La mañana en que se celebró el funeral de Josh Crawford amaneció fría y blanquecina, con previsión de nuevas nevadas. El entierro se había aplazado para aguardar la llegada desde Irlanda de Sarah, de Mal Griffin y del juez. Ante la tumba, con el velo negro y vestida de luto, Sarah le pareció a Quirke más una viuda que una hija. El juez tenía los ojos llorosos y se mostraba esquivo. Mal, con traje oscuro y corbata de seda negra, con una camisa blanca y reluciente, tenía el aire de una presencia que oficiase la ceremonia, no exactamente el enterrador en persona, sino tal vez el empleado de pompas fúnebres, allí destinado a representar la faceta profesional de la muerte y sus rituales, y Quirke volvió a meditar de nuevo sobre la ironía de que tan fúnebre figura fuese en su vida profesional el cancerbero que franqueaba la entrada a la vida.
Fue un día de solemnes celebraciones para los irlandeses de Boston. Estuvo presente el alcalde, por descontado, y el gobernador, y el arzobispo ofició una misa mayor y después rezó las preces en el cementerio, ante el féretro. Se esperaba la llegada del cardenal, que a última hora envió tan sólo unas palabras de duelo, confirmando así el rumor de que Josh Crawford y él habían tenido una disputa por la concesión de un contrato estatal de transporte, dirimida a lo largo del año anterior. Los viejos, como comentó en el funeral una arpía con un susurro teatral a más no poder, no olvidan. El arzobispo, alto, con las sienes plateadas, apuesto, en todos los sentidos la viva imagen que se tenía en Hollywood de lo que debiera ser un sacerdote, entonó el oficio de difuntos con el tono sonoro de una salmodia, y al terminar apareció caído del cielo un solo copo de nieve que aleteó sobre la fosa abierta, como la manifestación de una bendición expresa que desde lo alto fuera concedida de mala gana. Terminadas las preces se llevó a cabo la pequeña ceremonia de esparcir la tierra sobre el féretro, que a Quirke nunca había dejado de llamarle la atención por su morbosa fantasía. Alguien sacó una pala de plata, en miniatura, y Sarah fue la primera en empuñarla. La tierra repicaba al caer sobre el ataúd con un hueco traqueteo. Cuando alguien ofreció la pala al juez, éste negó con un gesto y se dio la vuelta.
El arzobispo depositó una mano sobre la manga del anciano y le habló ladeando la cabeza plateada, de estrella de cine.
—Garret, me alegro mucho de verte, a pesar de que sea en una ocasión tan triste.
—Creo que hoy nuestro amigo puede estar orgulloso de nosotros, William.
—Desde luego que sí. Un gran hombre, un leal hijo de la Iglesia.
Sarah y Quirke caminaron juntos hacia los coches. Ella estaba más delgada que la última vez que la vio, y en sus ojos asomaba una vehemencia que no acertó a reconocer. Le preguntó si había hablado con Phoebe, y cuando la miró con gesto inexpresivo ella chasqueó la lengua con enojo.
—¿No le has dicho lo que te dije? —le dijo—. Por Dios, Quirke, ¡no es posible que se te haya olvidado!
—No —dijo—, no se me ha olvidado.
—¿Entonces?
¿Qué podía contestar? Protegida por el velo, Sarah tensó los labios con amargura, apretó el paso y siguió adelante, dejándolo que se pelease él solo con el bastón a su estela.
Ya en la casa, la familia formó un grupo un tanto disperso e incierto en el vestíbulo, esperando al resto de los dolientes. Phoebe tenía la cara visiblemente hinchada de tanto llorar, y el juez miraba en derredor como si no supiera dónde estaba. Sarah y Mal se mantenían el uno aparte del otro. Sarah se quitó el sombrero y permaneció acariciando el velo sin mirar a Quirke.
Rose Crawford le puso una mano sobre el brazo e hizo un aparte con él.
—No parece que sea usted hoy el miembro más popular de la familia —murmuró. Los coches iban llegando por la avenida. Suspiró—. ¿Querrá hacerme compañía, Quirke? El día va a ser muy largo.
