9

Andy supo que la chica iba tras él en cuanto entró en el garaje y se la encontró sentada en el asiento posterior del Buick, sin otra cosa que hacer, con el abrigo puesto y la mirada perdida al frente, pálida, con cara de haberse llevado un buen susto. No le dijo nada, y él tampoco; se abotonó la chaqueta y se sentó al volante y arrancó el motor. Se limitó a conducir sin pensar adonde iba, que era lo que ella parecía desear. Lléveme a donde sea, le había dicho la primera vez, cuando dejaron al grandullón en el pueblo. Nevaba. No demasiado; las carreteras estarían sin tráfico. Volvieron a subir por la costa. Él le preguntó si tenía uno de sus cigarrillos ingleses, pero ella ni siquiera respondió; sólo negó con la cabeza mirándole en el espejo retrovisor. Tenía esa mirada —de susto, paralizada, pero frenética por dentro— que se les ponía a las chicas cuando sólo eran capaces de pensar en una sola cosa. Era una mirada por la que supo que sería su primera vez.

Sabía bien adonde ir, y se detuvo en el saliente de tierra. No había nadie por allí, y no iban a encontrarse a nadie. El viento soplaba con tal fuerza que mecía el gran automóvil sobre los amortiguadores, y la nieve de inmediato comenzó a amontonarse bajo los limpiaparabrisas y en el reborde de las ventanillas. Al principio no tuvo mayores complicaciones con la chica. Ella hizo como que no sabía qué estaba pasando, ni qué deseaba él, que era también lo mismo que deseaba ella, sólo tenía que reconocerlo y, aunque había tenido la esperanza de que no fuera necesario, al final tuvo que sacar la navaja que llevaba sujeta con dos imanes debajo del salpicadero. Ella se puso a llorar cuando vio la navaja, pero él le dijo que cortara en seco la llantina. Le hizo gracia, pero la verdad es que le excitó ordenarle que se quitara las extrañas botas de goma que llevaba puestas y, como apenas había espacio entre los asientos, tuvo que torcer de lado la pierna, y él entrevió por vez primera el liguero y la cara interna y blanca del muslo, hasta las bragas de encaje.

Estuvo bien. Ella trató de defenderse y a él le gustó. Se aseguró de que estuviera tendida sobre el abrigo porque no tenía ningunas ganas de que nada manchara la tapicería, aunque en realidad no es que estuviera tendida, sino más bien encajada en una posición semisedente, de modo que él tuvo que hacer unas cuantas contorsiones hasta poder por fin introducirse en ella. Emitía una especie de chillido gracioso que le daba prácticamente de lleno en el oído, y en ese momento le tomó tanto cariño que frenó un poco y se separó de ella y miró por la ventanilla en la que se acumulaba la nieve y vio en la bocana de la bahía el mar en cierto modo hirviendo, supuso que debía de estar cambiando la marea o algo así, y una ola inmensa de agua negra, azulada, con un ribete de espuma blanca en lo alto, ascendía entre los dos salientes de la bahía, y aunque sólo acababa de empezar no pudo contenerse, y arqueó la espalda entre las piernas temblorosas de la chica y entró en ella a fondo y sintió el estremecimiento que le nacía en lo más profundo del tallo, en el fondo de la entrepierna, y la mordió en un lado del cuello y la hizo chillar.

Después se encontró con un problema, con el qué hacer con ella. No podría devolverla a la casa. Él no tenía intención de regresar a Moss Manor nunca más; muerto el viejo, sabía que allí tenía las horas contadas. La zorra que acababa de convertirse en una viuda ricachona no perdería un momento en vender —él la había visto cómo miraba la casa, torciendo la boca con un gesto de asco, cuando creía que nadie la estaba viendo— ni en trasladarse a un sitio que fuera más de su gusto, más refinado. Él había trazado sus planes, y ahora que había pasado lo que había pasado con la chica tomó la decisión sobre la marcha: era hora, no había tiempo que perder. Había hablado con un tipo al que conocía, un vendedor de coches antiguos que se había mudado a vivir a Nuevo México y se había instalado en Roswell para buscar hombrecillos verdes, y que estuvo de acuerdo en remodelar el Buick de modo que resultara imposible de identificar, además de ayudarle a encontrar un comprador. El tiempo, sí, el tiempo era lo crucial. Podía empezar por librarse de la chica. Yacía acurrucada en el asiento de atrás cuando entró en Scituate. Nevaba copiosamente y las calles estaban desiertas —aunque tampoco era que jamás llegaran a llenarse en aquel estercolero—; se detuvo en la esquina en la que había recogido a Quirke el otro día, salió, dio la vuelta y le abrió la portezuela, diciéndole que saliera. Hacía frío, pero ella llevaba el abrigo y las botas, de modo que calculó que no le iba a pasar nada, e incluso se cercioró de que tuviera monedas para el teléfono. Ella salió del coche y echó a andar como si fuera uno de esos muertos vivientes, con la cara embadurnada de un modo extraño y una vista desenfocada, como si tuviera problemas para ver. Al alejarse en el coche la miró por última vez en el espejo retrovisor y la vio de pie, bajo la nieve, en la esquina.

