Permítanme que les hable de los mundos que he dejado atrás.
La Tierra ya la conocen: todo el mundo la conoce. Es la cuna de la humanidad, aunque a estas alturas muchos no la consideran nuestro planeta «hogar»: Fénix ocupa ese puesto desde que fue creada la Unión Colonial y se convirtió en la fuerza que guía la expansión y la protección de nuestra raza en el universo. Pero uno nunca olvida de dónde procede.
Ser de la Tierra en este universo es como ser un chico de pueblo que coge el autobús, va a la gran ciudad y se pasa toda la tarde mirando boquiabierto los rascacielos. Luego lo atracan por el delito de maravillarse ante este extraño nuevo mundo, que tiene todas esas cosas, porque las cosas que hay en él no tienen mucho tiempo ni paciencia para los chicos nuevos en la ciudad, y no les importa matarlo por lo que lleva en la maleta. El chico de pueblo aprende esto rápido, porque no puede volver a casa.
Me pasé setenta y cinco años en la Tierra, viviendo casi siempre en la misma ciudad pequeñita de Ohio y compartiendo la mayor parte de esa vida con la misma mujer. Ella murió y se quedó atrás. Yo viví y me marché.
El siguiente mundo es metafórico. Las Fuerzas de Defensa Colonial me sacaron de la Tierra y conservaron la parte de mí que querían: mi conciencia, y una pequeña porción de mi ADN. A partir de esto último me construyeron un cuerpo nuevo, que era joven y rápido y fuerte y hermoso y sólo parcialmente humano. Metieron dentro mi conciencia, casi no me dieron tiempo suficiente para refocilarme en mi segunda juventud. Luego cogieron este hermoso cuerpo que ahora era yo y pasaron el año siguiente intentando matarlo activamente, lanzándome contra todas las razas alienígenas hostiles que pudieron.
Había muchas. El universo es enorme, pero el número de mundos adecuado para la vida humana es sorprendentemente pequeño, y da la casualidad de que el espacio está lleno de numerosas especies inteligentes que quieren los mismos mundos que nosotros. Parece que muy pocas de esas especies entienden el concepto de compartir; nosotros, desde luego, no lo hacemos. Todos luchamos, y los mundos que podemos habitar cambian continuamente de manos hasta que unos u otros agarran alguno con tanta fuerza que ya no pueden soltarlo. A lo largo de un par de siglos, los humanos hemos logrado quedarnos con varias docenas de mundos, y hemos fracasado con algunas docenas más. Nada de eso nos ha ayudado a hacer muchos amigos.
Me pasé seis años en este mundo. Luché y estuve a punto de morir más de una vez. Tuve amigos, la mayoría de los cuales murieron, aunque salvé a algunos. Conocí a una mujer que era dolorosamente parecida a la mujer con la que compartí mi vida en la Tierra, pero que es sin embargo una persona completamente distinta. Defendí a la Unión Colonial, y al hacerlo creí que mantenía viva a la humanidad en el universo.
Al final de todo aquello, las Fuerzas de Defensa Colonial cogieron la parte de mí que siempre había sido yo y la metieron en un tercer y último cuerpo. Este cuerpo era joven, pero no tan rápido y fuerte. Era, después de todo, tan sólo humano. Pero a este cuerpo no le pedirían que luchara y muriera. Eché de menos ser tan fuerte como un superhéroe de dibujos animados. No eché de menos a todas las criaturas alienígenas que había conocido e intentaron con todas sus fuerzas matarme. Fue un intercambio justo.
El siguiente mundo probablemente les resulte desconocido. Volvamos de nuevo a la Tierra, nuestro antiguo hogar, donde todavía viven miles de millones de personas soñando con las estrellas. Miren al cielo, a la constelación Lince, justo al lado de la Osa Mayor. Allí hay una estrella, amarilla como nuestro sol, con seis planetas importantes. El tercero, casualmente, es un duplicado de la Tierra: tiene el noventa por ciento de su circunferencia, pero con un núcleo de hierro ligeramente superior, así que tiene el ciento uno por ciento de su masa (ese uno por ciento no se nota demasiado). Dos lunas: una que es un tercio más pequeña que la luna de la Tierra, pero como está más cerca que ella en el cielo ocupa la misma cantidad de espacio. La segunda luna, un asteroide capturado, es todavía mucho más pequeña y está aún más cerca. Tiene una órbita inestable: tarde o temprano acabará por caer sobre el planeta. Pero las mejores estimaciones calculan que eso será dentro de un cuarto de millón de años. A los nativos no les preocupa demasiado en este momento.
Este mundo fue fundado por los humanos hace casi setenta y cinco años. Los ealan tenían allí una colonia, pero las Fuerzas de Defensa Colonial lo corrigieron. Entonces los ealan, digamos que decidieron comprobar los términos de esa ecuación y se tardó un par de años en que todo quedara resuelto. Cuando se llegó a ese punto, la Unión Colonial abrió el mundo a los colonos de la Tierra, casi todos de la India. Llegaron en oleadas: la primera después de que el planeta quedara asegurado ante los ealan, y la segunda poco después de la guerra Subcontinental en la Tierra, cuando el gobierno provisional de ocupación dio a escoger a los seguidores más acérrimos del régimen de Chowdhury entre la colonización y la cárcel. La mayoría eligió el exilio, y se llevaron a sus familias con ellos. Esta gente no soñaba con las estrellas, más bien se las impusieron.
Dada la gente que vive en el planeta, cabría pensar que tiene un nombre que refleja su herencia. Se equivocarían ustedes. El planeta se llama Huckleberry, sin duda por algún funcionario de la Unión Colonial entusiasta de Twain. La luna mayor de Huckleberry se llama Sawyer; la pequeña es Becky. Sus tres continentes principales son Samuel, Langhorne y Clements; en Clements hay una larga cadena de islas montañosas conocidas como el archipiélago Livy, en el océano Calaveras. La mayoría de los accidentes geográficos prominentes fueron bautizados con diversos aspectos de la obra de Twain antes de que llegaran los primeros pobladores. Parece que lo aceptaron con buena voluntad.
