—Este planeta huele a sobaco —dijo Savitri.
—Qué bien —contesté. Yo estaba todavía poniéndome las botas cuando entró; finalmente me las calcé y me levanté.
—Dime que estoy equivocada —dijo Savitri. Babar se levantó y se acercó a ella, que le dio una palmadita.
—No es que te equivoques —dije—. Es que pensaba que podrías asombrarte un poco más por estar en un mundo completamente nuevo.
—Vivo en una tienda y meo en un cubo —dijo Savitri—. Y luego tengo que llevar el cubo al otro lado del campamento hasta el tanque de procesado para que podamos extraer la urea como fertilizante. Tal vez el planeta me asombraría un poco más si no me pasara buena parte del día cargando con mis residuos.
—Trata de no mear tanto.
—Oh, gracias —dijo Savitri—. Acabas de cortar el nudo gordiano con esa solución. No me extraña que estés al mando.
—Lo del cubo es sólo temporal, de todas formas.
—Eso es lo que me dijiste hace dos semanas.
—Bueno, te pido disculpas, Savitri —dije—. Tendría que haber sabido que dos semanas es tiempo más que suficiente para que una colonia entera pase de la fundación a la indolencia barroca.
—No tener que mear en un cubo no es indolencia. Es uno de los logros de la civilización, como tener paredes sólidas. Y darse un baño, algo que nadie en esta colonia ha hecho últimamente, te lo aseguro.
—Ahora ya sabes por qué el planeta huele a sobaco.
—Olía a sobaco desde el principio —dijo Savitri—. Nosotros estamos aumentando el hedor.
Me detuve e inhalé profundamente, haciendo como si disfrutara del aire. Por desgracia para mí, Savitri tenía razón: Roanoke, en efecto, olía a sobaco, así que hice todo lo que pude para no atragantarme después de llenar mis pulmones. Sin embargo, estaba disfrutando demasiado de la expresión contrariada de Savitri para admitir que me mareaba el olor.
—¡Ahhh! —dije, exhalando. Conseguí no toser.
—Espero que te ahogues —dijo Savitri.
—Por cierto —dije, y regresé a la tienda para recuperar mi propio cubo con los detritos nocturnos—, tengo que cuidar de mis propios asuntos. ¿Me acompañas a verterlo?
—Prefiero no hacerlo.
—Lo siento —dije—. Ha parecido una pregunta. Vamos.
Savitri suspiró y caminó conmigo por la avenida de nuestra pequeña aldea de Croatoan, hacia el digeridor de residuos, con Babar corriendo detrás de nosotros, aunque se paraba para saludar a los niños. Babar era el único perro pastor de la colonia; tenía tiempo para hacer amigos. Eso lo hacía a la vez popular y gordo.
—Manfred Trujillo me dijo que nuestra aldea está basada en un campamento de las legiones romanas —dijo Savitri mientras caminábamos.
—Así es. Fue idea suya, por cierto.
Y una buena idea. La aldea era rectangular, con tres avenidas que cruzaban el campo en paralelo y una cuarta (la avenida Dare) que las cortaba. En el centro había un comedor comunitario (donde nuestra comida tan cuidadosamente administrada se servía por turnos), una placita donde los niños y adolescentes se entretenían, y la tienda administrativa, que además hacía las veces de hogar para Jane, Zoë y yo.
A cada lado de la avenida Dare había filas de tiendas, cada una albergando a diez personas, normalmente un par de familias más algún soltero o pareja que pudiéramos colar. Cierto, era inconveniente, pero también nos faltaba sitio. Savitri se alojaba en una tienda con tres familias de tres, las cuales tenían bebés y niños pequeños; su agrio estado de ánimo se debía en parte a que sólo dormía unas tres horas cada noche. Como los días en Roanoke tenían veintisiete horas y seis minutos de largo, eso no era bueno.
Savitri señaló al borde de la aldea.
—Supongo que las legiones romanas no usaban contenedores de alimentos como barrera en el perímetro —dijo.
—Probablemente no. Pero ellos se lo perdieron.
Usar los contenedores como perímetro había sido idea de Jane. En tiempos de los romanos, el campamento legionario estaría rodeado por un foso y una empalizada para mantener a raya a los hunos y los lobos. Nosotros no teníamos hunos, ni su equivalente (todavía), pero habían llegado algunos informes de grandes animales que deambulaban entre la hierba, y tampoco queríamos que nuestros niños y adolescentes (o ciertos adultos incautos, que ya se habían hecho notar) se perdieran en la maleza a un kilómetro de la aldea. Los contenedores eran ideales para este propósito; eran altos y recios y había montones de ellos, suficientes para rodear el campamento dos veces, con espacio adecuado entre las dos capas para permitir que nuestra furiosa y atrapada tripulación de estibadores descargara el inventario cuando fuese necesario.
Savitri y yo nos dirigimos al perímetro oeste de Croatoan, más allá del cual corría un veloz arroyo. Por ese motivo esa parte de la aldea era la única que disfrutaba de un sistema de alcantarillado. En la esquina noroeste una tubería llevaba agua a una cisterna de filtración, que producía agua potable para beber y cocinar; también alimentaba dos duchas, donde la gente que esperaba haciendo cola se encargaba de que se cumpliera estrictamente con el límite impuesto para su uso: un minuto por persona, tres minutos para las familias. En la esquina suroeste había un digeridor séptico (uno pequeño, no el que el jefe Ferro me había indicado) donde todos los colonos echaban sus detritos nocturnos. Durante el día acudían a los excusados portátiles que rodeaban el digeridor. Casi siempre había también cola en ellos.