No tardó en comprender que estaba en aprietos, quizás en el peor aprieto en el que nunca se hubiera visto —sólo por culpa de la navaja, no tendría que haber sacado la navaja—, pero no le importó. Estaba exultante. Había dado la talla, había demostrado de qué era capaz. Aún tenía húmeda la entrepierna, aunque el sudor de la espalda y de la cara interna de los brazos se le había enfriado y era como el aceite, ¿cómo era la palabra?, como el bálsamo. Ojalá, se dijo, pudiera haberlo visto Cora Bennett en el Buick, con la chica, en ese saliente de tierra frente al mar; ojalá hubiera estado Cora allí mismo, obligada a mirar lo ocurrido. Cora, Claire, el irlandés grandullón, Rose Crawford, Joe Lanigan y su compinche, el que se parecía a Lou Costello: se los imaginó a todos de pie alrededor del coche, mirándole por las ventanillas, gritándole que parase, y se imaginó que se les reía a la cara a todos ellos.

Cora Bennett se había reído de él aquella noche en que lo embadurnó con su propia sangre y él tuvo que apartarse de ella y sintió la sangre en los muslos, calientes y pegajosos. Qué pasa, joder, había dicho ella riéndose, ¡si no es más que sangre! Con la chica también manó la sangre, aunque no mucha. Si Cora hubiera estado allí se la habría embadurnado en la cara y se habría reído diciéndole: ¿Qué pasa, Cora? ¡Si no es más que sangre! Cuando ella vio cuánto se había molestado él, le dijo que lo sentía, aunque lo dijo sin dejar de sonreírse. Cuando volvió del cuarto de baño, se sentó a un lado de la cama, donde estaba él tumbado, y le masajeó la espalda con una mano y le dijo que lo sentía, que no había querido reírse de él, que sólo se había sentido aliviada porque él parecía preocupado al saber que llevaba dos semanas de retraso, y eso que ella nunca se retrasaba, y que por eso había empezado a preguntarse si lo que Claire le había dicho no sería más bien una de las delirantes fantasías de Claire. Él se incorporó en la cama, alerta, con los nervios de punta, y le preguntó qué había querido decir, qué era lo que Claire le había dicho.

—Que disparas sin pólvora, tejano —le dijo de nuevo con la misma sonrisa, y alzó la mano y le revolvió el cabello—. Que, por eso, ni hablar de un pequeño Andy, de una pequeña Claire, ni tampoco de una pequeña Christine, no al menos que fuesen tuyos.

A duras penas pudo dar crédito a lo que ella decía. Al principio no lo entendió: ¿Claire le había dicho que era él y no ella el que estaba incapacitado para hacer hijos? Sin embargo, cuando Claire volvió de ver al médico, aquel día en que le dieron los resultados de las pruebas que se habían hecho los dos, a él le dijo que era ella la que no funcionaba, que algo le pasaba en las entrañas, que nunca podría tener un hijo, por mucho que lo intentase. Cora, que empezaba a dar la sensación de lamentar haberse puesto a contarle todo eso, dijo que… en fin, que Claire le había dicho que era justo al revés, que se lo había dicho un día en que él estaba trabajando y ella subió a ver si Claire tal vez quería una taza de café o algo. Claire estaba realmente trastornada, dijo Cora, llorando sin poder parar, hablando de la niña y del accidente, y fue entonces cuando le dijo a Cora lo que realmente le había dicho el médico, y le dijo que había mentido a Andy. Mientras Cora se lo contaba, a Andy se le puso un temblor en la pierna, como le sucedía a menudo cuando estaba preocupado o enojado. ¿Por qué, quiso saber, por qué iba a decir Claire que era culpa suya cuando en realidad era él quien no… el que no…?

