10

A Phoebe le desagradó esa habitación desde el primer momento en que la vio. Sabía que Rose obró con la mejor intención alojándola allí, pero era más bien un cuarto de juegos infantil que un dormitorio para una persona adulta. Estaba cansada —estaba agotada—, pero no podía dormir. Habían pensado que ella querría que se quedaran con ella, que le hicieran compañía sentados en la cama, tomándola de la mano, mirándola con los ojos llenos de pena y compasión, y al final prefirió fingir que se dormía, para que se marcharan todos y la dejaran en paz. Desde el momento en que Quirke habló con ella en el vestíbulo sólo había querido estar sola, sola para pensar en sus cosas, para poner orden. Por eso había ido al garaje a recogerse en el Buick, como hacía cuando era pequeña y se escondía en el coche de papá.

Papá.

Prácticamente ni siquiera reparó en Andy Stafford cuando éste entró en el garaje. No era más que el chófer, ¿por qué iba a fijarse en él? Pensó que seguramente había ido a encerar el coche, a verificar el aceite, a inflar los neumáticos, a lo que quiera que hiciesen los chóferes cuando no estaban conduciendo. No tuvo miedo cuando lo vio sentarse al volante, arrancar y marcharse, y tampoco cuando se salió de la carretera y avanzó por el sendero hasta el lugar en que comenzaban las dunas, donde soplaba el viento y apenas veía nada en medio de la nieve. Tendría que haber hablado, tendría que haber dicho algo, tendría que haberle ordenado que regresara; él quizás hubiera hecho lo que ella le dijera, pues suponía que para eso se había adiestrado. Pero no había dicho una sola palabra, y cuando se detuvieron y él subió al asiento de atrás, con ella, y vio la navaja… Cuando la dejó en el pueblo no telefoneó a la casa. Eran muchas las razones por las que no quiso llamar, aunque la principal era lisa y llanamente que no habría sabido qué decir. No se le ocurría una sola palabra que diera cuenta de lo sucedido. Así pues, echó a caminar por la calle mayor hasta salir del pueblo y tomar la carretera, a pesar del frío, de la nieve, de las magulladuras que sentía entre las piernas. En la casa estaba Rose, que salió a recibirla a la puerta, empujando a un lado a Deirdre, la criada, tomándola por el brazo y llevándola a la primera planta. A Rose le bastaron unas sencillísimas palabras sueltas —coche, chófer, dunas, navaja— y entendió al punto. Le dio de beber un trago de brandy y dijo a la criada que preparase el baño, y sólo cuando dejó a Phoebe en la bañera salió para convocar a Sarah, y a Mal, y a Quirke, el cual no estaba allí, nunca estaba allí.

Luego vinieron las idas y venidas de puntillas, las tazas de té y los cuencos de sopa, las consultas en susurros en el umbral, el médico torpe e incompetente, canoso, con el aliento mentolado, el detective de la policía que carraspeaba y resobaba el ala de su sombrero castaño, azorado por todas las cosas que iba a tener que preguntar. Hubo un extraño intercambio con su madre; más bien, con Sarah. Fue como si no estuvieran hablando de ella, sino de otra persona a la que ambas hubieran conocido en otra vida. Lo cual, según reflexionó, era cierto. Con anterioridad, había tenido absoluta certeza de quién era ella; ahora no era nadie. Sigues siendo Phoebe, mi Phoebe, le había dicho Sarah a la vez que trataba de contener el llanto, pero Phoebe no dijo nada, no tenía nada que decir. Mal, para variar, estuvo como un tótem. Con todo, de los dos, de esos dos que hasta pocas horas antes habían sido su padre y su madre, era a Mal al que ella más amaba, en caso de que amar aún siguiera siendo la palabra para designarlo.

Lo peor de todo era ahora la marca que tenía en el cuello, allí donde Andy Stafford le había clavado los dientes. Ésa era la auténtica violación. No sabría explicarlo, ni siquiera lo entendía del todo, pero era así.