Me acerqué al digeridor y vertí el contenido por un hueco, aguantándome la respiración al hacerlo: el digeridor no olía a rosas.
Cogía nuestros residuos y los procesaba para convertirlos en fertilizante estéril que se recogía y almacenaba, y también agua limpia, la mayor parte de la cual se vertía al arroyo. Había algunas discusiones respecto a si debíamos retornar el agua procesada al suministro del campamento; la impresión general era que, limpios o no, los colonos estaban ya sometidos a suficiente estrés sin tener que beber o bañarse en su propio pis procesado. Era un buen argumento. Sin embargo, una pequeña cantidad de agua se guardaba para fregar y lavar los cubos nocturnos. Así es la vida en la gran ciudad.
Savitri señaló con el pulgar la muralla oeste mientras yo regresaba junto a ella.
—¿Planeas ducharte pronto? —preguntó—. No te ofendas, pero para ti oler como un sobaco sería una mejora.
—¿Cuánto tiempo piensas seguir así? —le pregunté.
—Hasta el día en que tenga agua corriente en mi casa —respondió Savitri—. Lo cual implicaría que tendría una casa donde instalarlo.
—Es el sueño de Roanoke.
—Que no va a poder empezar hasta que saquemos a todos estos colonos de su ciudad de tiendas y los metamos en casas.
—No eres la primera persona que me lo menciona —dije. Estaba a punto de decir algo más cuando nos cruzamos con Zoë.
—Estáis aquí —dijo, y luego me enseñó la mano, que estaba llena de algo—. Mira. He encontrado una mascota.
Miré el algo de su mano. Me devolvió la mirada. Parecía una ratita que hubiera quedado atrapada en una máquina de amasar. Sus características más distinguidas eran sus cuatro ojos ovalados, dos a cada lado de la cabeza, y el hecho de que, como todas las criaturas vertebradas que habíamos visto hasta ahora en Roanoke, tenía pulgares oponibles en sus manos de tres dedos. Los usaba para equilibrarse sobre la mano de Zoë.
—¿No es lindo? —preguntó Zoë. El bicho pareció eructar, cosa que ella interpretó como signo de que le pedía una de las galletas que llevaba en el bolsillo. La agarró con una mano y empezó a mordisquearla.
—Si tú lo dices —contesté—. ¿Dónde lo has encontrado?
—Hay un puñado de ellos delante del comedor —dijo Zoë, enseñándoselo a Babar. El perro olisqueó al bicho; el bicho le siseó—. Nos han estado viendo comer.
Esto me hizo recordar algo. De repente recordé que los había visto demasiado a menudo la semana pasada.
—Creo que tienen hambre —continuó Zoë—. Gretchen y yo salimos a alimentarlos, pero todos echaron a correr. Excepto éste. Se me acercó y aceptó una galleta. Creo que voy a quedármelo.
—Será mejor que no. No sabes dónde ha estado.
—Claro que sí —dijo Zoë—. Ha estado por los alrededores del comedor.
—No me estás entendiendo.
—Claro que te entiendo, papá nonagenario —dijo Zoë—. Pero venga ya: si fuera a inyectarme veneno o intentar comerme, probablemente lo habría hecho ya.
El bicho que tenía en la mano terminó la galleta y volvió a eructar, y luego saltó de pronto de la mano y corrió en dirección a la barricada de contenedores de almacenamiento.
—¡Eh! —gritó Zoë.
—Leal como un cachorrito, el bicho —dije.
—Cuando vuelva, le contaré las cosas terribles que has dicho. Y luego le dejaré que se te cague encima.
Palpé el cubo.
—No, no —dije—. Para eso está esto.
Zoë hizo una mueca al ver el cubo: no era una gran fan.
—Puaf. Gracias por la imagen.
—No hay de qué —dije. De pronto me di cuenta de que a Zoë le faltaban un par de sombras—. ¿Dónde están Hickory y Dickory?
—Mamá les pidió que la acompañaran a mirar algo. Y por eso vine a buscarte. Quería que fueras tú también. Están en el otro lado de la barricada. Junto a la entrada norte.
—Muy bien. ¿Dónde estarás tú?
—Estaré en la plaza, naturalmente. ¿Qué otro sitio hay?
—Lo siento, cariño —dije—. Sé que tus amigos y tú os aburrís.
—No me digas. Sabíamos que la colonización iba a ser difícil, pero nadie nos dijo que iba a ser aburrida.
—Si buscáis algo que hacer, podríamos fundar una escuela.
—¿Estamos aburridos, y propones una escuela? —dijo Zoë—. ¿Pero quién eres tú? Además, no es probable, puesto que habéis confiscado todas nuestras PDA. Va a ser difícil enseñarnos nada si no tenemos lecciones.
—Los menonitas tienen libros. Anticuados. Con páginas y esas cosas.
—Lo sé —dijo Zoë—. Son los únicos que no se están volviendo completamente locos de aburrimiento. Dios, echo de menos mi PDA.
