No contaba Quirke con un festejo de recepción. Cuando llamó por teléfono a St. Mary desde un bar del pueblo le hicieron esperar mucho rato, durante el cual tuvo que alimentar con monedas el teléfono público y escuchar el sonido de su propia respiración, como el mar, hasta que por fin le pusieron en comunicación con la Madre Superiora. Con voz tersa y heladora trató de precisar quién era exactamente y qué era lo que deseaba tramitar con ella. Le dijo cómo se llamaba, imaginó que le llegaba una rápida aspiración de aire. Cuanto más evasivo se mostraba, más suspicaz se ponía ella, pero al final, a regañadientes, accedió a recibirlo en Brookline.
Cuando entró bajo el arco elevado del portal de St. Mary captó de inmediato el olor inconfundible del pasado, y los años fueron cayendo como las hojas de un calendario y volvió a ser un huérfano. Se plantó en el vestíbulo en silencio y contempló las estatuas de María y Jesús y José en un nicho; el bondadoso José parecía que tuviera un avión de madera en sus manos, de improbable palidez; parecía a un tiempo resentido y resignado. Por fin, una monja joven con los dientes tan prominentes que casi parecían prensiles le condujo a lo largo de unos pasillos en los que no se oía nada, y se detuvo ante una puerta a la que llamó quedamente. Una voz suave contestó desde dentro.
La Madre Superiora, al ponerse en pie al otro lado de su mesa, resultó alta y macilenta y de una belleza severa. Fue sin embargo el sacerdote el que tomó primero la palabra. Era pálido como una patata, tenía el cabello rojizo, pero pálido, y unos ojos verdes y afilados, aunque turbios; Quirke conocía bien su estilo, lo recordaba de sus días en Carricklea, y de sus noches. El cura se adelantó con una sonrisa untuosa y limitada sólo a la boca, con la mano tendida.
—Señor Quirke —dijo—, soy el padre Harkins, capellán de St. Mary —tenía las pestañas, según vio Quirke casi con un escalofrío, prácticamente blancas. Tomó la mano que le tendía Quirke, pero en vez de estrechársela lo arrastró con amabilidad hacia la mesa—. Le presento a sor Stephanus. Y a sor Anselm.
Quirke no se había fijado en la otra monja, que estaba de pie a su derecha, junto a una enorme y vacía chimenea de mármol y ladrillo pulido. Era baja, ancha de espaldas, con un aire escéptico, aunque no antipático. Las dos monjas lo saludaron con un gesto. El padre Harkins parecía haber asumido las funciones del portavoz.
—Así que es usted el yerno del señor Crawford. El señor Crawford es un gran amigo nuestro, un gran amigo de St. Mary.
Quirke fue consciente de la mirada atenta con que lo escrutaba sor Stephanus, como si fuera su adversario en un combate de esgrima, en busca de sus puntos flacos. El sacerdote estaba a punto de decir algo, pero la monja se le adelantó.
—¿Y en qué podemos servirle, señor Quirke?
La suya era la voz de la autoridad, y bastó con oír el tono para que Quirke supiera quién estaba allí al mando. Seguía mirándole con frialdad, con sinceridad, con sencillez, e incluso, quizás, con un ligero punto de sorna. Rebuscó en el bolsillo el paquete de tabaco, lo sacó y prendió uno. Sor Stephanus, que había vuelto a sentarse, empujó un gran cenicero de cristal hacia el borde de la mesa, de modo que él lo alcanzara con más facilidad. Preguntó por la niña y dijo que probablemente se llamaba Christine, y que en caso de tener apellido seguramente era Falls.
—Creo que la trajeron aquí desde Irlanda —dijo—. Tengo motivos para pensar que vino a St. Mary.
El silencio que se adueñó del despacho resultó más elocuente que cualquier palabra. Sor Stephanus rozó levemente, uno por uno, diversos objetos que tenía sobre la mesa —una pluma de émbolo, un abrecartas, uno de los dos teléfonos—, poniendo gran esmero en no moverlos de su sitio. Esta vez, cuando tomó la palabra, no le miró a la cara.
—¿Y qué es lo que deseaba saber de esta niña, señor Quirke?
Esta niña…
—Es un asunto personal.
—Ah, ya.
