11

Quirke supo que era hora de marchar. Allí ya no quedaba nada para él, en caso de que alguna vez hubiese algo, salvo confusión, errores, daño. En el dormitorio volvió una vez más las fotografías de Delia y de Phoebe de cara a la habitación; ya no temía a su difunta esposa; de alguna manera la había exorcizado. Comenzó a hacer el equipaje. La luz del día estaba próxima a su fin, y al otro lado de las ventanas la vaguedad de las formas envueltas por la nieve se iba fundiendo en la sombra. No se encontraba bien. La calefacción central daba al aire de la casa una densidad oprimente, y le empezaba a parecer que tenía dolor de cabeza desde bastante antes, más o menos desde la noche en que llegó. No sabía qué pensar de Phoebe, de Mal, de Sarah, de Andy Stafford, de ninguno. Estaba harto de intentar saber qué debía pensar. La ira que le inspiraba todo aquello había remitido hasta no ser sino un runrún de fondo. Era también consciente de una tenue, titilante sensación de desesperanza; era como el sentimiento que amenazaba con vencerle al comenzar algunos días de su niñez, días en los que no había nada en perspectiva, nada de interés, nada que hacer. ¿Era así como habría de ser su vida en adelante, una especie de vida en el más allá que experimentara aún en vida, un errar en un limbo, entre otras almas que, como la suya, no estaban salvadas, ni tampoco se habían perdido?

Cuando Rose Crawford entró en la habitación, supo al punto qué iba a suceder. Llevaba una blusa negra y unos pantalones negros.

—Creo que el luto me sienta bien —dijo—, ¿no cree? —él siguió preparando el equipaje. Ella se encontraba en medio de la habitación con las manos en los bolsillos del pantalón, observándole. Él tenía una camisa en las manos, que ella le quitó y se dispuso a doblar con gestos de experta—. Trabajé en una tintorería —dijo, y lo miró por encima del hombro—. Sospecho que eso le ha sorprendido.

Ahora era él quien la observaba. Prendió un cigarrillo.

—Hay dos cosas que quiero de usted —dijo Quirke.

Ella dejó la camisa doblada en la maleta y tomó otra para proceder a doblarla.

—No me diga… —dijo—. ¿Y de qué cosas se trata?

—Quiero que me prometa que dejará de financiar la obra esa de los bebés. Y quiero que permita a Phoebe que vuelva conmigo.

Ella meneó la cabeza un instante, concentrada en la camisa.

—Phoebe se va a quedar aquí —dijo.

—No —lo dijo con una gran calma, hablando con suavidad—. Deje que se vaya.

Colocó la segunda camisa encima de la primera y se acercó a quitarle el cigarrillo de los dedos; le dio una calada y se lo devolvió.

—Vaya, lo siento… Otra vez el carmín —lo escrutó con una mirada sonriente, la cabeza levemente ladeada—. Es demasiado tarde, Quirke. Ya la ha perdido.

—Usted sabe que es mi hija.

Ella asintió sin dejar de sonreír.

—Naturalmente que lo sé. A fin de cuentas, Josh estaba al corriente del pequeño intercambio entre ustedes, y entre Josh y yo no había ningún secreto. Ésa era una de las cosas más agradables de nuestra vida en común.

Fue como si algo acabara de descender sobre él: vio la oscuridad de lo que descendía ante los ojos, le pareció percibir, el batir de las alas alrededor de la cabeza. La había sujetado por los hombros y la zarandeaba con furia. El cigarrillo salió volando de sus dedos.

—¡Perra egoísta! —masculló con los dientes apretados, al tiempo que aquella cosa alada seguía batiendo el aire y chillando a su alrededor.

Ella dio un paso atrás, desembarazándose con destreza de la fuerza con que la sujetaba, y fue a recoger el cigarrillo de la alfombra, llevándoselo al otro lado para arrojarlo a la chimenea vacía.

—Debería tener más cuidado, Quirke —le dijo—. Podría provocar un incendio —le apretó con los dedos en el hombro—. ¡Qué fuerza tiene! De veras, no creo que sepa usted cuánta fuerza tiene.

