano hacia el cadáver del hombre lobo, y tocó la pierna yerta—. Ojalá no hubiera tenido que dispararle —dijo.

—Lo siento —repetí. Hiram no pudo decir nada más.

* * *

—Hiram Yoder. Paulo Gutiérrez. Juan Escobedo. Marco Flores. Galen DeLeon —dijo Manfred Trujillo—. Seis muertos.

—Sí —contesté. Estaba sentado ante la mesa de mi cocina. Zoë estaba en casa de Trujillo, pasando la noche con Gretchen. Hickory y Dickory estaban con ella. Jane se hallaba en el hospital: aparte del corte en el costado se había llenado de feos arañazos persiguiendo a DeLeon. Babar tenía la cabeza apoyada en mi regazo. Yo la acariciaba, medio ausente.

—Ni un cadáver —dijo Trujillo. Alcé la cabeza—. Cien de los nuestros salieron al bosque, donde nos dijeron que fuéramos. Encontramos sangre, pero ni un solo cadáver. Esas criaturas se los llevaron consigo.

—¿Qué hay de Galen? —dije. Jane me había dicho que había encontrado pedazos, siguiendo un rastro. Dejó de seguirlo cuando él dejó de gritar, y cuando sus propias heridas le impidieron continuar.

—Encontramos unas cuantas cosas —dijo Trujillo—. No lo suficientes para completar un cuerpo.

—Magnífico. Simplemente magnífico.

—¿Cómo se siente?

—Jesús, Man —dije—. ¿Cómo cree que me siento? Hemos perdido a seis personas hoy. Hemos perdido al mal… perdimos a Hiram Yoder. Estaríamos todos muertos si no fuera por él. Salvó a esta colonia, los menonitas y él. Ahora está muerto, y es culpa mía.

—Fue Paulo quien preparó esa partida —dijo Trujillo—. Desobedeció sus órdenes y llevó a la muerte a otras cinco personas. Y los puso a usted y a Jane en peligro. Si alguien tiene la culpa, es él.

—No pretendo echarle la culpa a Paulo.

—Lo sé. Por eso lo digo yo. Paulo era amigo mío, y un buen amigo además. Pero cometió una estupidez, y provocó que esos hombres murieran. Tendría que haberle hecho caso.

—Sí, bueno —dije—. Pensé que hacer de esas criaturas un secreto de Estado impediría que sucediera algo como esto. Por eso lo hice.

—Los secretos siempre se filtran. Lo sabe. O debería.

—Tendría que haber informado a todo el mundo sobre esas criaturas —dije.

—Tal vez —contestó Trujillo—. Tuvo que tomar una decisión y lo hizo. No fue la que yo pensaba que iba a tomar, tengo que reconocerlo. No era propia de usted. Si no le importa que lo diga, no se le dan bien los secretos. Aquí la gente tampoco está acostumbrada a tenerlos.

Asentí con un gruñido y acaricié a mi perro. Trujillo se agitó incómodo en su silla durante unos instantes.

—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó.

—Que me zurzan si lo sé. Ahora mismo lo que me gustaría es darle un puñetazo a la pared.

—Le aconsejo que no lo haga. Sé que por norma general no le gusta seguir mis consejos. Sin embargo, ahí lo tiene.

Sonreí. Señalé la puerta.

—¿Cómo está la gente?

—Todo el mundo está asustado —dijo Trujillo—. Un hombre murió ayer, seis más han muerto hoy, cinco de ellos desaparecieron, y todos temen ser el siguiente. Sospecho que dormirán dentro de la aldea las dos próximas noches. Por cierto, me temo que ya se ha corrido la voz de que esas criaturas son inteligentes. Gutiérrez se lo contó a un montón de gente mientras intentaba reclutar su pelotón.

—Me sorprende que no haya ido otro grupo a buscar a los hombres lobo —dije.

—¿Los llama así, hombres lobo?

—Ya vio al que mató a Hiram. Dígame que no es lo que parece.

—Hágame un favor y no difunda ese nombre —dijo Trujillo—. La gente ya está suficientemente asustada.

—Bien.

—Y, sí, hubo otro grupo que quiso salir y tratar de vengarse. Un puñado de críos idiotas. El novio de su hija, Enzo, era uno de ellos.

