Moss Manor, cuando regresó Quirke, daba la impresión de estar abierta de par en par, como una puerta. Había una ambulancia a la entrada, además de un par de automóviles, y en el umbral se veía a dos hombres de aspecto sumamente serio, sombrío incluso, con trajes de circunstancia, conversando en voz baja: hicieron una pausa y lo miraron con curiosidad cuando entró, pero él no les prestó mayor atención, pasando por la casa de una habitación a la siguiente. Estaba de nuevo encolerizado y no entendía con precisión por qué, pues lo que había sabido por medio de sor Anselm no había supuesto exactamente una novedad, o no del todo. Había comenzado a considerar la posibilidad de que esa ira sin origen concreto fuese una circunstancia a partir de ahora presente en su vida en todo momento, receloso de tener que seguir reaccionando de continuo ante esa situación inapelable sin poder evitarlo para siempre, como si fuese un desperdicio azotado por un viento inmisericorde. En el salón principal se encontró con la criada ratonil, no supo recordar su nombre, que estaba colocando flores secas en un jarrón, sobre la tapa del piano de cola en el que, tenía absoluta certeza, nadie había tocado jamás una sola nota. Un gran fuego con varios troncos ardía en la chimenea. La criada se estremeció de miedo al verle. Preguntó dónde estaba la señorita Ruttledge. La criada pareció no entender su pregunta.
—La enfermera —dijo, a punto de gritar, golpeando el suelo con la contera del bastón—, ¡la enfermera del señor Crawford!
La criada le indicó que Brenda estaba con el señor Crawford, y que el señor Crawford por lo visto se encontraba muy mal, y le tembló el labio inferior al decirlo. Él se dio la vuelta y se encaminó hacia la escalinata maldiciendo el peso muerto de la pierna. Al llegar ante la puerta del dormitorio de Josh Crawford golpeó suavemente con los nudillos y abrió sin esperar respuesta.
La escena que halló en el interior poseía la composición dramática y exagerada de un cuadro, una escena de género, con el lecho del moribundo y los circunstantes. Josh Crawford estaba tendido boca arriba como si reposara sobre un catafalco elevado, los brazos apoyados a ambos lados del cuerpo por encima de la sábana, la chaqueta del pijama desabrochada de modo que dejaba al descubierto su pecho enorme, que denotaba una trabajosa respiración, cubierto por un vello gris como el acero. Le cubría la cara una mascarilla de oxígeno, y la respiración era audible en forma de largos, laboriosos resuellos, como si arrastrara una cadena en su interior, moviendo dolorosamente un eslabón tras otro. Phoebe permanecía sentada en una silla, junto a la cama, adelantada, sosteniendo una mano del abuelo entre las suyas. Brenda Ruttledge estaba de pie, allí cerca, estilizada gracias al uniforme blanco y a su vistosa cofia, auténtico modelo de enfermera para un pintor. Al otro lado de la cama, Rose Crawford estaba de pie con un brazo cruzado y una mano en el mentón, otra figura estilizada que representara algo ciertamente impropio de ella, por ejemplo la paciencia, o la fidelidad, o la calma del cónyuge abnegado. Al oírle en la puerta, Brenda Ruttledge se volvió y, con un movimiento del mentón, él le indicó que saliera con él al pasillo. Obedeció y cerró la puerta con esmero. A punto estaba ella de hablar, pero él la cortó en seco con un gesto.
—¿Fuiste tú quien trajo a la niña? —la interpeló. Ella frunció el ceño y asomó en su rostro una esquirla de temor culpable—. Vamos —dijo con aspereza—, dime la verdad.
—¿Qué niña?
—¡Qué niña, qué niña…! Christine, así se llamaba. ¿Te obligaron a traerla aquí cuando viniste?
Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, meneando la cabeza.
—No sé qué…
Se abrió la puerta y se asomó Phoebe, que no hizo caso de Quirke.
—Deprisa —le dijo a Brenda—, se te necesita ahí dentro.
Entró de nuevo en el dormitorio y Brenda la siguió de inmediato. Antes de que se cerrase la puerta, Rose Crawford ocupó su lugar.
—Vamos —le dijo a Quirke con la voz apagada—, necesito un cigarrillo.