Pero casi de inmediato se vio ella separada de él, cuando, en primer lugar, el arzobispo hizo su ceremoniosa entrada y ella tuvo que acudir a saludarlo. Fueron llegando después los demás, los sacerdotes y los policías y los empresarios con sus esposas, con el rostro ceniciento, los labios azulados, murmurando unos con otros acerca del frío intenso que hacía, mirando en derredor con ansiedad encubierta, deseosos de beber y de comer y de resguardarse y caldearse ante un buen fuego de chimenea. Allí estaba el cura pelirrojo de St. Mary, y también Costigan, con su traje de brillo y sus gafas de concha, y otros más a los que Quirke reconoció por haberlos visto aquella noche en la fiesta en honor del juez, en casa de Mal y Sarah. Los vio congregarse y los siguió al salón, donde se habían servido los entremeses fúnebres, y mientras oía el barullo formado por las voces entremezcladas, en conflicto unas con otras, una sensación de repugnancia casi física fue hinchándose en su interior. Ésas eran las personas que habían matado a Christine Falls y a su hija, las personas que habían enviado a los dos torturadores tras la pista de Dolly Moran, las que habían ordenado que a él se le arrastrara por aquellos escalones fangosos y se le agrediera a puntapiés, hasta dejarlo a un palmo de la muerte. Ah, no, no todos; sin duda entre los presentes había algunos inocentes, inocentes al menos de esos delitos en particular. ¿Y él? ¿Hasta qué punto era él inocente? ¿Qué derecho tenía él de erguirse cuan alto era y mirarlos por encima del hombro y despreciarlos, él, que ni siquiera había tenido el valor de decirle a su hija la verdad sobre quiénes eran sus padres?
Se acercó a donde estaba Mal, junto a uno de los altos ventanales, con las manos en los bolsillos de la chaqueta abotonada, mirando el jardín y la nieve que se iba acumulando.
—Te sentaría bien tomar una copa, Mal —le dijo—. Es algo que ayuda.
Mal volvió la cabeza y lo miró con sus ojos de sapo, inexpresivos, antes de seguir sumido en la contemplación del jardín.
—Que yo recuerde, a ti no te ayudó mucho —dijo.
El viento arrojó un puñado de nieve contra la ventana; hizo un ruido húmedo, suave.
—Sé lo de la niña —dijo Quirke.
Los rasgos faciales de Mal registraron un mínimo fruncimiento, pero no se volvió. Clavó más las manos en los bolsillos de la chaqueta e hizo que algo tintineara, unas llaves, unas monedas, o las placas de identificación de los muertos.
—¿El qué? —dijo—. ¿De qué niña me hablas?
—De la niña que Christine Falls llevaba en su vientre. La que no nació muerta. También se llamaba Christine.
Mal suspiró. Durante un dilatado instante guardó silencio.
—Tiene gracia —dijo—, no recuerdo yo que viese nevar jamás mientras estuvimos aquí, hace ya tantos años —se volvió a mirar a Quirke a la cara como si buscara algo en ella—. ¿Tú recuerdas haber visto nieve, Quirke?
—Sí, nevó alguna vez —dijo Quirke—. Nevó durante todo un invierno.
—Supongo que sí, claro —Mal, de nuevo de cara a la ventana, asentía despacio, como si le hubiera llegado noticia de un lejano portento. Alzó un dedo y se dio unos golpecitos en el puente de las gafas—. Lo había olvidado —la luz que entraba desde el jardín daba de plano en su rostro. Se hizo crujir los nudillos con gesto pensativo.
—Era tuya, ¿no? —dijo Quirke—. Era hija tuya.
Mal bajó la mirada y sonrió.
—Ay, Quirke —dijo casi con afecto—. No tienes ni idea. Ya te lo dije una vez. No sabes nada de nada.
—Sé que la niña ha muerto —dijo Quirke.