—La ironía debe de ser aplastante.
—Te dejo, antes de que te tire una piedra.
A pesar de la amenaza, Zoë nos dio a Savitri y a mí un rápido abrazo antes de marcharse. Babar se fue con ella: era más divertida.
—Sé cómo se siente —dijo Savitri cuando volvimos a echar a andar.
—¿También quieres tirarme una piedra?
—A veces. Ahora mismo no. No, me refiero a lo de echar de menos la PDA. Yo también echo de menos la mía.
Se buscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un cuaderno de espiral, uno de los varios que le habían reglado Hiram Yoder y los menonitas.
—A esto me veo reducida.
—Brutal.
—Bromea todo lo que quieras —dijo Savitri, y guardó el cuaderno—. Pasar de la PDA a una libreta es terrible.
No discutí. En cambio, salimos por la puerta norte de la aldea, donde encontramos a Jane con Hickory y Dickory, y dos miembros del equipo de seguridad de la Magallanes a quienes habíamos reclutado.
—Venid a ver esto —dijo Jane, y nos acercamos a uno de los contenedores de alimentos del perímetro.
—¿Qué tengo que mirar? —pregunté.
—Esto —respondió Jane, y señaló la parte de arriba del contenedor, casi a tres metros de altura.
Entorné los ojos.
—Eso son arañazos.
—Sí. Los hemos encontrado también en otros contenedores. Y hay más —dijo Jane, y se acercó a dos contenedores—. Algo ha estado excavando aquí. Parece que han intentado cavar por debajo.
—Buena suerte con eso —dije. Los contenedores tenían más de dos metros de ancho.
—Encontramos un agujero al otro lado del perímetro que tenía casi un metro de largo —dijo Jane—. Algo ha intentado entrar por la noche. No puede saltar por encima de los contenedores, así que ha tratado de pasar por debajo. Y no es sólo uno. Hay un montón de vegetación aplastada por aquí, y muchas huellas de zarpas de tamaños distintos en los contenedores. Sean lo que sean, van en manada.
—¿Son tan grandes los animales que ha visto la gente en la maleza?
Jane se encogió de hombros.
—Nadie los ha visto de cerca, y nada se acerca por aquí durante el día. Normalmente, colocaríamos cámaras infrarrojas en lo alto de los contenedores, pero aquí no podemos.
Jane no tuvo que explicar por qué; las cámaras de vigilancia, casi como todas las demás piezas de tecnología que teníamos, se comunicaban de manera inalámbrica, y eso era un riesgo para la seguridad.
—Sean lo que sean, evitan ser vistos por los centinelas nocturnos. Pero los centinelas tampoco usan binoculares con visión nocturna.
—Sean lo que sean, crees que son peligrosos.
Jane asintió.
—No pienso que a los herbívoros les interese mucho entrar. Lo que hay ahí fuera nos ve y nos huele y quiere entrar para ver cómo somos. Tenemos que averiguar qué son y cuántos hay.
—Si son depredadores, su número será limitado —dije—. Demasiados depredadores acabarían con el stock de presas.
—Sí —contestó Jane—. Pero eso sigue sin decirnos cuántos hay o qué tipo de amenaza son. Todo lo que sabemos es que están ahí de noche y que son tan grandes que casi pueden saltar los contenedores, y tan listos que intentan abrirse paso por debajo. No podemos dejar que la gente empiece a establecerse hasta que sepamos qué tipo de amenaza representan.
—Nuestra gente está armada —dije. Entre el cargamento había un alijo de rifles antiguos y sencillos, y munición no nanobótica.
—Nuestra gente tiene armas de fuego —respondió Jane—. Pero la mayoría no tiene ni la menor idea de cómo usarlas. Acabarán disparándose ellos mismos antes de que le den a otra cosa. Y no son sólo los humanos los que corren peligro. Me preocupa más nuestro ganado. No podemos permitirnos perder muchas cabezas. No tan pronto.
Miré hacia los matorrales; entre la línea de árboles y yo, uno de los menonitas instruía a un grupo de otros colonos sobre cómo conducir un anticuado tractor. Más allá, un grupo de colonos tomaba muestras del suelo para que pudiéramos comprobar su compatibilidad con nuestras cosechas.
—No va a ser una postura muy popular —le dije a Jane—. La gente ya se queja de estar encerrada en el pueblo.
—No tardarán mucho en encontrarlos —dijo Jane—. Hickory, Dickory y yo haremos guardia esta noche, encima de uno de los contenedores. Su visión alcanza la gama infrarroja, así que podrían verlos venir.
—¿Y tú? —pregunté. Jane se encogió de hombros. Después de su revelación a bordo de la Magallanes sobre su puesta al día, se había mantenido callada respecto a la gama completa de sus habilidades. Pero no era aventurado suponer que su alcance visual habría aumentado igual que el resto—. ¿Qué vas a hacer cuando los localicéis?
—Esta noche, nada. Quiero hacerme una idea de lo que son y de cuántos son. Luego podremos decidir qué queremos hacer con ellos. Pero hasta entonces deberíamos asegurarnos de que todo el mundo esté dentro del perímetro una hora antes de la puesta de sol y que todos los que salgan durante el día tengan una guardia armada —señaló a sus acompañantes humanos—. Estos dos saben usar las armas, y hay varios otros en la tripulación de la Magallanes que también saben. Es un principio.
