La Junípero Serra saltó y de repente un mundo verde y azul flotó ante el ventanal del teatro de observación de la nave. En los asientos, un par de cientos de invitados, periodistas y funcionarios del Departamento de Colonización, dijeron «Oooh» y «Aaah» como si nunca antes hubieran visto un planeta desde el exterior.
—Damas y caballeros —dijo Karin Bell, secretaria de Colonización—, el nuevo mundo colonial de Roanoke.
La sala estalló en aplausos, que se difuminaron en el siseo de los periodistas susurrando rápidamente notas a sus grabadoras. Al hacerlo, la mayoría de ellos se perdieron la súbita aparición a media distancia del Bloomington y el Fairbanks, los dos cruceros de las FDC que acompañaban a las estrellas a este viaje pagado para la prensa. Su presencia me sugirió que Roanoke tal vez no estuviera tan completamente domesticado como le gustaría a la Unión Colonial; no estaría bien que la secretaria de Colonización (por no mencionar a los periodistas e invitados) volara por los aires debido a alguna incursión alienígena.
Avisé a Jane de la aparición del crucero con un pestañeo; ella miró y asintió de manera casi imperceptible. Ninguno de los dos dijo nada. Esperábamos terminar con ese asunto de la prensa sin que tuviéramos que decir nada. Habíamos descubierto que ninguno de los dos era particularmente bueno con los periodistas.
—Déjenme que les informe un poco sobre Roanoke —dijo Bell—. Roanoke tiene un diámetro ecuatorial de poco menos de trece mil kilómetros, es más grande que la Tierra o Fénix, aunque no tanto como Zhong Guo, que sigue manteniendo el título de ser el planeta colonizado más grande de la UC.
Esto provocó un aplauso a medias de la pareja de periodistas de Zhong Guo, seguido por una risa.
—Su tamaño y composición implican que la gravedad sea un diez por ciento más pesada aquí que en Fénix: la mayoría de ustedes sentirán que han ganado un kilo o dos cuando bajen. La atmósfera es la habitual mezcla de nitrógeno y oxígeno, pero está inusitadamente cargada de oxígeno: casi el treinta por ciento. Lo notarán también.
—¿A quiénes le quitamos el planeta? —preguntó uno de los periodistas.
—No he llegado ahí todavía —respondió Bell, y hubo algunos gruñidos de protesta. Al parecer Bell era conocida por sus secas conferencias de prensa siguiendo notas, y aquí estaba en su salsa.
La imagen del globo de Roanoke desapareció, sustituida por un delta, donde un río pequeño se unía a uno más grande.
—Aquí es donde se asentará la colonia —dijo Bell—. Hemos llamado al río más pequeño Ablemare; el más grande es el Raleigh. El Raleigh riega todo el continente, como hace el Amazonas en la Tierra o el Anasazi en Fénix. Un par de cientos de kilómetros al oeste —la imagen rotó—, y nos encontramos con el océano Virginiano[1]. Allí hay espacio de sobra para crecer.
—¿Por qué no está la colonia en la costa? —preguntó alguien.
—Porque no tiene por qué —respondió Bell—. Esto no es el siglo XVI. Nuestras naves surcan las estrellas, no los océanos. Podemos establecer colonias en sitios que tengan sentido. Este lugar —Bell rebobinó hasta el emplazamiento original—, está lo bastante tierra adentro para estar aislado de los ciclones que golpean la desembocadura del Raleigh, y tiene también otras favorables ventajas geológicas y metereológicas. Además, la vida en este planeta tiene una química incompatible con la nuestra. Los colonos no pueden comer nada de allí. La pesca queda descartada. Tiene más sentido ubicar la colonia en una llanura aluvial, donde haya espacio para cultivar su propia comida, que en la costa.
—¿Podemos hablar ya de a quiénes le hemos quitado el planeta? —preguntó el primer periodista.
—No he llegado ahí todavía —repitió Bell.
—Pero ya conocemos todo esto —dijo alguien más—. Está en nuestros informes de prensa. Y nuestros espectadores van a querer saber a quiénes les quitamos el planeta.
—No le quitamos el planeta a nadie —dijo Bell, claramente molesta por ser desviada de su curso—. Nos lo dieron.
—¿Quiénes? —preguntó el primer periodista.
—Los obin —respondió Bell. Esto causó una conmoción—. Y me alegrará hablar más sobre el tema más tarde. Pero primero…
La imagen del delta del río se desvaneció, sustituida por unos objetos peludos en forma de árboles que no eran del todo plantas ni del todo animales, pero suponían la forma de vida dominante en Roanoke. La mayoría de los periodistas ignoraron a Bell y susurraron a sus grabadores la conexión obin.