Acompáñenme al planeta ahora. Miren el cielo, en la dirección de la constelación Loto. Allí hay una estrella, amarilla como la que este planeta órbita; en ese mundo nací yo, hace otras dos vidas. Desde aquí está tan lejos que es invisible al ojo, lo mismo que la vida que viví allí.
Me llamo John Perry. Tengo ochenta y ocho años. Llevo casi ocho años ya viviendo en este planeta. Es mi hogar, que comparto con mi esposa y mi hija adoptiva. Bienvenidos a Huckleberry. En esta historia, es el siguiente mundo que dejo atrás. Pero no el último.
* * *
La historia de cómo dejé Huckleberry empieza, como todas las buenas historias, con una cabra.
Savitri Guntupalli, mi secretaria, ni siquiera alzó la cabeza de su libro cuando regresé tras el almuerzo.
—Hay una cabra en tu despacho —dijo.
—Hmmmm —contesté—. Creí que las habíamos fumigado a todas.
Esto hizo que alzara la cabeza, lo cual contaba como una victoria tal como estaban las cosas.
—Trajo consigo a los hermanos Chengelpet —dijo ella.
—Mierda —contesté. El último par de hermanos que se peleaban tanto como los hermanos Chengelpet se llamaron Caín y Abel, y al menos uno de ellos emprendió al fin un poco de acción directa—. Creí que te dije que no dejaras entrar a ninguno de esos dos en mi despacho cuando yo no estuviera.
—No dijiste nada de eso —dijo Savitri.
—Que sea una orden fija.
—Y aunque lo hubieras dicho —dijo Savitri, soltando su libro—, eso da por hecho que los Chengelpet me escucharían, cosa que no quiso hacer ninguno de los dos. Aftab entró primero con la cabra y Nissim lo siguió. Ninguno de los dos me miró siquiera.
—No quiero tener que tratar con los Chengelpet —dije—. Acabo de comer.
Savitri extendió una mano hacia un lado de la mesa, cogió la papelera y la colocó en lo alto.
—No hay problema, vomita primero —dijo.
Yo había conocido a Savitri varios años antes, cuando recorría las colonias como mediador de las Fuerzas de Defensa Colonial, con la misión de dar charlas allí donde me enviaran. En la visita a la aldea de Nueva Goa en la colonia Huckleberry, Savitri se levantó y me acusó de ser una herramienta del régimen imperial y totalitario de la Unión Colonial. Me cayó bien de inmediato. Cuando me largué de las FDC, decidí establecerme en Nueva Goa. Me ofrecieron el cargo de defensor del pueblo, lo acepté, y el primer día de trabajo me sorprendió encontrarme a Savitri allí, diciéndome que iba a ser mi secretaria me gustara o no.
—Recuérdame de nuevo por qué aceptaste este trabajo —le dije a Savitri, por encima de la papelera.
—Pura perversidad —contestó ella—. ¿Vas a vomitar o no?
—Creo que me lo quedaré dentro —dije. Savitri cogió la papelera, volvió a dejarla donde estaba y luego cogió su libro para continuar leyendo.
Tuve una idea.
—Eh, Savitri —dije—. ¿Quieres mi puesto?
—Claro —respondió ella, abriendo el libro—. Empezaré justo después de que termines con los Chengelpet.
—Gracias —dije.
Savitri gruñó. Había regresado a sus aventuras literarias. Hice acopio de valor y atravesé la puerta de mi despacho.
La cabra que había plantada allí en medio era bonita. Los Chengelpet, sentados ante mi escritorio, no tanto.
—Aftab —dije, saludando al hermano mayor—. Nissim —dije, saludando al más joven—. Y amiga —dije, saludando a la cabra. Me senté—. ¿Qué puedo hacer por vosotros esta tarde?
—Puede darme permiso para pegarle un tiro a mi hermano, mediador Perry —dijo Nissim.
—No estoy seguro de que eso forme parte de mi trabajo —dije—. Y además, parece un poco drástico. ¿Por qué no me decís qué es lo que pasa?
Nissim señaló a su hermano.
—Este hijo de puta ha robado mi simiente —dijo.
—¿Cómo? —dije yo.
—Mi simiente —repitió Nissim—. Pregúntele. No puede negarlo.
Parpadeé y me volví hacia Aftab.
—Así que robando la simiente de tu hermano, ¿eh, Aftab?
—Debe perdonar usted a mi hermano —dijo Aftab—. Tiene tendencia al histerismo, como bien sabe. Lo que quiere decir es que uno de sus machos cabríos se salió de sus pastos, entró en los míos y dejó preñada a esta cabra de aquí, y ahora dice que le he robado el esperma de su cabra.
—No era un macho cualquiera —dijo Nissim—. Era Prabhat, el que gana tantos premios. Le pedí un muy buen precio y Aftab no quiere pagarlo. Así que me ha robado mi simiente.
—Es la simiente de Prabhat, idiota —dijo Aftab—. Y no es culpa mía que cuides tan mal de tu valla y que tu cabra pudiera pasarse a mis tierras.
—Oh, eso sí que es lo máximo —dijo Nissim—. Mediador Perry, sepa usted que han cortado la valla de alambre. Prabhat no pasó a sus tierras él solo.
—Estás delirando —dijo Aftab—. Y aunque eso fuera cierto, que no lo es, ¿qué? Has recuperado a tu precioso Prabhat.
—Pero ahora tú tienes esta cabra preñada —dijo Nissim—. Un embarazo por el que no has pagado y para el que no te di permiso. Es un robo, puro y simple. Y más que eso, estás tratando de arruinarme.
—¿De qué estás hablando?
—Está tratando de engendrar un semental nuevo —me dijo Nissim, y señaló a la cabra, que mordisqueaba el respaldo del sillón de Aftab—. No lo niegues. Ésta es tu mejor cabra. Al preñarla de Prabhat tendrás un semental que podrás explotar. Estás tratando de minar mi negocio. Pregúntele, mediador Perry. Pregúntele qué lleva su cabra.