Se hizo un nuevo silencio. Mal volvía a fruncir el ceño, y miraba de un lado a otro sin concentración, lo mismo hacia el jardín que hacia los pliegues de la cortina, recogidos con un cordón, que se formaban a sus pies, como si buscara algo que hubiera perdido y que podría encontrar en cualquier parte, en un sitio de ésos.
—Lo lamento —dijo distraídamente. Sin previo aviso, se volvió del todo a Quirke y le puso una mano en el hombro. Quirke miró la mano. ¿Cuándo fue la última vez en que se tocaron uno al otro?—. Toda esta historia… —dijo Mal—. ¿Por qué no la dejas en paz, Quirke?
—No puedo.
Mal lo consideró unos instantes, frunciendo los labios con gesto juicioso. Apartó la mano del hombro de Quirke.
—No es muy propio de ti, Quirke —dijo—, esta tozudez en perseguir algo hasta el final.
—No —dijo Quirke—, supongo que no lo es.
Y entonces de pronto lo vio todo entero, lo vio al completo, y vio cuánto se había equivocado en todo momento, sobre todo a propósito de Mal, pero también a cuento de muchas otras cosas.
Mal se había vuelto de repente y lo estaba mirando de nuevo, y cuando Quirke lo miró a los ojos Mal vio lo que Quirke había visto de repente, y asintió una sola vez, de un modo apenas apreciable.
Quirke vagabundeó por la casa. En la biblioteca de Josh Crawford los troncos de pino ardían como de costumbre, y la luz que entraba por el ventanal rebrillaba sobre el hemisferio superior de la bola del mundo. Fue a la mesa en que estaban las bebidas y se sirvió medio vaso de whisky escocés.
—Vaya, señor Quirke —dijo Rose Crawford a su espalda—. Tiene mala cara.
Se volvió de inmediato. Estaba tendida en un sillón bajo una alta palmera. El vestido negro, ceñido, se le había arrugado a la altura de las caderas, y se había quitado uno de los zapatos. Tenía un cigarrillo en una mano y una copa de Martini, vacía, en la otra, inclinada de tal modo que se habría vertido de haber estado llena. Se le notaba que estaba un tanto achispada.
—¿Le parece —dijo, tendiéndole la copa— que podría prepararme otro de esos quitapenas?
Se acercó a ella, tomó la copa, volvió a la mesa.
—¿Cómo se encuentra? —le dijo.
—¿Que cómo me encuentro? —se paró a pensar—. Triste. Ya lo estoy echando de menos.
Él le llevó la copa y se la tendió. Ella pescó la aceituna con los dedos y la mordisqueó con aire pensativo.
—Era un hombre divertido, no sé si lo sabía usted —dijo—. A su manera, claro. Quiero decir que tenía sentido del humor. Sabía hacerme reír —escupió el hueso de aceituna con delicadeza en la palma de la mano—. Incluso últimamente, estando él tan enfermo, aún nos solíamos reír a menudo. Eso para una chica es importante, reír de vez en cuando —entornó los ojos al mirarlo—. Me temo que no habría apreciado usted sus chistes, señor Quirke —extendió el brazo y él abrió la mano bajo la suya; ella dejó caer el hueso de la aceituna—. Gracias —frunció el ceño—. Siéntese, ¿quiere? Detesto que me mire desde arriba.
Fue a tomar asiento en el sofá más alejado de la chimenea. Nevaba más copiosamente que antes, le pareció que incluso oía el inmenso, ajetreado susurro que hacía al inundar el aire y posarse en el césped ya cubierto por un manto, en las terrazas invisibles y en los peldaños de piedra y en los senderos de gravilla. Pensó en el mar, más allá del jardín, las olas de un malva oscuro, enturbiado, engullendo sin fin los frágiles copos al caer. También Rose estaba mirando hacia la ventana, hacia la blancura móvil y sesgada al otro lado del cristal.