* * *
—Los obin lo llamaron Garsinhir —nos había dicho el general Rybicki a Jane y a mí unos cuantos días antes, cuando subimos a su lanzadera personal para viajar a la Estación Fénix, donde recibiríamos nuestra información formal y nos presentarían a algunos de los colonos que actuarían como ayudantes nuestros—. Significa «decimoséptimo planeta». Fue el decimoséptimo planeta que colonizaron. No son una especie muy imaginativa.
—No es propio de los obin renunciar a un planeta —dijo Jane.
—No lo hicieron —contestó Rybicki—. Comerciamos. Les dimos un planeta pequeño que le arrebatamos a los gelta hace cosa de un año. De todas formas, Garsinhir no les servía de mucho. Es un planeta de clase seis. La química de la vida es tan similar a la de los obin que los obin siempre se estaban muriendo por los virus nativos. Los humanos, por otra parte, somos incompatibles con la química de la vida local. Así que no nos afectarán los virus, las bacterias y demás porquerías locales. El planeta gelta que se quedan los obin no es tan bonito pero pueden tolerarlo mejor. Es un cambio justo. Bueno, ¿han tenido ustedes oportunidad de mirar los archivos coloniales?
—Sí —contesté.
—¿Alguna idea?
—Sí —dijo Jane—. El proceso de selección es una locura.
Rybicki le sonrió a Jane.
—Un día se va a comportar de modo diplomático y yo no voy a saber qué hacer —dijo.
Jane buscó su PDA y recuperó la información del proceso de selección.
—Los colonos de Elysium fueron seleccionados con una lotería.
—Una lotería a la que podían unirse después de demostrar que eran físicamente capaces para soportar los rigores de la colonización —dijo Rybicki.
—Los colonos de Kioto son todos miembros de una orden religiosa que evita la tecnología —continuó Jane—. ¿Cómo van a subir siquiera a las naves coloniales?
—Son menonitas coloniales —dijo Rybicki—. No son pirados, ni extremistas. Simplemente buscan la sencillez. No es mala cosa en una nueva colonia.
—Los colonos de Umbría fueron seleccionados a través de un concurso —dijo Jane.
—Los que no ganaron se llevaron el juego de mesa a casa —dije yo.
Rybicki me ignoró.
—Sí —le dijo, a Jane—. Un concurso que exigía que los participantes compitieran en diversas pruebas de resistencia e inteligencia, cualidades ambas que les vendrán al pelo cuando lleguen a Roanoke. Sagan, se entregó a cada colonia una lista de criterios mentales y físicos que todos los colonos potenciales de Roanoke tuvieron que cumplir. Aparte de eso, dejamos abierto a cada colonia el proceso de selección. Algunas de ellas, como Erie y Zhong Guo, hicieron procesos de selección bastante estándar. Otras no.
—Y eso no les preocupó —dijo Jane.
—No; mientras los colonos aprobaran nuestro conjunto de requerimientos, no —dijo Rybicki—. Ellos presentaron a sus colonos potenciales; nosotros los cotejamos con nuestros propios baremos.
—¿Aprobaron todos? —pregunté yo.
Rybicki hizo una mueca.
—Más bien no. El jefe de la colonia de Albión eligió a los colonos de entre la lista de sus enemigos, y los puestos de Rus fueron a parar al mayor postor. Acabamos supervisando el proceso de selección en esas dos colonias. Pero el resultado final es que tienen ustedes lo que considero una clase excelente de colonos —se volvió hacia Jane—. Son mucho mejores que los colonos que vendrían de la Tierra, eso se lo aseguro. A esos no los estudiamos de manera tan rigurosa. Nuestra filosofía allí es que si puedes subir a un transporte colonial, estás dentro. Nuestros baremos son un poco más altos para esta colonia. Así que relájense. Tienen buenos colonos.
Jane se echó hacia atrás, no del todo convencida. No se lo reproché; yo tampoco estaba convencido del todo. Los tres guardamos silencio mientras la lanzadera negociaba los términos de atraque en la puerta.
—¿Dónde está su hija? —dijo Rybicki, mientras la lanzadera se posaba.
—Ha vuelto a Nueva Goa —contestó Jane—. A supervisar nuestro equipaje.
—Y a celebrar una fiesta de despedida con sus amigos en la que será mejor que nosotros no pensemos mucho —dije yo.
—Adolescentes —comentó Rybicki. Se levantó—. Bien. Perry, Sagan, ¿recuerdan lo que dije de que el proceso de esta colonia se había convertido en un circo mediático?
—Sí —contesté.
—Bien. Entonces prepárense para recibir a los payasos.
Y entonces nos llevó desde la lanzadera hasta la puerta, donde al parecer todos los medios de información de la Unión Colonial habían acampado para recibirnos.
—Dios santo —dije, deteniéndome en el túnel.
—Es demasiado tarde para sentir pánico, Perry —dijo Rybicki, volviéndose hacia atrás y agarrándome por el brazo—. Ya lo saben todo sobre ustedes. Podemos salir y acabar de una vez.