No quiso decir nada de Andy Stafford. Era lo innombrable, y no por la navaja, ni por lo que le había hecho, o no sólo por esas razones, sino porque no había palabras que, para ella, se adecuaran a él. Cuando la policía llamó por teléfono para comunicar a Rose que Andy y su mujer habían muerto, que se habían matado cuando el Buick se caló en un paso a nivel, Phoebe fue la única que no sintió el menor sobresalto, ni la menor sorpresa. Había algo limpio en la muerte de ambos, una clara nitidez, como el final de un cuento de hadas que le hubieran contado cuando era niña, primero para atemorizarla y luego, con todo resuelto, una vez asesinados los trasgos perversos, para que se quedara satisfecha y se durmiera a pierna suelta. Hacia el propio Andy no sentía nada, ni ira, ni repulsión. Tan sólo había sido un filo de acero en el cuello y un cuerpo endurecido que chocaba contra el suyo, nada más.

Quirke, cuando por fin llegó, se plantó a los pies de la cama, apoyado con dificultad en el bastón. Le pidió que volviera con él a Irlanda. Ella se negó.

—Me quedo aquí una temporada —le dijo—. Luego, ya veremos.

Daba la impresión de que fuera a suplicárselo, pero ella endureció el rostro, recostada sobre los almohadones, y él agachó la cabeza como un buey herido.

—Dime una cosa, hay algo que quiero saber —dijo ella—. ¿Quién me puso el nombre?

Él elevó la mirada con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quién me puso por nombre Phoebe?

Volvió a bajar los ojos.

—Te pusieron el nombre de la abuela de Sarah, la madre de Josh.

Phoebe calló un dilatado momento, dándole vueltas a lo que acababa de saber.

—Entiendo —dijo, y sin mirarla de nuevo Quirke se volvió y salió renqueando de la habitación.

Sarah y Mal se habían sentado juntos en el pequeño sofá sobredorado del amplio rellano que remataba la gran escalinata de roble. Los últimos rayos de luz diurna, fugitivos, se hurtaban en el gran ventanal situado sobre ellos. Al igual que Quirke, Sarah tenía la sensación de haber pasado el día entero bregando en medio de un lodazal helado, avanzando a duras penas sobre una extensión de hielo, por caminos traicioneros, y de haber por fin hallado un lugar donde hacer un alto. Tenía grisácea y granulosa la piel de las manos y de los brazos, como si se le encogiera, igual que le pasaba con el ánimo. La extensa alfombra que cubría el rellano, semejante a un témpano de hielo rosáceo y mordisqueado, le producía una ligera náusea; la alfombra, como tantas otras cosas de la mansión, se había instalado allí por orden de Rose, quien sin duda sabía todo lo que se pudiera saber.

—Bueno —dijo—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Seguir viviendo —respondió Mal— lo mejor que podamos. Phoebe va a necesitar nuestra ayuda.

Parecía muy tranquilo, muy resignado. ¿Qué se le pasará por la cabeza?, se preguntó ella. Se le había ocurrido, y no por primera vez, ciertamente, qué poco sabía de ese hombre con el cual había pasado gran parte de su vida.

—Tendrías que habérmelo dicho —le dijo.

Él se desperezó, pero sin volverse a mirarla.

—¿Decirte? ¿El qué? —murmuró.

—Lo de Christine Falls. Lo de la niña. Todo.

Exhaló un largo suspiro de cansancio; aquello era como escuchar una parte de sí mismo que se le filtrase, que se le saliera de dentro.

—Lo de Christine Falls —repitió—. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo ha contado Quirke?

—No. ¿Qué más dará cómo lo haya sabido? Tú tendrías que habérmelo dicho. Me lo debías. Yo te habría sabido escuchar. Habría intentado entender.

—Tenía un deber que cumplir.

—Dios mío —dijo ella con una risa violenta, temblorosa—. Qué hipócrita eres.

—Tenía un deber —dijo él con terquedad— para con todos nosotros. Tenía que ser yo quien lo mantuviera bajo control. Nadie más podría haberlo hecho. Si no, todo habría quedado hecho pedazos.

Ella volvió a mirar la alfombra y tuvo un nuevo estremecimiento en las entrañas. Cerró los ojos.

—Todavía tienes tiempo —le dijo desde esa negrura.

Él sí la miró.

—¿Tiempo?

