—Es como la fiesta de Nochevieja —dijo Zoë, contemplando desde nuestro lugar en el pequeño atrio de la cubierta recreativa a la masa de colonos que celebraban a nuestro alrededor. Después de una semana de viaje en la Magallanes, estábamos a menos de cinco minutos del salto a Roanoke.
—Es exactamente igual que la fiesta de Nochevieja —dije yo—. Cuando saltemos, el reloj de la colonia empezará oficialmente. Será el primer segundo del primer minuto del primer día del primer año, tiempo de Roanoke. Prepárate para días que tendrán veinticinco horas y ocho minutos y años que tendrán trescientos cinco días.
—Cumpliré años más a menudo —dijo Zoë.
—Sí. Y vivirás más años.
Junto a nosotros, Savitri y Jane discutían algo que Savitri había recuperado en su PDA. Pensé en llamarles la atención por estar trabajando, nada menos que en ese momento, pero lo pensé mejor. Las dos se habían convertido rápidamente en el nexo organizativo del liderazgo de la colonia, cosa que no era nada sorprendente. Si consideraran que había que hacer algo en ese mismo momento, probablemente lo harían.
Jane y Savitri eran los cerebros de la empresa; yo era el relaciones públicas. A lo largo de la semana me había pasado varias horas con cada grupo de colonos, respondiendo a sus preguntas sobre Roanoke, sobre mí mismo y sobre Jane, y sobre todo lo demás que quisieran saber. Cada grupo tenía sus peculiaridades y curiosidades. Los colonos de Erie parecían un poco distantes (probablemente reflejando la opinión de Trujillo, que estaba sentado al fondo mientras yo hablaba), pero se animaron cuando yo hice el idiota y hablé en el penoso español que aprendí en el instituto, lo cual llevó a discutir las palabras del «nuevo español» que habían sido creadas en Erie para describir a las plantas y animales nativos.
Los menonitas de Kioto, por su parte, empezaron amablemente regalándome una tarta de fruta y, terminadas las ceremonias, me machacaron implacablemente en todos los aspectos de la dirección colonial, para gran diversión de Hiram Yoder.
—Vivimos una vida simple, pero no somos simples —me dijo él más tarde.
Los colonos de Jartún todavía estaban molestos por no haber sido acomodados según los planetas de origen. Los de Franklin querían saber cuánto apoyo tendríamos de la Unión Colonial y si podrían viajar a Franklin de visita. Los colonos de Albión se preguntaban qué planes había previstos si atacaban Roanoke. Los de Fénix querían saber si yo creía que tendríamos tiempo suficiente después de un día ocupado de trabajo para iniciar una liga de softball.
Preguntas y problemas grandes y pequeños, inmensos y triviales, críticos y frívolos… todos ellos me cayeron encima, y era mi trabajo resolverlos y tratar de ayudar a la gente a marcharse, si no satisfecha con las respuestas, al menos satisfecha con que sus preocupaciones fueran tomadas en serio. En esto, mi reciente experiencia como defensor del pueblo resultó incalculable. No sólo porque tenía experiencia encontrando respuestas y resolviendo problemas, sino porque tenía varios años de práctica escuchando a la gente y tranquilizándolos porque se haría algo. Al final de nuestra semana en la Magallanes, los colonos acudían a mí para que les ayudara a resolver apuestas en los bares y pequeñas trifulcas: parecían los viejos tiempos.
Las sesiones de preguntas y respuestas y la presentación de los temas por parte de los colonos individuales también me resultaron útiles: necesitaba comprender quiénes eran y cómo se relacionarían unos con otros. No suscribía la teoría de Trujillo de una colonia políglota como táctica de sabotaje burocrática, pero tampoco creía a pies juntillas en la armonía. El día que la Magallanes se puso en camino tuvimos un incidente cuando algunos de los chicos de uno de los mundos trataron de iniciar una pelea con los de otro. No cuajó: Gretchen y Zoë se burlaron de los chicos y los sometieron, demostrando que nadie debe subestimar el poder del desprecio de una chica adolescente, pero cuando Zoë nos contó el tema en la cena, tanto Jane como yo tomamos nota. Los adolescentes pueden ser idiotas y estúpidos, pero también modelan sus conductas a partir de las señales que reciben de los adultos.