* * *
—Bien —dijo Jann Kranjic, acercándose a mí apenas cinco minutos después de aterrizar en Roanoke—. ¿Cómo se siente al ser el primero de los humanos en poner el pie en un mundo nuevo?
—Ya lo he hecho antes —respondí, aplastando la hierba bajo mi bota. No lo miré. A lo largo de los últimos días había llegado a repugnarme su perfecta dicción y su buen aspecto telegénico.
—Claro —dijo Jann—. Pero esta vez no tiene a nadie intentando volarle el pie.
Ahora lo miré y vi esa molesta sonrisita suya, que de algún modo era considerada una sonrisa de ganador en su mundo natal de Umbría. Por el rabillo del ojo vi a Beata Novik, su cámara, hacer sus lentos movimientos. Estaba dejando que su aparato lo hiciera todo, para editarlo más tarde.
—Todavía es temprano, Jann. Aún hay tiempo de sobra para que le peguen un tiro a alguien —dije. Su sonrisa vaciló levemente—. Ahora, ¿por qué no van Beata y usted a molestar a otro?
Kranjic suspiró y se salió de su personaje.
—Mire, Perry —dijo—. Sabe que cuando vaya a editar esto no hay manera de que no vaya a quedar como un capullo. Debería rebajar un poquito el tono, ¿vale? Deme algo con lo que pueda trabajar. Queremos trabajar el aspecto de héroe de guerra, pero no me está dando gran cosa. Vamos. Sabe cómo es esto. Se dedicó a la publicidad en la Tierra, por el amor de Dios.
Lo despedí, irritado. Kranjic se volvió hacia Jane, que estaba a mi derecha, pero no intentó conseguir ningún comentario de ella. En un punto, cuando yo no miraba, había cruzado alguna especie de línea con ella y sospecho que ella acabó acojonándolo. Me pregunté si habría algún vídeo del momento.
—Vamos, Beata —dijo—. Necesitamos más imágenes de Trujillo, de todas formas.
Se marcharon en dirección a la nave de aterrizaje, buscando a algún futuro líder de la colonia más citable.
Kranjic conseguía cabrearme. Todo aquel viaje me cabreaba. En teoría, era un viaje de investigación para mí y Jane y los colonos seleccionados, para explorar el emplazamiento de nuestra colonia y aprender más sobre el planeta. Pero en realidad era un viaje pagado para los periodistas donde todos nosotros éramos las estrellas. Era una pérdida de tiempo arrastrarnos a todos a aquel planeta sólo para sacar unas fotos y luego devolvernos a casa. Kranjic era el ejemplo más molesto del tipo de pensamiento que valoraba las apariencias por encima de la sustancia.
Me volví hacia Jane.
—No voy a echarlo de menos cuando empecemos con esta colonia.
—No has leído los perfiles de los colonos con la suficiente atención —dijo Jane—. Tanto él como Beata son parte del contingente de colonos de Umbría. Va a venir con nosotros. Beata y él se casaron porque los umbrianos no dejaban colonizar a los solteros.
—¿Porque las parejas casadas están más preparadas para la vida colonial? —aventuré.
—Más bien porque las parejas que compiten son más divertidas en ese concurso suyo.
—¿Él compitió en el programa?
—Era el presentador. Pero las reglas son las reglas. Se trata de un matrimonio completamente de conveniencia. Kranjic no ha tenido nunca una relación que durara más de un año, y de todas formas Beata es lesbiana.
—Me aterra que sepas todo eso.
—Fui oficial de inteligencia —dijo Jane—. Esto está chupado para mí.
—¿Alguna otra cosa que necesite saber sobre él?
—Su plan es documentar el primer año de la colonia de Roanoke. Ya ha firmado para un programa semanal. También hay un contrato para un libro.
—Encantador —dije yo—. Bueno, al menos ahora sabemos cómo consiguió su plaza en la lanzadera.
La primera lanzadera que descendió a Roanoke tenía que transportar sólo a una docena de colonos representantes y a unos cuantos miembros del personal del Departamento de Colonización; pero casi hubo un motín cuando los periodistas de la Serra descubrieron que ninguno de ellos estaba invitado a bajar con los colonos. Kranjic deshizo el entuerto ofreciéndose a compartir lo que Beata rodara. El resto de los periodistas bajarían en las siguientes lanzaderas para hacer sus tomas panorámicas y luego recurrir al material de Kranjic. Por su propio bien, era conveniente que fuera a convertirse en colono de Roanoke; después de esto, algunos de sus colegas más resentidos probablemente estarían dispuestos a lanzarlo por una esclusa.
—No te preocupes por eso —dijo Jane—. Y además, tenía razón. Éste es el primer planeta nuevo en el que has estado donde no había alguien tratando de matarte. Disfrútalo. Vamos.