Él la siguió a la planta baja, hasta el salón. Supuso que hallaría todavía a la criada enredando por allí, pero ya no estaba. Rose se acercó a la chimenea y tomó dos cigarrillos de una caja lacada que descansaba en la repisa. Encendió los dos y entregó uno a Quirke.
—Vaya, el carmín —dijo—. Lo siento.
Él fue a plantarse ante la ventana. Caía una nieve muy espaciada, copos suaves y blandos. Desde allí se veía el flanco de la Galería de Cristal, una pared de cristales que se alzaba en vertical contra el cielo plomizo.
—Lo lamento —dijo Quirke. Ella lo miró inquisitivamente—. Sé que no puede ser fácil para usted —añadió— tener que esperar el final.
Trataba de recordar cómo se llamaba exactamente esa laboriosa respiración de los moribundos; existía, estaba seguro, un término técnico que la designaba. Eran demasiadas las cosas que había olvidado de un tiempo a esta parte.
Rose se encogió de hombros.
—Sí. En fin… —tocó uno de los troncos que ardían con la puntera del zapato—. Phoebe ha sido muy buena con él —dijo—. Nunca hubiera dicho que tenía dentro tanta bondad, tanto cariño. Es beneficiaria de su testamento, no sé si está usted al corriente.
—¿De veras? —dejó de mirarla y miró por la ventana como si se escabullera. Para él no era una novedad, a pesar de lo cual le dolió, pues Quirke nunca había hecho testamento a favor de nadie.
—Sí. Le ha dejado una fortuna.
—¿Y eso cómo le afecta a usted?
Rose alzó la cabeza y rió sin hacer ruido.
—Ah, yo estoy estupendamente —dijo—. Por mí no se preocupe, señor Quirke; yo me quedo con el grueso de la pasta, si es eso lo que quiere usted decir… y sabe Dios que hay pasta más que de sobra. Pero será una muchacha muy adinerada, Phoebe será muy rica.
—Lamento que así sea.
—¿Por qué? ¿No quiere que sea una rica heredera?
—Quiero que lleve una vida normal.
Ella lo miró de soslayo, una mirada sardónica. Él volvió a contemplar la nieve. Era como si los copos cayeran hacia arriba.
—¿Existe realmente eso que llaman una vida normal? —preguntó ella.
—Podría existir, al menos en su caso.
—Siempre y cuando…
—Siempre y cuando no se empeñe usted en retenerla a su lado.
Volvió a reír, una protesta insonora.
—¡Retenerla! Caramba, señor Quirke, ¡qué cosas se le pasan por la cabeza!
Él estudió la brasa de su cigarrillo.
—Me ha dicho —dijo— que usted le ha propuesto que se quede en Boston, que se lo ha pedido, más bien.
—¿Y usted opina que no debería habérselo dicho?
Caminó hasta la chimenea y arrojó el resto del cigarrillo a las llamas. Ella dio un paso al frente y de pronto se encontraron muy cerca, cara a cara. Tenía un minúsculo defecto en el iris del ojo izquierdo, vio Quirke, una astilla de color blanco que atravesaba el negro lustroso.
—Mire, señora Crawford…
—Llámeme Rose.
Él respiró hondo.
—He venido aquí, a Boston, porque Sarah me lo pidió expresamente. Me pidió que cuidara de Phoebe.
Ella ladeó la cabeza y lo miró de soslayo, apantallada bajo las pestañas.
—Ah —dijo—, Sarah, naturalmente… Es Sarah la que me aborrece —él parpadeó. Nunca se le había ocurrido preguntarse si Sarah podía estar resentida con esa mujer, apenas mayor que ella, que se había casado con su padre y que era por tanto, por absurdo que fuera, su madre adoptiva. Se acercó un poco más a él, mirándole ahora directamente, con los ojos grandes, a la cara—. Es posible —dijo Rose con su acento sureño, suave— que usted tampoco me vea con buenos ojos, y francamente me da lo mismo lo que opine usted, pero al menos reconocerá que no soy una hipócrita.
A su espalda, el tronco que había tocado con la puntera hizo su aplazada, cenicienta caída al desmoronarse. Ella lo estudiaba como si pretendiera aprenderse su rostro de memoria. Oyeron entonces que alguien la llamaba a ella con apremio, pero durante una docena de segundos no hizo el menor gesto de responder a la llamada. Entonces, cuando se dio la vuelta, él captó el olor de su piel perfumada, el tenue y emocionante regusto que pudiera tener.