Se hizo un nuevo silencio. El sacerdote miró de la monja a Quirke y vuelta a empezar, pero no ofreció una sola palabra. De pronto, desde la chimenea, la otra monja, sor Anselm, tosió antes de decir:
—Ha muerto.
El padre Harkins se volvió en redondo hacia ella con ojos de pánico, alzando la mano bruscamente, como si estuviera a punto de adelantarse a golpearla, pero sor Stephanus no cambió el ademán, y siguió mirando a Quirke con frialdad, de hito en hito, como si no hubiera oído nada. El sacerdote la miró y se pasó la lengua por los labios. Con esfuerzo, volvió a esbozar su blanda sonrisa.
—Ah, así es —dijo el sacerdote—. La pequeña Christine. Sí, ahora creo… —serpenteó de nuevo la lengua por encima de los labios, movía rápidamente las pestañas incoloras—. Mucho me temo que fue un accidente. Estaba con una familia. Una desgracia muy grande, muy triste.
Sus palabras dejaron otro silencio en suspenso, al cabo del cual habló Quirke.
—¿Qué familia? —el padre Harkins enarcó las cejas—. Esa familia con la que estaba la niña… ¿quiénes son?
El sacerdote soltó una risa entrecortada, y esta vez alzó ambas manos, como si quisiera cazar al vuelo una pelota invisible y engañosa que Quirke le hubiese lanzado.
—Caramba, señor Quirke —dijo atropelladamente—, no está en nuestra mano proporcionarle información de tal naturaleza. Estas situaciones exigen una gran discreción, como sin duda usted…
—Querría averiguar quién era —dijo Quirke—. Quiero decir, de dónde venía. Su historia.
El sacerdote estaba a punto de tomar la palabra de nuevo, pero sor Stephanus inspiró hondo por la nariz y él comprobó su incertidumbre, con lo que optó por callar. La monja ahondó su sonrisa.
—¿No lo sabe, señor Quirke?
Vio de inmediato que había cometido una pifia. Si él no lo sabía, no tenían ellos por qué decirle nada. Al margen de un nombre, ¿sabía algo?
Bruscamente, sor Stephanus se levantó de la silla con el ademán terminante e irrevocable de un juez que dicta sentencia.
—Lo lamento, señor Quirke, pero no podemos ayudarle —dijo—. Como ya ha señalado el padre Harkins, estos asuntos son delicados. La información que usted solicita ha de ser, a la fuerza, estrictamente confidencial. Ése es nuestro pacto aquí en St. Mary. Estoy segura de que sabrá entenderlo —debió de oprimir un botón debajo de la mesa, pues Quirke oyó entonces abrirse la puerta a su espalda—. Sor Anne —dijo a la monja, mirando más allá de él—, indique por favor al señor Quirke el camino a la puerta —le tendió una mano; no le quedó más remedio que levantarse y estrechársela—. Adiós, señor Quirke. Ha sido muy agradable conocerle. Por favor, transmita nuestros respetos al señor Crawford. Tenemos entendido que no goza actualmente de muy buena salud.
Quirke, irritado por el majestuoso uso del plural, tuvo que admirar la destreza con que supo poner punto final a la entrevista. Al darse la vuelta miró de pasada a sor Anselm, pero ésta miraba cariacontecida a un rincón del techo, y no le devolvió la mirada. El padre Harkins dio un paso al frente; le brillaba la cara de alivio. Lo acompañó a la puerta. Parecía a punto de ponerle una mano amistosamente en el hombro, pero se lo pensó mejor.
—Usted no pertenece a la Orden, ¿verdad, señor Quirke? —Quirke lo miró despacio—. Quiero decir, a los Caballeros… de St. Patrick. El señor Crawford es miembro de toda la vida, según tengo entendido. Si no estoy confundido, es uno de los miembros fundadores.
—No —repuso Quirke secamente—, seguro que no se confunde.
La monja de los dientes saledizos le abrió la puerta y, apoyándose en el bastón, él abandonó el despacho como un padre colérico que se llevara a rastras a un niño recalcitrante en su terquedad.
Viéndole bajar a trancas y barrancas las escaleras, Andy Stafford separó las rodillas del salpicadero del Buick y se incorporó deprisa, a la vez que se encasquetaba la gorra de chófer. Quirke entró en el coche sin decir palabra, rechazando su ayuda. Parecía sumamente enojado. Andy no supo qué pensar. ¿Qué habría ocurrido allí dentro? No podía quitarse de la cabeza la sospecha de que la aparición de Quirke en aquel edificio tenía algo que ver con la cría. Era una locura y él lo sabía, pero seguía teniendo esa sensación en la columna vertebral, como si algo frío rodara bajando por su interior.