Echó a andar por la enorme extensión de hierbas nativas donde habíamos aterrizado, hacia una línea que parecían ser árboles… pero que no lo eran exactamente. Por cierto, las hierbas nativas tampoco eran hierbas exactamente.
Fueran lo que fuesen exactamente, no-hierbas y no-árboles por igual, eran de un verde rico e imposible. La atmósfera extra rica caía húmeda y pesada sobre nosotros. Era finales de invierno en ese hemisferio, pero en el lugar del planeta en el que nos encontrábamos, la latitud y las pautas de viento prevalecientes conspiraban para hacer la temperatura agradablemente cálida. Me preocupé por cómo iba a ser el verano; me temí que íbamos a sudar mucho.
Alcancé a Jane, que se había detenido a estudiar a un ser árbol. No tenía hojas, tenía pelaje. El pelaje parecía moverse. Me acerqué y vi una colonia de diminutas criaturas en él.
—Pulgas arbóreas —dije—. Qué bien.
Jane sonrió, cosa que era bastante rara.
—Creo que es interesante —dijo ella, acariciando una rama del árbol. Una de las pulgas arbóreas saltó de la piel a su mano; ella la miró con interés antes de soplarla.
—¿Crees que podrías ser feliz aquí? —pregunté.
—Creo que podría estar atareada aquí —dijo Jane—. El general Rybicki puede decir lo que quiera sobre el proceso de selección de esta colonia. He leído los archivos. No estoy segura de que la mayoría de estos colonos no vayan a ser un peligro para sí mismos y los demás.
Señaló con la cabeza en dirección a la lanzadera, donde habíamos visto por última vez a Kranjic.
—Mira a Kranjic. No quiere colonizar. Quiere escribir sobre cómo colonizan los demás. Tiene la impresión de que cuando lleguemos aquí va a tener todo el tiempo del mundo para hacer su programa y escribir su libro. Estará al borde de la inanición antes de darse cuenta.
—Tal vez no sea lo que parece —dije yo.
—Eres muy optimista —contestó Jane, y miró de nuevo al árbol peludo y los bichos que reptaban en él—. Eso es lo que me gusta de ti. Pero no creo que debamos actuar desde un punto de vista optimista.
—Muy bien —respondí—. Pero tienes que admitir que te equivocaste con los menonitas.
—Estoy provisionalmente equivocada con los menonitas —dijo Jane, mirándome—. Pero sí. Son unos candidatos mucho más fuertes de lo que esperaba.
—Nunca has conocido a ningún menonita.
—Nunca conocí a ninguna persona religiosa antes de llegar a Huckleberry —dijo Jane—. Y el hinduismo no me dijo gran cosa. Aunque puedo apreciar a Shiva.
—No me extraña. Pero eso es un poco distinto a ser menonita.
Jane miró por encima de mi hombro.
—Hablando del diablo —dijo. Me volví y vi una figura alta y pálida que se dirigía hacia nosotros. Ropas sencillas y un sombrero ancho. Era Hiram Yoder, que había sido elegido por los menonitas coloniales para acompañarnos en el viaje.
Le sonreí. Al contrario que Jane, yo sí conocía a los menonitas: en la parte de Ohio donde vivía había un montón de ellos, además de amish, hermanos y otras variantes de anabaptistas. Como todo el mundo, tomados individualmente, los menonitas tenían la habitual gama de personalidades, pero como grupo parecían ser gente buena y honrada. Cuando necesitaba obras en mi casa siempre elegía a contratistas menonitas porque hacían bien el trabajo a la primera, y si algo no salía bien, no discutían contigo al respecto: lo arreglaban. Es una filosofía que merece respaldo.
Yoder alzó la mano como saludo.
—He pensado en unirme a ustedes —dijo—. Me dije que si los líderes de la colonia miraban algo con tanta intensidad, me gustaría saber qué es.
—Es sólo un árbol —contesté—. Oh, bueno, sea lo que sea, hemos acabado llamándolo así.
Yoder lo observó.
—A mí me parece un árbol —dijo—. Con pelo. Podríamos llamarlo árbol peludo.
—Es lo que yo pensaba —respondí—. Pero no lo confundamos con un árbol pelado.
—Por supuesto —dijo Yoder—. Eso sería una tontería.
—¿Qué le parece su nuevo mundo?
—Creo que podría ser bueno —dijo Yoder—. Aunque dependerá mucho de la gente que haya.
—Estoy de acuerdo —dije—. Lo cual me recuerda una pregunta que quería hacerle. Algunos de los menonitas que conocí en Ohio se mostraban muy reservados… apartados del mundo. Tengo que saber si su grupo hará lo mismo.
Yoder sonrió.
—No, señor Perry —dijo—. Los menonitas variamos en la práctica de nuestra fe, de iglesia en iglesia. Nosotros somos menonitas coloniales. Elegimos vivir y vestir de manera sencilla. No descartamos la tecnología cuando es necesaria, pero no la usamos cuando no lo es. Y decidimos vivir en el mundo, como la sal y la luz. Esperamos ser buenos vecinos de ustedes y los demás colonos, señor Perry.