—Oh, cielo —le dijo Cora para tranquilizarlo, sin asomo de sonrisa, de pronto muy seria, al ver con claridad el daño que acababa de causar—, a lo mejor te dijo esa mentirijilla, date cuenta, para que no te sintieras mal…

En ese momento fue cuando le dio a Cora una bofetada. Sabía que no debía haberlo hecho, claro que ella tampoco debía haber dicho lo que dijo. Le soltó un bofetón bastante fuerte en toda la cara, le dio con los nudillos en el puente de la nariz. Manó más sangre entonces, pero ella se quedó sentada en la cama, medio vuelta de espaldas a él, con una mano en la cara y sangrando por la nariz, los ojos fríos, cortantes como navajas. Fue el fin, naturalmente, de su historia. Cora probablemente podría haber seguido cuando se le pasara el resentimiento por la bofetada, pero lo cierto era que él se había hartado de ella, de su vientre fláccido, de los pechos aplanados, del trasero caedizo y arrugado. También él podía reírse de ella cuanto quisiera.

Cuando dejó a la chica y volvió a la casa, había decidido llevarse a Claire con él. La decisión le sorprendió, pero también le alegró. Debía de ser que a pesar de todo la amaba, a pesar incluso de todo lo que le había dicho de él a Cora Bennett. Aparcó el coche a dos casas de distancia no porque no quisiera que los vecinos se fijaran en un coche tan llamativo —ya le habían visto con anterioridad al volante del Buick—, sino porque deseaba entrar en la casa sin que Cora Bennett saliera a darle la lata. Atravesó el jardín casi de puntillas y subió las escaleras de tres en tres, agradecido de que la nieve amortiguase el ruido de sus tacones en los peldaños de madera.

Claire, con la bata de andar por casa, estaba tirada en el sofá delante del televisor, donde sonaba un estúpido concurso. ¿A quién coño le importa cuál sea la capital de Dakota del Norte? Se detuvo un momento al pasar junto a ella y le dio un meneo en los hombros y le dijo que se levantara e hiciera el equipaje. Ella no movió un dedo, por descontado, y él tuvo que volverse y enseñarle el puño cerrado a pocos centímetros de la nariz, además de pegarle un grito. Estaba en el dormitorio, echando las camisas a la vieja bolsa de viaje que había sido de su padre, cuando sintió que ella estaba a su espalda —había desarrollado un sexto sentido, era capaz de percibir su presencia sin mirarla, como si ya fuera un fantasma—, y se dio la vuelta para hallarla apoyada en la jamba, medio inclinada, con la bata cerrada y los brazos cruzados con tanta fuerza que daba la impresión de que sólo así pudiera mantenerse de una pieza.

—Hoy hemos tenido visita —le dijo.

—¿Ah, sí? No digas. ¿Quién ha venido? —nunca hubiera dicho que tenía tantas camisas, chaquetas y pantalones. ¿De dónde había salido toda aquella ropa?

—Vinieron a preguntar por la niña —dijo Claire.

Él se quedó inmóvil de repente y se volvió despacio a mirarla.

—¿Qué? —dijo en voz baja. Tenía en la mano un cinturón con una hebilla que simulaba la cabeza de un novillo, con su cornamenta.

Ella le refirió, con ese hilillo de voz con que hablaba últimamente, que sonaba como si se le desgastara y pronto no fuera a quedar sino un suspiro, una especie de respiración sofocada en la que no cupieran las palabras, la visita del irlandés y la enfermera. Habían preguntado por la pequeña Christine, por el accidente, por lo que sucedió después. Mientras hablaba, hizo ocasionalmente una pausa para quitarse un hilillo de borra de la bata. Era como si hablase del tiempo. Cuando calló, él tuvo que darle un empellón para ponerla de nuevo en marcha. ¡Joder, un fantasma mecánico, de cuerda, en eso se le estaba convirtiendo! La habría zurrado con el cinturón de no ser por lo extraña que la encontraba, como si en realidad no estuviera allí, sino perdida en su propio interior.