Fue a primera hora de la noche cuando murió Josh Crawford. La casa quedó en silencio. Se fue la ambulancia, innecesaria, seguida por los dos hombres sombríos, cada cual en su propio automóvil. Quirke no había llegado a conocer la identidad de la pareja, tal vez fueran los abogados de Rose, allí presentes para certificar la defunción de su marido; no diría él que tal gesto fuera impropio de ella. Se sirvió la cena, pero nadie se sentó a comer nada. Rose y Phoebe se encerraron en el dormitorio de Rose, y Quirke encontró a Brenda Ruttledge y fue de nuevo con ella a la piscina. Ella tomó asiento en uno de los sillones de mimbre, mirando embobada el agua. Parecía que hubiera algo en suspenso por encima de ellos, en el aire en movimiento, posado entre los ecos como una vaguedad amplia y líquida. Quirke le ofreció un cigarrillo y esta vez ella lo aceptó. Vio el gesto de inexperta con que lo sujetaba entre los dedos muy rígidos, el modo en que engullía el humo y lo expulsaba a grandes bocanadas sin habérselo tragado. Alguien más fumaba igual. ¿Era Phoebe? Cuando movía los pies, las suelas de caucho de sus zapatos blancos de enfermera chirriaban en las baldosas.
—¿Quién lo dispuso? —le preguntó Quirke.
Ella frunció los labios, sacando mucho el inferior, y por un momento fue como una niña tozuda y empeñada en no responder. Se encogió de hombros.
—La Comadrona.
—¿Del hospital? ¿De la Sagrada Familia?
—Ella sabía que el señor Griffin me había encontrado el trabajo aquí, para cuidar del señor Crawford. Dijo que debía hacerle un favor a cambio. Dijo que me pagarían por ello. ¿Qué daño podía hacer yo a nadie, pensé, trayendo a la pobrecita? —miró el cigarrillo que sostenía entre los dedos y torció el gesto—. ¿Qué estoy haciendo? —murmuró—. Si yo ni siquiera fumo.
—¿Te llegó a decir de quién era la niña? ¿Supiste quiénes eran los padres, quién era el padre de la criatura?
Se agachó a depositar el cigarrillo sin terminar en las baldosas, entre sus pies, y lo apagó a conciencia bajo la suela del zapato; recogió la colilla aplanada y la escondió con cuidado en un bolsillo del uniforme, y Quirke pensó por un instante en Maisie, la pelirroja, cuyo hijo probablemente ya había nacido y quizás le hubiera sido ya arrebatado, por lo que él alcanzaba a saber.
—Dijo que no me hacía ninguna falta saber nada de eso, que sería mejor que no lo supiera, aunque el padre tenía que ser alguien… ya sabes, alguien importante, alguien con nombre.
—¿Por ejemplo?
Se envolvió con ambos brazos y se meció en el sillón.
—¡Te estoy diciendo que no lo sé!
—Pero tienes una sospecha.
Separó las manos de los costados y se golpeó con ambos puños las rodillas antes de fulminarlo con la mirada.
—¿Qué quieres que te diga? —exclamó—. No sé quién era el padre. ¡No lo sé!
Él se recostó en el sillón y exhaló un largo suspiro. Una oleada de crujidos y chirridos recorrió los mimbres entrelazados.
—¿Cuándo te consiguió el señor Griffin el trabajo?
Ella apartó la mirada.
—A comienzos del verano.
—¿Hace seis meses? ¿Más? Y no me lo dijiste…
Una vez más, ella lo fulminó con la mirada.
—Tú tampoco me lo preguntaste, ¿no?
Él negó con un gesto.
—Cuántos secretos, Brenda. Nunca lo hubiera pensado de ti.
Ella había dejado de escucharle. Miraba al agua, el subrepticio oleaje con que se mecía.
—Hice todo lo que pude por él —dijo. Por un instante, él no supo a quién se estaba refiriendo. Alzó la vista de la superficie de la piscina y le miró con ojos casi suplicantes—. ¿Tú crees que el señor Crawford era un hombre malo?
Quirke volvió hacia arriba las palmas de las manos y se las mostró.
—Era un hombre, Brenda —repuso—. Eso es todo. Ahora ya no está.