Se hallaban en la avenida de la entrada cuando Quirke le dio un golpecito en el hombro y le indicó que parara el coche. Había mirado atrás y vio entre los árboles sin hojas que sor Anselm salía por una puerta lateral del hospicio.
—Espéreme aquí —dijo, y bajó del coche resollando.
Andy lo vio regresar por la avenida renqueando, y vio a una monja que se detenía a esperarlo. Vio que ambos se daban la vuelta y que echaban a andar por un camino bajo los árboles, cojeando los dos.
Al principio, la monja no quiso decir nada a Quirke, aunque éste estaba persuadido de que no había aparecido por aquella puerta obedeciendo al azar. Caminaron juntos en silencio, la respiración de ambos empañando el aire invernal. Habían hecho los dos un reconocimiento sin palabras, con una sola mirada, igualmente irónica, simultáneamente diagonal, de la melancólica comedia de sus respectivas situaciones, la rodilla hecha trizas de él, la cadera desencajada de ella. Había manchas de nieve bajo los árboles. El camino estaba pavimentado con trozos de corteza de árbol. El olor penetrante y resinoso de las cortezas a él le recordó a los pinares que había detrás del gran caserío de piedra en Carricklea. Alrededor, los pájaros marrones, rápidos, parecían imposibles de espantar; picoteaban afanosos entre las hojas secas. ¿Eran andarríos tal vez? ¿Chovas? Qué poco sabía de ese país: ni siquiera los nombres de sus aves más comunes. Sobre la tracería de las ramas el cielo estaba del color del acero batido. Le había empezado a doler la rodilla. La monja no llevaba abrigo por encima del hábito.
—¿No tiene frío, hermana? —preguntó.
Ella negó con un gesto seco; llevaba las manos unidas, utilizando las anchas mangas del hábito como protección contra el frío. Trató de adivinar qué edad tendría. Cincuenta y tantos, supuso. Su cojera no era exactamente una cojera, sino una curiosa inclinación, un amago ladeado que daba cada dos pasos, como si el pivote que la sostuviera erguida hubiera sido objeto de un tirón de sacacorchos hasta la mitad de su longitud.
—Por favor —le dijo—, hábleme de la niña. No tengo la menor intención de hacer nada. Simplemente quiero saber qué sucedió.
—¿Por qué?
—No lo sé. Sinceramente, ni siquiera lo sé.
—Usted es médico, ¿verdad? ¿Tuvo alguna implicación en el parto?
—No. Quiero decir, directamente no. Yo soy patólogo.
—Ya entiendo.
Dudó que realmente lo entendiera. Escarbó entre las cortezas con la contera del bastón de endrino. De pronto vio una imagen: Philomena, la enfermera, a horcajadas sobre él, a la tenue luz de un atardecer en Dublín. Haber estado allí, estar ahora aquí; esas cosas, pensó, que parecen tan meridianamente claras, y que no lo son.
—Hábleme al menos de la familia —dijo—, de la familia que adoptó a la niña.
La monja soltó un bufido.
—¡La familia que la adoptó! ¡Ja! —dijo—. Aquí en St. Mary no nos tomamos la molestia de cumplir con todos esos trámites legales —se detuvo en seco y se volvió a mirarlo. Tenía los labios azulados por el frío, tenía los ojos coléricos, enrojecidos, lacrimosos—. ¿Hasta qué punto está usted al corriente, señor Quirke, de todo lo que sucede aquí dentro? —preguntó—. Me refiero aquí… y quiero decir también allí, en el lugar del que usted proviene. Me refiero a todo el asunto.
Apoyó el bastón en ángulo contra el suelo y lo miró.
—Sé —dijo comedidamente— que Joshua Crawford financia una obra de caridad para que los niños de Irlanda sean traídos aquí. Sospecho que Christine era uno de ellos.
Siguieron caminando.
—Una obra, así es —dijo ella—. Una obra que está en marcha desde hace veinte años. ¿Eso lo sabía usted? Así es, veinte años. ¿Alcanza a imaginar cuántos niños son, cuántos niños se han traído aquí y se han repartido como… como…? —no pudo encontrar una palabra que lo abarcase todo—. Lo llaman obra de caridad, pero no es eso, ni mucho menos. Es el poder. Es el poder sin envoltorio.