Él se dio cuenta de que ella intentaba contener la risa. Se lanzó hacia delante pivotando sobre la resistencia de su pierna, salvando el espacio que los separaba no como si fuese a hacerlo caminando, sino en una suerte de caída vertical. No sabía de qué sería capaz cuando la alcanzara, si iba a abofetearla o a derribarla al suelo de un empellón. Lo que hizo fue estrecharla en sus brazos. Era de una ligereza sorprendente, él percibió con nitidez los huesos bajo sus carnes. Cuando la besó, aplastó la boca contra la suya y notó un sabor a sangre, de ella o suyo, no estuvo seguro.

La noche, reluciente e intensamente negra, se comprimía contra las ventanas por ambos lados de la estancia.

—Podríais quedaros los dos, ¿sabes?, tú y Phoebe —dijo Rose—. Que se vuelvan los demás a los brazos de la tierna Madre Irlanda. Nosotros tres podríamos conseguir que la cosa funcionara bien. Tú eres igual que yo, Quirke. Reconócelo. Te pareces a mí mucho más que a tu preciadísima Sarah. El corazón frío y el alma caliente: así somos tú y yo —él iba a decir algo, pero ella le rozó rápidamente con la yema del dedo en los labios—. No, no, no digas nada. Qué tontería por mi parte, mira que habértelo propuesto… —se separó de él y se sentó al borde de la cama, de espaldas. Le sonrió con ironía por encima del hombro—. ¿Ni siquiera me amas un poco? Siempre podrías mentirme, ¿sabes? No me importaría. Mentir se te da bien.

Él no dijo nada. Se tumbó de espaldas, con el dolor de la rodilla como una llamarada, y miró al techo. Rose asintió, y buscó tabaco en los bolsillos de su chaqueta. Encendió un cigarrillo y se acercó a él para ponérselo en los labios.

—Pobre Quirke —dijo con voz queda—. Estás metido en un buen lío, ¿verdad? Ojalá pudiera ayudarte a salir —fue a plantarse ante el espejo frunciendo el ceño, y se arregló el cabello peinándose con los dedos. A su espalda, él se incorporó y se sentó en la cama; ella lo vio en el espejo como un oso grande y pálido. Alcanzó el cenicero de la mesilla—. Seguramente no te sirva de ayuda —dijo ella—, pero hay una cosa que sí te puedo decir. Te equivocas con Mal y con esa chica, la del bebé, no me acuerdo cómo se llamaba —él la miró, y sus ojos se encontraron en el espejo—. Créeme, Quirke, te lo digo en serio. Estás completamente equivocado.

—Sí —asintió él—, ya sé que sí.

Llegó temprano a St. Mary. Pidió permiso para hablar con sor Stephanus. La monja de los dientes saledizos, retorciéndose las manos, insistió en que a esas horas no podía recibirle nadie, aunque, según dio a entender con su mirada, tampoco podría recibirle nadie a ninguna otra hora. Preguntó por sor Anselm. Sor Anselm, dijo la monja, se había tenido que marchar; se encontraba ahora en otro convento, en Canadá. Quirke no quiso creerla. Se sentó en una silla en el vestíbulo, dejó el sombrero sobre las rodillas y dijo que iba a esperar hasta que alguien estuviera dispuesto a recibirle. La joven monja desapareció, y al punto se presentó el padre Harkins, con el mentón irritado tras el afeitado matutino y un temblorcillo en el ojo derecho. Avanzaba con su mejor sonrisa. Quirke se puso en pie con ayuda del bastón. Hizo caso omiso de la mano que le tendía el sacerdote. Dijo que deseaba ver la tumba de la niña.

Harkins lo miró con los ojos como platos.

—¿La tumba?

—Sí. Sé que está aquí enterrada. Quiero ver qué nombre figura en la lápida.

El sacerdote se puso bravucón, pero Quirke lo paró en seco. Alzó el pesado bastón negro en una mano de un modo amenazador.

—Podría llamar ahora mismo a la policía —dijo Harkins.

—Oh, desde luego —repuso Quirke con una risa cortante—, desde luego que podría.

El cura se mostraba cada vez más agitado.

—Escuche —dijo, y bajó la voz hasta no ser más que un susurro—. El señor Griffin se encuentra aquí. Está aquí ahora, ha venido de visita antes de marcharse.

—Me da igual —dijo Quirke—. Por mí, como si está el Papa de Roma. Quiero ver la lápida.