Al día siguiente anunciamos un torneo de balón prisionero para los adolescentes, con la teoría de que ese juego se practicaba universalmente, de un modo u otro, en todas las colonias[3]. Dimos a entender a los representantes de las colonias que estaría bien que pudieran convencer a sus hijos para que participaran. Lo hicieron los suficientes (en la Magallanes no tenían gran cosa que hacer, ni siquiera después de un solo día) para que pudiéramos formar diez equipos de ocho, que creamos seleccionando al azar, eliminando como quien no quiere la cosa cualquier intento de que se alinearan por colonias. Luego creamos un plan de juegos que culminaría con la final justo antes del salto a Roanoke. Así manteníamos a los adolescentes ocupados y, casualmente, se mezclaban con los chicos de las otras colonias.
Al final del primer día de juegos, los adultos se volvieron espectadores; tampoco ellos tenían mucho que hacer. Al final del segundo día, vi a adultos de una colonia charlando con adultos de las otras colonias sobre qué equipos tenían más posibilidades de llegar a la final. Estábamos haciendo progresos.
Al final del tercer día, Jane tuvo que interrumpir una red de apuestas. Vale, tal vez no todo era progreso. Qué se le va a hacer.
Ni Jane ni yo teníamos la ilusión de que podríamos crear la armonía universal a través del balón prisionero, naturalmente. Es una carga demasiado grande para dejarla caer sobre un juego que consiste en que una pelota roja vaya botando por ahí. La idea del sabotaje de Trujillo no quedaría eliminada del juego de golpe. Pero la armonía universal podía esperar. Nos contentábamos con que la gente se reuniera y se acostumbrara a verse. Nuestro pequeño torneo de balón prisionero funcionó bastante bien.
Después de la final y la ceremonia de premios (los desvalidos Dragones consiguieron una dramática victoria sobre los hasta entonces imbatidos Moho de Fango, a los que yo adoraba sólo por el nombre), la mayor parte de los colonos se quedaron en la cubierta recreativa, esperando a que llegara el momento del salto. Los múltiples monitores de la cubierta emitían la imagen desde la proa de la Magallanes, que ahora era negra pero que pronto se llenaría con la visión de Roanoke en cuanto se produjera el salto. Los colonos estaban entusiasmados y felices; cuando Zoë dijo que era como una fiesta de Nochevieja, dio en el clavo.
—¿Cuánto tiempo falta? —me preguntó Zoë.
Comprobé mi PDA.
—Ooops —dije—. Un minuto veinte segundos.
—Déjame ver eso —dijo Zoë, y cogió mi PDA. Luego agarró el micrófono que yo había usado cuando felicitaba a los Dragones por su victoria—. ¡Eh! —dijo, y su voz se amplificó por toda la cubierta recreativa—. ¡Nos falta un minuto para el salto!
Los colonos vitorearon y Zoë se encargó de ir descontando el tiempo en intervalos de cinco segundos. Gretchen Trujillo y un par de chicos corrieron al escenario y se colocaron junto a Zoë, y uno de los muchachos la rodeó por la cintura.
—Eh —le dije a Jane, y señalé a Zoë—. ¿Has visto eso?
Jane se volvió a mirar.
—Ése debe ser Enzo.
—¿Enzo? —dije yo—. ¿Hay un Enzo?
—Relájate, papá nonagenario —dijo Jane y, algo raro en ella, me rodeó la cintura con un brazo. Solía reservar las muestras de afecto para cuando estábamos en privado. Pero también se había vuelto más animada desde que se recuperó de la fiebre.
—Sabes que no me gusta que hagas eso —dije—. Menoscaba mi autoridad.
—A la porra —dijo ella. Yo sonreí.
Zoë llegó a los diez segundos, y sus amigos y ella fueron anunciándolos, imitados por los colonos. Cuando todo el mundo llegó al cero, hubo un súbito silencio mientras todos los ojos y todas las cabezas se volvían hacia los monitores. La negrura continuó durante lo que pareció una eternidad, y entonces allí apareció un mundo, grande y verde y nuevo.