En alguna parte, tras ellos, comenzó a repicar una campana con vigorosa urgencia.
—¿Poder, dice usted? —repuso Quirke—. ¿Qué clase de poder es ése?
—Poder sobre las personas. Sobre sus almas.
Almas. La palabra tenía un retintín apremiante y siniestro, como las campanadas. Yo planto almas, había dicho Josh Crawford.
No se hablaron por espacio de una docena de pasos.
—No les importan nada esas criaturas —dijo la monja—. Ah, desde luego, ellos creen que sí las tienen muy en cuenta, pero no es cierto. Lo único que les interesa es verlas crecer, y que llegado el momento ocupen el lugar adjudicado en la estructura que han ideado para ellos —hizo una pausa y emitió una risa desalentada—. St. Mary, señor Quirke, es una casa de pastoreo a la fuerza para los religiosos. Nos llegan las niñas, o niños, muchos de los cuales no tienen más que unas semanas de vida. Nos cercioramos de que estén sanos; de eso me ocupo yo, por cierto. Soy médico… —volvió a reír sin fuerza—. Luego… Luego se les… se les distribuye —había dejado de sonar la campana. Los pájaros, tras percibir después de las campanadas algún ruido sólo para ellos perceptible, alzaron el vuelo al unísono, batiendo las alas, y rápidamente se volvieron a posar—. Luego hacemos entrega de ellos a buenas familias católicas, a personas que sean de toda confianza: los pobres, y sin embargo respetables. Cuando las niñas o los niños tienen edad suficiente, son devueltos a nosotras, y son llevados a los seminarios y los conventos, tanto si quieren como si no. Se trata de una máquina para hacer sacerdotes, para hacer monjas. ¿Lo entiende? —estaba frunciendo el ceño.
—Sí, lo entiendo —dijo—, sólo que…
La monja asintió.
—Sólo que no parece algo tan terrible, ¿verdad? Recoger a los huérfanos, encontrarles una buena casa donde criarse…
—Yo fui huérfano, hermana. Me alegré muchísimo cuando pude salir del hospicio.
—Ah —dijo ella. Estaban de nuevo a la vista del Buick; el motor estaba en marcha, y unas pálidas hilachas de humo salían del tubo de escape. Se detuvieron—. Pero dese cuenta, señor Quirke, de que esto es antinatural —señaló la monja—. Eso es todo lo que realmente importa. Cuando los malos asumen la realización de lo que en principio se supone que es una buena obra, ésta adquiere un olorcillo a azufre. Creo que ya ha probado usted a qué huele, ¿no?
—Hábleme de la niña —dijo—. Hábleme de Christine Falls.
—No. Ya le he dicho demasiado.
Justo lo mismo que dijo Dolly Moran, pensó.
—Se lo ruego —dijo él—. Por favor —insistió—. Han sucedido cosas terribles —la monja lanzó una mirada de interrogación, sólo un instante, al bastón en que se apoyaba—. Sí, por ejemplo… —dijo—, pero también cosas peores, mucho peores.
Ella bajó la mirada.
—Hace frío, tengo que volver adentro —sin embargo, seguía sin moverse, mirándole con ademán pensativo. Tomó una decisión—. Lo que debe hacer, señor Quirke —dijo—, es preguntar a la enfermera, a la que atiende al señor Crawford.
—¿A Brenda? —la miró sin entender—. ¿A Brenda Ruttledge?
—Sí, si es que así se llama. Ella sabe más de la niña, de la pequeña Christine. Ella podrá decírselo, al menos en parte. Y escuche una cosa más, señor Quirke —miraba más allá de él, hacia donde esperaba el Buick en la avenida—. Ande con mucho cuidado. Hay personas… hay gente por ahí que no siempre es lo que parece, que es más de lo que parece a primera vista —sonrió de pronto ante el hombretón encorvado que tenía delante, haciéndole con torpeza preguntas tan delicadas. Sí, se dijo: un huérfano—. Adiós, señor Quirke —dijo—. Le deseo lo mejor. Por lo poco que sé de usted, creo que es un hombre bueno. Ojalá se dé cuenta de que lo es.