El cura pidió que le trajeran el abrigo y las botas de agua. Los trajo la monja joven. Miró a Quirke y no pudo reprimir un destello de renovado interés e incluso de admiración; obviamente, no estaba acostumbrada a ver al padre Harkins plegándose a las órdenes de otro.

La mañana era fría. Las nubes bajas corrían despacio, y un viento húmedo soplaba a rachas trayendo un aguanieve fino. Quirke y el cura rodearon el edificio por el lateral, atravesando un huerto que cubría a trozos la nieve, donde tomaron un sendero de gravilla hacia una cancela baja, de madera, en la cual el cura se detuvo.

—Señor Quirke —dijo—, se lo ruego. Haga caso de mi consejo. Váyase. Vuelva a Irlanda. Olvide todo esto. Si atraviesa esa cancela, lo lamentará.

Quirke no dijo nada. Se limitó a levantar el bastón y a señalar la cancela. El sacerdote, con un suspiro, retiró el cierre y se hizo a un lado.

El cementerio era más pequeño de lo que esperaba, era poco más que una campa, con mayor inclinación en una de las esquinas, desde la cual se veían las torres de la ciudad por el este, envueltas en la neblina del invierno. No había lápidas, sino tan sólo pequeñas cruces de madera, todas ellas torcidas, en mayor o menor ángulo de inclinación. El tamaño de las tumbas le pareció pasmoso; ninguna tendría siquiera medio metro de largo. Quirke avanzó por un sendero mal trazado hacia el lugar en el que había visto una figura con abrigo y sombrero, con una rodilla hincada en tierra. Sólo alcanzaba a ver la espalda encorvada del hombre; cuando aún se hallaba a cierta distancia se detuvo y lo llamó. Era la figura de Mal, agazapado, en tensión, pero no era Mal.

Ni siquiera cuando Quirke le dirigió la palabra se volvió el hombre, de modo que Quirke siguió caminando hacia él. Oía sus pasos desiguales triturar la gravilla, punteados por el golpecito sordo del bastón en el terreno pedregoso. Una racha de viento amenazó con llevársele el sombrero, de modo que tuvo que sujetarlo con la mano para impedirlo. Alcanzó al hombre arrodillado, que sólo se dignó mirarlo en ese instante.

—¿Y bien, Quirke? —dijo el juez, y se guardó en el bolsillo un rosario, no sin antes besar el crucifijo, recogiendo el pañuelo sobre el cual había hincado la rodilla, levantándose con esfuerzo—. ¿Ahora te das por satisfecho?

Recorrieron tres veces seguidas el perímetro del pequeño cementerio, con el viento helado e intenso en la cara, las mejillas del anciano plagadas de manchas azuladas, y la rodilla de Quirke sometida a un dolor constante. Le pareció que llevaba dando vueltas a la campa durante toda la vida; le pareció que así había sido su vida entera, un lento caminar alrededor del territorio de los muertos.

—Voy a llevarme de aquí a la pequeña Christine —dijo el juez—. Voy a llevármela a un cementerio como es debido. Tal vez incluso me la lleve a Irlanda, para enterrarla al lado de su madre.

—¿No vas a tener problemas a la hora de explicarlo en la Aduana? —dijo Quirke—. ¿O eso también tiene fácil remedio?

El anciano esbozó una especie de sonrisa mostrando los dientes.

—Su madre era una muchacha magnífica, rebosante de humor y de ganas de vivir —dijo—. Eso fue lo primero que me llamó la atención en ella, nada más verla en casa de Malachy. Su manera de reírse de las cosas.

—Supongo —dijo Quirke— que ahora me vas a decir que no pudiste contenerte.

De nuevo esa sonrisa de soslayo, con ferocidad leonina.

—Aguántate el resquemor, Quirke. Aquí tú no eres la parte perjudicada. Si tengo que ofrecer disculpas no es precisamente ante ti. Así es, he pecado, y Dios me castigará por mis pecados. Ya me ha castigado, llevándose a Chrissie de mi lado, y luego además a la niña —hizo una pausa—. ¿Por qué fuiste tú castigado, Quirke, cuando perdiste a Delia? ¿Cuál fue tu pecado?

Quirke ni siquiera lo miraba.

—Envidio tu manera de ver el mundo, Garret —dijo—. El pecado y el castigo. Debe de ser fantástico que todo sea tan simple.