La cubierta estalló en aplausos. La gente empezó a abrazarse y a besarse, y a falta de una canción más adecuada, entonaron Llegado ya el momento.
Me volví hacia mi esposa y le besé.
—Feliz mundo nuevo —dije.
—Feliz mundo nuevo para ti también —respondió ella. Me volvió a besar, y esta vez los dos casi fuimos derribados por Zoë, que saltó entre nosotros intentando besarnos a ambos.
Después de un par de minutos, me zafé de Zoë y Jane, y vi a Savitri, que contemplaba intensamente el monitor más cercano.
—El planeta no va a ir a ninguna parte —le dije—. Puedes relajarte ya.
Savitri tardó un segundo en reaccionar.
—¿Qué? —dijo. Parecía molesta.
—He dicho… —empecé a decir, pero ella volvió a mirar el monitor, distraída. Me acerqué.
—¿Qué pasa?
Savitri me miró y de repente se acercó, como para besarme. No lo hizo; en cambio, acercó sus labios a mi oído.
—Eso no es Roanoke —dijo, en voz baja, pero con urgencia.
Retrocedí un paso y por primera vez dediqué toda mi atención al planeta del monitor. El planeta era verde y exuberante, como Roanoke. A través de las nubes pude ver el contorno de las masas de tierra abajo. Traté de recordar el mapa de Roanoke, pero nada. Me había concentrado sobre todo en el delta fluvial donde viviría la colonia, no en los mapas de los continentes.
Me incliné hacia Savitri, para que nuestras cabezas estuvieran cerca.
—¿Estás segura? —dije.
—Sí.
—¿Realmente segura?
—Sí.
—¿Qué planeta es? —pregunté.
—No lo sé —dijo Savitri—. Ésa es la cosa. No creo que lo sepa nadie.
—¿Cómo…? —Zoë se acercó y le pidió un abrazo a Savitri. Savitri se lo dio pero no dejó de mirarme.
—Zoë —dije—. ¿Puedes devolverme mi PDA?
—Claro —dijo Zoë, y me dio un rápido besito en la mejilla mientras me la entregaba. Al recogerla, el indicador de mensajes empezó a destellar. Era de Kevin Zane, el capitán de la Magallanes.
* * *
—No está en el registro —dijo Zane—. Hemos hecho una lectura rápida de masa y tamaño para cotejarla. Lo que más se le parece es Omagh, y definitivamente no es Omagh. No hay ningún satélite de la UC en órbita. Todavía no hemos trazado una órbita completa, pero hasta ahora no hay ningún signo de vida inteligente, ni nuestra ni de nadie más.
—¿No hay otro modo de saber qué planeta es? —preguntó Jane. Yo la había sacado de la celebración lo más discretamente que pude, dejando a Savitri para explicar nuestra ausencia al resto de los colonos.
—Ahora estamos cartografiando estrellas —dijo Zane—. Empezaremos con las posiciones relativas de las estrellas y veremos si encajan con algunos de los cielos que conocemos. Si eso no funciona, empezaremos a hacer análisis espectrales. Si podemos encontrar un par de estrellas que conozcamos, podremos triangular nuestra posición. Pero es probable que eso nos lleve algún tiempo. Ahora mismo, estamos perdidos.
—Y aun a riesgo de parecer un idiota —pregunté—, ¿no podemos dar media vuelta?
—Normalmente podríamos —respondió Zane—. Hay que saber adonde vas antes de hacer un salto, para así poder usar esa información a la hora de planear un viaje de vuelta. Pero programamos la información para Roanoke. Deberíamos estar allí. Pero no lo estamos.
—Alguien intervino nuestros sistemas de comunicación —dijo Jane.
—Más que eso —dijo Brion Justi, oficial ejecutivo de la Magallanes—. Después del salto, perdimos el control de los motores principales. Podemos ver los motores pero no podemos darles órdenes, ni desde aquí ni desde las salas de máquinas. Podemos saltar a un planeta, pero para salir de él necesitamos alejarnos del pozo de gravedad. Estamos atascados.