—Mera coincidencia —dijo ella—. Acabo de darme cuenta de que murió el día de nuestro aniversario de boda. Era un hombre muy de fiar —rió—. Es probable que lo tuviera planeado. Tenía poderes, no sé si lo sabe, pero es cierto, aunque piense usted que me lo estoy inventando. A mí me sabía leer el pensamiento. Es posible que ahora me lo esté leyendo —miró a Quirke con una sonrisa perezosa, taimada—, aunque espero que no —exhaló un suspiro tembloroso, fatigado, con pesar—. Era un pajarraco mezquino, digo yo, pero era mi pajarraco mezquino —se le había apagado el cigarrillo, y él se levantó a darle fuego apoyado en el bastón—. Hay que ver qué pinta tiene, Quirke —dijo ella—. Le dieron una paliza, ¿no es así?
—Sí —repuso—, así es —volvió al sofá; reparó en que tenía el vaso vacío.
—Pero ahora debe de estar contento, quiero decir, ahora que ha venido Sarah —cuando pronunció el nombre adoptó una voz de falso temblor, una cierta ronquera. Le obsequió una sonrisa—. ¿Por qué no me habla de ella, quiero decir, de ella, de Mal y de Delia?
Él hizo un gesto de impaciencia.
—Eso es historia antigua —dijo.
—Ah, pero es que la historia antigua siempre es la mejor. Los secretos son como el vino, decía a veces Josh: tienen un aroma más intenso, tienen mejor bouquet con cada año que pasa. Intento imaginármelos aquí a los cuatro… —meneó el tallo de la copa para indicar a qué se refería al decir aquí—. Los cuatro felices y contentos. Las fiestas, los partidos de tenis, todo eso. Las dos bellas hermanas, los dos médicos arrebatadores. Cuánto tuvo que odiarles Josh a ustedes dos.
—¿Eso se lo dijo él? —preguntó con interés—. ¿Le dijo que me odiaba?
—No creo que jamás llegáramos tan lejos al hablar de usted, señor Quirke.
Volvía a reírse de él. Dio un sorbo de su copa y lo observó con una mirada difusa y divertida por encima del borde de la copa.
—¿Piensa usted —preguntó él— seguir subvencionando la obra esa de los bebés que él tenía en marcha?
Ella enarcó las cejas y abrió mucho los ojos.
—¿Los bebés? —dijo, y volvió la cabeza a un lado y se encogió de hombros—. Ah, ya. Él me hizo prometerle que lo haría. Con eso espera pagar el precio de la entrada en el Purgatorio, o eso dijo. ¡El Purgatorio! ¡Como lo oye! Él de veras creía en todas esas cosas, ¿sabe?, el Cielo, el Infierno, la Redención, los ángeles que caben en la cabeza de un alfiler… y toda la pesca. Se ponía furioso si yo me reía, pero ¿cómo no iba a reírme, eh? —bajó la mirada—. Seamos serios. Pobre Josh… —se echó a llorar sin hacer ruido. Recogió una lágrima con la yema de un dedo y se lo mostró para que la inspeccionara a su gusto—. Vea, vea —dijo—. Tanqueray pura, con un ligero toque de vermut seco —alzó la cabeza y una hoja de palmera le rozó el cuello; ella la apartó de un manotazo—. ¡Malditas plantas…! —exclamó—. Voy a ordenar que las arranquen una por una y que hagan una hoguera con ellas —dejó caer los hombros. Inspiró con fuerza—. Un caballero —dijo con un acento que quiso y supo parodiar a una adolescente en edad de merecer— me ofrecería su pañuelo.
Él volvió a levantarse y atravesó cojeando el trecho que lo separaba de ella para darle el cuadrado de lino bien doblado que sacó del bolsillo. Ella se sonó ruidosamente. Él se dio cuenta de que deseaba tocarla, acariciarle el cabello, pasarle un dedo a lo largo de la limpia, fresca línea del mentón.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó.
Ella recogió el pañuelo de cualquier manera y se lo devolvió con una débil sonrisa a modo de disculpa.