—Y nada de granjas hasta que podamos controlar estas cosas —dije yo.
—Así es.
—Será una reunión del Consejo muy divertida.
—Yo se lo comunicaré —dijo Jane.
—No. Debería hacerlo yo. Tú ya tienes reputación de ser la que da miedo. No quiero que seas siempre la que da las malas noticias.
—A mí no me importa.
—Lo sé —dije—. Pero eso no significa que debas hacerlo tú siempre.
—Bien. Puedes decirles que espero saber muy pronto si estos bichos suponen una amenaza. Eso debería ayudar.
—Esperemos.
* * *
—¿No tenemos ninguna información sobre esas criaturas? —preguntó Manfred Trujillo. El capitán Zane y él me acompañaban mientras nos encaminábamos al centro de información de la aldea.
—No —respondí—. Ni siquiera sabemos todavía qué aspecto tienen. Jane va a averiguarlo esta noche. Hasta ahora, las únicas criaturas de las que sabemos algo son esa especie de ratas que hay alrededor del comedor.
—Los puñefeotes —dijo Zane.
—¿Los qué?
—Los puñefeotes —dijo Zane—. Es como los llaman los chavales. Porque son puñeteramente feotes.
—Bonito nombre —dije—. El tema es que no creo que podamos decir que comprendemos por completo nuestra biosfera sólo con los puñefeotes.
—Sé que valora usted la cautela —dijo Trujillo—. Pero la gente se inquieta. Los hemos traído a un sitio del que no sabemos nada, les hemos dicho que no pueden volver a hablar jamás con sus familias y amigos, y luego no les hemos dado nada que hacer durante dos semanas enteras. Estamos en el limbo. Tenemos que lograr que la gente pase a la siguiente fase o van a empezar a darse cuenta de que les han robado sus vidas tal como las conocían.
—Lo sé —dije—. Pero usted sabe tan bien como yo que no conocemos nada sobre este mundo. Los dos han visto los mismos archivos que yo. Quien hizo esa supuesta exploración de este planea al parecer no se molestó en pasar aquí ni diez minutos. Tenemos la bioquímica básica del planeta y poco más. Casi no disponemos de ninguna información sobre la flora y la fauna, ni siquiera sabemos si podemos catalogarla como flora y fauna. No sabemos si podremos cultivar nuestras cosechas en este suelo. No sabemos qué formas de vida nativa podemos usar o comer. Toda la información que el Departamento de Colonización normalmente proporciona a las nuevas colonias… no tenemos nada. Debemos descubrir todas esas cosas por nuestra cuenta antes de empezar, y por desgracia eso constituye un inconveniente bastante grande.
Llegamos al centro de información, que era un nombre grandilocuente para el contenedor de carga que habíamos modificado para ese propósito.
—Ustedes primero —dije, abriendo el primer conjunto de puertas para Trujillo y Zane. Cuando estuvimos todos dentro, las sellé detrás de mí, permitiendo que la malla nanobótica envolviera por completo la puerta exterior, convirtiéndola en una masa negra sin rasgos, antes de abrir la puerta interna. La malla nanobótica había sido programada para absorber y cubrir las ondas electromagnéticas de todo tipo. Cubría las paredes, el suelo y el techo del contenedor. Era inquietante si lo pensabas: era como estar en el centro exacto de nada.
El hombre que había diseñado la malla esperaba tras la puerta interna del centro.
—Administrador Perry —dijo Jerry Bennett—. Capitán Zane. Señor Trujillo. Me alegro de verlos de vuelta en mi pequeña caja negra.
—¿Cómo está aguantando la malla? —pregunté.
—Bien —respondió Bennett, y señaló el techo—. Ninguna onda entra, ninguna onda sale. Schroedinger se pondría celoso. Pero necesito más células. No se imaginan la cantidad de energía que absorbe la malla. Por no mencionar el resto de este equipo.
Bennett indicó el resto de la tecnología del centro. A causa de la malla, era el único lugar en Roanoke donde había tecnología de la que podía encontrarse después de mediados del siglo XX en la Tierra, quitando la tecnología energética que no se basaba en los combustibles fósiles.
—Veré qué puedo hacer —dije—. Logra usted milagros, Bennett.
—No —dijo él—. Sólo soy un tipo raro normal y corriente. Tengo esos informes del suelo que quería —se inclinó sobre una PDA, y la manipuló un momento antes de mirar la pantalla—. La buena noticia es que las muestras de suelo que he visto hasta ahora parecen buenas para nuestras cosechas en sentido general. No hay nada en el suelo que las mate o lastre su crecimiento, al menos químicamente. Cada una de las muestra rebosaba de bichitos, además.
—¿Eso es una mala noticia? —preguntó Trujillo.
—Ni idea —contestó Bennett—. Lo que sé sobre tratamiento de terrenos lo voy aprendiendo según proceso estas muestras. Mi esposa practicó un poco de jardinería allá en Fénix y parecía ser de la opinión que tener un puñado de bichos era bueno porque aireaban la tierra. Quién sabe, tal vez tenga razón.