—Me alegra oír eso —dije—. Parece que nuestra colonia tiene un arranque prometedor.
—Eso podría cambiar —dijo Jane, y señaló de nuevo hacia la distancia. Kranjic y Beata venían hacia nosotros.
Kranjic se movía animosamente; Beata a un paso más lento. Perseguir colonos todo el día claramente no era su idea de diversión.
—Está usted aquí —le dijo Kranjic a Yoder—. Tengo comentarios de todos los demás colonos… bueno, excepto de ella —agitó una mano en dirección a Jane—. Y ahora necesito algo de usted para meterlo en las imágenes comunes.
—Ya se lo he dicho antes, señor Kranjic: preferiría no ser fotografiado ni entrevistado —dijo Yoder, amablemente.
—Esto no es nada religioso, ¿no? —dijo Kranjic.
—En realidad no. Pero preferiría que me dejaran en paz.
—La gente de Kioto va a sentirse decepcionada si no ven a sus… —Kranjic se detuvo y miró tras nosotros—. ¿Qué demonios son esas cosas?
Nos volvimos, despacio, para ver a dos criaturas del tamaño de ciervos a unos cinco metros de los árboles peludos, mirándonos plácidamente.
—¿Jane? —pregunté.
—No tengo ni idea —dijo Jane—. No hay mucho sobre la fauna local en nuestros informes.
—Beata —dijo Kranjic—. Acércate para poder tener un plano mejor.
—Y una porra —dijo Beata—. No voy a dejar que me coman para que tú tengas un plano mejor.
—Oh, vamos —dijo Kranjic—. Si fueran a comernos ya lo habrían hecho, mira.
Empezó a acercarse lentamente a las criaturas.
—¿Deberíamos permitirle que lo haga? —le pregunté a Jane.
Jane se encogió de hombros.
—Técnicamente, todavía no hemos fundado la colonia.
—Buen argumento —dije yo.
Kranjic se había acercado a un par de metros de la pareja de criaturas cuando la mayor de las dos decidió que había tenido suficiente, bramó de manera impresionante y dio un rápido paso hacia adelante. Kranjic chilló y salió corriendo como una bala, y casi tropezó mientras volvía a la lanzadera.
Me volví hacia Beata.
—Dígame que lo ha grabado —dije.
—Sabe que sí.
Las dos criaturas entre los árboles, terminado su trabajo, se marcharon tranquilamente.
* * *
—Guau —dijo Savitri—. No todos los días se puede ver a una importante figura del mundo de las noticias mearse encima de miedo.
—Es verdad —contesté—. Aunque para ser sinceros, estoy seguro de que podría haberme pasado toda la vida sin ver nada parecido y me habría muerto feliz.
—Entonces es un buen regalo —dijo Savitri.
Estábamos sentados en mi despacho el día antes de mi partida definitiva de Huckleberry. Savitri estaba sentada tras mi mesa; yo ocupaba una de las sillas frente a ella.
—¿Te gusta cómo se ven las cosas desde el sillón? —pregunté.
—La vista está bien. Pero el sillón es un poco incómodo. Está hecho polvo, como si el perezoso culo de alguien lo hubiera deformado más allá de lo posible.
—Siempre puedes conseguir un sillón nuevo.
—Oh, estoy segura de que al administrador Kulkarni le encantará ese gasto. Nunca ha superado la idea de que soy una buscaproblemas.
—Eres una buscaproblemas —dije yo—. Es parte del trabajo del defensor del pueblo.
—Se supone que los defensores del pueblo resuelven los problemas —advirtió Savitri.
—Bueno, vale. Si quieres ponerte quisquillosa, señorita Bragas Literales.
—Qué nombre tan bonito —dijo Savitri, y se balanceó en el sillón—. De todas formas, sólo soy una ayudante de buscaproblemas.
—Ya no. Le he recomendado a Kulkarni que te convierta en defensora de la aldea, y está de acuerdo.
Savitri dejó de balancearse.
—¿Conseguiste que dijera que sí?
—Al principio no —admití—. Pero fui persuasivo. Y lo convencí de que al menos de esta forma se te obligará a ayudar a la gente en vez de a molestarla.
—Rohit Kulkarni —dijo Savitri—. Qué buena persona.
—Tiene sus momentos —concedí—. Pero al final dio su aprobación. Así que di que sí y el empleo es tuyo. Y también el sillón.
—Tengo clarísimo que no quiero tu sillón.
—Vale, pero entonces no tendrás nada para recordarme.
—Tampoco quiero el empleo —dijo Savitri.
—¿Qué?
—He dicho que no quiero el empleo. Cuando descubrí que te marchabas, me puse a buscar otro trabajo. Y encontré uno.