—¿Vamos a la deriva? —pregunté. No era un experto en esas cosas, pero sabía que las naves espaciales no necesariamente saltaban a órbitas perfectamente estables.
—Tenemos motores de maniobra —dijo Justi—. No vamos a caer al planeta. Pero nuestros motores de maniobra no nos llevarán a la distancia de salto. Aunque supiéramos dónde estamos, en este momento no tenemos modo de volver a casa.
—No creo que queramos hacerlo de dominio público todavía —dijo Zane—. Ahora mismo la tripulación del puente sabe lo del planeta y lo de los motores; la tripulación de máquinas sólo sabe lo de los motores. Le informé en cuanto confirmé ambos temas. Pero de momento, creo que sólo lo sabemos nosotros.
—Casi —dije yo—. Nuestra ayudante lo sabe.
—¿Se lo ha dicho a su ayudante? —preguntó Justi.
—Ella nos lo dijo a nosotros —respondió Jane, bruscamente—. Antes de que lo hicieran ustedes.
—Savitri no se lo va a decir a nadie —dije yo—. De momento, está controlado. Pero no es algo que vayamos a poder ocultar a la gente.
—Lo comprendo —dijo Zane—. Pero necesitamos tiempo para recuperar nuestros motores y averiguar dónde estamos. Si se lo decimos a la gente antes, cundirá el pánico.
—Eso contando con que pueda recuperar el control —dijo Jane—. Y está ignorando el tema más importante: esta nave ha sido saboteada.
—No lo estamos ignorando —dijo Zane—. Cuando recuperemos el control de los motores tendremos una idea mejor de quién lo hizo.
—¿No ejecutaron un diagnóstico con los ordenadores antes de que zarpáramos? —preguntó Jane.
—Pues claro que sí —replicó Zane, molesto—. Seguimos todos los procedimientos estándar. Es lo que estamos intentando decirles. Todo estaba bien. Todo sigue bien. Hice que mí oficial técnico realizara un diagnóstico de todo el sistema. Y el diagnóstico nos dice que todo es correcto. Por lo que respecta a los ordenadores, estamos en Roanoke y tenemos pleno control de los motores.
Reflexioné sobre eso.
—Sus sistemas de navegación e impulso no funcionan bien —dije—. ¿Y los demás sistemas?
—Hasta ahora, todo correcto. Pero si quien hizo esto puede anular estos sistemas y engañar a los ordenadores para que piensen que no hay ningún problema, podría hacer lo mismo con cualquier otro sistema.
—Desconecte el sistema —dijo Jane—. Los sistemas de emergencia están descentralizados. Podrían seguir funcionando hasta que reinicien.
—Eso no va a ser muy útil si no queremos causar pánico —dijo Justi—. Y no hay ninguna garantía de que volvamos a tener el control después de reiniciar. Nuestros ordenadores piensan que todo está bien ahora: sólo revertirán a su estatus actual.
—Pero si no reiniciamos, corremos el riesgo de que quien está fastidiando los motores y sistemas de navegación haga lo mismo con los sistemas de apoyo vital o de gravedad —dije.
—Tengo la impresión de que si quien hizo esto hubiera querido jugar con el sistema de apoyo vital o de gravedad, ya estaríamos muertos —dijo Zane—. Si quiere mi opinión, ya la tiene. Voy a dejar los sistemas como están mientras intentamos descubrir qué es lo que nos está dejando sin motores y navegación. Soy el capitán de esta nave. Es mi decisión. Les pido que me den tiempo para arreglarlo antes de informar a los colonos.
Miré a Jane. Ella se encogió de hombros.
—Tardaremos al menos un día en preparar los contenedores de suministros para transportarlos a la superficie del planeta. Otro par de día antes de que la mayoría de los colonos estén listos. No hay ningún motivo para que no podamos preparar los contenedores.
—Eso significa poner a trabajar a la gente de la bodega de carga —le dije a Zane.
—Por lo que saben, estamos donde se supone que tenemos que estar —contestó él.
—Prepárelo para mañana por la mañana, entonces —dije—. Le daremos de tiempo hasta que los primeros contenedores estén listos para bajar al planeta. Si entonces no han resuelto el problema, hablaremos con los colonos. ¿De acuerdo?