El juez desdeñó toda posible respuesta. Entornaba los ojos mirando las torres que envolvía la neblina.

—Es cierto lo que dicen —dijo—, la historia se repite. Tú pierdes a Delia, y Phoebe viene aquí, y luego lo mío con Chrissie, y la muerte de Chrissie. Como si todo estuviera predestinado.

—Yo estaba casado con Delia. No era la doncella que servía en casa de mi hijo. No tenía edad suficiente para ser mi hija… para ser mi nieta.

—Ah, Quirke, todavía eres un hombre joven, tú no sabes qué se siente al ver que tu poder te abandona. Te miras el dorso de la mano y ves cómo la piel se convierte en papel, cómo asoman los huesos, y te entran escalofríos. Entonces aparece una muchacha como Christine y te sientes como si volvieras a tener veinte años —siguió caminando unos pasos en silencio—. Tu hija sigue viva, Quirke, mientras que la mía ha muerto, gracias a ese cabrón asesino. ¿Cómo se llama? Stafford. Eso es, Stafford.

Quirke vio que Harkins rondaba en la cancela. ¿Qué estaría esperando?

—Yo te he honrado, Garret. Te he reverenciado. Para mí, tú eras el único hombre bueno en un mundo de maldad.

El juez se encogió de hombros.

—Es posible que lo sea —dijo—, es posible que sea un hombre de bien. El Señor vierte su divina gracia en las vasijas más frágiles.

Ese apasionado temblor que asomó en la voz del anciano, ese tono de profeta del Antiguo Testamento… ¿por qué no lo había percibido hasta ese instante?, se preguntó Quirke.

—Estás loco —dijo con el tono de quien acaba de hacer un descubrimiento pequeño y sorprendente.

El juez rió por lo bajo.

—Y tú eres un cabrón sin sentimientos, Quirke. Siempre lo has sido. Pero al menos eras sincero en todo, aunque con alguna que otra notable excepción. No eches ahora a perder la mala reputación que te has forjado, no te me vayas a convertir en un hipócrita. No me vengas con esa filfa, no me digas «yo te he reverenciado». En toda tu vida nunca te has parado a pensar en nada, lo que se dice en nada, excepto en ti mismo.

—Los huérfanos —dijo Quirke al cabo de unos instantes—. Costigan, toda esa gente… ¿También era asunto tuyo? ¿Estabas tú detrás de toda la historia, tú y Josh? —el anciano no se dignó contestar—. ¿Y Dolly Moran? —añadió Quirke—. ¿Qué fue de ella?

El juez se detuvo y alzó una mano.

—Eso fue cosa de Costigan —dijo—. Él envió a esos tipos a buscar algo que tenía ella. No estaba previsto que le hicieran nada.

Siguieron caminando.

—¿Y a mí? —preguntó Quirke—. ¿Quién envió a esos tipos a por mí?

—No seas despiadado, Quirke. ¿Tú crees que yo iba a desear que te hicieran el daño que te han hecho? ¿A ti, que eras para mí como un hijo?

Quirke sin embargo estaba pensando, estaba ensamblando las piezas.

—Dolly me habló del diario —dijo—. Yo se lo dije a Mal. Mal te lo dijo a ti. Tú, a Costigan, y Costigan envió a sus matones a quitárselo —en el puerto, un remolcador tocó la sirena. Quirke creyó que desde allí alcanzaba a ver un trecho del río, una línea entre azul y gris, aplastada bajo las nubes que corrían despacio—. El tal Costigan —dijo—, ¿quién es?

El juez no contuvo un resoplido socarrón, malicioso.

—Nadie —dijo—. Es lo que aquí llaman mano de obra. Los verdaderos creyentes son escasos. Hay muchos que están en esto por la pasta, Quirke. La pasta de Josh, claro.

—Y eso se acabó.

—¿Cómo?

—Se acabaron los pagos. Rose me lo ha prometido.