—Ah, ¿y quién sabe? —dijo—. Es posible que venda todo esto y me mude a la vieja y podrida Europa. ¿Me imagina con un abrigo de pieles y un perrillo faldero, la viuda más solicitada de todo Montecarlo? ¿Me haría usted el juego, Quirke? ¿Me acompañaría a la mesa de la ruleta, viajaría conmigo, en mi yate, por supuesto, por las islas griegas? —rió sin hacer apenas ruido, por la nariz—. No. Dudo que sea su estilo. Usted preferirá pasar el tiempo en un Dublín donde la lluvia sea eterna, curándose de mala manera su amor, el amor no correspondido que siente por —bajó la voz, trémula, de nuevo unas octavas— por Saaaarah.
Un tronco perdió apoyo en la chimenea y emitió un chorro de chispas crepitando.
—Rose —le dijo, sorprendido por el sonido de su nombre en sus labios—, quiero que ponga fin al apoyo que se presta a esa historia de los niños huérfanos. Quiero que cierre el grifo de los fondos.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con una sonrisa fruncida, caída.
—Pues si eso es lo que quiere —dijo con voz queda—, va a tener que portarse bien conmigo —le tendió la copa—. Puede empezar por traerme otra copa, grandullón.
Más tarde, cuando ya no nevaba, cuando un sol húmedo se esforzaba por lucir, se encontró en la Galería de Cristal sin saber muy bien cómo había llegado allí. Había bebido demasiado escocés y se encontraba aturdido, con dificultades para preservar el equilibrio. Era como si tuviera la pierna de mayor tamaño, como si fuera más pesada que antes, y la rodilla se le había hinchado por debajo de la venda, y el picor le provocaba un verdadero tormento. Se sentó en el banco de hierro forjado en el que había estado con Josh Crawford aquella primera noche, cuando llegó con Phoebe, de lo cual pareciera que hubiese pasado mucho tiempo. La nieve había tendido sobre la casa un silencio de enormes proporciones, un aire embozado. Y ese silencio le zumbaba en los oídos junto al otro zumbido que era efecto del alcohol; cerró los ojos, pero la negrura le produjo un amago de náuseas, y tuvo que volver a abrirlos. De pronto allí estaba Sarah, como si se hubiera materializado en el silencio mismo, en la luz de la nieve. Estaba de pie a corta distancia de él, retorciendo algo entre los dedos, mirando a lo lejos, a la distante, oscura línea del mar. Quiso ponerse en pie, y a ella le sobresaltó el ruido que hizo, como si no lo hubiera visto o hubiera olvidado que se encontraba allí.
—¿Te encuentras bien? —dijo ella.
Él movió una mano.
—Sí, sí. Cansado. Me duele la pierna.
Ella no le escuchaba. De nuevo contemplaba el horizonte.
—Se me había olvidado —dijo— qué bonito puede ser esto. A veces pienso que deberíamos habernos quedado.
Él intentaba ver qué era lo que retorcía entre las manos.
—¿Deberíamos?
—Mal y yo, quiero decir. Las cosas podrían haber sido de otro modo —vio que él miraba lo que tenía entre las manos, y se lo mostró—. La bufanda de Phoebe —dijo—. Han comentado que iba a salir con su abuelo a dar un paseíto, si es que Rose consigue que alguien limpie de nieve el sendero —Quirke, sudando por el alcohol que llevaba en la sangre y por el dolor de la rodilla, dio unos pasos hacia el banco y volvió a sentarse demasiado deprisa, con lo que el bastón chocó ruidosamente con el hierro del asiento—. Os he visto hablar —dijo Sarah—, a ti y a Mal. Él no tiene secretos para mí, y tú lo sabes. Cree que los tiene, pero no es así —caminó unos pasos adelante, alejándose de él. Las palmeras y los altos helechos ascendían tras ella formando una densa pared de verdor. Le habló por encima del hombro—. Aquí fuimos felices, ¿verdad?, en aquellos tiempos, Mal, tú, yo…
Quirke apoyó la base de ambas manos contra la rodilla vendada y se la oprimió, notando una gratificante palpitación que fue en parte de dolor y en parte de placer vengativo.
—Y entonces —dijo él— también estaba Delia.
—Sí. Entonces también estaba Delia.
