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A sor Anselm le sorprendió no el hecho en sí, sino lo repentino, lo irrevocable del mismo. No obstante, cuando le llegó la llamada para que se presentase de inmediato —¡de inmediato!— en el despacho de la Madre Superiora, sabía de sobra qué debía esperar. Se plantó ante el amplio escritorio de sor Stephanus y volvió a sentirse como si fuera una novicia. Se le pasaron por la cabeza toda clase de cosas desperdigadas, inesperadas, trozos de plegarias, pasajes de los viejos libros de medicina, fragmentos de canciones que no había vuelto a oír en más de cuarenta años. Y recuerdos, también recuerdos de Sumner Street, de los juegos en que participaba, saltando a la comba, bailando la peonza, las marcas de tiza en la acera. Las canciones de su padre antes de que se pusiera a gritar. Su madre con los brazos pecosos metidos hasta el codo en el barreño jabonoso, el labio inferior que le sobresalía al soplar para quitarse de la cara los mechones que se le habían soltado del moño con el que siempre se recogía el pelo. Después de que su padre la tirase por las escaleras, volvió del hospital con la pierna en un aparato de hierro y los chicos del barrio al principio le tuvieron respeto, pero pronto empezaron a ponerle apodos, Peg la de Pega, cómo no, o Peggy Pata de Hierro, o Farrell la Saltimbanqui. El convento fue una posibilidad de huir, un refugio; se dijo en su día, con amargura y con sorna, que allí todas estaban lisiadas y que no llamaría la atención. Carecía de vocación para la vida religiosa, pero las monjas le darían una educación, y era en eso, en su educación, en lo que había puesto el alma entera, ya que no le quedaba otra cosa. La mandaron a estudiar al instituto y luego a la facultad de Medicina. Estaban orgullosas de ella. Una tenía un tío que trabajaba en el Globe y que publicó una nota sobre ella: Chica del sur de Boston se licencia en Medicina. Sí, en la Orden habían sido buenas con ella. ¿Qué derecho tenía ahora de quejarse?

—Lo lamento —dijo sor Stephanus. Estaba haciendo lo que hacía siempre, repasar su lista, tocar con las yemas de los dedos la lámpara, el secante, el teléfono. No iba a mirarla siquiera—. Esta mañana recibí una llamada de la Casa Madre. Quieren que te vayas de inmediato.

Sor Anselm asintió.

—A Vancouver —añadió sin entonación—. En St. James necesitan un médico.

—Aquí también necesitas un médico.

Sor Stephanus optó por el malentendido.

—Sí —dijo—. Me van a enviar a alguien. Bastante joven. Creo que acaba de licenciarse, tengo entendido.

—Vaya, eso es magnífico.

En el despacho hacía frío; Stephanus era tacaña en cosas como ésa, cicatera con la calefacción, con el agua caliente de los baños, con las sábanas de las novicias. Sor Anselm cambió el peso para aliviar la cadera dolorida. Stephanus la había invitado a sentarse, pero prefirió quedarse de pie. Igual que aquel patriota valiente… ¿Quién era? ¿Un personaje de ópera? El que rehusó que le vendasen los ojos al ponerse frente al pelotón de fusilamiento. Desde luego: Peggy Farrell, la coja, la última heroína.

—De veras que lo lamento —volvió a decir sor Stephanus—. No hay nada que pueda hacer, eso lo sabes tan bien como yo, y aquí hace ya algún tiempo que no estás a gusto.

—Eso es cierto: no me siento a gusto con el modo en que aquí se hacen las cosas, si es eso lo que pretendes decir.

Sor Stephanus cerró el puño y golpeó sonoramente con el nudillo del dedo índice la superficie de cuero del escritorio.

—¡Eso no somos nosotras quienes hemos de juzgarlo! Estamos obligadas a guardar nuestros votos. Obediencia, hermana. Obediencia a la voluntad del Señor.

Sor Anselm prorrumpió en una carcajada seca y grave.

—Y tú tienes plena confianza en que sabes bien cuál es la voluntad del Señor, claro.

Sor Stephanus suspiró enojada. Parecía exhausta, y cuando comprimía los labios de ese modo se le erizaban visiblemente los vellos grises encima del labio superior. Estaba haciéndose vieja y fea, pensó sor Anselm, aun cuando en su día tuvo fama de ser la muchacha más hermosa de todo el sur de Boston, Monica Lacey, la hija del abogado granuja, cuya familia se había arrastrado suplicando que la acogieran en el colegio universitario de Bryn Mawr, nada menos, de donde volvió hecha una señora y al poco a su padre le destrozó el corazón declarando que había oído el llamamiento de Dios y que deseaba hacerse monja. «¡Nuestra esposa de Cristo, por Cristo!», exclamó Louis Lacey con amargura, y se lavó las manos en todo lo que a ella concerniera. Alzó la mirada.

—Tú llevas la conciencia en la manga, hermana —le dijo—. Entre nosotras hay otras que han de vivir en el mundo real, e ingeniárselas de la mejor de las maneras. No es fácil. En fin. Tengo trabajo que hacer, y tú tendrás que recoger tus bártulos.

Se extendió el silencio entre las dos. Sor Anselm miró a la ventana, a su lado, y al cielo del invierno, más allá. ¿Qué vida habían tenido, al final, cualquiera de ellas?

—Ay, Monica Lacey —dijo con voz queda—. Que hayamos terminado así…