Miré a Aftab.
—¿Qué lleva tu cabra, Aftab?
—Por pura coincidencia, uno de los fetos es macho —dijo Aftab.
—Quiero que aborte —dijo Nissim.
—No es tu cabra.
—Entonces me llevaré el cabrito cuando nazca. Como pago por la simiente que has robado.
—Y una porra —dijo Aftab, y se volvió a mirarme—. Ya ve con qué me enfrento, mediador Perry. Deja que su cabra vaya suelta por el campo, preñando a voluntad, y luego exige el pago por su propia ineficacia como ganadero.
Nissim soltó un grito de furia y empezó a chillar y gesticular salvajemente ante su hermano. Aftab hizo lo mismo. La cabra rodeó la mesa y me miró con curiosidad. Busqué en un cajón y le di a la cabra un caramelo que encontré allí.
—Tú y yo no tenemos por qué estar aquí —le dije a la cabra. La cabra no respondió, pero noté que estaba de acuerdo conmigo.
Según lo planeado originalmente, el trabajo de defensor del pueblo de la aldea era sencillo: cada vez que los habitantes de Nueva Goa tenían un problema con el gobierno local o del distrito, acudían a mí, y yo podía ayudarles a sortear la burocracia y hacer las cosas. Era, de hecho, el tipo de trabajo que se le encomienda a un héroe de guerra que por lo demás es completamente inútil para la vida diaria de una colonia mayormente rural: goza de la suficiente notoriedad con las altas esferas para que, cuando aparece ante sus puertas, tengan que prestarle atención.
El problema es que después de un par de meses así, los habitantes de Nueva Goa empezaron a acudir con otros problemas.
—Oh, nos da pereza ir a ver a los funcionarios —me dijo uno de los aldeanos, después de que le preguntara por qué de repente me había convertido en el intermediario para todo, aconsejando desde sobre aperos de labranza hasta sobre matrimonios—. Es más fácil y más rápido acudir a usted.
Rohit Kulkarni, el administrador de Nueva Goa, estaba encantado con este vuelco de la situación, ya que ahora era yo quien se encargaba de problemas que antes le caían primero a él. Tenía más tiempo para ir de pesca y jugar al dominó en la casa de té.
La mayor parte del tiempo esta nueva y aumentada definición de mis deberes como defensor del pueblo era perfectamente agradable. Estaba bien ayudar a la gente, y que la gente escuchara mi consejo. Por otro lado, cualquier funcionario público probablemente diría que sólo unas cuantas personas molestas de su comunidad ocupan la inmensa mayoría de su tiempo. En Nueva Goa, ese papel lo desempeñaban los hermanos Chengelpet.
Nadie sabía por qué se odiaban tanto el uno al otro. Llegué a pensar que tal vez fuera a causa de sus padres, pero Bhajan y Niral eran gente encantadora y se sentían tan mortificados como cualquiera. Algunas personas no se llevan bien con otras y, por desgracia, estas dos personas que no se llevaban bien eran hermanos.
No habría sido tan malo si no hubieran construido sus granjas la una al lado de la otra, y no estuvieran viéndose las caras y el trabajo la mayor parte del tiempo. A principios de mi estancia, le sugerí a Aftab, a quien tenía por el Chengelpet ligeramente más racional, que considerara hacerse con un nuevo terreno que acababa de quedar libre al otro lado de la aldea, porque vivir lejos de Nissim resolvería la mayoría de sus problemas con él.
—Oh, eso es lo que a él le gustaría —dijo Aftab, con un tono de voz perfectamente razonable. Después de eso, abandoné cualquier esperanza de tener una conversación racional sobre el asunto y acepté que mi karma quería que sufriera con las visitas ocasionales de los Coléricos Hermanos Changelet.
—Muy bien —dije, interrumpiendo los arrebatos fratrifóbicos de los hermanos—. Esto es lo que pienso: no creo que realmente importe que se hayan tirado a nuestra amiga la cabra, así que no nos centremos en eso. Pero ambos estáis de acuerdo en que fue el cabrón de Nissim el responsable.
Ambos hermanos asintieron; la cabra permaneció modestamente callada.
—Bien. Entonces los dos haréis negocios juntos —dije—. Aftab, puedes quedarte el cabrito después de que nazca y explotarlo como semental si quieres. Pero las primeras seis veces que lo hagas, Nissim recibirá la tarifa completa por su trabajo, y después de eso la mitad de la tarifa será para tu hermano.
—Explotará gratis al cabrito las primeras seis veces —dijo Nissim.
—Entonces hagamos que la tarifa mínima después de las seis primeras veces sea la media de esas seis primeras —dije yo—. Así que si trata de fastidiarte, acabará fastidiándose a sí mismo. Y es una aldea pequeña, Nissim. La gente no querrá tener tratos con Aftab si piensan que el único motivo por el que alquila ese macho cabrío es para hacerte daño. Hay una fina línea entre el valor y ser un mal vecino.
—¿Y si no quiero hacer negocios con él? —preguntó Aftab.
—Entonces puedes venderle el cabrito a Nissim —dije yo. Nissim abrió la boca para protestar—. Sí, vender —dije, antes de que pudiera protestar—. Llévale el cabrito a Murali y que él lo tase. Ese será el precio. A Murali no le caéis muy bien ninguno de los dos, así que su valoración será justa. ¿De acuerdo?
Los Chengelpet se lo pensaron, lo que quiere decir que se devanaron los sesos para ver si había algún modo de que uno de ellos se sintiera más fastidiado con este asunto que el otro. Al final ambos parecieron llegar a la conclusión de que estaban igualmente insatisfechos, que en esta situación era el resultado óptimo. Ambos asintieron, mostrando su acuerdo.
—Bien —dije yo—. Ahora marchaos de aquí antes de que se me llene la alfombra de mierda.
—Mi cabra no haría eso —dijo Aftab.