—Tiene razón —dije yo—. Tener una cantidad sana de biomasa suele ser bueno.
Trujillo me miró con escepticismo.
—Eh, me dediqué a la agricultura —dije—. Pero tampoco sabemos cómo reaccionarán esas criaturas a nuestras plantas. Estamos introduciendo una nueva especie en una biosfera.
—Estáis oficialmente más allá de todo lo que sé sobre el tema, así que continuaré —dijo Bennett—. Me preguntaron si podría adaptar la tecnología que tenemos para desconectar los componentes inalámbricos. ¿Quiere la respuesta corta o la larga?
—Empecemos por la corta.
—En realidad, no —dijo Bennett.
—Muy bien —dije—. Ahora la larga.
Bennett cogió la PDA que antes había dejado a un lado, le quitó la tapa y me la entregó.
—Esta PDA es un ejemplo típico de la tecnología de la Unión Colonial. Aquí se pueden ver todos los componentes: el procesador, el monitor, el almacén de datos, el transmisor inalámbrico que le permite hablar con otros ordenadores y PDA. Ninguno de ellos está conectado físicamente con ninguna de las otras partes. Cada parte de esta PDA conecta sin cables con todas las demás.
—¿Por qué lo hacen así? —pregunté, tomando la PDA en mis manos.
—Porque es barato —respondió Bennett—. Se pueden hacer diminutos transmisores de datos prácticamente por nada. Cuesta menos que usar materiales físicos. Esos tampoco cuestan mucho, pero en conjunto hay una auténtica diferencia de coste. Así que casi todos los fabricantes trabajan así. Diseño contable. Las únicas conexiones físicas de la PDA son las de la célula de energía con los componentes individuales, y es así porque resulta igualmente más barato.
—¿Puede usar estas conexiones para enviar datos? —preguntó Zane.
—No veo cómo —dijo Bennett—. Quiero decir, enviar datos por una conexión física no es ningún problema. Pero meterse en cada uno de esos componentes y contactar con su núcleo de mando para que lo hagan así está por encima de mis habilidades. Además de las habilidades como programador, está el hecho de que cada fabricante cierra el acceso al núcleo de mando. Son datos privados. Y aunque pudiera hacerlo, no hay ninguna garantía de que funcionara. Entre otras cosas, se desviaría todo a través de la célula de energía. No estoy seguro de cómo conseguir que eso funcione.
—Así que aunque desconectemos todos los transmisores inalámbricos, cada una de estas PDA sigue filtrando señales inalámbricas —dije yo.
—Sí —replicó Bennett—. A distancias muy cortas… no más de unos pocos centímetros. Pero sí. Si alguien busca este tipo de cosas, podría detectarlo.
—Hasta cierto punto, todo esto es inútil —dijo Trujillo—. Si alguien está buscando señales de radio tan débiles, existen buenas probabilidades de que estén escrutando también ópticamente el planeta. Van a vernos.
—Ocultarnos a la vista es difícil —le dije a Trujillo—. Esto es fácil. Trabajemos primero en lo fácil —me volví hacia Bennett, y le devolví su PDA—. Permítame preguntarle otra cosa: ¿podría fabricar PDAs alámbricas? ¿Que no tengan partes inalámbricas ni transmisores?
—Estoy seguro de que podría encontrar un diseño para una —dijo Bennett—. Los planos son de dominio público. Pero no estoy precisamente dotado para la fabricación. Podría repasar todo lo que tenemos y ensamblar algo. Los componentes inalámbricos son la norma, pero hay algunas cosas que siguen siendo soldadas. Sin embargo nunca vamos a conseguir llegar a un sitio donde todo el mundo camine con un ordenador encima, mucho menos a sustituir los ordenadores insertados en la mayor parte del equipo que tenemos. Sinceramente, fuera de esta caja negra, no vamos a salir pronto de principios del siglo XX.
Todos necesitamos un rato para digerir eso.
—¿Podemos al menos ampliar esto? —preguntó Zane por fin, indicando a su alrededor.
—Creo que deberíamos —dijo Bennett—. Sobre todo creo que necesitamos construir una enfermería con caja negra, porque la doctora Tsao no para de distraerme cuando intento hacer mi trabajo.
—Está acaparando su equipo.
—No, es que es muy guapa —dijo Bennett—. Y eso va a traerme problemas con la parienta. Además, aquí sólo tengo un par de sus máquinas de diagnóstico, y si alguna vez tenemos un verdadero problema médico, vamos a querer tener más disponibles.
Asentí. Ya habíamos tenido un brazo roto, de un adolescente que se había subido a la barrera y luego había resbalado. Tuvo suerte de no romperse el cuello.
—¿Tenemos suficiente malla? —pregunté.
—Este es casi todo el material del que disponemos —dijo Bennett—. Pero puedo programarla para que se replique. Necesitaría más materia prima.
—Haré que Ferro se encargue de eso —dijo Zane, refiriéndose al jefe de carga—. Veremos qué tenemos en inventario.
—Cada vez que lo veo, parece realmente jodido —dijo Bennett.
—Tal vez sea porque se supone que debería estar en casa y no aquí —replicó Zane—. Tal vez no le gusta estar secuestrado por la Unión Colonial.
Dos semanas no habían servido para que el capitán perdonara la destrucción de su nave ni el abandono a su suerte de su tripulación.