—Ex novio —dije yo—. ¿Los convenció para que no hicieran ninguna estupidez?

—Recalqué que cinco hombres adultos habían salido de caza y ni uno solo de ellos había regresado a casa —dijo Trujillo—. Eso pareció calmarlos un poco.

—Bien.

—Tiene que hacer usted una comparecencia esta noche, en el salón comunitario. La gente estará allí. Necesitan verle.

—No estoy de humor para ver a nadie.

—No tiene más remedio —dijo Trujillo—. Es el líder de la colonia. La gente está asustada, John. Su esposa y usted son los únicos que han salido de esto vivos, y ella está en la enfermería. Si se pasa la noche escondido aquí dentro, es como decirle a todo el mundo que nadie va a escapar con vida de esas criaturas. Y les mantuvo su existencia en secreto. Tiene que empezar a compensarlo.

—No sabía que era usted psicólogo, Man.

—No lo soy. Soy político. Igual que usted, lo admita o no. Ése es el trabajo del líder de la colonia.

—Se lo digo con toda sinceridad, Man, si pidiera el puesto de líder de la colonia, se lo daría. Ahora mismo. Sé que piensa que debería haber sido usted el líder de la colonia. Muy bien. El puesto es suyo. ¿Lo quiere?

Trujillo hizo una pausa para considerar sus palabras.

—Tiene razón —dijo—. Pensaba que debería haber sido el líder de la colonia. De vez en cuando lo sigo pensando. Y algún día creo que probablemente lo seré. Pero ahora mismo no es mi trabajo. Es el suyo. Mi trabajo es ser su leal oposición. Y lo que su leal oposición piensa es lo siguiente: su gente está asustada, John. Su líder es usted. Lidere de una puñetera vez, señor.

—Es la primera vez que me llama «señor» —dije, tras un largo rato.

Trujillo sonrió.

—Lo reservaba para un momento especial.

—Muy bien. Bien hecho. Bien hecho, sí.

Trujillo se levantó.

—Lo veré esta noche, entonces.

—Me verá —dije—. Trataré de parecer tranquilizador. Gracias, Man.

Él descartó el agradecimiento y se marchó justo cuando alguien llegaba a mi porche. Era Jerry Bennett.

Le indiqué que pasara.

—¿Qué me trae? —pregunté.

—Sobre las criaturas, nada —respondió Bennett—. Busqué con todo tipo de parámetros y no encontré nada. No hay mucho con que seguir. No exploraron gran cosa este planeta.

—Dígame algo que yo no sepa.

—Muy bien —dijo Bennett—. ¿Conoce ese vídeo donde el Cónclave arrasa esa colonia?

—Sí —contesté—. ¿Qué tiene eso que ver con este planeta?

—No tiene nada que ver —dijo Bennett—. Como le dije, comprobé todos los archivos de datos buscando revisiones. Y encontré un archivo con todos los demás.

—¿Qué clase de archivo?

—Bueno, resulta que el archivo de vídeo que tiene usted es sólo parte de otro archivo de vídeo. Los metadatos incluyen la fecha de ese archivo original. Las fechas dicen que su vídeo es sólo el final de otro vídeo. Hay más vídeos ahí.

—¿Cuánto más?

—Mucho más.

—¿Puede recuperarlo? —pregunté.

Bennett sonrió.

—Ya lo he hecho.

* * *

Después de seis horas y varias docenas de tensas conversaciones con los colonos, conseguí entrar en la caja negra. La PDA en la que Bennett había cargado el archivo de vídeo estaba sobre la mesa, como había prometido. La recogí. El vídeo ya estaba puesto en cola y en pausa desde el principio. Su primera imagen era de dos criaturas en una colina, contemplando un río. Reconocí la colonia y una de las criaturas del vídeo que ya había visto. A la otra no la había visto antes. Encogí los ojos para ver mejor, luego me maldije por mi estupidez y amplié la imagen. La otra criatura se hizo más clara.

Era un whaid.

—Hola —le dije a la criatura—. ¿Qué estás haciendo, hablando con el tipo que aniquiló tu colonia?

Puse en marcha el vídeo para averiguarlo.