—No es la cabra lo que me preocupa —respondí, echándolos. Se marcharon. Savitri apareció en la puerta.
—Estás sentado en mi sitio —dijo, señalando mi sillón.
—Que te zurzan —dije, apoyando los pies en la mesa—. Si no estás dispuesta a resolver los casos molestos, no estás preparada para el sillón grande.
—En ese caso regresaré a mi humilde trabajo como ayudante tuya y te haré saber que mientras atendías a los Chengelpet, llamó la alguacil —dijo Savitri.
—¿Para qué?
—No lo dijo —respondió Savitri—. Colgó. Ya conoces a la alguacil. Muy brusca.
—Duros pero justos, ése es el lema —dije yo—. Si fuera realmente importante habría un mensaje, así que me preocuparé por eso más tarde. Mientras tanto, me pondré al día con el papeleo.
—No tienes papeleo —dijo Savitri—. Me lo pasas todo a mí.
—¿Está terminado?
—Por lo que a ti respecta, sí.
—Entonces creo que me relajaré y me regodearé en mis habilidades superiores como jefe —dije yo.
—Me alegra que no usaras la papelera para vomitar antes —dijo Savitri—. Porque ahora voy a usarla yo.
Se retiró a su oficina antes de que a mí se me pudiera ocurrir una buena réplica.
Nos habíamos comportado así desde el primer día que trabajamos juntos. Ella tardó ese tiempo en acostumbrarse al hecho de que aunque yo fuera un ex militar, no era una herramienta colonialista, o al menos si lo era tenía sentido común y un razonable sentido del humor. Tras haber comprendido que no estaba allí para extender mi hegemonía sobre la aldea, se relajó lo suficiente para empezar a burlarse de mí. Así ha sido nuestra relación durante siete años, y es buena.
Con todo el papeleo terminado y todos los problemas de la aldea resueltos, hice lo que habría hecho cualquiera en mi situación: me eché una siesta. Bienvenido al duro y complejo mundo del defensor del pueblo de una aldea colonial. Es posible que lo hagan de otra manera en otros sitios, pero si es así, no quiero saberlo.
Me desperté a tiempo para ver a Savitri cerrando la oficina. Me despedí de ella y después de unos cuantos minutos más de inmovilidad despegué el culo de la silla y salí por la puerta, camino de casa. Casualmente vi a la alguacil que se dirigía hacia mí desde el otro lado de la calle. Crucé de acera, me acerqué a la alguacil y le di un beso en la boca a mi agente de policía favorito.
—Sabes que no me gusta que hagas eso —dijo Jane cuando terminé.
—¿No te gusta que te bese? —pregunté.
—No cuando estoy de servicio —dijo ella—. Menoscaba mi autoridad.
Sonreí ante la idea de que algún despistado pensara que Jane, una exsoldado de las Fuerzas Especiales, fuera blanda porque besaba a su marido. La patada en el culo que se llevaría sería terrible. Sin embargo, no lo dije.
—Lo siento. Trataré de no volver a menoscabar tu autoridad.
—Gracias —dijo Jane—. Iba a verte, de todas formas, ya que no devolviste mi llamada.
—He estado increíblemente ocupado hoy.
—Savitri me informó de lo ocupado que estabas cuando volví a llamar —dijo Jane.
—Oops.
—Oops —coincidió ella. Empezamos a dirigirnos a casa—. Lo que iba a decirte es que podías contar con que Gopal Bopari se pasara mañana para averiguar cuál será su servicio a la comunidad. Otra vez estaba borracho y enredando. Le estuvo gritando a una vaca.
—Mal karma —dije yo.
—Lo mismo pensó la vaca —respondió Jane—. Le embistió en el pecho y lo lanzó contra un escaparate.
—¿Está bien Go?
—Tiene arañazos —dijo Jane—. El panel resistió. Plástico. No se rompió.
—Es la tercera vez este año —dije yo—. Tendría que presentarse ante el magistrado, no ante mí.
—Es lo que yo le dije. Pero le caería una pena en la cárcel del distrito y Shashi sale de cuentas dentro de dos semanas. Lo necesita en casa más de lo que él necesita la cárcel.
—Muy bien —dije—. Ya se me ocurrirá algo que encargarle.
—¿Cómo te ha ido el día? —preguntó Jane—. Aparte de la siesta, quiero decir.
—Ha sido un día Chengelpet —contesté—. Esta vez con una cabra.
Jane y yo charlamos sobre nuestro día camino de casa, como hacemos todos los días camino de casa, la pequeña granja que tenemos en las afueras de la aldea. Al llegar a nuestro sendero nos encontramos con nuestra hija Zoë, que sacaba a pasear al cachorrillo Babar, y que se sintió como siempre delirantemente feliz al vernos.
—Sabía que venías —dijo Zoë, levemente sin aliento—. Echó a correr. He tenido que esforzarme para alcanzarlo.
—Me alegra saber que nos han echado de menos —dije yo. Jane acarició a Babar, que se puso a sacudir frenético la cola. Le dio un beso en la mejilla a Zoë.
—Tenéis visita —dijo Zoë—. Apareció en casa hará como una hora. En un flotador.
Nadie del pueblo tenía flotador, eran ostentosos y poco prácticos para una comunidad granjera. Miré a Jane, que se encogió de hombros, como diciendo: «No espero a nadie».
—¿Quién dijo que era? —pregunté.
—No lo dijo —contestó Zoë—. Todo lo que dijo fue que era un viejo amigo tuyo, John. Le dije que podría llamarte y me respondió que no le importaba esperar.
—Bueno, ¿cómo es, al menos?
—Joven —dijo Zoë—. Guapetón.
—Creo que no conozco a ningún tipo guapetón —dije—. Eso entra más dentro de tu departamento, hija adolescente.
Zoë bizqueó y me sonrió burlona.
—Gracias, papá nonanegario. Si me hubieras dejado terminar, habrías oído la pista que me dice que es muy posible que en efecto lo conozcas. Y es que también es verde.