—Lo siento —dijo Bennett.
—Estoy preparado para marcharme —dijo Zane.
—Dos cositas rápidas —me dijo Bennett—. Casi he terminado de imprimir la mayoría de los datos que le dieron cuando vinimos, así que podrá tener una copia en papel. No puedo imprimir los archivos de audio y vídeo, pero los pasaré por un procesador para proporcionarle transcripciones.
—Muy bien, vale —dije—. ¿Y la segunda cosa?
—Recorrí el campamento con un monitor como me pidió usted y busqué señales inalámbricas —dijo Bennett. Trujillo alzó una ceja—. El monitor es fiable. No envía, sólo recibe. Creo que deberían saber que hay tres aparatos inalámbricos ahí fuera. Y siguen transmitiendo.
* * *
—No tengo ni la menor idea de lo que está hablando —dijo Jann Kranjic.
No por primera vez, reprimí un impulso de darle una colleja.
—¿Tenemos que hacer esto por las malas, Jann? —dije—. Me gustaría pensar que no tenemos doce años y que no vamos a tener una conversación del tipo «y tú más».
—Entregué mi PDA como hizo todo el mundo —dijo Kranjic, y se volvió hacia Beata, que estaba tendida en su jergón, con un paño sobre los ojos. Al parecer, Beata sufría migrañas—. Y Beata entregó su PDA y su cámara. Les dimos todo lo que teníamos.
Miré a Beata.
—¿Bien, Beata?
Beata alzó un pico del paño y miró. Luego suspiró y volvió a colocárselo.
—Compruebe sus calzoncillos —dijo.
—¿Disculpe?
—Beata —dijo Kranjic.
—Sus calzoncillos —dijo Beata—. Al menos uno de ellos tiene una bolsita en el elástico que oculta una pequeña grabadora. Tiene un pin de la bandera de Umbría que es un emisor audio/vídeo. Probablemente lo lleva encima ahora mismo.
—Zorra —dijo Kranjic, cubriendo subconscientemente su pin—. Estás despedida.
—Qué gracioso —dijo Beata, apretando el paño húmedo contra sus ojos—. Estamos a mil años luz de ninguna parte, no tenemos ninguna posibilidad de regresar a Umbría, te pasas días recitando notas a tus calzoncillos para un libro que nunca escribirás, y estoy despedida. Espabila, Jann.
Kranjic se puso en pie para hacer una salida dramática.
—Jann —dije, y extendí la mano. Jann se arrancó el pin y me lo puso en la palma.
—¿Quiere mis calzoncillos ahora?
—Quédese los calzoncillos —dije—. Deme sólo la grabadora.
—Dentro de unos años, la gente querrá conocer la historia de esta colonia —dijo Kranjic, mientras forcejeaba con sus calzoncillos sin quitarse los pantalones—. Van a querer conocer la historia, y cuando vayan a buscarla, no encontrarán nada. Y no van a encontrar nada porque sus líderes se pasan el tiempo censurando al único miembro de la prensa que hay en toda esta colonia.
—Beata es miembro de la prensa —dije.
—No es más que una cámara —dijo Kranjic, entregando la grabadora—. No es lo mismo.
—No le estoy censurando —dije—. Pero no puedo permitir que ponga en peligro a la colonia. Voy a llevarme esta grabadora y le pediré a Jerry Bennett que le imprima una transcripción de las notas, en letra muy pequeñita, porque no quiero desperdiciar papel. Así que tendrá usted esas notas. Y si ve a Savitri puede decirle que le he pedido que le dé una de sus libretas. Una, Jann. Necesita el resto para nuestro trabajo. Si después necesita más, veremos qué dicen los menonitas al respecto.
—Quiere que escriba mis notas —dijo Kranjic—. A mano.
—A Samuel Pepys le funcionó.
—Está suponiendo que Jann sabe escribir —murmuró Beata desde su jergón.
—Zorra —dijo Kranjic, y salió de la tienda.
—Es un matrimonio tempestuoso —dijo Beata, lacónicamente.
—Eso parece. ¿Quiere el divorcio?
—Depende —dijo Beata, alzando de nuevo el paño húmedo—. ¿Cree que a su ayudante le interesaría una cita?
—En todo el tiempo que hace que la conozco no la he visto salir con nadie —dije.
—Así que eso es un «no» —dijo Beata.
—Es un «que me zurzan si lo sé».
—Hmmmm —dijo Beata, dejando caer de nuevo el paño—. Tentador. Pero seguiré casada por el momento. Irrita a Jann. Después de toda la irritación que me ha causado durante años, es agradable devolverle el favor.
—Matrimonio tempestuoso —dije yo.
—Eso parece —dijo Beata.
* * *
—Debemos negarnos —me dijo Hickory. Dickory, él y yo estábamos en la caja negra. Supuse que cuando dijera a los dos obin que tenían que entregar sus implantes de conciencia inalámbricos, debería permitirles que estuvieran conscientes para oírlo.
—Nunca habéis rehusado una orden mía antes —dije.
—Ninguna de sus órdenes ha violado nunca nuestro tratado —dijo Hickory—. Nuestro tratado con la Unión Colonial nos permite a los dos estar con Zoë. También nos permite grabar esas experiencias y compartirlas con los otros obin. Ordenarnos entregar nuestras conciencias interfiere con eso. Viola nuestro tratado.