—Ah, Rose. Qué cosas. Me pregunto, ya puestos, cómo has conseguido arrancar una promesa de esa índole a esa dama en particular —miró velozmente a Quirke—. ¿Qué, se te ha comido la lengua el gato? Da igual. Con los fondos de Rose o sin ellos, saldremos adelante. Dios proveerá —rió de repente—. ¿Sabes una cosa, Quirke? Deberías estar orgulloso. Todo esto empezó contigo. De veras, es cierto. Phoebe fue la primera, fue ella la que le dio la gran idea a Josh Crawford. Me llamó por teléfono en plena noche, ni más ni menos, para enterarse de qué era lo que sucedía en Irlanda con las criaturas como Phoebe, niños y niñas no deseados. Se lo dije. Le dije: mira, Josh, el país está lleno a rebosar de niños así. ¿De veras?, preguntó. Bueno, pues entonces mándanoslos, me dijo; aquí les encontraremos casa a todos en un periquete. En un visto y no visto los despachábamos por docenas, ¡por centenares!

—Cuántos huérfanos…

El juez estuvo ágil.

—Phoebe no era huérfana, ¿verdad? —se le ensombreció el rostro; las manchas azuladas se le amorataban por momentos—. Hay gente que no debiera tener hijos. Hay gente que no tiene derecho a tener hijos.

—Y eso… ¿quién lo decide?

—¡Nosotros! —exclamó el anciano con voz ronca—. ¡Nosotros decidimos! Hay mujeres que malviven en casas de vecindad de Dublín y de Cork, mujeres que traen al mundo a diecisiete, dieciocho hijos en otros tantos años. ¿Qué clase de vida les espera a esos chiquillos? ¿No encuentran un futuro mucho mejor aquí, en el seno de familias que pueden cuidarlos, atenderlos, mimarlos? Contéstame a eso.

—Así que eres juez y jurado —dijo Quirke con hastío—. Eres Dios en persona.

—¿Cómo osas… cómo te atreves precisamente tú? ¿Qué derecho te asiste a cuestionarme? Mírate la viga que tienes en el ojo, muchacho.

—¿Y Mal? ¿Es otro juez, o es sólo el ordenanza del tribunal?

—Bah. Mal es un chapucero, nada más. Ni siquiera fue capaz de mantener viva a la infortunada muchacha cuando dio a luz. Ni en eso fue de confianza. No, Quirke; tú fuiste el hijo que yo quería.

Se abatió sobre ambos una racha de viento, lanzándoles a la cara el aguanieve como un puñado de astillas de cristal.

—Me llevo a Phoebe conmigo a casa —dijo Quirke—. La quiero lejos de aquí. Y también la quiero lejos de ti.

—¿Tú crees que ahora vas a poder empezar a ser padre?

—Lo puedo intentar.

—Sí —dijo el anciano con sarcasmo—, por intentarlo que no quede.

—Quiero que me hables de Dolly Moran.

—¿Y qué es lo que quieres que te cuente?

—¿Tú sabías —dijo Quirke, mirando de nuevo hacia la línea de agua azul plomo que trazaba el río— que durante años acudió un día tras otro al hospicio, todos los días, y que miraba desde el otro lado de la valla el terreno de juego, probando a ver si encontraba a su hijo entre todos los demás?

El juez adoptó una mirada esquiva.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —musitó.

—Dime —dijo Quirke—. Tú formabas parte del comité de visitas. ¿Llegaste a saber de verdad cómo era Carricklea, qué clase de cosas pasaban allí dentro?

—Tú al menos saliste, ¿sí o no? —resopló el anciano—. Y saliste porque yo te saqué de allí.

—Tú me sacaste, pero… ¿quién fue el que me metió allí? —el juez lo fulminó con la mirada y masculló entre dientes algo que Quirke no entendió, al tiempo que emprendía la marcha hacia la cancela, donde seguía a la espera Harkins con el abrigo y las botas de agua—. Mira a tu alrededor, Garret —le gritó de lejos—. Mira todos tus logros.

El juez se detuvo y se dio la vuelta.

—Éstos sólo son los difuntos —dijo—. A los vivos no los ves. Es la obra de Dios la que llevamos a cabo, Quirke. En veinte años, en treinta, ¿cuántos jóvenes estarán dispuestos a entregar la vida al ministerio sacerdotal? Desde aquí podremos enviar misioneros a Irlanda, a Europa entera. La obra de Dios. Y no serás tú quien la detenga. Te aseguro por Cristo, Quirke, que más te vale ni siquiera intentarlo.