Esto provocó otra mirada entre Jane y yo. Los miembros de las FDC tenían la piel verde, resultado de la clorofila modificada que les proporciona energía extra para el combate. Tanto Jane como yo tuvimos la piel verde una vez; yo volví a mi tono original y a Jane le permitieron elegir un tono de piel más estándar cuando cambió de cuerpo.
—¿No dijo qué quería? —le preguntó Jane a Zoë.
—No. Y yo no pregunté. Supuse que podía ir a buscaros y avisaros de antemano. Lo dejé en el porche delantero.
—Probablemente estará husmeando en la casa —dije yo.
—Lo dudo —respondió Zoë—. Dejé a Hickory y Dickory vigilándolo.
Sonreí.
—Eso debería dejarle quieto en un sitio —dije.
—Eso mismo pensé yo —contestó Zoë.
—Eres sabia por encima de tus años, hija adolescente.
—Para compensarte a ti, papá nonagenario —dijo ella. Corrió de vuelta a la casa, con Babar trotando detrás.
—Qué actitud —le dije a Jane—. Herencia tuya.
—Es adoptada —dijo Jane—. Y yo no soy la listilla de la familia.
—Detalles —contesté, y le cogí la mano—. Vamos. Quiero ver lo acojonado que debe de estar nuestro invitado.
Le encontramos en el columpio del porche, vigilado intensa y silenciosamente por nuestros dos obin. Lo reconocí de inmediato.
—General Rybicki —dije—. Qué sorpresa.
—Hola, mayor —dijo Rybicki, refiriéndose a mi antiguo rango. Señaló a los obin—. Ha hecho algunos amigos interesantes desde la última vez que lo vi.
—Hickory y Dickory —dije yo—. Son los compañeros de mi hija. Perfectamente agradables, a menos que piensen que es usted una amenaza para ella.
—¿Y cuándo eso sucede? —preguntó Rybicki.
—Varía —dije—. Pero suele ser rápido.
—Maravilloso —dijo Rybicki. Excusé a los obin, que fueron a buscar a Zoë.
—Gracias —dijo Rybicki—. Los obin me ponen nervioso.
—Ése es el tema —dijo Jane.
—Me doy cuenta. Si no le importa que lo pregunte, ¿por qué tiene su hija unos guardaespaldas obin?
—No son guardaespaldas, son compañeros —dijo Jane—. Zoë es nuestra hija adoptiva. Su padre biológico es Charles Boutin.
Esto hizo que Rybicki alzara una ceja: su rango era lo suficientemente alto para saber quién era Boutin.
—Los obin reverencian a Boutin, pero está muerto. Tienen el deseo de conocer a su hija, así que enviaron a estos dos para estar con ella.
—¿Y eso no la molesta? —dijo Rybicki.
—Creció con los obin como niñeras y protectores —dijo Jane—. Se siente cómoda con ellos.
—¿Y eso no les molesta a ustedes? —dijo Rybicki.
—Vigilan y protegen a Zoë —dije yo—. Nos ayudan en las tareas. Y su presencia con nosotros es parte del tratado que la Unión Colonial tiene con los obin. Tenerlos aquí parece un pequeño precio que pagar por que estén de nuestro lado.
—Bastante cierto —dijo Rybicki, y se levantó—. Escuche, mayor, tengo una propuesta que hacerle —hizo un gesto de asentimiento a Jane—. A ambos, en realidad.
—¿Cuál es? —pregunté.
Rybicki señaló la casa con la cabeza, en la dirección que habían seguido Hickory y Dickory.
—Preferiría no hablar donde esos dos pudieran oírnos, si no les importa. ¿Hay algún sitio donde podamos conversar en privado?
Miré a Jane. Ella sonrió débilmente.
—Conozco un sitio —dijo.
* * *
—¿Nos paramos aquí? —preguntó el general Rybicki, mientras yo me detenía en mitad del prado.
—Ha preguntado si teníamos algún sitio donde pudiéramos conversar en privado, ¿no? —dije yo—. Ahora tiene al menos cinco acres de grano entre nosotros y el par de orejas más cercano, sean humanas u obin. Bienvenido a la intimidad al estilo colonial.
—¿Qué clase de grano es éste? —preguntó el general Rybicki, arrancando un tallo.
—Es sorgo —respondió Jane, de pie a mi lado. Babar se sentó junto a ella y se rascó la oreja.
—Parece familiar —dijo Rybicki—, pero creo que no lo he visto nunca antes.
—Es una cosecha estable —dije—. Es buena porque tolera el calor y la sequía, y aquí puede hacer mucho calor en los meses de verano. La gente la usa para hacer un pan llamado bhakri y para otras cosas.
—Bhakri —dijo Rybicki, y se volvió hacia el pueblo—. Entonces esta gente es casi toda de la India.
—Algunos —dije yo—. La mayoría nacieron aquí. Esta aldea concreta tiene sesenta años. La mayor parte de la colonización activa en Huckleberry tiene lugar ahora en el continente Clements. Lo abrieron para la explotación más o menos al mismo tiempo que llegamos nosotros.
—Así que no hay ninguna tensión por la guerra Subcontinental —dijo Rybicki—. A pesar de que ustedes sean americanos y ellos indios.
—No se comenta. La gente de aquí son como los inmigrantes de todas partes. Se consideran a sí mismos primero huckleberries y luego indios. A la siguiente generación todo eso ya no le importará.
»Y Jane no es americana, de todas formas. Si nos ven de alguna manera, es como antiguos soldados. Cuando llegamos éramos una curiosidad, pero ahora sólo somos John y Jane, los de la granja al final de la carretera.
Rybicki contempló de nuevo el campo.
—Me sorprende que se dediquen a la granja —dijo—. Ustedes dos tienen trabajos de verdad.
—La granja es un trabajo de verdad —dijo Jane—. La mayoría de nuestros vecinos se dedican a ello. Es bueno para nosotros porque así los comprendemos a ellos y lo que necesitan de nuestra parte.