—Podríais decidir entregar vuestros implantes —dije—. Eso resolvería el problema.
—No querríamos hacer eso —dijo Hickory—. Sería abdicar de nuestra responsabilidad para con los otros obin.
—Podría decirle a Zoë que os dijera que las entreguéis. No creo que fuerais capaces de ignorar su orden.
Hickory y Dickory se acercaron entre sí inclinándose un momento, luego se separaron.
—Eso sería inquietante —dijo Hickory. Pensé que era la primera vez que oía esa palabra con tanta gravedad apocalíptica.
—Comprended que no tengo ningún deseo de hacer esto —les dije—. Pero nuestras órdenes de la Unión Colonial son claras. No podemos permitir nada que proporcione una evidencia fácil de que estamos en este mundo. El Cónclave nos exterminaría. A todos nosotros, incluyéndoos a vosotros dos y a Zoë.
—Hemos considerado esa posibilidad —dijo Hickory—. Creemos que el riesgo es insignificante.
—Recordadme que os muestre un vídeo que tengo.
—Lo hemos visto —dijo Hickory—. Se le proporcionó a nuestro gobierno igual que al suyo.
—¿Cómo podéis ver eso y no aceptar que el Cónclave representa una amenaza para todos nosotros? —pregunté.
—Vimos el vídeo con atención. Creemos que el riesgo es insignificante.
—La decisión no es vuestra —dije.
—Lo es —dijo Hickory—. Según nuestro tratado.
—Yo soy la autoridad legal de este planeta.
—Lo es. Pero no puede derogar un tratado por conveniencia.
—Intentar que no aniquilen a una colonia entera no es ninguna conveniencia.
—Retirar todos los aparatos inalámbricos para evitar ser detectados lo es —dijo Hickory.
—¿Y tú por qué no hablas nunca? —le pregunté a Dickory.
—Nunca estoy en desacuerdo con Hickory.
Me mordí la lengua.
—Tenemos un problema —dije—. No puedo obligaros a entregar vuestros implantes, pero tampoco puedo dejar que vayáis por ahí con ellos. Respondedme a una cosa: ¿sería una violación a vuestro tratado por mi parte si os pidiera que os quedarais aquí, en esta habitación, y que Zoë y yo os visitáramos regularmente?
Hickory se lo pensó.
—No —dijo—. No es lo que preferimos.
—Tampoco es lo que yo prefiero. Pero creo que no tengo elección.
Hickory y Dickory debatieron de nuevo durante unos minutos.
—Esta habitación está recubierta con un material que enmascara las ondas —dijo—. Denos un poco. Podremos usarlo para cubrir nuestros aparatos y a nosotros mismos.
—No tenemos más ahora mismo —contesté—. Tenemos que fabricarlo. Podría tardar algún tiempo.
—Mientras esté de acuerdo con esta solución, nos acomodaremos al tiempo de producción —dijo Hickory—. Durante ese tiempo no usaremos nuestros implantes fuera de esta habitación, pero usted le pedirá a Zoë que nos visite aquí.
—Bien —dije—. Gracias.
—No hay de qué. Tal vez esto sea lo mejor. Desde que estamos aquí, hemos advertido que ella no tiene mucho tiempo para nosotros.
—Adolescentes —dije—. Nuevos amigos. Nuevo planeta. Nuevo novio.
—Sí, Enzo —dijo Hickory—. Nos sentimos profundamente ambivalentes hacia él.
—Bienvenidos al club.
—Podemos eliminarlo —dijo Hickory.
—Mejor que no.
—Tal vez más tarde.
—En vez de eliminar a los pretendientes potenciales de Zoë, preferiría que los dos os concentrarais en ayudar a Jane a encontrar lo que hay fuera de nuestro perímetro —dije—. Probablemente será menos satisfactorio desde un punto de vista emocional, pero tal y como están globalmente las cosas, va a resultar más útil.
* * *
Jane dejó caer al bicho en el suelo de la sala de reuniones del Consejo. Recordaba vagamente a un coyote grande, si los coyotes tuvieran cuatro ojos y garras con pulgares oponibles.
—Dickory lo encontró dentro de una de las excavaciones. Había otros dos pero salieron huyendo. Dickory mató a éste cuando intentaba escapar.
—¿Le disparó? —preguntó Piro.
—Lo mató con un cuchillo —respondió Jane. Eso causó algunos murmullos incómodos; la mayoría de los colonos y los miembros del Consejo se sentían aún profundamente incómodos con los obin.
—¿Cree que es uno de los depredadores que le preocupaban? —preguntó Manfred Trujillo.
—Podría ser —dijo Jane.
—Podría ser —dijo Trujillo.
—Las garras tienen el tamaño adecuado para las marcas que hemos visto. Pero me parece pequeño.
—Pequeño o no, algo como esto pudo haber hecho las marcas —dijo Trujillo.
—Es posible.
—¿Ha visto a alguno más grande? —preguntó Lee Chen.
—No —dijo Jane, y me miró—. He estado haciendo guardia las tres últimas noches y anoche fue la primera vez que vi algo acercarse a la barrera.