Quirke estuvo seguro hasta el último momento de que Phoebe acudiría a decirle adiós. Esperó en la explanada de gravilla a la entrada de Moss Manor, oteando las ventanas de la casa en busca de una señal suya, mientras el taxista acomodaba sus bultos en el maletero. Era un día soleado, pero de crudo invierno, y un viento cortante soplaba desde el mar. Al final no fue Phoebe quien salió a despedirle, sino Sarah. Sin haberse puesto el abrigo, se asomó al umbral y, tras unos momentos de vacilación, atravesó la extensión de gravilla con los brazos cruzados y una chaqueta de punto tensada sobre los hombros. Le preguntó a qué hora salía su vuelo. Le dijo que confiaba en que no tuviera un viaje demasiado terrible, con aquel tiempo invernal que no parecía terminarse jamás. Él se aproximó a ella, apoyado en el bastón, y fue a decir algo, pero ella se lo impidió.

—No, Quirke, por favor —dijo—. No digas que lo sientes. No podría soportarlo.

—Le supliqué que volviera a casa conmigo. Se negó.

Ella meneó la cabeza con hastío.

—Es demasiado tarde —dijo—. Y tú lo sabes.

—¿Qué vas a hacer?

—Ah, me quedaré una temporada al menos —rió con inseguridad—. Mal quiere que vaya a la Clínica Mayo… ¡a que me examinen la cabeza! —hizo un nuevo intento por reír, pero tampoco lo logró. Miró a lo lejos, hacia el mar—. Tal vez Phoebe y yo podamos llegar a ser… —sonrió entristecida—. Tal vez podamos llegar a ser amigas. Además, alguien tendrá que mantenerla lejos de las garras de Rose. Rose quiere llevársela a Europa y convertirla en una heroína de Henry James —calló un instante y bajó la mirada; nunca le resultaba a él tan querida como cuando se miraba las puntas de los pies de ese modo, examinando el suelo con el ceño fruncido, en busca de algo que nunca estaba allí—. ¿Te has acostado con ella —preguntó, bajando la voz—, con Rose?

Él negó con un gesto.

—No.

—No te creo —dijo sin rencor.

Ella respiró hondo el aire gélido y, mirando a la casa por encima del hombro, se sacó de debajo de la chaqueta de punto un rollo de papel que le depositó a la fuerza en la mano.

—Tú sabrás qué hacer con esto —era un cuaderno escolar, con las tapas anaranjadas y los cantos doblados. Él hizo ademán de retirar el elástico que lo mantenía enrollado, pero ella le puso la mano sobre la suya—. No —dijo—, léelo en el avión.

—¿Cómo lo has conseguido?

—Me lo envió ella, la tal Moran, pobrecilla. Sabe Dios por qué. No había vuelto a verla desde que Phoebe era muy pequeña.

Él asintió.

—Ella se acordaba de ti —le dijo—. Preguntó por ti. Dijo que habías sido bondadosa con ella —se guardó el cuaderno, aún enrollado, en el bolsillo del abrigo—. ¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó.

—No lo sé. Lo que sea preciso.

—¿Lo has leído?

—No todo. Lo suficiente, lo que pude soportar.

—Entiendo. Entonces, lo sabes.

Ella asintió.

—Sí, lo sé.

Él respiró hondo y notó la mordiente del aire frío en los pulmones.

—Si hago con esto lo que yo creo que se debe hacer —dijo, y procuró medir sus palabras—, ¿sabes cuáles serán las consecuencias?

—No. ¿Y tú?

—Sé que la cosa se pondrá fea. ¿Y Mal?

—Ah —dijo ella—, Mal podrá subsistir. A fin de cuentas, fue el menos implicado.

—Yo creía que… —calló.

—Tú creías que Mal era el padre de la hija de esa infortunada mujer. Sí, sé que eso es lo que creías. Por eso quise que hablaras con él. Pensé que él te diría cómo habían sido las cosas en realidad. Pero ni por ésas, claro que no. Es muy leal… con un padre que nunca le quiso. ¿No te parece irónico?

Callaron los dos entonces. Él pensó que debería besarla, pero supo que era imposible.

—Adiós, Sarah —le dijo.

—Adiós, Quirke —ella lo miraba a la cara con una tenue sonrisa, una sonrisa burlona—. A ti sí te quiso, ¿sabes? No, más bien, ahí está el quid. Nunca lo supiste.