Volvió a apretarse la rodilla, conteniendo la respiración y torciendo el gesto.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Sarah, mirándole de pronto.
—Mi penitencia.
Se recostó jadeando en el banco. Había ocasiones en las que estaba seguro de notar el clavo en la rodilla, el acero caliente y hundido, rígido, en el hueso.
—Delia se acostaba contigo, es eso, ¿verdad? —dijo Sarah con una voz distinta, endurecida, cortante como el hierro que llevaba él en la pierna—. Se acostaba contigo, y yo no. Fue así de simple. Mal entonces aprovechó la ocasión que se le había presentado conmigo —rió, y se le notó en la risa la misma dureza que de pronto tenía en la voz. Aún estaba parcialmente vuelta de espaldas a él, y alargaba el cuello como si buscara algo en el horizonte, o más allá—. El tiempo es lo contrario del espacio, ¿te habías percatado? —dijo—. En el espacio, todo se desdibuja a medida que te alejas. Con el tiempo es al revés: todo se torna más nítido —calló—. ¿De qué estabas hablando con Mal? —renunció a seguir en busca de lo que hubiera estado buscando y se volvió hacia él. Con la delgadez que tenía se le habían afilado los rasgos, con lo que a un tiempo estaba más bella y más inquieta en apariencia—. Dime —insistió—. Dímelo. Dime de qué estabais hablando.
Él negó con un gesto.
—Pregúntaselo a él —dijo.
—No me lo querrá decir.
—Entonces yo tampoco te lo diré —puso una mano en el asiento, a su lado, invitándola a ocuparlo. Ella vaciló, y al cabo se acercó mirándose las puntas de los pies como hacía a menudo, como si desconfiara del terreno, o de su capacidad de salvarlo sin contratiempos. Se sentó—. Quiero que Phoebe vuelva conmigo a Irlanda —dijo él—. ¿Me ayudarás a convencerla?
Ella miraba a lo lejos, un tanto inclinada hacia delante, como si algo le doliera en las entrañas.
—Sí —dijo al fin—. Con una condición.
—¿Cuál? —preguntó, aunque lo sabía.
—Que se lo digas.
Una bruma se amasaba en el horizonte; las sirenas habían comenzado a sonar.
—De acuerdo —dijo él adustamente, casi coléricamente—. De acuerdo. Se lo diré ahora, en este preciso instante.
La encontró en el vestíbulo, bajo los altos techos, en medio del eco. Estaba sentada en un sillón junto a un paragüero que era una pata de elefante, calzándose unas botas negras de goma. Ya se había puesto un abrigo grande, acolchado, con capucha. Le dijo que iba a dar un paseo, que había tratado de convencer al abuelo de que saliera con ella, y preguntó a Quirke si le apetecería sumarse. Supo que iba a recordar para siempre, o al menos durante el tiempo que durase para él ese siempre, el aspecto que tenía ella con un pie en alto y la cara vuelta hacia él, sonriendo. Le habló sin preámbulos, contemplando el lento desmantelamiento de su sonrisa en una serie de etapas sucesivas, diferenciadas, abandonando primero sus ojos, después los planos de los pómulos, por último los labios. Dijo que no le entendía. Se lo repitió más despacio, con más nitidez. «Lo siento», dijo al terminar. Ella dejó la bota de goma a un lado y puso el pie descalzo en el suelo, con movimientos cuidadosos, de prueba, como si el aire en derredor se hubiera vuelto quebradizo y temiera hacerlo añicos. Entonces sacudió la cabeza y emitió un sonido curioso, muy liviano; él comprendió que era una especie de risa. Ojalá, se dijo, se pusiera en pie, pues de ese modo podría hallar manera de tocarla, de estrecharla incluso en sus brazos, de abrazarla con fuerza, pero se dio cuenta de que no iba a ser posible ni siquiera si ella se pusiera en pie. Ella dejó caer ambas manos, inertes, a los lados de la silla, y miró en derredor, frunciendo el ceño, a ese nuevo mundo que le resultaba desconocido, en el que de pronto era una extraña, en el que sin previo aviso acababa de perderse.