—Hiram, tú sales de la barrera casi todos los días —dijo Trujillo—. ¿Has visto algo así?
—He visto a algunos animales —contestó Hiram—. Pero por lo que pude ver eran herbívoros. No he visto nada que se parezca a esto. Pero tampoco he estado más allá de la barrera de noche, y la administradora Sagan piensa que son activos durante la noche.
—Pero no ha visto más —dijo Marie Black—. Nos estamos conteniendo por culpa de unos fantasmas.
—Los arañazos y agujeros eran bastante reales —dije yo.
—No lo discuto —respondió Black—. Pero tal vez fueran incidentes aislados. Tal vez una manada de esos animales pasó hace varios días y sintió curiosidad por la barrera. Como no la pudieron franquear, pasaron de largo.
—Es posible —dijo Jane de nuevo. Por su tono de voz, noté que no creía mucho en la teoría de Black.
—¿Cuánto tiempo más vamos a posponer la colonización por esto? —preguntó Paulo Gutiérrez—. Tengo gente que se está volviendo loca esperando a que dejemos de rascarnos las pelotas. En los últimos días la gente ha empezado a pelearse por tonterías. Y es una lucha contra el tiempo, ¿no? Aquí es primavera ahora, y tenemos que empezar a plantar las cosechas y a preparar los pastos para el ganado. Ya nos hemos comido dos semanas de alimentos. Si no empezamos a colonizar, vamos a vernos con la mierda hasta el cuello.
—No nos hemos estado rascando las pelotas —dije yo—. Nos han dejado en un planeta del que no sabemos nada. Necesitábamos tiempo para asegurarnos de que no iba a matarnos en el acto.
—Todavía no estamos muertos —intervino Trujillo—. Así que eso es buena señal. Paolo, aguarda un momento. Perry tiene toda la razón. No podíamos echar a andar por el planeta y empezar a fundar granjas. Pero Paolo también tiene razón, Perry. Estamos en un punto en que no podemos seguir atrapados detrás de una barricada. Sagan ha tenido tres días para encontrar más indicios sobre esas criaturas, y hemos matado a una de ellas. Necesitamos ser cautelosos, sí. Y necesitamos seguir estudiando Roanoke. Pero también necesitamos empezar a colonizar.
Todo el Consejo me estaba mirando, esperando oír mis palabras. Miré a Jane, que me ofreció uno de sus imperceptibles encogimientos de hombros. No estaba convencida del todo de que no hubiera una amenaza real ahí fuera. Pero aparte de una criatura muerta, no tenía nada definitivo. Y Trujillo tenía razón: era hora de empezar a colonizar.
—De acuerdo —dije.
* * *
—Dejaste que Trujillo te arrebatara el control de la reunión —dijo Jane, cuando nos preparábamos para acostarnos.
Hablaba en voz baja: Zoë ya estaba dormida. Hickory y Dickory permanecían de pie, impasibles, al otro lado de nuestra pantalla en la tienda administrativa. Llevaban trajes de una pieza hechos con el primer rollo de la recién producida malla nanobótica. Los trajes contenían las señales inalámbricas; también convertían a los obin en sombras ambulantes. Tal vez también estuvieran dormidos: era difícil decirlo.
—Supongo que sí —dije—. Trujillo es un político profesional. A veces ocurrirá. Sobre todo cuando tenga razón. Tenemos que seguir adelante y sacar a la gente de esta aldea.
—Quiero asegurarme de que cada oleada de granjeros tenga algún entrenamiento con las armas.
—Me parece buena idea —dije—. Pero no es probable que puedas convencer a los menonitas.
—Lo sé, y me preocupa.
—Entonces tendrás que hacer algo con esa preocupación.
—Ellos son nuestra base de conocimiento —dijo Jane—. Son los que saben manejar todas las máquinas no automatizadas y hacer cosas pulsando botones. No quiero que los devoren.
—Si quieres vigilancia doble para los menonitas, no tengo ningún problema con eso —dije—. Pero si crees que eso va a hacer que dejen de ser lo que son, te espera una sorpresa. Es porque son lo que son que estamos en situación de poder salvar nuestro cuello colectivo.
—No entiendo de religión.
—Tiene más sentido desde dentro —dije yo—. De todas formas, no tienes que comprenderla. Sólo hay que respetarla.
—La respeto —dijo Jane—. También respeto el hecho de que este planeta sigue teniendo formas de matarnos que aún no hemos descubierto. Me pregunto si los demás respetan eso.
—Hay un modo de averiguarlo.
—Tú y yo no hemos hablado de si planeamos fundar una granja también —dijo Jane.
—Creo que no sería un uso inteligente de nuestro tiempo —contesté—. Ahora somos los administradores de la colonia, y no tenemos equipo automatizado que podamos emplear. Estaremos bastante ocupados. Después de que Croatoan se vacíe un poco, construiremos una casa bonita. Si quieres cultivar cosas, podemos tener un jardín. Deberíamos tener un jardín de todas formas, para cultivar nuestra propia fruta y verdura. Podemos poner a Zoë al cargo. Darle algo que hacer.
—También quiero cultivar flores —dijo Jane—. Rosas.
—¿De veras? Nunca te habían interesado antes las cosas bonitas.
—No es eso —respondió Jane—. Es que este planeta huele a sobaco.