—Muy bien —dijo Zane. Uno de sus oficiales se acercó a hablarle; Zane lo atendió. Yo dediqué mi atención a Jane.
—Dime qué estás pensando —dije, en voz baja.
—Estoy pensando en lo que te dijo Trujillo.
—Cuando dijo que el Departamento de Colonización estaba saboteando la colonia, no creo que se refiera a que fueran a hacer algo así.
—Lo harían si quisieran dejar claro que la colonización es un asunto peligroso, y si a alguien le preocupaba que pudiéramos tener éxito cuando ellos querían que fracasara —dijo Jane, siempre en voz baja—. De esta forma han perdido una colonia al momento.
—Una colonia perdida —dije yo, y entonces me llevé las manos a los ojos—. Dios.
—¿Qué?
—Roanoke —dije—. Hubo una colonia Roanoke en la Tierra. El primer asentamiento inglés en América.
—¿Y?
—Desapareció. Su gobernador volvió a Inglaterra para pedir ayuda y suministros, pero cuando regresó todos los colonos habían desaparecido. La famosa colonia perdida de Roanoke.
—Parece un poquito obvio —dijo Jane.
—Sí. Si realmente planeaban perdernos, no creo que mostraran sus cartas de esa forma.
—Sin embargo, somos la colonia Roanoke, y estamos perdidos.
—La ironía es una putada.
—Perry, Sagan —dijo Zane—. Vengan aquí.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Hemos descubierto a alguien ahí fuera —dijo él—. Tensorrayo codificado. Pregunta por ustedes dos.
—Eso es una buena noticia.
Zane gruñó sin comprometerse y pulsó un botón para dar paso en el intercomunicador.
—Soy John Perry —dije—. Jane Sagan y yo estamos aquí.
—Hola, mayor Perry —dijo la voz—. ¡Y hola, teniente Sagan! Guau, qué honor hablar con ustedes dos. Soy el teniente Stross, de las Fuerzas Especiales. Me han asignado para que les diga qué tienen que hacer a continuación.
—¿Saben qué ha pasado aquí? —pregunté.
—Veamos —dijo Stross—. Saltaron ustedes hacia lo que creían era la colonia Roanoke, sólo para encontrarse orbitando un planeta completamente distinto, y ahora piensan que están completamente perdidos. Y su capitán Zane ha descubierto que no puede utilizar sus motores. ¿Es así?
—Sí.
—Excelente —dijo Stross—. Bueno, hay una buena noticia y otra mala. La buena noticia es que no están ustedes perdidos. Sabemos exactamente dónde se encuentran. La mala noticia es que no van a ir a ninguna parte en algún tiempo. Les daré todos los detalles cuando nos reunamos, ustedes dos, el capitán Zane y yo. ¿Qué tal en quince minutos?
—¿Qué quiere decir con reunimos? —dijo Zane—. No detectamos ninguna nave en la zona. No tenemos ningún modo de verificar su identidad.
—La teniente Sagan podrá respaldarme —dijo Stross—. Y en cuanto a dónde estoy, tomen imágenes de su cámara externa 14 y enciendan una luz.
Zane parecía exasperado y confuso. Hizo una señal a uno de sus oficiales del puente. El monitor que tenía encima cobró vida, mostrando una porción del casco de estribor. Permaneció a oscuras hasta que un reflector mostró un cono de luz.
—No veo más que el casco —dijo Zane.
Algo se movió y, de repente, un objeto parecido a una tortuga apareció en la imagen, flotando a un palmo del casco.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Zane.
La tortuga saludó.
—Hijo de puta —dijo Jane.
—¿Sabes lo que es eso? —preguntó Zoë.
Jane asintió.
—Es un gamerano —dijo, volviéndose hacia Zane—. Eso es el teniente Stross. Está diciendo la verdad sobre quién es. Y creo que acabamos de entrar en un mundo de mierda.
* * *
—Guau, aire —dijo el teniente Stross, agitando la mano a un lado y a otro en la extensión de la bodega de la lanzadera—. No lo disfruto mucho.