Recorrió la habitación de punta a punta mordiéndose un nudillo. Era preciso que se largasen esa misma noche, tenían que largarse ya. Como si hubiera percibido qué estaba pensando, Claire reparó de pronto en la bolsa de viaje encima de la cama, los cajones abiertos, las puertas del armario de par en par.

—¿Es que me dejas? —dijo como si en realidad no le importara demasiado que así fuera.

—No —dijo él, y se detuvo ante ella con los brazos en jarras y hablando despacio, para que ella le entendiera—. No te dejo, cariño. Tú te vienes conmigo. Nos marchamos al oeste. Allá lejos está Will Dakes, está en Roswell, él nos ayudará, me ayudará tal vez a encontrar trabajo —se acercó un poco más y le rozó la cara—. Podemos empezar una nueva vida —dijo con voz queda—. Podrás tener otra hija, otra pequeña Christine. Eso te gustaría, ¿verdad que sí? —le sorprendió lo poco que en realidad le importaba que ella le hubiera contado a Cora lo de las pruebas médicas, ni que le hubiera hablado al irlandés del accidente; le sorprendió, de hecho, lo poco que le importaba todo eso. El irlandés, Rose Crawford, la monja y el cura… Todos eran ya agua pasada. Sabía sin embargo que irían a por él, que irían pronto en su busca, y que los dos tenían que largarse. Claire tenía la mejilla fría al tacto, como si no le fluyera la sangre bajo la piel. Claire, su Claire. Nunca había sentido tanta ternura por ella como en ese momento, allí en la puerta, mientras nevaba y disminuía la luz y el castaño, por la ventana, tendía los brazos desnudos, y todo había acabado allí para los dos.

Conducía a una velocidad excesiva. La carretera estaba resbaladiza por la nieve reciente. Cada vez que se cruzó con un coche de policía que se dirigía a la ciudad, contó con verlo dar la vuelta en redondo, poniéndose sobre dos ruedas, y acercarse a toda velocidad hacia ellos tras sortear con un brinco el bache de la mediana, entre destellos de luz azulada, con la sirena a todo meter. La chica ya habría regresado a su casa, ya habría contado la historia; él sabía, por supuesto, cómo sería esa historia. Le daba igual. En el plazo de dos días iba a estar en Nuevo México, y Will Dakes borraría el número de bastidor del automóvil, además de hacer todo lo que fuera preciso hacer para venderlo; Claire y él se quedarían con la pasta y seguirían viaje, con destino a Texas tal vez, o quizás hacia el norte, rumbo a Colorado, Utah, Wyoming. El mundo entero se abría ante ellos. Allá lejos, bajo esos cielos, Claire olvidaría a la niña y volvería a ser la de siempre. Vio en medio de la nieve arremolinada la luz roja que destellaba allá delante, en el paso a nivel. Se acordó de la chica, de Phoebe, y sonrió para sus adentros sintiéndose mejor que nunca, recordándola despatarrada debajo de él en el asiento trasero del coche. Apretó el acelerador. Sí, la vida estaba sólo empezando, su verdadera vida, allá en el lugar que le correspondía por derecho, en aquellos espacios anchurosos y abiertos, en las llanuras, en medio de aquel aire que era todo dulzura. Estaba bajando la barrera, pero pasarían. Como un relámpago pasaría el automóvil por debajo, y al otro lado comenzaría un sitio nuevo, un mundo nuevo, donde ellos mismos serían nuevos. Miró a Claire un instante. Sentía esa misma excitación, la misma expectación; él se lo notó en la cara, en el modo en que se inclinaba hacia delante y alargaba el cuello y abría mucho los ojos, y en ese instante se hallaron sobre las vías, y súbitamente —¿qué estaba haciendo?— ella alargó una mano y aferró el volante y se lo arrancó de las suyas, y el cochazo emitió un sonoro chirrido y giró en redondo sobre la nieve y los brillantes raíles de acero y se detuvo, con el motor calado, y todo se detuvo a la vez, todo, salvo el tren que se abalanzaba hacia ellos, con su ojo único y resplandeciente, y que en el último instante pareció subir como si fuera a despegar en la negrura del aire, entre alaridos, llamaradas, vuelo.