—No pretendía ofenderlos —dijo Rybicki.
—No se preocupe —dije yo, interviniendo en la conversación. Señalé el campo—. Tenemos unos cuarenta acres. No es mucho… y no es suficiente para quitarles dinero a los otros granjeros, pero es suficiente para dejar claro que las preocupaciones de Nueva Goa son nuestras preocupaciones también. Hemos trabajado duro por convertirnos en nuevagoanos y huckleberries.
El general Rybicki asintió y miró su tallo de sorgo. Como Zoë había advertido, era verde, guapetón y joven. O al menos parecía joven, gracias al cuerpo de las FDC que todavía tenía. Su aspecto era el de alguien de 23 años desde que usaba ese cuerpo, aunque su verdadera edad superaba ya el siglo. Parecía más joven que yo, y eso que me sacaba quince años o más. Pero claro, cuando yo dejé el servicio cambié mi cuerpo de las FDC por un cuerpo nuevo y no modificado basado en mi ADN original. Ahora parecía tener al menos treinta años. Me parecía bien.
Cuando dejé las FDC, Rybicki era mi oficial superior, pero él y yo nos conocíamos de antes. Lo conocí en mi primer día de combate, cuando él era teniente coronel y yo soldado raso. Casualmente me llamó «hijo», debido a mi juventud. Yo tenía entonces setenta y cinco años.
Era uno de los problemas de las Fuerzas de Defensa Colonial: tanto manipular el cuerpo hace que tu sentido de la edad se complique. Yo tenía más de noventa años; Jane, que como miembro de las Fuerzas Especiales de la FDC nació adulta, tenía unos dieciséis. Si lo piensas, acaba por dolerte la cabeza.
—Es hora de decirnos por qué está aquí, general —dijo Jane. Siete años viviendo con humanos naturales no habían mejorado su brusquedad, típica de las Fuerzas Especiales, ni sus habilidades sociales y continuaba yendo directa al grano.
Rybicki sonrió con tristeza y arrojó su sorgo al suelo.
—Muy bien —dijo—. Después de que dejara usted el servicio, Perry, me ascendieron y trasladaron. Ahora estoy en el Departamento de Colonización, ellos son los encargados de enviar y mantener a las nuevas colonias.
—Sigue estando en las FDC —dije yo—. La piel verde lo traiciona. Creía que la Unión Colonial mantenía separadas sus ramas civil y militar.
—Yo soy el enlace —dijo Rybicki—. Tengo que coordinar las cosas entre ambas. Es tan divertido como se imagina.
—Tiene todo mi apoyo.
—Gracias, mayor —dijo Rybicki. Hacía años que nadie se refería a mí por mi rango—. Lo agradezco. El motivo por el que estoy aquí es porque me preguntaba si ustedes dos estarían dispuestos a hacer un trabajo por mí.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Jane.
Rybicki la miró.
—Dirigir una nueva colonia —dijo.
Jane me miró. Noté que no le gustaba la idea.
—¿No está para eso el Departamento de Colonización? —pregunté—. Tiene que estar lleno de todo tipo de gente cuyo trabajo es dirigir colonias.
—Esta vez no —dijo Rybicki—. Esta colonia es diferente.
—¿Cómo? —preguntó Jane.
—La Unión Colonial consigue colonos en la Tierra —dijo Rybicki—. Pero a lo largo de los últimos años las colonias… las colonias establecidas, como Fénix y Elysium y Hokkaido, han estado presionando a la UC para que permita que su gente forme nuevas colonias. Gente de esos lugares han hecho antes el intento con colonias montunas, pero ya sabe cómo son.
Asentí. Las colonias montunas eran ilegales y no estaban autorizadas. La UC hacía la vista gorda a ese tipo de colonos; se pensaba que la gente que vivía en estas colonias causaría problemas en casa, así que lo mejor era dejarlos marchar. Pero una colonia montuna se encontraba completamente aislada; a menos que uno de los colonos fuera hijo de algún pez gordo del gobierno, las FDC no acudirían cuando le pidieran ayuda. Las estadísticas de supervivencia de las colonias montunas eran impresionantemente sombrías. La mayoría no duraban seis meses. Otras especies colonizadoras normalmente acababan con ellas. No era un universo piadoso.
Rybicki captó mi gesto y continuó.
—La UC preferiría que los colonos siguieran en lo suyo, pero se ha convertido en un asunto político y la UC no puede seguir eludiéndolo. Así que el DdC sugirió que abriéramos un planeta para colonos de segunda generación. Ya pueden imaginar qué sucedió luego.
—Los colonos empezaron a sacarse los ojos entre sí para ser los que consiguieran colonizar —dije yo.
—Denle a este hombre su premio —dijo Rybicki—. Así que el DdC trató de hacer de Salomón diciendo que cada uno de los agitadores podía contribuir con un número limitado de colonos a la primera oleada de colonias. Así que ahora tenemos una colonia seminal con una población de dos mil quinientas personas, formada por grupos de doscientas cincuenta personas provenientes de diez colonias diferentes. Pero no tenemos a nadie que los lidere. Ninguna de las colonias quiere que la gente de las otras colonias esté al mando.
—Hay más de diez colonias —dije yo—. Podrían reclutar sus líderes entre ellas.
—Teóricamente eso funcionaría —dijo Rybicki—. En el universo real, sin embargo, las otras colonias se sienten fastidiadas porque no pudieron meter a sus colonos en la lista. Hemos prometido que si esta colonia funciona pensaremos abrir otros mundos. Pero por ahora es un lío y nadie más tiene ganas de seguir el juego.
—¿Quién fue el idiota que sugirió este plan en primer lugar? —preguntó Jane.
—Da la casualidad de que el idiota fui yo —respondió Rybicki.
—Bien hecho —dijo Jane. Pensé que era buena cosa que ella ya no perteneciera al ejército.
—Gracias, alguacil Sagan —dijo el general Rybicki—. Agradezco la sinceridad. Obviamente, había aspectos de este plan que no me esperaba. Pero claro, por eso estoy aquí.