Stross flotaba perezosamente en el aire, del que disfrutaba gracias a que Zane había cortado la gravedad en la bodega, para que Stross, que vivía principalmente en situaciones de microgravedad, pudiera sentirse a sus anchas.
Mientras cogíamos el ascensor para ir a la bodega de lanzamientos, Jane nos lo explicó a Zane y a mí: los gameranos eran humanos, o al menos su ADN se originaba con material humano y otras cuantas cosas añadidas, todo manipulado para que pudiera vivir y sobrevivir en el espacio sin aire. Tenían cuerpos blindados para protegerlos de los rayos cósmicos y el vacío, algas simbióticas genéticamente alteradas almacenadas en un órgano especial para proporcionarles oxígeno, franjas fotosintéticas para acumular energía solar y manos en los extremos de sus miembros. Todos aquellos rumores en la infantería general de las FDC sobre miembros salvajemente mutados de las Fuerzas Especiales resultaron ser más que rumores. Pensé en mi amigo Harry Wilson, a quien conocí cuando me enrolé en las FDC; vivía para este tipo de cosas. Tendría que contárselo la próxima vez que lo viera. Si es que volvía a verlo.
A pesar de que era un soldado de las Fuerzas Especiales, Stross actuaba de manera enormemente informal, desde sus manierismos vocales (siendo «vocales» un término figurativo; las cuerdas vocales serían inútiles en el espacio, así que no tenía ninguna: su «voz» se generaba en el ordenador CerebroAmigo de su cabeza y se transmitía a nuestras PDA), a su aparente tendencia a distraerse. Había una palabra para describir lo que era.
Colgado.
Zane no perdió el tiempo en cortesías.
—Quiero saber cómo demonios se hizo con el control de mi nave —le dijo a Stross.
—Píldora azul —respondió Stross, todavía agitando la mano—. Es un código que crea una máquina virtual en su hardware. Su software se solapa, y ni siquiera sabe que no está dirigiendo el hardware. Por eso no sabe que algo va mal.
—Salga de mis ordenadores —dijo Zane—. Y salga de mi nave.
Stross abrió tres de sus manos, la otra todavía cortando el aire.
—¿Le parezco un programador informático? —preguntó—. No sé codificarlo, sólo sé manejarlo. Y mis órdenes proceden de alguien que tiene rango superior al suyo. Lo siento, capitán.
—¿Cómo ha llegado aquí? —pregunté yo—. Sé que está adaptado al espacio. Pero estoy seguro de que no tiene un impulsor de salto incorporado.
—He venido de paquete con ustedes —dijo Stross—. Llevo diez días sentado en el casco, esperando que saltaran —se dio un golpecito en el caparazón—. Nano-camuflaje imbuido —dijo—. Un truco razonablemente nuevo. Si no quiero que me vean, no me verán.
—¿Ha pasado diez días en el casco? —pregunté yo.
—No es tan malo —dijo Stross—. He estado ocupado estudiando para mi doctorado. Literatura comparada. Me mantiene entretenido. Enseñanza a distancia, obviamente.
—Me alegro por usted —dijo Jane—. Pero preferiría que nos concentráramos en nuestra situación —su voz era fría, un contrapunto a la acalorada furia de Zane.
—Muy bien —respondió Stross—. He enviado los archivos y órdenes relevantes a sus PDA, para que puedan revisarlas a su gusto. Pero la cosa es la siguiente: el planeta que creían que era Roanoke era un señuelo. El planeta en el que están ahora es la verdadera colonia Roanoke. Esto es lo que colonizarán.
—Pero no sabemos nada de este planeta —dije yo.
—Todo está en los archivos —dijo Stross—. En general, es mejor planeta para ustedes que el otro. La bioquímica es adecuada para nuestras necesidades alimenticias. Bueno, sus necesidades alimenticias. No las mías. Pueden empezar a pastar inmediatamente.
—Ha dicho que el otro planeta era un señuelo —dijo Jane—. ¿Un señuelo para qué?
—Es complicado.
—Inténtelo.
—Muy bien, vale —dijo Stross—. Para empezar, ¿quién sabe lo que es el Cónclave?