—¿De qué?
—Es otro trabajo de ayudante.
—Pero podrías ser defensora del pueblo.
—Oh, sí, defensora del pueblo en Nueva Goa —dijo Savitri, y entonces advirtió mi expresión: después de todo, ése había sido mi empleo—. No te ofendas. Tú aceptaste este cargo después de haber visto el universo. Yo llevo toda la vida en la misma aldea. Tengo casi treinta años. Es hora de marcharme.
—¿Has encontrado trabajo en Missouri City? —dije yo, nombrando la capital del distrito.
—No.
—Estoy confundido.
—Eso no es nada nuevo —dijo Savitri, y luego continuó antes de que yo pudiera replicar—. Mi nuevo trabajo no es en este planeta. Es en una nueva colonia llamada Roanoke. Tal vez hayas oído hablar de ella.
—Vale, ahora sí que estoy confundido.
—Parece que un equipo de dos personas va a dirigir la colonia. Le pedí trabajo a una de ellas. Dijo que sí.
—¿Eres la ayudante de Jane? —pregunté.
—En realidad, soy la ayudante del líder de la colonia —dijo Savitri—. Como lo sois los dos, también soy tu ayudante. Pero seguiré sin servirte el té.
—Huckleberry no es una de las colonias con permiso para enviar colonos —dije.
—No. Pero como líderes de la colonia, se os permite contratar a quien queráis para vuestro equipo de apoyo. Jane ya me conoce y confía en mí y sabe que tú y yo trabajaremos bien juntos. Tiene sentido.
—¿Cuándo te contrató?
—El día que anunciasteis la noticia aquí —dijo Savitri—. Vino cuando tú habías salido a almorzar. Hablamos y me ofreció el empleo.
—Y ninguna de las dos os molestasteis en contármelo.
—Ella iba a hacerlo —dijo Savitri—. Pero le pedí que no lo hiciera.
—¿Por qué no?
—Porque entonces tú y yo no habríamos tenido esta maravillosísima conversación —dijo Savitri, y entonces giró en mi sillón, riendo.
—Levántate de mi sillón —dije yo.
* * *
Estaba en el salón pelado de mi casa, con todo empaquetado y recogido, poniéndome melancólico, cuando Hickory y Dickory se me acercaron.
—Queríamos hablar con usted, mayor Perry —me dijo Hickory.
—Sí, muy bien —contesté, sorprendido. En los siete años que Hickory y Dickory llevaban con nosotros habíamos conversado varias veces. Pero ni una sola vez habían iniciado una conversación: como mucho, habían esperado en silencio a que se les llamara.
—Usaremos nuestros implantes —dijo Hickory.
—Bien —dije yo. Tanto Hickory como Dickory acariciaron los collares que colgaban en la base de sus largos cuellos, y pulsaron un botón en la parte derecha.
Los obin eran una especie artificial; los consu, una raza tan avanzada que para nosotros era casi insondable, descubrieron a los antepasados de los obin y usaron su tecnología para forzar la inteligencia en esos pobres hijos de puta. Los obin se volvieron en efecto inteligentes, pero no conscientes de sí mismos. Sea cual sea el proceso que daba paso a la conciencia (el sentido del yo), les faltaba por completo. Individualmente, los obin no tenían ego ninguno ni personalidad; únicamente como grupo los obin eran conscientes de que les faltaba algo que tenían las otras especies inteligentes. Si los consu crearon accidental o intencionadamente a los obin sin conciencia era una incógnita, pero dados mis propios encuentros con los consu a lo largo de los años, sospecho que simplemente sintieron curiosidad y los obin fueron para ellos sólo otro experimento.
Los obin deseaban tanto la conciencia que estuvieron dispuestos a arriesgarse a la guerra contra la Unión Colonial para conseguirla.
La guerra fue una exigencia de Charles Boutin, un científico que fue el primero en grabar y almacenar una conciencia humana fuera de la estructura de apoyo del cerebro. Boutin murió en un enfrentamiento con las Fuerzas Especiales antes de poder dar a los obin conciencia a nivel individual, pero su trabajo estuvo tan cerca que la Unión Colonial pudo cerrar un trato con los obin para acabar la tarea. De la noche a la mañana, los obin pasaron de ser enemigos a amigos, y la Unión Colonial continuó el trabajo de Boutin, creando un implante de conciencia basado en la tecnología ya existente del CerebroAmigo. Era la conciencia como accesorio.
Los humanos (los pocos que conocen la historia, al menos), consideran a Boutin un traidor, un hombre cuyo plan para derribar a la Unión Colonial habría causado la masacre de miles de millones de seres humanos. Los obin lo consideraban uno de sus grandes héroes raciales, una figura prometeica que les dio no el fuego, sino la conciencia. Si alguna vez necesitan un argumento de que el heroísmo es relativo, ahí lo tienen.