—El fallo de ese plan suyo… aparte del hecho de que ni Jane ni yo tenemos ni la más remota idea de cómo dirigir una colonia seminal, es que ahora también somos colonos —dije—. Llevamos aquí siete años.
—Pero usted mismo lo ha dicho: son ex soldados —contestó Rybicki—. Y los antiguos soldados son una categoría propia. No son realmente de Huckleberry. Usted es de la Tierra, y ella perteneció a las Fuerzas Especiales, lo que significa que no es de ninguna parte. No se ofenda —le dijo a Jane.
—Eso no resuelve el problema de que ninguno de nosotros tiene experiencia para dirigir una colonia seminal —dije yo—. Cuando di mi paseíto de relaciones públicas por las colonias, estuve en una colonia seminal de Orión. Esa gente nunca dejaba de trabajar. No se lanza a nadie a esa situación sin formación.
—Ustedes tienen formación —dijo Rybicki—. Ambos fueron oficiales. Cristo, Perry, fue usted mayor. Tuvo a sus órdenes a un regimiento de tres mil soldados en una batalla. Eso es más grande que una colonia seminal.
—Una colonia no es un regimiento militar.
—No, no lo es —reconoció Rybicki—. Pero hacen falta las mismas habilidades. Y desde que fueron ustedes licenciados, han trabajado ambos en administración colonial. Usted es defensor del pueblo… sabe cómo funciona el gobierno de una colonia y cómo hacer las cosas. Su esposa es la agente de policía y es responsable de mantener el orden. Entre ustedes dos, tienen todas las habilidades necesarias. No saqué sus nombres de un sombrero, mayor. Hay motivos por los que pensé en ustedes. Ya están listos casi al ochenta y cinco por ciento, y se pondrán a punto antes de que los colonos se dirijan a Roanoke. Ése es el nombre que hemos elegido para la colonia.
—Tenemos una vida aquí —dijo Jane—. Tenemos trabajos y responsabilidades, y una hija que también tiene aquí su vida. Nos está pidiendo como si tal cosa que perdamos nuestras raíces para resolver su pequeña crisis política.
—Bueno, le pido perdón por las formas —dijo Rybicki—. Normalmente, habrían recibido esta solicitud por correo diplomático colonial, junto con un puñado de documentos. Pero yo estaba en Huckleberry por otro asunto completamente distinto y pensé en matar dos pájaros de un tiro. Sinceramente no esperaba tener que comunicarles la idea en medio de un campo de sorgo.
—Muy bien —dijo Jane.
—Y en cuanto a que sea una pequeña crisis política, en eso se equivoca —dijo Rybicki—. Es una crisis política de tamaño medio, camino de convertirse en grande. Esto se ha convertido en algo más que otra colonia humana. Los gobiernos planetarios locales y la prensa lo han estado vendiendo como el mayor evento colonizador desde que los humanos salieron por primera vez de la Tierra. No lo es, créanme, pero eso realmente no importa en este punto. Se ha convertido en un circo mediático y un dolor de cabeza político, y ha puesto al DdC a la defensiva. Esta colonia se nos está escapando porque mucha gente tiene un interés velado en ella. Necesitamos volver a recuperar las riendas.
—Así que todo es política —dije yo.
—No —contestó Rybicki—. No me comprenden. El DdC no necesita volver a recuperar las riendas porque esperamos un golpe político. Necesitamos hacerlo porque es una colonia humana. Los dos saben cómo es la vida ahí fuera. Las colonias viven o mueren… según lo bien que las preparemos y defendamos. La misión del DdC es preparar lo máximo posible a los colonos antes de que se establezcan. La misión de las FDC es mantenerlos a salvo hasta que consigan adaptarse. Si una parte de esa ecuación se viene abajo, esa colonia está jodida. Ahora mismo, la parte de la ecuación del departamento no funciona porque no hemos proporcionado el liderazgo, y todos están intentando que los demás no ocupen ese hueco. Nos estamos quedando sin tiempo. Roanoke va a existir. La cuestión es si conseguiremos mantenerlos a salvo. Si no lo hacemos, si Roanoke muere… pagar por ello será un infierno. Así que será mejor que lo hagamos bien.
—Si es una patata política tan caliente, no veo en qué va a ayudar lanzarnos a nosotros al meollo —dije yo—. No hay ninguna garantía de que elegirnos a nosotros satisfaga a nadie.
—Como dije, no he sacado sus nombres de un sombrero. En el departamento tenemos una escala de candidatos potenciales que trabajarían para nosotros y trabajarían para las FDC. Calculamos que si ambos pudiéramos ponernos de acuerdo con alguien, podríamos hacer que los gobiernos coloniales lo acepten. Ustedes dos estaban en la lista.
—¿En qué puesto de la lista? —preguntó Jane.
—De la mitad para abajo —contestó Rybicki—. Lo siento. Los otros candidatos no funcionaron.
—Bueno, es un honor ser nominado —dije yo.
Rybicki hizo una mueca.
—Nunca me gustó su sarcasmo, Perry —dijo—. Comprendo que les estoy dejando caer encima una tonelada de una sola vez. No espero que me den una respuesta ahora mismo. Tengo todos los documentos aquí —se señaló la sien, indicando que había almacenado la información en su CerebroAmigo—, así que si tienen una PDA puedo enviársela, para que pueda echarle un vistazo con calma. Mientras «con calma» no signifique para usted una semana estándar.
—Nos está pidiendo que renunciemos a todo lo que tenemos aquí —insistió Jane.
—Sí —dijo Rybicki—. Así es. Y apelo también a su sentido del deber, puesto que sé que lo tienen. La Unión Colonial necesita a gente lista, capaz y experimentada para ayudarnos a poner en marcha esta colonia. Ustedes dos encajan con la descripción. Y lo que les estoy pidiendo es más importante que lo que están haciendo aquí. Su trabajo aquí lo pueden realizar otras personas. Se marcharán y otros vendrán y ocuparán su lugar. Tal vez no sean tan buenos, pero sí lo serán lo bastante. Lo que les estoy pidiendo a los dos para esta colonia no es algo que pueda hacer nadie más.