—Para redimirte.

Emitió un sonido extraño, blando, desde el fondo de la garganta, que a ella le costó un momento identificar: era una risa apagada.

—Ay, mi querida Sarah —dijo, ¡y qué pocas veces decía su nombre!—, para eso mucho me temo que ya es tarde.

Un reloj dio la hora en algún lugar de la casa, y luego otro, y otro más. ¡Cuántos eran! Como si allí dentro el tiempo se hubiera multiplicado, como si fuera distinto en cada planta, en cada estancia.

—Le hablé a Quirke de Phoebe —dijo ella—. Se lo dije todo.

—Ah, no me digas… —volvió a emitir la misma risa frágil—. Ha tenido que ser una conversación interesante.

—Tendría que habérselo dicho hace ya muchos años. Yo tendría que haberle dicho lo de Phoebe, y tú tendrías que haberme dicho lo de Christine Falls.

Mal cruzó las piernas y se acomodó meticulosamente el pantalón a la altura de la rodilla.

—No hacía ninguna falta que le dijeras lo de Phoebe —dijo—. Ya lo sabía.

¿Qué era lo que estaba oyendo? ¿Acaso ecos minúsculos de los carillones, que aún portaba el aire con tenuidad? Contuvo el aliento, temerosa de lo que pudiera salir de sus labios.

—¿Qué quieres decir? —dijo al fin.

Él estaba mirando al techo, estudiándolo, como si allá arriba pudiera haber una señal, un jeroglífico.

—¿Tú quién crees que indicó a mi padre que me llamara aquí, a Boston, la noche en que murió Delia? —preguntó como si no se dirigiese a ella, como si interrogase más bien algo que sólo él discernía en las sombras, cerca del techo—. ¿Quién estuvo entonces tan atormentado que no pudo soportar la sola idea de tener consigo a la niña, una niña que le recordase la tragedia de su pérdida? ¿Y quién estuvo dispuesto a dárnosla en cambio a nosotros?

—No —dijo ella—, eso no puede ser cierto.

Sin embargo, supo que lo era, por descontado. Ay, Quirke. En el fondo, comprendió en esos instantes, lo había sabido en todo momento, lo había sabido siempre, y se lo había negado. No sintió ira, no tuvo resentimiento. Tan sólo fue tristeza.

No se lo diría a Phoebe: era preciso que ella nunca llegara a saber que su padre la había dado voluntariamente en adopción.

Pasó un minuto.

—Creo que estoy enferma —dijo.

Él se quedó muy quieto, y ella lo notó, como si de hecho algo se hubiera detenido dentro de él, una versión animal de su persona, detenida, con todos los sentidos alerta.

—¿Por qué lo piensas?

—Algo me pasa en la cabeza. Estos mareos… van a peor.

Se volvió ligeramente y la tomó de la mano, una mano fría e inerte.

—Te necesito —le dijo con calma, sin exageración—. No puedo hacerlo, no puedo hacer nada, si no es contigo.

—Entonces, pon fin a todo esto —dijo ella con súbita ferocidad—. Pon fin a todo lo de Christine Falls y su hija —volvió la mano que él sostenía y le estrechó los dedos—. ¿Lo harás? —fue la mano de él la que quedó inerte. Sacudió la cabeza una sola vez, un movimiento apenas perceptible. Ella oyó las sirenas, los bocinazos desamparados. Le soltó la mano y se puso en pie. Su deber, había dicho: su deber de mentir, de fingir, de proteger. Su deber era lo que había asolado sus vidas—. Tú estabas al corriente de lo de Quirke y Phoebe —le dijo—. Y estabas al corriente de lo de Christine Falls. Tú lo sabías; todos en realidad lo sabíais, y a mí no me lo dijo nadie. Todos estos años, todas estas mentiras. ¿Cómo has podido, Mal?

Él la miró desde el sofá en que seguía sentado. Todo le parecía cansino.

—Tal vez —dijo— por la misma razón por la que tú tampoco le dijiste a Quirke, desde el principio, que Phoebe era hija suya, cuando creías que él no lo sabía —esbozó una sonrisa apagada—. Cada cual lleva el peso de sus propios pecados.