Mis propios sentimientos sobre el tema eran un poco más complicados. Sí, era un traidor a su especie y merecía morir. También era el padre biológico de Zoë, a quien considero uno de los seres humanos más maravillosos que he conocido. Es difícil decir que te alegras de que el padre de tu preciosa y listísima hija adoptiva esté muerto, aunque sepas que es mejor que así sea.
Dado lo que sienten los obin hacia Boutin, no me sorprende lo más mínimo que se sientan posesivos hacia Zoë: una de sus principales exigencias en el tratado fue, esencialmente, derechos de visita. Lo que al final se acordó fue una situación donde dos obin vivirían con Zoë y su familia adoptiva. Zoë los llamó Hickory y Dickory[2] cuando llegaron. Se les permitió usar sus implantes de conciencia para grabar parte del tiempo que pasaban con Zoë. Esas grabaciones eran compartidas por todos los obin con implantes de conciencia; en la práctica, todos compartían tiempo con Zoë.
Jane y yo lo permitimos bajo condiciones muy estrictas cuando Zoë era demasiado joven como para comprender realmente lo que pasaba. Después, cuando fue lo bastante mayor para entender el concepto, fue decisión suya. Zoë lo permitió. Le gusta la idea de que su vida se comparta con toda una especie, aunque como cualquier adolescente tiene períodos extensos en que quiere que la dejen en paz. Hickory y Dickory desconectan sus implantes cuando eso sucede: no tiene sentido malgastar una conciencia perfectamente buena cuando no pasan el rato con ella. Que quisieran hablar conscientemente conmigo a solas era algo nuevo.
Hubo una breve pausa entre el momento en que Hickory y Dickory activaron sus collares, que almacenaba el hardware que contenía sus conciencias, y el momento en que el collar se comunicó con el trazado neural de sus cerebros. Fue como ver despertarse a unos sonámbulos. También dio un poco de miedo. Aunque no tanto como lo que vino a continuación: Hickory me sonrió.
—Nos entristecerá profundamente dejar este lugar —dijo Hickory—. Por favor, comprenda que hemos vivido toda nuestra vida consciente aquí. Lo sentimos profundamente en nuestro interior, como todos los obin. Le damos las gracias por permitirnos compartir sus vidas con ustedes.
—No hay de qué —dije. Esto parecía demasiado trivial para que los obin quisieran discutirlo conmigo—. Hablas como si quisierais dejarnos. Creí que vendríais con nosotros.
—Iremos —dijo Hickory—. Dickory y yo somos conscientes de la responsabilidad que tenemos, debemos atender a su hija y compartir nuestras experiencias con todos los demás obin. Puede ser abrumador. No podemos mantener conectados nuestros implantes demasiado tiempo, ya sabe. La tensión emocional es demasiado grande. Los implantes no son perfectos y nuestros cerebros tienen dificultades. Nos… sobre estimulamos.
—No sabía eso.
—No queríamos agobiarlo con eso —dijo Hickory—. Y no era importante que lo supiera. Nos las apañamos para que no necesitaran saberlo. Pero recientemente, Dickory y yo hemos descubierto que cuando conectamos nuestros implantes, nos sentimos inmediatamente abrumados con emociones hacia Zoë, y hacia usted y la teniente Sagan.
—Es un tiempo lleno de tensiones para todos nosotros —dije.
Otra sonrisa obin, aún más espectral que la primera.
—Mis disculpas —dijo Hickory—. No he sido claro. Nuestra emoción no es de ansiedad informe por dejar este lugar o este planeta, ni excitación ni nerviosismo por viajar a un nuevo mundo. Es una cosa muy específica. Es preocupación.
—Creo que todos tenemos preocupaciones —empecé a decir, pero entonces me detuve al ver una nueva expresión en el rostro de Hickory, una expresión que nunca antes había advertido en él. Hickory parecía impaciente. O probablemente estaba frustrado conmigo—. Lo siento, Hickory. Por favor, continúa.
Hickory permaneció allí plantado durante un minuto, como si debatiera algo consigo mismo. Luego se volvió bruscamente para consultar con Dickory. Pensé que, de pronto, el nombre que una niña pequeña les había puesto a aquellas dos criaturas siguiendo un impulso hacía varios años ya no parecía encajar lo más mínimo.
—Perdóneme, mayor —dijo Hickory por fin, devolviéndome su atención—. Lamento haber sido brusco. Puede que seamos incapaces de expresar plenamente nuestra preocupación. Es posible que ignore usted ciertos hechos y que no sea propio de nosotros proporcionárselos. Déjeme preguntarle: ¿cuál cree que es el estatus de esta parte del espacio? La porción en la que nosotros los obin y ustedes la Unión Colonial residimos, entre otras especies.