—Dijo que estábamos en la mitad de la lista —dije yo.
—Era una lista corta. Y hay una gran diferencia después de ustedes dos —Rybicki se volvió hacia Jane—. Mire, Sagan, comprendo que es duro para usted. Hagamos un trato. Esto será una colonia seminal. Eso significa que la primera oleada se establece y pasa dos o tres años preparando el lugar para la siguiente oleada. Después de que llegue la segunda oleada, es probable que las cosas estén lo suficientemente asentadas para que usted, Perry y su hija puedan regresar aquí. El DdC puede asegurarse de que su casa y sus trabajos les estén esperando. Demonios, incluso enviaremos a alguien para que recoja su cosecha.
—No me trate como si fuera tonta, general —dijo Jane.
—No lo hago —dijo Rybicki—. La oferta es genuina, Sagan. Su vida aquí les estará esperando, entera. No perderá nada. Pero los necesito a ustedes dos ahora. El DdC hará que merezca la pena su entrega. Recuperarán su vida. Y ustedes se asegurarán de que la colonia Roanoke sobreviva. Piénsenlo. Pero decidan pronto.
* * *
Me desperté y Jane no estaba a mi lado. La encontré en el camino ante nuestra casa, contemplando las estrellas.
—Si te quedas ahí de pie en el camino van a atropellarte —dije, acercándome y poniéndole las manos sobre los hombros.
—No hay nada que me pueda atropellar —dijo Jane, cogiendo mi mano izquierda con la suya—. Apenas hay nada que te pueda atropellar durante el día. Míralas —señaló las estrellas con la mano derecha y empezó a seguir las constelaciones—. Mira. La grulla. El loto. La perla.
—Me resultan difíciles las constelaciones de Huckleberry —dije—. Sigo buscando las constelaciones que se veían desde donde nací. Miro y una parte de mí espera ver la Osa Mayor, o a Orión.
—Nunca vi las estrellas antes de venir aquí —dijo Jane—. Quiero decir, las veía, pero no significaban nada para mí. Eran sólo estrellas. Entonces vinimos aquí y me pasé todo ese tiempo aprendiéndome estas constelaciones.
—Lo recuerdo —dije. Y lo recordaba. Vikram Banerje, que era astrónomo en la Tierra, visitaba con frecuencia nuestra casa los primeros años en Nueva Goa, y le mostraba a Jane con paciencia las pautas en el cielo. Murió poco después de haberle enseñado todas las constelaciones de Huckleberry.
—No las veía al principio —dijo Jane.
—¿Las constelaciones?
Jane asintió.
—Vikram me las señalaba, y yo sólo veía un puñado de estrellas —dijo—. Me mostraba un mapa y yo veía cómo se suponía que las estrellas conectaban entre sí, y luego miraba al cielo y sólo veía… estrellas. Y fue así durante mucho tiempo. Entonces, una noche, me acuerdo de haber vuelto caminando a casa desde el trabajo y alcé la cabeza y me dije a mí misma: «Allí está la grulla», y la vi. Vi la grulla. Vi las constelaciones. Fue entonces cuando supe que este lugar era mi hogar. Fue entonces cuando supe que había venido aquí para quedarme. Que este lugar era mi lugar.
Deslicé los brazos por el cuerpo de Jane y la abracé por la cintura.
—Pero este lugar no es tu lugar, ¿verdad? —me preguntó ella.
—Mi lugar es donde tú estés.
—Sabes lo que quiero decir.
—Sé lo que quieres decir. Me gusta estar aquí, Jane. Me gusta la gente. Me gusta nuestra vida.
—Pero… —dijo Jane.
Me encogí de hombros.
Jane lo sintió.
—Es lo que pensaba —dijo.
—No soy desgraciado.
—No he dicho que lo fueras. Y sé que no eres desgraciado conmigo o con Zoë. Si el general Rybicki no hubiera aparecido, creo que no habrías advertido que estás preparado para mudarte.
Asentí y la besé en la nuca. Tenía razón.
—He hablado con Zoë —dijo Jane.
—¿Y qué ha dicho?
—Es como tú. Le gusta estar aquí, pero éste no es su hogar. Le gusta la idea de ir a una colonia que está comenzando.
—Atrae su sentido de la aventura.
—Tal vez —dijo Jane—. No hay mucha aventura aquí. Es una de las cosas que me gustan.
—Eso es gracioso, viniendo de una soldado de las Fuerzas Especiales.
—Lo digo porque soy de las Fuerzas Especiales —dijo Jane—. Pasé nueve años de aventura continua. Nací en ella y si no fuera por ti y por Zoë habría muerto en ella, y no habría tenido nada más. La aventura está sobrevalorada.
—Pero estás pensando en volver a tener algunas de todas formas —dije.
—Porque tú lo estás pensando.
—No hemos decidido nada. Podríamos decir que no. Este es tu lugar.
—Mi lugar es donde tú estés —dijo Jane, repitiendo mis palabras—. Éste es mi lugar. Pero tal vez cualquier otro podría serlo también. Tal vez sólo estoy asustada de dejarlo.
—No creo que te asusten muchas cosas.
—Me asustan cosas diferentes que a ti —dijo Jane—. No te das cuenta porque a veces no eres demasiado observador.
—Gracias —dije. Nos quedamos allí de pie en el camino, abrazados.
—Siempre podemos regresar —dijo Jane al cabo de un rato.
—Sí. Si tú quieres.
—Ya veremos —dijo Jane. Se inclinó para besarme la mejilla, se soltó de mi abrazo y empezó a caminar sendero abajo. Me volví hacia la casa.
—Quédate conmigo —dijo ella.
—Muy bien —contesté—. Lo siento. Creí que querías estar sola.
—No. Camina conmigo. Déjame que te muestre mis constelaciones. Tenemos tiempo suficiente para eso.