—Estamos en guerra —contesté—. Tenemos nuestras colonias y tratamos de defenderlas. Otras especies tienen sus colonias y tratan de defenderlas también. Todos luchamos por planetas que encajan con las necesidades de nuestras especies. Y todos luchamos unos contra otros.
—Ah —dijo Hickory—. Todos luchamos unos contra otros. ¿No hay alianzas? ¿No hay tratados?
—Obviamente, hay unos cuantos —contesté—. Tenemos uno con los obin. Algunas razas puede que tengan tratados y alianzas con otras especies. Pero generalmente, sí. Todos luchamos. ¿Por qué?
La sonrisa de Hickory pasó de ser espectral a convertirse en un rictus.
—Le contaremos lo que podemos —dijo Hickory—. Podemos hablarle de las cosas que ya hemos hablado. Sabemos que su secretaria de Colonización ha dicho que el planeta que ustedes llaman Roanoke les fue entregado por los obin. El planeta que nosotros llamamos Garsinhir. Sabemos que se dice que hemos recibido de ustedes un planeta a cambio.
—Así es —dije yo.
—No hay tal acuerdo —dijo Hickory—. Garsinhir sigue siendo territorio obin.
—Eso no puede ser cierto —dije—. He estado en Roanoke. He recorrido los terrenos donde estará la colonia. Creo que estáis equivocados.
—No estamos equivocados —dijo Hickory.
—Tenéis que estarlo. Por favor, no os lo toméis a mal, pero sois compañeros y guardaespaldas de una adolescente humana. Es posible que los contactos a vuestro nivel, sean quienes sean, no tengan la mejor información.
Un destello de algo cruzó el rostro de Hickory; sospecho que fue de diversión.
—Tenga por seguro, mayor, que los obin no envían a meros compañeros a acompañar y cuidar a la hija de Boutin o a su familia. Y tenga por seguro que Garsinhir sigue estando en manos obin.
Pensé en eso.
—Me estás diciendo que la Unión Colonial miente respecto a Roanoke —dije.
—Es posible que su secretaria de Colonización haya sido mal informada —dijo Hickory—. No podemos asegurarlo. Pero sea cual sea la causa del error, hay un error de hecho.
—Tal vez los obin nos permiten colonizar su mundo —dije—. Tengo entendido que vuestra química corporal hace que los obin sean vulnerables a las infecciones endémicas. Tener un aliado allí es mejor que dejar el mundo desocupado.
—Tal vez —dijo Hickory, el tono de voz neutro de un modo muy estudiado.
—La nave colonial parte de la Estación Fénix dentro de dos semanas —dije—. Otra semana más y estaremos aterrizando en Roanoke. Aunque lo que digáis sea verdad, no hay nada que yo pueda hacer al respecto ahora mismo.
—Debo pedir de nuevo disculpas. No pretendía sugerir que hubiera nada que usted pudiera o debiera hacer. Sólo deseaba que lo supiera. Y que supiera al menos parte de la naturaleza de nuestra preocupación.
—¿Hay algo más aparte de eso?
—Hemos dicho lo que podemos —dijo Hickory—. Excepto esto: estamos a su servicio, mayor. Al suyo, al de la teniente Sagan, y sobre todo y siempre al de Zoë. Su padre nos dio el don de nosotros mismos. Pidió un alto precio, que habríamos pagado voluntariamente.
Me estremecí levemente al recordar cuál había sido el precio.
—Murió antes de que esa deuda pudiera ser pagada. Ahora estamos en deuda con su hija, al compartir su vida con nosotros. Se lo debemos a ella. Y se lo debemos a su familia.
—Gracias, Hickory —dije—. Estamos agradecidos de que Dickory y tú nos hayáis servido tan bien.
La sonrisa de Hickory regresó.
—Lamento decir que me malinterpreta de nuevo, mayor. Ciertamente Dickory y yo estamos a su servicio y lo estaremos siempre. Pero cuando digo que estamos a su servicio, me refiero a los obin.
—Los obin —dije yo—. ¿Quieres decir todos vosotros?
—Sí —dijo Hickory—. Todos nosotros. Hasta el último, si fuera necesario.
—Oh. Lo siento, Hickory. No estoy seguro de qué decir a eso.
—Diga que lo recordará —dijo Hickory—. Cuando llegue el momento.
—Lo haré.
—Le pedimos que esta conversación sea confidencial —dijo Hickory—. Por el momento.
—Muy bien.
—Gracias, mayor —dijo Hickory. Miró a Dickory y luego a mí—. Me temo que nos hemos vuelto demasiado emocionales. Ahora, con su permiso, desconectaremos nuestros implantes.
—Como gustéis —dije. Los dos obin se llevaron las manos al cuello y desconectaron sus personalidades. Vi cómo la animación se borraba de sus rostros, sustituida por una inteligencia hueca.
—Ahora descansamos —dijo Hickory, y él y su compañero se marcharon, dejándome en una habitación vacía.